19.
REGRESO A VALLADOLID
(1299-1301)
«Si al comienzo no muestras quién
eres
Nunca podrás después cuán quisieres».
INFANTE DON JUAN MANUEL.
El conde Lucanor
La meseta castellana, amarilla y árida, irradiaba espejismos por entre las grietas de la tierra seca. En la lejanía, todo se veía desfigurado. Aquel año la hambruna hizo estragos. Los rebaños de ovejas eran los únicos que se alimentaban de la paja seca que quedaba en los campos sin cultivar, y, así, el ganado merino era el único que proliferaba, haciendo aún más poderosos a los nobles y ricos-hombres con la venta de su carne y su lana. Tan fuertes se hicieron éstos, que el merino mayor de Castilla resolvía conflictos en la plaza de las grandes villas para indemnizar a los ciudadanos por los daños que los rebaños les pudieron hacer, arbitrando junto a hombres buenos que juzgaban e imponían penas a malhechores, ladrones, asesinos y demás indeseables.
Los tiempos eran prietos y difíciles para todo el que no tuviese ganado. Para más miseria, la peste se adueñó de aldeas enteras, desertizándolas. Los últimos cadáveres quedaban insepultos a merced de los buitres y otros animales carroñeros.
De regreso a Valladolid desde Santo Domingo, vimos en nuestro transitar una fosa ardiendo. Dos cadáveres envueltos en cal se tornaban negros al ser devorados por las llamas. Normalmente procurábamos separarnos de aquellas hogueras, pero ésta estaba tan cercana al camino que resultó imposible desviar al séquito. El olor hediondo que manaba de la carne quemada se nos impregnaba en los sayos y aceleramos el paso hasta que Isabel me rogó que parásemos, señalando un punto determinado. El aire había variado su rumbo y la nube de humo dejó al descubierto algo demasiado enternecedor como para pasar inadvertido. Mientras el enterrador aguardaba a que aquella pareja de cadáveres terminase de consumirse en el fuego, un niño de unos dos años, semidesnudo y sentado sobre una piedra, miraba anonadado. No había pesar en su rostro, ni tristeza en sus ojos, sólo desconcierto e incertidumbre. Aquel pequeño observaba cómo los cuerpos de sus progenitores se hacían intangibles. Ya nadie le alimentaría, vestiría, o acariciaría, pero supuse que él no era consciente de ello. El siniestro enterrador echó dos palas de tierra en el hoyo y dándose media vuelta inició el camino de regreso a su aldea. El niño permaneció sentado sin moverse, como los perros aguardan junto a las tumbas de sus amos a que la muerte les recoja.
Miré a Isabel, sabía de su intención.
—Es una locura, Isabel. El peligro de que haya contraído la peste él también es tan probable que no podemos arriesgarnos. Si está sano, alguien lo recogerá y lo llevará a las puertas de un convento para que lo críen.
No me escuchó. En ese preciso momento, Isabel saltó del carro, asió de la mano al niño y se lo entregó a los físicos y barberos para que lo examinasen. Sólo cuando tuvimos la certeza de que estaba bien, di la orden de continuar. Isabel mandó al niño con el resto del séquito para que le enseñasen un oficio en cuanto estuviese en edad, y retornó a mi lado, satisfecha de su buen hacer y esperando mi reprimenda.
—Isabel, tenéis un corazón grande a pesar de no obedecerme. Ese niño tuvo suerte de encontraros. Ojalá todo fuese tan fácil y todos se dejasen conducir de la mano como él. Sin resquemores ni peticiones, simplemente a merced de los acontecimientos.
Los carros comenzaron con su traqueteo y, por ende, el zarandeo del viaje. Isabel sonrió.
—Con vuestra merced aprendí, madre. ¿O es que no visitáis asiduamente a pobres y a enfermos proporcionándoles pan para el hambre y ungüentos para sus males? Los pobres os quieren y os lo han demostrado en muchas ocasiones. ¡De algo habrían de serviros las largas horas que pasáis desde la mañana hasta la hora nona oyendo las demandas de unos y otros! Son como párvulos insatisfechos permanentemente y, sin embargo, vuestra majestad no se cansa de satisfacerlos.
Sonreí.
