12.
RECONCILIACIÓN EN BAYONA (1290).

«Andaban las redomas con vino perfumado,
Comían los presentes conduchos (manjares) adobados;
Quien tomarlo quisiere no sería engañado,
Ninguno en este pleito quedaría burlado».

GONZALO DE BERCEO.
La deuda pagada

Los parteros que me atendieron en la gran ciudad hispalense me despidieron a regañadientes junto a las puertas del alcázar sevillano. Al fin comprendieron que un leve malestar no detendría a su reina. Como en otras ocasiones, no les serviría de nada el intentar retenerme. De nuevo corría en pos de mi señor, eludiendo con brío cualquier obstáculo que se interpusiese en mi camino.

Cruzamos una vez más nuestros reinos de sur a norte. El viaje fue tranquilo y sosegado hasta aproximarnos a la frontera. Los vítores de los campesinos en Andalucía, La Mancha, Castilla y León fueron silenciándose según las millas fuesen más norteñas. Al acercarnos a la frontera con Aragón, el clamor que nos profesó el pueblo se tornó mudo, desconfiado y odioso. No les podíamos echar en cara la suspicacia que nos demostraban ya que, bien mirado, razón no les faltaba.

No existía aldehuela, poblado o caserío en la linde de Aragón que no padeciese saqueos y pillajes constantes a manos de los vándalos. Nuestros vasallos esperaban protección a cambio del pago de sus pechos. Cansados ya de dar tiempo al tiempo con la esperanza de ver algún día que las huestes de su rey aparecieran de improviso defendiéndoles, la desilusión enardeció sus resquemores hacia Sancho. Les prometí que no les dejaríamos de la mano de Dios y les ayudaríamos. Esperaban que aquella promesa bien se pudiera cumplir de camino hacia Bayona, pero el desengaño les atizó de nuevo.

Aquella mañana me desperté entre sudores. No fue el causante el calor, sino las pesadillas, que me acuciaban de nuevo. Así mi mano a la cruz que pendía en mi pecho y apreté la reliquia en el interior de mi puño, rogando a san Francisco que me librase del susto. Siempre ocurría lo mismo. Los infantes de la Cerda entraban una noche en mis aposentos y ensañaban su venganza en nuestros cuerpos, guiados por el resentimiento.

Aterrada, busqué a tientas el fornido cuerpo de Sancho para cobijarme entre sus brazos, pero entre pieles y sábanas no lo hallé. La cabeza estaba a punto de estallarme. Cerré los ojos con fuerza y me concentré para ubicarme. Entreabrí el cortinaje del dosel. Al penetrar la luz en el lecho recordé que el dolor de cabeza bien podría deberse a la resaca. Miré alrededor y extrañé el aposento hasta que mi sesera despertó del todo y recordó que nos hallábamos en Bayona.

El día anterior fue largo. Después de haber cerrado tratos con el francés, comenzaron las fastuosas celebraciones. Fueron tan intensas que Sancho aún no se había acostado. Miré el reloj que había labrado en el muro: su aguja centraba la sombra en el medio día.

Pedí ayuda a mis doncellas para que me vistiesen rápido y bajé a la sala del trono. No había que ser sabio para intuir lo que allí había acontecido. Multitud de copas y escudillas rotas quedaban esparcidas por los suelos. Perros patosos tropezaban con sus propias patas mientras lamían las alfombras, empapadas por los charcos de vino. El hedor del ambiente embriagaba. Algún que otro juglar exhausto roncaba mientras entre sueños abrazaban a la musa imaginaria e inexistente de sus trovas. Todo aquello era el resquicio de una larga e inconclusa velada en la que los poetas nos enamoraron con sus jarchas y romances. Los músicos amainaron los ánimos de los fatídicos, los juglares amenizaron a los apáticos y los más ávidos bailamos al son de las notas, soslayando las columnas que sujetan los arcos mudéjares. Todo fue divertimiento, un comer pantagruélico y un abrevar sin medida. Los tapices de lana y seda se hicieron los únicos espectadores inertes de la escena. Pendían de los muros de piedra como testigos del lado más humano y decadente de los cortesanos. Al fondo, dos reyes inclinados sobre el brazo de sus tronos hacían esfuerzos ímprobos por mantenerse verticales.

