11.
LA MUERTE DE UN INFANTE.

«Salía de su boca, muy fermosa una flor,
de muy grande hermosura, de muy fresco color,
henchía la plaza con su sabroso olor,
que no sentía del cuerpo ni un punto de hedor».

GONZALO DE BERCEO.
El clérigo y la flor

A pesar del ambiente familiar y tranquilo que vivíamos, el desorden generalizado invadía nuestros reinos como las plagas de babosas los huertos. Necesitaba a mi señor más que nunca. Los ánimos se enardecían por días. Sola en Valladolid, recibía muchas noticias que iban dirigidas al rey, mi señor, y me estremecía.

En Badajoz los caballeros y monjes soldados de las órdenes militares, incluida la del Temple, terminaron con la sublevación en nombre de Sancho. El escarmiento que se les brindó a los simpatizantes de los infantes de la Cerda fue ejemplar para el resto de las villas circundantes. Quedo así demostrado una vez más que la presencia palpable de la muerte y el olor a sangre siempre metían en razón a los más sediciosos. Sancho era su rey y el que no lo admitiera sin vacilaciones se atendría a las consecuencias. En pocos días se ajusticiaron cerca de cuatro mil almas, sin distinción entre hombres y mujeres.

No era extraño encontrarse, a los lados de los caminos, ahorcados putrefactos pendiendo de los árboles o empalados en lanzas que recordasen el camino a seguir. Ni siquiera los parientes de aquellos miserables osaban recogerlos para sepultarlos, no fuese alguien a verlos y acusarlos. El brazo armado del rey, una vez más, había dejado claro su sentido de la justicia. La insurrección quedaba así apagada sólo por el temor al castigo. El sosiego poco a poco regresaba a las poblaciones.

Pedro no tardó mucho en nacer en Valladolid. Su padre no estuvo presente para tomarle en sus brazos y reconocerle como propio. En un principio pensamos que era un niño sano, pero un poco más tarde nos percatamos de que comía poco. Sediento de vida, no lograba agarrarse al pecho de su ama y en vez de llorar a pleno pulmón se limitaba a gemir. Nada digno del gallardo infante que debía haber sido.

Ansiaba el momento en el que los médicos nos considerasen al niño y a mí restablecidos para partir junto a Sancho. Lamentablemente, la maltrecha salud del pequeño rezagaba mis propósitos. Isabel, asomada a la cuna, miraba con preocupación a su hermano recién nacido. Se peleaba con Fernando junto a mi lecho cuando llegó el mensajero real. Por el lacre de sus armas, portaba una carta de Sancho. Lo rompí con cuidado y la desdoblé con la esperanza de que al fin hubiese terminado con éxito sus negociaciones con Juan Núñez de Lara el Gordo y regresase junto a nosotros desde Cuenca.

No fue así. Simplemente me daba la enhorabuena por el nacimiento de Pedro y me deseaba un pronto restablecimiento. No quiso escribiente para ejecutarla y reconocí el trazo imperfecto de su escritura. De repente, un mal presentimiento me asoló. Llamé inmediatamente al portador del billete para interrogarlo.

Me costó convencerle para que se explayase, dado que había recibido órdenes al respecto muy determinantes. Al final, como casi siempre, el simple resplandor de una moneda en la palma extendida de mi mano produjo el efecto ansiado. El susodicho soltó la lengua como un camaleón al cazar una mosca.

—Su majestad está muy enfermo, según dicen los barberos, de cuartanas, y así debe de ser porque la fiebre le atenaza cada cuatro días sin piedad.

Aquello me hizo reaccionar. No pensaba aguardar tumbada en la cama después de un simple parto a que Sancho agonizase solo. Salté del lecho y ordené nuestra inmediata partida. Era menester que el pequeño Pedro aguantase el viaje de Valladolid a Cuenca si quería conocer a su padre con vida. Sancho no sería el primero en morir de esta grave enfermedad, que venía desde hacía dos meses asolando a villas enteras hasta diezmar el número de sus almas, y es que cuando la peste no mata siempre hay otros males que se encargan de suplirla. Si el mal agüero se cumplía, Sancho nos tendría a su lado durante su último latido. Si no lo era, se curaría con nuestra compañía ya que la risa de un niño es la mejor medicina y su sonrisa la mueca premonitoria de la felicidad.