—Más debería hacer, Isabel. En ocasiones me parece estar aportando un grano de arena en un desierto porque las peticiones nunca acaban y ellos no son conscientes de que el que mucho tira de la cuerda acaba por romperla. ¡Ojalá poseyésemos la piedra filosofal para concluir con todos nuestros problemas!
Una carcajada sonó.
—¿Para hacer oro? Pensadlo, madre, detenidamente, si la tuvieseis, la ambición de todos los que nos rodean se agravaría y tendríais más problemas de los deseados. Dejad que el mundo transcurra como está y que los hombres se sigan tiznando los dedos con el lúgubre color que emana del vil metal. ¡Hasta las monedas son cada vez más lacerias en su composición y la plata ya escasea! Tanto es así que en los mercados no es difícil distinguir al mercader que fía, trueca o cobra en maravedíes, del que no lo hace, sólo por el negro de sus palmas y lo regatón que se muestre.
Me encogí de hombros. ¿Qué podía hacer al respecto?
Muy pronto llegamos a Valladolid. Fernando me informó puntualmente de todo. Las noticias no eran buenas. Ya teníamos a nuestro lado las huestes del de Lara junto a las mesnadas de todos los concejos y hombres buenos dispuestos a batirse por nuestra causa, sin embargo, tantos hombres a caballo y a pie no parecía suficiente para lo que se avecinaba. Mayorga, una villa muy cercana a Sahagún, ya estaba en poder del enemigo. Los aragoneses estaban dispuestos a coronar como fuese al de la Cerda. Bien podría ser en venganza, puesto que no hacía más de una semana que nuestras mesnadas habían expulsado a los suyos de Murcia. Sin dudarlo, mandé a los mismos que triunfaron en aquella empresa a ésta. Los cuatro mil mercenarios, avalados por el millón y medio de maravedíes que surgieron de los pudientes esqueros judíos, seguirían cumpliendo con su cometido mientras quedasen monedas que cobrar. Ellos formaban el grueso de nuestro menguado ejército. Eran hombres bien pagados y dispuestos a sudar por nuestro estandarte. A base de mano dura, inquebrantable postura y fuerza en el rezo, lo conseguiríamos.
El cerco duró cuatro meses, hasta que la grave epidemia de peste que veníamos sufriendo llegó a la contienda y se puso de nuestro lado. La terrible enfermedad diezmó las huestes enemigas sin distinguir en su ataque el rango o el estado del individuo a matar.
El infante don Pedro de Aragón sucumbió al filo de la guadaña de aquella funesta figura. Cayeron también muchos otros caballeros y ricos-hombres que junto a él participaban en la con tienda. Los supervivientes, presos del pánico, se dieron tanta prisa en huir que dejaron los cadáveres insepultos a cargo de muy pocos hombres, dignos de admiración por su valentía, que permanecieron fieles a sus señores. A sabiendas de todo aquello, di paso franco y seguro al séquito que portaba a tan ilustres muertos para que atravesasen Valladolid. Al verlos, comprobé su estado andrajoso y les doné telas nuevas de luto para que cubriesen los carros en los que conducían los restos mortales de sus caudillos.
No nos habíamos recuperado del trance, cuando nos enteramos de que Dionis de Portugal violaba nuestras fronteras y avanzaba hacia Valladolid. La sombra del infante don Juan se dibujaba tras sus intenciones y en el apoyo que le brindaba. Les dejamos avanzar confiados hasta la cercana Simancas para, una vez allí, atizarles con fuerza. Los confiados mercenarios portugueses ya pensaban que todo el monte era orégano y se llevaron una gran decepción, pues cuando se dieron cuenta de la dificultad, empezaron a desertar de inmediato.
Aproveché el desaliento que debía de estar sufriendo Dionis para hacer la paz con él. El apoyo que el infante don Juan le había prometido no acudía y sus propios soldados desertaban por decenas cada noche que pasaba. Temeroso de encontrarse solo y desarmado en país vecino, aceptó la entrevista que le propuse a principios de septiembre en la villa fronteriza de Alcañices, retirándose sin temor a las represalias.