En un principio, fui reacia a la alianza con Francia, pero pensándolo más detenidamente, la admití, ante la posibilidad de poder ver hecho realidad mi deseo más profundo. Olvidado quedaba el desaire que me propinó Felipe cuando quiso casar a su propia hermana con Sancho. En el centro de todo aquel contubernio, dos reyes compartían su alegría y reconciliación. Sancho, ingenioso, fuerte, espontáneo y bravo. Felipe, astuto, calculador y de hermoso rostro, que a mí no me lo pareció. Se me hizo imposible el evitar la comparación al ver unidos tan regios semblantes. Eran tan diferentes que se hacía difícil un justo entendimiento entre los dos sin apelar a su nobleza. Felipe de Francia y Sancho de Castilla y León reían borrachos entre bufonadas, músicas de laúdes y chistes malsonantes. Para el resto de la humanidad se acercaba la hora del almuerzo; para ellos, la de acostarse antes de probar bocado, pues ya no se tenían en pie. Habían enlazado la noche con la mañana. La humareda desprendida de las antorchas consumidas hacía costoso el respirar y tenebroso el atisbar, pero los reyes no lo percibían. El francés, alzando la copa, reiteró con lengua de estropajo lo que en serio había afirmado el día anterior.

—¡Os lo juro por Francia! Nunca más apoyaré a vuestro sobrino el infante de la Cerda. Se puede coronar rey de un millón de lugares, pero sus reinos no llegarán más allá de Murcia o Ciudad Real, según vuestro buen delegar. ¿Por qué no le casáis con vuestra hija Isabel? Así tendréis garantizado su buen proceder. A cambio, recordad lo que me dijisteis, mi hermana Blanca, su madre, no ha de pasar penurias o quedar desvalida. Me prometisteis que le otorgaríais rentas cuantiosas. ¿Lo recordáis?

Pegó un codazo a Sancho, que le miraba atontado y procurando mantener los párpados abiertos. Mi señor ni siquiera notó que la mitad del contenido de la copa del francés fue a mancharle el jubón. Con cara de idiota vituperado, le contestó:

—¡Me ofende la duda! No sabéis que la palabra del rey de Castilla y León es conocida por su honestidad y vale más que nada en mi reino.

Esta vez fue Sancho el que dio un empujón al francés. Bebió derramando la mitad de la copa por la comisura de su boca y con la barba chorreando, continuó:

—Mucho recordáis mis obligaciones y poco las vuestras. Espero de corazón que cumpláis la promesa de interceder de una vez por todas por nuestra causa. Mi matrimonio con María es claro y puro. ¡El papa ha de decirlo claramente! Ahora lo tenéis más fácil que nunca, fray Jerónimo de Ascoli es en este momento Nicolás IV y nos es favorable. Mirad que es franciscano y bien sabe nuestra predilección por su orden. Sabe que procuramos ayudar con nuestro menguado tesoro a las órdenes mendicantes. Decidle al Santo Padre, si es menester, que incluso he dispuesto en mi testamento el deseo de ser amortajado con el hábito de sus monjes para agradecerles todo lo que hacen por los más necesitados. Espero consigáis que firme pronto, pues los papas cambian tan rápido que cuando llega el nombramiento de uno a Castilla, éste en realidad ya ha muerto y se debate en conclave quién será su sucesor.

Felipe le contestó desganado:

—Os juro que haré lo posible.

—Bien haréis porque si no María, mi señora, no os lo perdonará.

Contenta ante la insistencia de Sancho, a punto estuve de intervenir pero me callé a tiempo. Tan borrachos andaban que se atropellaban en el hablar y sólo les faltaba un tercero en discordia.

A mi lado, don Gonzalo Pérez, el arzobispo de Toledo y el obispo de Astorga compartían el espectáculo. Optimista de mí, les pedí que encamasen al rey. Al dirigirse hacia el lugar donde se encontraba su señor, tropezaron con el trovador que andaba tumbado en el suelo y cayeron de bruces. Comprendí entonces que ellos tampoco andaban en condiciones de cumplir mi petición y desistí de mi intento. En ese momento, al ver Sancho en el suelo al arzobispo se levantó torpemente con una pata grasienta de pollo en las manos y le armó caballero, nombrándole además mayordomo mayor de Castilla, León y Andalucía.

Aturdido, el premiado le miró despegando la cara del suelo y arrodillándose sumiso ante su rey.

—Os lo agradecería, mi señor, si no fuera porque me otorgáis mercedes que ya poseo.