Los físicos quisieron impedir mi partida, dado que no se había cumplido la cuarentena desde el parto, por lo que tuve que imponerme. Siempre fui sana y fuerte como un roble y aquella minucia no iba a detenerme. Mandé avituallar los carros lo mejor posible para nuestro duro viaje y me propuse a mí misma no quejarme ni gemir aunque el dolor me estrangulase. Así fue, ya que el traqueteo del carro me punzaba los riñones, lo que me obligó a recostarme en un catre de heno cubierto con sedas brocadas. Apoyado en mi hombro y dormido, viajaba Pedro.

Sancho no podría morir ahora que estábamos tan cerca de legitimar nuestro matrimonio. La intercesión del rey de Francia ante el papa Nicolás IV al fin daba sus frutos. A los ojos de la Iglesia, todos y cada uno de mis hijos eran ilegítimos y eso era algo que teníamos que solucionar con premura. Sabía que Sancho se enfadaría al verme aparecer en Cuenca, pero no me importaba. Él ya sabía por el roce y el cariño de nuestra convivencia que a tozudo no me ganaba.

Seguí cavilando desde la quietud, inmersa en el movimiento del carromato. Le había ocultado que antes de parir tuve otra entrevista clandestina en el convento de Santo Domingo de Valladolid. Aquella vez fue con el Gordo, el mismo que él fue a ver a Cuenca. Sólo quise allanarle el terreno, como lo hice un día con su padre, don Alfonso, y como lo haría si se terciaba con mi sobrino, el de la Cerda. Si había algo que ansiaba después del reconocimiento de nuestro matrimonio, era la paz de nuestro reino.

Estaba ensimismada en mis pensamientos, cuando el carro saltó debido a una gran piedra en el camino. El pequeño Pedro se despertó y rompió a llorar. Me incorporé y se lo pasé a doña María, su ama de cría. El resto de mis hijos aprovecharon la ocasión para ocupar el lugar vacío y caliente que dejó la criatura. Todos apretados, se empujaban para abrazarme. Fernando, Alfonso y Enrique luchaban por aventajar su posición con respecto a mí, clavándose huesudos codazos en los costillares. Isabel, divertida, reía a los pies del improvisado camastro. Zarandeada por tanto enfrentamiento fraternal, pegué un puñetazo en el cabecero. El fuerte sonido silenció la algarabía. Incluso el cochero tiró de las riendas pensando que algo sucedía. Al ver que todo se reducía a una trifulca infantil arreó de nuevo a los jamelgos.

Era lógico el alboroto, ya que Fernando sólo tenía cinco años y era discutidor desde que comenzó a razonar. A pesar de su corta edad, intuían mi preocupación e intentaban distraerme. Fue precisamente el príncipe heredero el que rompió el silencio.

—¿Adónde nos dirigimos, madre?

El constante devenir y trashumancia a los que nos sentíamos ligados, hacía que aquella pregunta resultase extraña en sus labios. Los niños estaban tan habituados al viaje que no solían interesarse por nuestra dirección o meta.

—A Cuenca, mi niño.

Le acaricié la cabeza. Pegó un brinco y ladeándose se arrancó una chinche que le picaba a través de la pedorrera. La miró un segundo y después la apachurró entre el índice y pulgar, prosiguiendo con su empresa. Su afán por apaciguar una curiosidad desmedida se hacía en algunas ocasiones tediosa.

—Si nuestro señor padre se halla tan enfermo, ¿por qué no regresa con nosotros en vez de perseguir al Gordo?

Sonreí.

—Su apodo no debe hacer que le pierdas el respeto, es vuestro tío, por lo tanto tenéis sangre en común. Se llama don Juan Núñez de Lara.

Me miró sorprendido.

—Madre, ¿cómo es posible que me reprendáis por eso? ¿No fue el mismo que juró al padre de los de la Cerda, en su lecho de muerte al caer contra el moro en Ciudad Real, fidelidad eterna? ¿No fue el mismo que juró al hermano mayor de nuestro padre luchar por siempre por los derechos hereditarios al trono de su hijo Alfonso en contra de los de nuestro padre? Ahora que nuestros enemigos han coronado rey en Jaca a su protegido, ¿por qué habría de aliarse con nosotros?