Isabel, su santa mujer, le acompañó junto a sus hijos ya que en la firma de la paz, como era usual, quedarían acordados varios enlaces matrimoniales como garantía. El orgullo del rey portugués era tan desmedido que, incluso sabiéndose perdedor, se permitió el lujo de mostrarse reticente ante mis propuestas, pero al final, amansado por su mujer, firmó la paz a cambio de que le entregase varias plazas de las que el infante don Juan en su día juró darle a cambio de su colaboración en el asedio a Castilla. Él, a cambio, me prometió enviar al noble Alburquerque, al mando de cuatrocientos hombres, para auxiliar a mis huestes en su asedio al infante don Juan, que tanto le había traicionado. Después delimitamos claramente las fronteras para que no hubiese más pelea por ello y, finalmente, firmamos la concordia entre algunos caballeros leoneses que allí acudieron, Dionis de Portugal, yo, como reina regente de Castilla y León, y algunos eclesiásticos castellanos que quisieron adherirse. Para sellar la alianza con una garantía, mi hijo Fernando, rey de Castilla y León, se casaría con su hija Constanza, y mi pequeña Beatriz, con el príncipe heredero de Portugal.
En aquella villa la dejé y me dolió tanto o más que cuando entregué a Isabel al rey de Aragón. Mientras abrazaba a la pequeña, rogué a Dios para que ésta no me fuese devuelta como su hermana. Cuando la besé, a sus cuatro años recién cumplidos, sólo supo aferrarse á mí para empezar a gimotear. Conteniendo las lágrimas para no dramatizar delante de la niña, le susurré en el oído:
—Sabéis que tenéis que aprender bien la lengua y costumbre de vuestro futuro reino antes de desposaros. ¿O es que no queréis ser reina?
Mi pequeña asintió sin entender nada y sin despegar su cabeza de mi pecho. Intuía cuál era su obligación a pesar de ser tan párvula. La separé de mí dejando al descubierto la mancha húmeda que sus lágrimas dibujaron en mi sayo. Le limpié las mejillas con la bocamanga y me dispuse a entregársela a Isabel, la reina de Portugal.
Ella sonrió tendiéndome la mano de su hija Constanza.
—Doña María, aquí trocamos a nuestras hijas por la paz de nuestros reinos. Las dos sabemos cómo se siente la otra y por eso nos comprometemos a tratar a cada una de ellas como si fuese la niña que entregamos.
Me sorprendía la entereza de la reina portuguesa, pero tenía toda la razón. La abracé para despedirme y no prolongar más la agonía de la despedida.
—Así sea.
Tomé a Constanza de la mano y me dispuse a comenzar el viaje. No pude evitar el mirar de reojo por última vez a Beatriz. No sabía cuándo la volvería a ver o si esa posibilidad existía. Mi pequeña miraba con cariño a su futura suegra, admitiendo su porvenir.
Quise mirar a Constanza con la misma ternura que demostraba su madre hacia mi hija, pero no pude. Aquella niña de doce años me observaba con recelo y el ceño fruncido. Soltándose de mi mano se la dio a su dueña, doña Vatanza, que sonrió sarcásticamente para demostrarme de inmediato que sobre la niña sólo mandaba ella. En el viaje de regreso ni siquiera quiso subir en mi carro. Nuestras futuras relaciones como suegra y nuera empezaban a perfilarse, aunque no quise admitir nuestras diferencias. En aquel instante, se lo achaqué al dolor y la incertidumbre que debía sentir al separarse de todos los que hasta el momento formaron parte de su vida para compartirla con desconocidos.
En Valladolid, todos se echaron a la calle cuando entró nuestro cortejo. No era un secreto que pronto se declararía la mayoría de edad de Fernando, mi hijo, que a sus catorce años aguardaba ansioso conocer a Constanza. Como su madre que era, quería demorar al máximo ese momento ya que veía que todos intentarían aprovechar el débil y sugestionable carácter del futuro rey en su propio beneficio.
Para ello, dispuse un periodo de adaptación y aprendizaje antes de que Fernando pudiese disponer libremente de la corona. Durante este término, el rey, para tomar cualquier resolución, tendría antes que contar con la aprobación en cortes, de las dos noblezas, la nueva y la antigua, y de las propias hermandades con sus procuradores al mando. Este lapsus es el que yo aprovecharía para entregarle un reino en paz, para que prosiguiera con la reconquista que iniciaron nuestros antepasados.
Mi hijo era biznieto de Fernando el Santo, nieto de Alfonso el Sabio e hijo de Sancho el Bravo. Por sus venas corría la sangre de muchos reyes y como ellos debía pasar a la posteridad por sus hazañas. No se podía permitir un quiebro en esta formación o la anarquía más absoluta estaría garantizada.