Sancho se tambaleó y, sorprendido, le contestó:

—Admito que lo olvidé. Os nombro, entonces, canciller mayor de todos los reinos.

Mientras el arzobispo de Toledo le reverenciaba, Felipe de Francia se levantó farfullando:

—No será de los míos.

Sancho se apoyó en él, mirándole con ironía. Pegó un bocado al manjar que portaba y con la cara entera impregnada de grasa rió a carcajadas. Tanto que a punto estuvo de perder el contenido de su boca.

—No, sire, no. Aunque si queréis os lo presto para que le hagáis mercedes y regalos. Gracias a su embajada aquí nos encontramos.

Felipe de Francia gritó repentinamente enfurecido:

—¡Tened cuidado con tantas mercedes y posesiones a los hombres de la Iglesia! Recordad que son tan hombres como los otros y a ellos también les corrompe el poder. Algunos, incluso, pueden llegar a pretender ser más poderosos que vuestra majestad.

Sancho le miró perplejo.

—No os sorprendáis. El ejemplo claro lo tenéis en los caballeros del Temple, que han olvidado cuál es su verdadera misión y pretenden en la sombra gobernar mis reinos.

Sancho le dio una fuerte palmada en la espalda. Felipe, tan ebrio como andaba, se balanceó y cayó de nuevo sobre el trono.

—No digáis sandeces, sire, que Dios los protege y ampara. Es bien conocido que se desplegaron desde la santa ciudad de Jerusalén hasta estas tierras para asegurar todos los mares y caminos que al Santo Sepulcro nos llevan. En Castilla, Toledo y León poseen ya muchos conventos y fortalezas. Mal haríais poniéndolos en vuestra contra. Son monjes soldados y cumplen con severidad la regla que san Bernardo les impuso. Se rigen por la castidad, la pobreza y la obediencia más férrea.

Felipe se encogió de hombros y dio otro sorbo a la copa.

—La verdad es que no sé qué haré con los del Temple.

Estaban tan borrachos que ni siquiera conseguían hilar palabra con pensamiento. Cansada de tanta estupidez, los ignoré y me retiré con una sonrisa en la boca. Los ánimos eran tan buenos que ni siquiera me importó que Sancho, a pesar de su deteriorada salud, abusase de la carne y el vino. El que hacía poco era nuestro enemigo ahora se mostraba el mayor coadjutor del mundo, a pesar de lo acontecido en el pasado.

Inspiré profundamente. La primavera asomaba y sus aromas empapujaban el ambiente. Decidí subir la escalera para dar un paseo por la muralla del castillo. Jadeando por el esfuerzo de la subida, me apoyé a descansar junto a una tronera. Me asomé a ella pegando la mejilla sudorosa a la piedra. Entorné los párpados concentrándome en el frescor que manaba de la piedra y di gracias a Dios por ayudarnos a colocar cada cosa en su lugar.

Era día de mercado. Seguí atisbando por entre dos almenas. Fisgué con el privilegio de no ser vista por el movimiento que a los pies de nuestra muralla se cocía. Hebreos opulentos montaban sus tenderetes al candor de los rayos de sol. Entre los toldos de los tenderetes, un millón de alegres colores provenientes de las especias más variopintas teñían mis pupilas. Los mercaderes desplegaban sus mercancías, tentando a los demás con su delicadeza. Al lado de la sombra, en la plaza, se admiraban preciados paños de palmilla azul de Cuenca, tejidos brocados, bordados con colores nada habituales, de Limoges o de Flandes. En el lado del sol, expuestas sobre alfombras, escudillas de plata finamente ornamentadas, esculpidas y bruñidas. Piezas de armaduras relucientes, espadas, escudos y cotas de malla. Ganaderos y labriegos mostraban sus hortalizas, frutas y animales al público para mejor acceder al trueque o a la venta.

Junto a la puerta principal de la fortaleza, un pequeño hombre con rasgos orientales colocaba con sumo cuidado los perfumeros de alabastro y roca. Le reconocí por sus peculiares facciones. Ya le había visto con su mercancía en algún lugar de Castilla. Sus preciados y aromáticos líquidos eran tan selectos que muy pocos podían permitírselos. El antojo me tentó y pedí a una de mis dueñas que bajase a comprar un pequeño frasco que deleitase nuestros olfatos.