Sólo asentí divertida. Él se alteró. Enrojeciendo, pegó con el puño sobre la sábana de picote expresando su rabia.

—Pues entonces, ¡no sé a qué viene el presentar tanto respeto a un traidor, por mucha sangre que compartamos! No es digno, madre, de nuestro acatamiento, ni siquiera lo es de nuestra compasión. Bien haríamos en apresarlo y darle su merecido.

Sonreí de nuevo. Como párvulo heredero era lógico que no entendiese nada. Fernando tendría que aprender muchas cosas antes de cernirse la corona. Buen principio sería el comenzar conteniendo su rabia, pues de ésta ya andábamos sobrados. Tenía a quién salir, si a su padre le apodaban el Bravo era por algo. Lo acaricié y lo obligué a recostarse de nuevo a mi lado. Sus hermanos miraban embelesados al mayor.

—No es tan sencillo, Fernando. El Gordo es hombre que cambia de camisa y pensamiento con bastante asiduidad. Ha luchado por Francia y Aragón en unas ocasiones y junto al señor de Vizcaya en otras, aunque fuese enemigo de su propia familia; junto a Castilla ha lidiado las que menos. El Gordo, además, ha participado en la Cruzada de San Luis en Túnez, por lo que le hemos de respetar. Es de ese tipo de hombres que sin contienda ni sangre en ciernes se ven privados del respirar que les da la vida y se ahogan. Necesitan alzar sus armas permanentemente, como el pájaro las alas para volar.

Inspirando, tomé aire para proseguir con el panegírico, ya que no era de caballero inteligente el menospreciar al enemigo.

—Ha sido destacado adalid en todas y cada una de las contiendas en las que ha participado. Respira por boca o nariz según le convenga o le dicten la sesera o el saco de las monedas. No le podemos entregar el Albarracín y hacerle señor de esas tierras como quiere, pero sí podemos darle otra cosa que se me acaba de ocurrir y que él ni siquiera ha pensado. Mi querido Fernando, en muchas ocasiones y para el bien de nuestro reino, tenemos que guardar el orgullo en el bolsillo y no sólo olvidar, sino además premiar.

Suspiré.

—Al Gordo le propondré, si vuestro padre está de acuerdo, que su hijo el Mozo se case con vuestra prima Isabel, la hija de la tía Blanca de Molina. Es una buena opción para mi hermana. Vuestra tía no podrá desestimar la oferta, ya que por orden de vuestro padre anda cautiva en el alcázar de Segovia desde que nos enteramos de que iba a casar a su hija Isabel con el rey de Aragón, nuestro enemigo. De haberlo consentido, las tierras que me vieron nacer en el señorío de Molina hubiesen pasado al reino de Aragón.

Me quedé pensativa ante mi mayor sueño, poseer el señorío que un día fue de mi padre. Sacudí la cabeza despegando esos pensamientos y proseguí, dado que mi hermana nunca me los otorgaría al morir.

—El Gordo tendrá que aceptar el desposorio, pues la mujer que se le ofrece es rica hembra, poseedora de castillos como el de San Esteban de Gormaz y otros muchos. Su ambicioso paladar se endulzará al conocer el patrimonio de Isabel. Con este enlace conseguiremos encarrilar dos ánimas de un solo golpe. Blanca ganará su libertad y el de Lara se sentirá más ligado a nosotros por gratitud.

Fernando me escuchaba en silencio y sonreía asintiendo, a pesar de su corta edad. Estaba aprendiendo cómo saciar la codicia de un ambicioso.

—¿Si nuestro señor padre consigue aliarse con el de Lara, seremos más fuertes y podremos aprovechar sus huestes en nuestra contienda contra los enemigos?

Asentí de nuevo. Él sabía que el infante don Juan estaba preso desde que había atentado contra Sancho en Alfaro. Pero su pena pasaba y muy pronto saldría del calabozo. Sólo le quedaba un año para cumplir su condena. Para entonces, y por cómo podría reaccionar, tendríamos que contar con el mayor número de aliados y andar pertrechados.

