22.
EL TRATADO DE TORRELLAS
(1303-1304)
«Mester traigo fermoso, non es de
joglaría,
mester es sin pecado, ca es de clerecía,
fablar curso rimado por la cuaderna vía,
a sílabas contadas, ca es gran maestría».
Libro de Alexandre
Los meses siguientes me recluí voluntariamente en Valladolid. Pensé que quizá Fernando sólo necesitaba un empujón para arrancar a volar y que con mi cercanía nunca sabría distinguir a los amigos de los enemigos. Durante aquel periodo, me sentí tan frustrada que no quería ver a nadie y así se lo comuniqué a los miembros de mi casa. Todo cambió aquella mañana gracias a un quiebro inesperado que alteró el destino. Paseaba junto a la ribera del río Pisuerga, cuando pude distinguir la pequeña figura de la Palomilla que acudía corriendo y huyendo de doña María Fernández de Coronel para que no le diese alcance. Mi pobre dueña sólo intentaba cumplir mis órdenes, a ser posible, sin mostrar el más mínimo altercado, pero se las vio y deseó para evitar que la desobediente jovencita llegase a donde yo me encontraba. Cuando llegó frente a mí, frenó en seco y esperó a que yo reaccionase. El rostro de la criatura andaba desencajado, su frente sudaba y su cuerpo se tambaleaba. Las ojeras delataban una noche de insomnio en su haber.
Al instante llegó su persecutora, que jadeaba y se sujetaba el costado izquierdo, exhausta, lo que no le impidió asir fuertemente el brazo de la Palomilla hasta clavarle las uñas. Sin dar le un respiro, tiró de ella en dirección contraria mientras se excusaba por el descuido. La joven se resistió forcejeando y me suplicó.
—Doña María, como veis porto tocas de viuda. Como tal sólo acudo a pediros lo que en su día me prometisteis en el claustro que dio la libertad a mi hermano Juan y me la quitó a mí. He acompañado durante toda la noche al cadáver de mi esposo, de Roa a Valladolid, y me dispongo a darle santa sepultura en el convento de San Francisco como fue su voluntad. Cumplida mi parte del trato, sólo espero que me busquéis un marido acorde con mi edad, posición y estado.
Juana consiguió que le prestase más atención y con un lento gesto le rogué a doña María Fernández de Coronel que nos dejase a solas y se retirase. La muerte del infante don Enrique, el «halcón» para unos y el «senador» para otros, significaba una liberación para muchos, incluida su joven mujer. Aquel viejo achacoso murió preso de su avaricia e intriga. La última vez que le vi, su ambición me solicitó el puesto de mayordomo real para desplazar a su cuñado, el Lara, y yo se lo denegué. Nunca se resignó, desde la declaración de mayoría de Fernando, a estar en un discreto segundo plano. Sin él sería más fácil la culminación de una ansiada paz.
Las dos continuamos el paseo en dirección al discreto carro donde yacía insepulto el cadáver. A sus setenta y tres años cobraba en la muerte lo que en la vida otorgó. No portaba comitiva, velas, luto o plañideras. Ni siquiera cortaron la cola a los rocines que lo arrastraban. Aun así me apiadé de él y ordené que cubriesen su féretro con una bonita seda brocada y rezasen por el difunto tañendo las campanas. El último hijo de los doce que tuvo don Fernando se merecía un entierro digno y así lo hubiese procurado mi difunto suegro, a pesar del odio que existió entre los dos hermanos. Mis hijos Pedro, Felipe e Isabel nos acompañaron en el cortejo fúnebre junto a muchos frailes franciscanos que hicieron bulto. De entre todos, nadie derramó una lágrima por su recuerdo.
Su desaparición nos dio alguna que otra alegría, ya que al no dejar descendencia sus posesiones revertieron al patrimonio real. El infante don Juan Manuel intentó meter mano en el botín, pero muy pronto fue alertado de las posibles consecuencias si pretendía continuar con la osadía. Gracias al infante don Enrique llenamos las menguadas arcas de nuevo y recuperamos grandes villas, como las de Écija y Roa, con sus castillos y plazas fuertes.
Pasadas aquellas navidades, conseguí que Fernando considerase la posibilidad de mantener la paz. ¡Al fin la paz! Sueño al parecer más inalcanzable que la salvación eterna. Después de mi camuflado juicio en Medina del Campo, Fernando se dignó a dialogar conmigo y Dios escuchó mis plegarias. El rey, mi hijo, vistas mis penurias económicas y a sabiendas de que ya no me quedaba nada de la herencia que recibí de Sancho, me otorgó una renta de veinticinco mil maravedíes, recaudados de los pechos segovianos. Por primera vez se mostraba dadivoso. Al parecer, un leve atisbo de conciencia le ruborizó ante lo que me hizo sufrir en Medina y nuestro cariño de antaño se abría paso entre la desconfianza y el malmeter de algunos despreciables. No hacía tanto tiempo desde que aquel niño nombrado rey por su prematura orfandad se cobijaba entre los pliegues de mi sayo. Como su madre que era, estaba dispuesta a olvidar el desagravio que me había propinado. Ni siquiera lo mentaría nunca más en mi vida.