Andaba aquella mujer olfateando las esencias y haciéndome señas desde ayuso, cuando el galopar de unos cascos me distrajo. La casualidad quiso que desde mi posición divisara a un templario de los que el rey francés mentó. Aquellos hombres, mitad monjes, mitad soldados, vagaban solemnes por todos los recovecos de la cristiandad. Sobre el calzón, sólo una túnica blanca enjaezada por la cruz roja de san Juan le distinguía como miembro de su orden, al igual que un escudo heráldico a su señor. El caballero en cuestión cabalgaba hacia las puertas de salida de la ciudad. Asido por cadenas a su cabalgadura portaba un cofre. Su contenido me era indiferente pero la importancia de éste era segura, dada la inquebrantable voluntad e integridad del templario custodio.

Sus juramentos los conocíamos y sabíamos que fuese el que fuese su secreto estaría bien guardado. Ni siquiera la mujer más bella de esta tierra podría tentarle a lo contrario. El día de su ordenación juró abrazar la castidad y renunciar así a sus instintos naturales. Después de aquello no miraría nunca más a los ojos de ninguna mujer, a pesar de que ésta fuese su hermana, madre o hija, en el caso de tenerla. Despidiéndole en silencio, como mandaba la regla, estaban dos hermanos de su propia orden a la puerta de uno de sus conventos. Los distinguí por su austero hábito y la cabeza tonsurada. Despertaban mi admiración por aceptar el combate de uno contra tres y por renunciar de antemano a un posible rescate si fueran hechos presos, aunque hubiesen entregado todas sus tierras y fortalezas a la orden.

¿Cómo podía insultar el francés a estos hombres? ¿Cómo les podía tachar de ambiciosos? No lo pensé más, sin duda la lengua y la sesera le menguaron por el vino y no quiso decir lo que dijo. Al poco tiempo comprobaría lo equivocada que estaba. Bucólica y pensativa, dejé que el ajetreo de abajo me invadiese como un hálito de vida renovadora. La capa del jinete ondeaba al viento.

Más allá de la muralla vi cómo el templario, que acababa de abandonar la ciudad, se cruzaba con otro noble caballero. El nuevo iba acompañado por un grupo de seis hombres y una pequeña niña a los lomos de una mula. Al acercarse un poco más, pude afinar la visión. Por la cansina posición de la párvula sobre el animal y el brillante sudor de los jamelgos debían de haber recorrido un buen trecho sin descanso antes de llegar.

El rastrillo estaba alzado. Los dos se saludaron justo sobre el puente que cruzaba el foso junto a la muralla. Al fin distinguí al forastero. Era don Juan Núñez de Lara, apodado el Gordo, que llegaba sin previo aviso. Le llamé. Alzó la vista y me vio. La niña tras de sí me saludó desde la lejanía. Supuse entonces que sería su hija, dada la familiaridad que demostraba. El padre desmontó y la ayudó a bajar de la mula, tomándola por la cintura. Sin dejarla descansar la asió fuertemente de la mano y entró. No habrían pasado cinco minutos cuando oí su voz subiendo por la angosta escalera hacia donde yo me encontraba.

—Vamos, Juana. La reina ha de verte fuerte y resuelta si queremos que te admita en la corte.

La niña sólo se quejaba. Al llegar arriba, los dos jadeaban. Los últimos peldaños de la escalera de caracol eran anchos y empinados, por lo que la pobre Juana los subió casi en volandas.

El Gordo empujó a la niña frente a él. Ella me reverenció. Le alcé el rostro para verla mejor y noté cómo temblaba y se sonrojaba, tímida. La besé en la frente.

Me dirigí entonces a una de mis dueñas:

—Bajad y dadle aposento cerca de los demás pajes y meninas. En esta nuestra corte se quedará esta hermosa niña. Dirigiéndome a la niña, continué:

—La infanta Isabel estará contenta de tener una nueva compañera de juegos y avatares.

La niña no había recuperado el resuello cuando ya estaba bajando. Miré entonces al Gordo, su padre.

—Os lo agradezco, mi señora. Os aseguro que no os arrepentiréis.

Quedé en silencio. Era halagador ver cómo aquel hombre que llegó a ser valedor de los infantes de la Cerda ahora depositaba a los de su sangre en nuestras manos. Primero, su hijo el Mozo, sucesor de su casa, tomó a mi sobrina Isabel como esposa y ahora nos entregaba para ser criada en la corte a su hija. Consolidaba, como era costumbre, su reciente juramento de pleitesía hacia Sancho.