El pequeño me abrazó con fuerza y quedamos de nuevo todos en silencio, al son del mecimiento del carromato. Casi no pude deleitarme con la dicha de su abrazo ya que al tocar la frente a su hermano Alfonso lo sentí ardiendo. Su tez era marmórea y las ojeras enmarcaban sus ojos. Todos percibimos el olor de los montes de Cabrejas. El tomillo, el romero y el pinar nos deleitaron en el balanceo que nos condujo hasta la cercana Cuenca. Pronto vimos sus pronunciados riscos alzándose vertiginosamente hacia los cielos. Entre tanta grandiosidad supe que todo saldría bien.

Sancho mejoró en cuanto llegamos y el acuerdo con el Gordo quedó perfectamente hilvanado para firmarlo pasado un tiempo en Toledo. Tomando el relicario que pendía de mi cuello, recé para que el de Lara fuese consecuente y fiel a su promesa. Como siempre, unas cosas se arreglan y otras se tuercen. Alfonso no soportó aquel viaje a Cuenca. Empeoró en el regreso a Valladolid y el esqueleto de la muerte no tardó en arrebatármelo, sentándolo en su regazo.

Aquel ocaso velaba a mi pequeño, que yacía acostado en una caja de color bermellón sobre el altar mayor de la ermita de Nuestra Señora del Pino, y allí permanecería hasta su sepultura en el convento de San Pablo. ¿Por qué Dios sólo le concedió cinco años de vida? Junto a mí, su desposada, doña Juana Núñez de Lara, le miraba sorprendida, cumpliendo las órdenes de su dueña. A sus tres años y viviendo ya en la corte, no comprendía que aquel niño muerto con el que asiduamente compartía juegos de pelota, de haber sobrevivido a la enfermedad, hubiese sido con toda seguridad su señor marido.

El reflejo de las velas tamizaba su pequeño y dulce rostro. Los frailes dominicos dejaron de predicar aquella noche para velarle a mi lado. Ellos serían desde aquel preciso momento los ángeles custodios del párvulo despojo. Murmuraban sus oraciones ronroneando al unísono. Los mil doscientos maravedíes que les entregamos para la sepultura, más la designación de otros cuatro mil anuales para cubrir el portazgo de la ciudad, colmarían de rezos el ánima de Alfonso. El orto siguió a aquella eterna noche y le besé en la frente por última vez, dibujando en ella la señal de la cruz. Al ponerme de pie, sentí dolor en las rodillas, que, entumecidas, me advertían de su cansancio al haber aguantado tantas horas hincadas e inmóviles. En ese preciso momento entró un correo con las últimas noticias.

El rey de Aragón había muerto y le sucedía Jaime II, su primogénito. Sobre la mesa dicté una carta de pésame. Mi escribano, don Pedro Martínez, esperaba pacientemente a que le entregase el sello para lacrarla. Distraída y con los ojos hinchados por el llanto y el sueño, observaba detenidamente el sello. En aquel pesaroso momento no me sentía identificada con la figura que lo marcaba. Aquel símbolo regio con forma ojival tenía labrada la imagen de una mujer altiva y fuerte que de pie portaba un cetro, como ha de ser en el retrato de una reina. En el anverso del sello observé las armas de Castilla y León en su escudo heráldico. El carraspeo del escribano me trajo a la realidad. Me quité el anillo y, dándole la vuelta, lo lacré con fuerza, apretando el líquido aún blando y caliente.

El escribano se vio obligado a advertirme:

—Mi señora, tened cuidado. No apretéis demasiado o el papel de lino se romperá.

Hice caso omiso a la advertencia y volqué mi rabia con fuerza sobre el lacre hasta casi traspasar el documento. Inconscientemente se me emborronó la vista. La vida seguía. Miré por última vez a mi hijo Alfonso cuando a mi espalda sonaron unos pasos seguros. Sancho, desesperado ante mi tristeza, me levantó de un tirón.

—Animaos, hay algo que deberíais leer para elevar el ánimo que tan afligido se halla.

Le miré de reojo. El padre de mi hijo era demasiado duro ante la muerte. Tanto que ni siquiera parecía estar dispuesto a dedicar un último adiós al niño. Frente a mí expuso un pliego del legajo que portaba. Aparté el documento de mi vista de un manotazo. Sancho me agarró de la barbilla y me obligó a centrar la mirada en él.