Lara el Joven ya andaba a nuestro lado junto al señor de Vizcaya, el conde de Haro, y el rey de Francia; Dionis de Portugal les siguió. Ahora sólo nos quedaba amansar las voluntades de Jaime II de Aragón, nuestro primo, y del intrigante infante don Juan, mi cuñado. Una vez juntos, proseguiríamos con la expulsión de los herejes de la península Ibérica. Era la única idea que me rondaba la cabeza por aquel entonces.
Inmersa en mis pensamientos, otro desuellacaras me sorprendió tornando al redil. ¡Todo parecía estar regresando a su cauce con más premura de la que esperaba!
El jorobado cancerbero aguardaba, gruñendo entre dientes, mi beneplácito para dar paso al solicitante. En circunstancias normales le hubiese recibido con menos protocolo por consaguinidad y parentesco, pero el insistente traidor recibiría el mismo acogimiento solemne que se le otorga a un perfecto desconocido.
—¡Hacedlo pasar!
El infante don Juan me reverenció frente al trono y esperó, como era menester, a que yo rompiese el silencio.
—¿Cómo tenéis el valor de presentaros sin más, después de haber tomado a la fuerza León y Galicia intentando coronaros rey de aquellos nuestros reinos? Sed breve, don Juan, porque aquí ya estamos cansados de vuestras constantes majaderías. Si venís a rendirnos pleito homenaje o a darnos vuestro juramento, sabed que estamos cansados de comprobar el vituperio en vuestra palabra, que ya no tiene valor para ninguno de los presentes.
Resultaba curioso cómo, cada vez que veía al infante, a mi mente acudía el pequeño de Guzmán el Bueno y se me encogían las entrañas. Pero, por el bien del reino y el nacimiento de la paz, tendría que escucharle quisiese o no. Aquel petulante me reverenció de nuevo.
—No es propio de vuestra majestad cerrarse en banda al diálogo. ¿O es que estuve tanto tiempo fuera que me olvidé del pausado proceder que caracteriza a mi reina, doña María?
No me quería mostrar demasiado intransigente y solté un poco las riendas.
—Ya que me reconocéis como vuestra reina, id al grano y evitad los cumplidos.
Me reverenció de nuevo.
—Sólo vengo a ponerme al servicio de mi rey, don Fernando, y a reintegrarle todas las tierras que hice mías en los reinos norteños.
Desconfié.
—Así sin más. No me hagáis reír, don Juan, que ya nos conocemos desde hace muchos años. ¿Qué queréis a cambio?
Sonrió sagazmente.
—Poca cosa. Sólo lo de mi mujer, doña María Díaz de Haro, por pleno derecho, como una Haro que es. El reino de Vizcaya le corresponde a ella más que a su sobrino el joven Haro. ¿O es que ya olvidasteis la grave injuria de su padre hacia don Sancho cuando intentó matarle? Sin duda, vuestra hermana Juana, la madre del joven, os ha influenciado para reintegrarle el reino.
No pude contenerme. El infante sólo recordaba lo que le convenía.
—Menor hubiera sido la ofensa si yo no hubiese impedido que el rey Sancho os matase. Me indignáis con vuestras pretensiones y esta vez lamento deciros que no cedo. Bastante lo hago dejándoos conservar las plazas que poseíais antes de tomar León. Deberíais estar agradecido sólo por permitiros quedaros en la corte en vez de apresaros como es menester.
Contuve la respiración. Era la primera vez que osaba negar algo al infante don Juan y no sabía cuál podría ser su reacción al respecto. Para mi sorpresa, se encogió de hombros como si le importase poco la negativa recibida. Se decantó por última vez y salió en silencio de la estancia.
Aquel hombre pedía por pedir. Por lo menos, lo tenía que intentar. Desconocía lo que eran el orgullo y la dignidad. Precisamente por eso no mostraba el menor reparo para pasarse de un bando a otro. Quedaba muy claro que el infante don Juan nunca sería un hombre de fiar, pero al menos contribuiría a engrosar la ansiada paz. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué acudió esta vez tan sumiso? Lo más seguro es que se viese acorralado por todas partes y, a sabiendas de que ya habíamos pactado con Dionis, el de Lara y el de Haro, prefiriera estar en el bando más fuerte.