—Creo que el rey os quiere nombrar frontero mayor de Aragón. ¿Os place el cargo?

Sonrió.

—No le defraudaré, pero para ser sinceros os diré que me extraña esa decisión. Pensé que mi destino estaría en el sur, ya que corren rumores de que el rey fragua un nuevo enfrentamiento contra el moro. Según dicen, quiere controlar definitivamente el paso por mar con África. Corre la voz de que incluso ha conseguido el favor de Jaime de Aragón para ello. Decidme, mi reina, ¿cómo es que me manda a mí encambronar la frontera de sus ataques y luego se alía con el supuesto ofensor para otras empresas? Se dice incluso que tenéis la intención de desposar a la infanta Isabel, vuestra hija mayor, con don Jaime, rey de Aragón. ¿Es cierto?

Era suspicaz.

—Bien sabéis que nada tienen que ver las contiendas que podamos tener entre los reinos cristianos con la cruzada que nos enfrenta a los moros. La reconquista ha de ser culminada y los infieles desterrados para siempre de estos reinos. Podemos luchar entre nosotros y al mismo tiempo aliarnos para expulsarles. ¿Es tan difícil de entender? Tanto es el afán de don Sancho por conseguir tomar Tarifa que no ha sido el de Aragón su único aliado. Ha pactado también con el rey de Granada, a cambio de víveres. Aben Olahmar, como sultán del reino nazarí, nos ayuda frente al marroquí Abu-Yussuf, fingiéndose neutral mientras abastece a nuestras huestes. Sé que no es propio aliarse con otro moro, pero si vencemos, nuestros sucesores, pasado un tiempo, ya se encargarán de culminar la reconquista con Granada. La experiencia nos enseña que en los tiempos que corren, el amigo de hoy es lo contrario mañana. Bien lo sabéis vos, como ejemplo claro de lo que os digo.

No se dio por aludido. Seguro de sí mismo, sonrió. Proseguí.

—Estamos intentando llenar las arcas para acometer. Don Sancho está enfermo, pero a pesar de ello no ceja en su intento. Todos colaboran con el propósito. Los prelados castellano-leoneses han concedido millón y medio de maravedíes. Aragón nos brinda diez galeras, cada una de ellas de tres palos y más de cuarenta remos, que se unirán a las genovesas que ya aguardan órdenes de ataque desde sus fondeaderos en la bahía de Cádiz. Por otro lado, el rey Dionis, desde Portugal, posiblemente nos ayudará. No podrá negarse después de haber acordado el matrimonio de su hija Constanza con el príncipe Fernando, nuestro sucesor.

—Como sabréis, los benimerines africanos nos embisten de nuevo. No hará más de dos semanas que desembarcaron en las costas de Vejer, asolando todo puerto, pueblo o villa que encontraron. Queda claro que no se dan por vencidos. Mientras puedan, seguirán cruzando las aguas del estrecho de Gibraltar hacia el norte. Constituyen una constante amenaza. Para ellos, Andalucía es sólo una muralla que flanquear para seguir avanzando hacia las tierras ya reconquistadas. Los reyes católicos lo sabemos y hemos de unirnos para expulsarles definitivamente. Abu-Yussuf ha de recibir su merecido ante la ofensa. Todo está planeado y bien trazado. El almirante Benito Zaccaria dirigirá a la armada. Aislaremos Tarifa por mar mientras que por tierra los caballeros e infanzones de nuestras huestes demostrarán de una vez por todas a los benimerines de qué somos capaces.

El Gordo me miraba extasiado. Era hombre de armas y le sorprendía que una mujer como yo estuviese al tanto de las estrategias militares y económicas. Le miré fijamente. Le estaba demostrando dos cosas claras con mi monólogo. En primer lugar, que era una mujer capaz de todo y en segundo, que confiaba en él. Posé mi mano sobre su hombro.

—Es vuestra oportunidad. Quién sabe, quizá, y si movéis bien vuestras piezas, podréis llegar a ser un valido para el rey como en su día lo fue Haro.

Sonrió por mi suspicacia.

—Mi señora, no es mi deseo morir a manos de su majestad. Mi ambición tiene límite, no como la de otros incautos que por no calcular perecieron.