—Escuchadme, María. Este pedazo de papel contiene el deseo que aguardabais desde hace mucho tiempo y deberíais verlo. Las armas son las pontificias, quizá eso consiga estimular vuestra curiosidad.

Pegué un brinco. ¿Sería posible que al fin nos hubiesen concedido la bula que tanto ansiábamos para legitimar a nuestros hijos? No me gustaría morir sin saberlo, a pesar de que ya hacía tiempo que me prometía a mí misma olvidarlo. Con el pico de mi bocamanga me limpié las lágrimas para poder leer y, sin aguardar un segundo más, le arranqué el mensaje de las manos. Sancho sonrió.

Las manos me temblaron. ¡Llevaba tanto tiempo esperándolo que ya se me había tornado imposible el poseerlo! Comencé a leer lentamente, segura de poder encontrar entre esas líneas el viso de consuelo que necesitaba durante la enlutada jornada. La vista acuosa se me nubló. Una desesperanza detuvo mi lectura. Tiré el documento al suelo y me desmoroné sobre la silla. Luché para alzar mis pesados párpados hacia Sancho, pero la triste frustración me lo impidió. No pude levantar la mirada más allá de la punta de mis enjoyados borceguíes. Sucumbí en el infortunio y por un breve instante ansié la muerte. Sólo pude musitar sin rencor:

—Por un momento pensé que se trataba de la bula Propósita Nobis con la que soñábamos. Sin duda, el papa permanece indeciso. Ve demasiados intereses contrapuestos. Dejadme sola, Sancho, porque nada podrá ya consolarme. Muchas veces pienso que esto forma parte de nuestro castigo por haber dispuesto del trono castellano en contra de vuestros sobrinos, los de la Cerda. Quizá Dios no quiere que nuestros hijos reinen.

La desesperación sonó angustiada en la voz de mi señor. Se arrodilló frente a mí y tomándome de los hombros me zarandeó.

—Nunca más digáis eso, María. Sois una mujer fuerte y siempre lo demostrasteis. Somos los legítimos reyes de Castilla y León, al igual que marido y mujer. Todo es cuestión de que observéis con otros ojos la noticia. ¡Es que no leéis entre líneas! El Santo Padre, Nicolás IV, alisa el camino pedregoso y angosto que hasta el momento hemos recorrido en la espera a su determinación.

Rodeó con sus ásperas y rudas manos mis mejillas y enjugó las lágrimas que humedecían mis labios con los suyos.

—No han de ser saladas sino dulces vuestras lágrimas. Según esta carta, absuelve de la excomunión al arzobispo de Toledo y a todos los clérigos y caballeros que como él nos ayudaron eludiendo el mandato de su antecesor. ¡Nuestra alianza con el rey de Francia da resultado! Pronto seremos marido y mujer no sólo ante Dios sino también ante su Iglesia.

Hice un esfuerzo ímprobo por sonreír. Quizá Sancho tenía razón. No era propio de mi talante rendirme y no lo haría. El rey me besó una y otra vez recorriendo mi rostro y eso me tranquilizó. Como a un niño, tuve que detenerle para que no me borrase la faz. Cariñoso como el primer día de nuestro largo convivir, me acarició apartando de mi frente un mechón húmedo y escapado de mi toca. Dicen que del llanto a la carcajada hay un paso. Yo no pasé de la sonrisa, puesto que la presencia dolorosa de mi difunto hijo aún se me clavaba en las entrañas, pero sí puedo asegurar que Sancho me proporcionó cierto sosiego y a la noche siguiente pude dormir tranquila. La puerta a nuestro reconocimiento matrimonial estaba entornada. Sólo era cuestión de que una ráfaga aún más fuerte la abriese del todo sin dar portazo. El rey me tomó en sus brazos y me llevó al lecho con toda la serenidad que nos abrigaba. Mi niño desde su ataúd nos bendijo porque aquella misma noche engendramos, como era menester, otro sucesor para la corona de Castilla y León. Me es grato reconocer que en aquella ocasión la obligación se hizo placer y gozo.

A los nueve meses casi exactos de aquella noche nació Felipe en Sevilla. La muerte dejaba su espacio a la vida y ése sería el devenir de los tiempos en paz o en guerra.