Fernando comprendió, al fin, que lo único que podía hacer para distraer a los ambiciosos vasallos que lo acosaban era tenerlos ocupados con la cruzada en contra del moro. Así, sus calenturientas mentes se sosegarían y no tramarían nada que no fuese previsible. El momento era propicio ya que, por un lado, el papa se ofrecía a sufragar los gastos de la lucha contra la herejía con las rentas que la Iglesia obtuviese durante los tres años subsiguientes y, por otro, don Jaime de Aragón nos brindaba su apoyo siempre que llegásemos a un buen acuerdo con los infantes de la Cerda. Al otro lado de la frontera, Dionis de Portugal se mostraba receptivo y el infante don Juan andaba a nuestro lado. Las reuniones se darían en Torrellas ese mismo verano.
Aquel 13 de agosto el calor era insufrible. Las cuatro reinas estábamos felices, pues muchas de las hijas que hacía tiempo que no veíamos acudieron a la reunión acompañando a sus parientes. Nos cobijábamos a la sombra del tenaz y abrasador sol, mientras nuestros reyes debatían los pormenores de la alianza y posterior ataque. Ni siquiera los inmensos abanicos que nos ventilaban parecían encontrar una leve brisa para bandear hacia nuestros desnudos y sudorosos escotes. Los sayos se pegaban a nuestra piel y el aire parecía escasear en nuestro pecho, lo que nos sumía en el sopor. Apoltronadas sobre grandes almohadones, esperábamos a que el calor amainase, momento que no llegaba hasta el anochecer. Con tanta mujer haragana en nuestra tienda de campaña, más parecía aquel un harén infiel que una reunión de cristianas.
Junto a mí estaban sentadas mis hijas Isabel y Beatriz. La pequeña había venido con su suegra desde Portugal. Mi nuera Constanza reposaba la cabeza sobre el regazo de su madre, Isabel de Portugal, buscando el consuelo maternal que doña Vatanza, su dueña, no supo brindarle entre tanta intriga. Por último, doña Blanca de Aragón miraba cómo sus hijas Constanza y María jugaban a salpicarse agua con un botijo. Aquéllas eran muy jóvenes aún, pero si todo salía como estaba previsto, la primera se casaría con el infante don Juan Manuel y la segunda con mi hijo Pedro.
Separada de todas, revoloteaba ilusionada la «palomilla» Lara. Desde hacía días en sus ojos se atisbaba el amor. Era un secreto a voces que andaba enamorada de Fernando de la Cerda, el hermano de don Alfonso, nuestro enemigo, y que a escondidas se habían casado allí mismo. Ella no se atrevió a decírmelo ya que aquel joven era uno de los protagonistas de nuestra pesadilla y nuestro mayor adversario. La «palomilla» no sabía que las cosas estaban cambiando en ese aspecto y que todos luchábamos por la paz. Si consiguió desposarse fue precisamente con mi beneplácito, ya que Alfonso de la Cerda pronto renunciaría a sus derechos como rey de Castilla y por fin acabarían las eternas luchas por la sucesión.
La voz de Isabel de Portugal rompió el silencio. Con la palma extendida sobre la frente de su hija mostraba preocupación.
—Estáis ardiendo, hija mía.
Disimulé. Constanza llevaba días enferma de fiebres provocadas por los celos. A pesar de los desvelos de los físicos, ella se negaba a guardar reposo pues quería vigilar estrechamente a su señor marido. La última aventura de mi hijo Fernando estaba siendo demasiado evidente y doña Vatanza no puso reparo en contárselo a su señora, regodeándose en todo tipo de detalles. Sancha Gil era envidiada por su belleza en la corte. Desde que se enteró, aquella pequeña de sólo quince años se mostraba más alterada y susceptible que nunca ya que se negaba a ser compartida y ultrajada. Su madre le dijo cómo habría de comportarse, pero ella se mostró mañosa y aniñada. No quería asumirlo con resignación como era habitual en las demás señoras. Por mi parte, sólo pude prometerle que desterraría a la concubina aunque tuviese que enfrentarme a mi propio hijo. Sólo imaginé su sentir y me pareció espantoso ya que, por extraño que parezca, Sancho nunca me dio motivos para encelarme. Fernando continuó visitando a Sancha durante muchos meses hasta que otra ocupó su lugar, pero a partir de entonces fue más recatado en sus devaneos y a Constanza le pasaron inadvertidos. Nada más desaparecer la susodicha de Torrellas, Constanza mejoró de inmediato.
El hermanamiento que pretendíamos fraguaba como herradura en un yunque y al final se firmaron las conclusiones. Jaime de Aragón se quedaría con Alicante y otras villas hasta el Júcar, dividiendo, entre dudas, el reino de Murcia. El infante don Alfonso de la Cerda renunciaba a su derecho a la corona de Castilla por una no muy cuantiosa suma de dinero. Exactamente, cuatrocientos mil maravedíes, y se comprometió a no usar el sello y el escudo de armas del rey de Castilla desde ese preciso momento, al tiempo que junto a su hermano juraba pleitesía a mi hijo. Desde entonces fue apellidado Alfonso el Desheredado.
A menor nivel, a Diego López de Haro se le entregó el señorío de Vizcaya por toda la vida y con la obligación de que después pasase a partes iguales a su hijo don Lope y a la esposa del infante don Juan, su sobrina, y a sus herederos.
A don Juan Manuel le entregamos Alarcón en Cuenca a cambio de la villa de Elche. Yo no fui partidaria de ello por si sentaba precedente porque, si cada señor que perdía un feudo pedía otro a cambio, el rey se quedaría sin tierras para responder a tanta solicitud. A pesar de todo, accedimos para tenerle a bien. Viendo aquello, el de Lara quiso recuperar el Albarracín, pero por su interés estratégico nos tuvimos que negar. Se enfadó y fue el único que quedó en discordia en aquella completa paz.