La desconfianza me asaltó repentinamente. Le miré de reojo.

—Me alegro de que midáis vuestra ambición, pero decidme a qué vinisteis realmente. Un hombre como vos no sólo se acerca a la corte para dejar en depósito a su hija. Algo más escondéis. Importante ha de ser el secreto cuando vuestra valentía lo retiene y no lo arroja con facilidad.

Dudó un segundo, rascándose la papada que bajo su barba asomaba.

—Mi señora, no es temor lo que detiene mi petición sino sensatez. Precisamente la medida que al de Haro le faltó y le costó la vida.

Muchos ricos-hombres de Castilla hubiesen triunfado con sólo la mitad de la reticencia que el Gordo demostraba. Se oyeron pasos por la escalera que daba a la almena y me impacienté, pues nuestra conversación muy pronto perdería su privacidad.

—¡Rápido! Si queréis hacerme partícipe de lo que traéis, sed claro y conciso o perderéis la oportunidad.

El de Lara giró la cabeza, asomándose a la angosta escalera. Tras comprobar la distancia del que subía, musitó rápidamente su petición.

—Mi señora, como bien habéis apuntado, para combatir al moro y tomar Tarifa es necesaria toda alma cristiana que se preste. Es tiempo de paz entre los nuestros y no vendría mal que el infante don Juan fuese liberado. Convenced, vuestra majestad, al rey don Sancho de ello y yo me encargaré de hablar con su hermano para que, a cambio de su libertad, consienta en apaciguar las voluntades de los que aún dudan sobre quién es su verdadero rey.

Dudé un segundo. El eco de los pasos cansinos se detuvo y apareció un soldado que acudía al cambio de guardia. Saludó como era menester y continuó. Con una leve inclinación de cabeza retomé la conversación.

—Haré lo que pueda al respecto. No sé si ello nos traerá más complicaciones de las que ya tenemos, pero aun así abogaré por la paz. Daré trámite a vuestra solicitud a pesar de que desconfío del infante don Juan y no hay nada que le defienda. Lo importante es que todos hemos de estar unidos en contra de Marruecos para alcanzar la victoria definitiva en Tarifa. Espero que vuestro hijo el Mozo responda a nuestro favor. Como su padre que sois, debéis meterle en vereda.

El Gordo me reverenció satisfecho por un lado y entristecido por el otro. No era un secreto que su propio hijo conspiraba a nuestras espaldas, a pesar de haberse casado con mi sobrina. Dimos por terminada nuestra conversación y a los pocos días partimos rumbo a Sevilla.

A finales de junio despedí a Sancho postrada en el alcázar hispalense. Con cariño persignó con la señal de la cruz en la frente al pequeño Felipe. Era el sexto de nuestros hijos. El recién nacido dormía tranquilo en mi regazo. Su padre, sin pronunciar palabra, me besó en los labios. Los sentí ardiendo pero no dije nada, hacía días que sabía que estaba ansioso de partir hacia Tarifa pero por una vez esperó a que alumbrase a su hijo antes de despedirse. Le di gracias a Dios porque debido a ello se recuperó levemente de la recaída que sufría. Las ojeras oscurecían su mirada, su piel se tornó cetrina y las calenturas le acompañaban a diario, produciéndole constantes escalofríos y tiritonas que creía esconder a los ojos de los que le rodeábamos. Sancho nunca se quejaría aun a punto de morir.

A pesar de su lamentable estado, su empeño le dio fuerzas para cabalgar y partió. Al cerrarse la puerta, un mal auspicio se apropió de mi presentimiento. La contienda fue más larga de lo esperado y el camino de rosas que supusimos se tornó de cardos. Seis meses nos distanciaron las trifulcas hasta que Sancho cruzó en sentido opuesto la misma puerta de mi alcoba. Reconquistada Tarifa, pronto empezaron los problemas. Los que nos auxiliaron cobraban por ello. Jaime de Aragón pedía una fuerte suma que ascendía a medio millón de maravedíes. No se lo pudimos negar, pero tampoco se lo podíamos entregar por falta de caudal en nuestro mermado tesoro y, por otro lado, el rey de Granada insistía en trocar la plaza fuerte de Tarifa por Algeciras y Ronda, entre otras. Si nos negábamos a ello, nos amenazaba con pactar con los benimerines. No aceptamos a pesar de nuestra precariedad.