9.
MUERTE EN ALFARO, 1288.
«Duum bon cavaleiro
d’armas, que senlleiro
con seu escudeiro
aun tornei ya
e viu mui fremosa
menyna en terreiro
e muit’amorosa».
ALFONSO X EL SABIO.
Cantigas a Santa María
Corría el día de San Juan. De camino a Astorga, nos detuvimos en una posada para descansar y escuchar misa en la ermita que encumbraba su colina. El portón cerrado del pequeño templo cayó estrepitosamente. Alguien desde fuera lo había arrancado de cuajo. Cuando la polvareda se posó, pudimos adivinar a contraluz las figuras de cuatro hombres que aguardaban firmes, cubiertos y pertrechados bajo el quicio astillado de la pequeña iglesia.
El obispo de Astorga, que se había acercado en mula a oficiar, avanzó dando la espalda al retablo y sin miedo hacia los irrespetuosos.
—¡No admito la amenaza en la casa del Señor!
El personaje central dio un paso adelante y la poca luz que se filtraba a través del alabastro de la lucerna de la bóveda le iluminó el rostro. Permanecíamos arrodillados mirando al altar. Su peana estaba adornada por incrustaciones de espejos y a través de su reflejo veíamos a pedazos lo que acontecía a nuestras espaldas sin necesidad de darnos la vuelta. Era el infante don Juan, mi eterno enemigo, que ahora se tornaba amigo gracias al odio que los dos profesábamos al de Haro. Junto a él, los hermanos Lara, enemigos claros del señor de Vizcaya, y tras ellos, otros muchos caballeros leoneses y gallegos. Su voz resonó.
—Solicitamos audiencia con don Sancho.
Sancho le contestó sin darse la vuelta:
—¡Aguardad a que terminemos! Y a que llegue el conde Haro.
La voz de don Juan contestó:
—Sí a lo primero. No a lo segundo.
Diciendo esto se dio la vuelta y el sonido de las armaduras se fue alejando. El obispo de Astorga prosiguió con su labor y yo me alegré. Por fin, alguien acudía al rey para quejarse de los desmanes de don Lope. En esta ocasión no se podía negar a escuchar, dada la importancia de los presentes.
Media hora después se reunían a las orillas del río Ebro. Discreta, me mantuve bajo un sombrío pórtico de parra junto a la posada. A finales de junio, el calor empezaba a arreciar. Desde allí no podía escuchar, pero sí ver la expresión de los parlamentarios.
Las gallinas picoteaban en mis pies. La posadera escanciaba vino en las escudillas y nos ofrecía pan con queso. Los niños jugaban a mi alrededor y retozaban sobre el césped, sintiendo su aroma y frescor.
Don Juan, Sancho y don Álvar Núñez de Lara gesticulaban enfurecidos. Este último era impaciente e impulsivo y fue el primero en desistir, enfadándose y montando a caballo para desaparecer entre la espesura del bosque. Los demás, incluido el infante don Juan, le imitaron a los pocos minutos. En sus rostros se dibujaba la desesperación. Sin duda, ellos tampoco pudieron convencerle de lo equivocado que andaba. Sancho se quedó solo por no admitir consejos.
La tos le sobrevino y tropezó, cayendo al suelo por el peso del arnés tranzado de su armadura. Su escudero estaba lejos y no acudió presto como era de esperar. Corrí en su ayuda, sacudiendo las migajas de pan de mi regazo. Al llegar le pregunté:
—¿Qué os dijo el de Lara? ¿A qué venía?
No me contestó, me miró con recelo. Insistí:
—¿Acaso os ha pedido que os unáis a la rebeldía de Alfonso de Portugal en contra de vuestro sobrino Dionis?
Se limitó a gruñir, sujetándose el costillar mientras su rezagado escudero le liberaba del yelmo y el peto de aquella coraza de hierro bruñido. No me di por vencida.
—Mira, Sancho, que don Álvar es el único del linaje de los Lara que os es fiel. No convendría enemistarse con él, ya que siempre acude con valiosa información.
Me quedé callada un segundo. Apretaba las mandíbulas y cerraba los ojos, retorciéndose por el dolor. Continué.
—Si lo pensáis bien, veréis cómo os es más útil que aquel en quien depositáis tanta confianza. Quizá el único error del de Lara sea que es demasiado directo. No os lisonjea y piropea para más tarde vapulearos a su antojo.
Con un quejido se puso de pie y se enfureció.
—Vos también, María. Ya os advertí en nuestra última discusión y aun así, insistís. Pues si tan curiosa os mostráis, os diré que vino a pedirme que me uniese a los rebeldes en contra de Dionis. El incauto no sabe que he concertado una entrevista con el portugués para ayudarle. Al negarme a sus propósitos, me alertó en contra del conde de Haro. Tanto me exasperó que sin pensarlo le dije que mantengo una alianza con Dionis y que no es mi intención romperla.
Repentinamente, recuperó su bravura y me agarró fuertemente de la mano para que no huyera de sus gritos.
—¡Decidme, María! ¿Por qué todo el mundo se empeña en culpar al conde? ¿Es que tan poca estima me tienen que creen que no sirvo y soy su marioneta? ¿Piensan todos que no tengo libre albedrío?
Le miré enojada. Sin el valor suficiente para contestarle. ¡Cómo podía mostrarse tan sordo y necio! No se daba cuenta de que estaba perdiendo con su obcecada actitud a sus mejores y más leales hombres. Con esfuerzo me deshice de su garra e inicié el camino rumbo al castillo.
Sancho se limitó a gritar improperios sin sentido.
—¡Vuestra obligación como reina es parir y callar! ¡Poco os han de importar los negocios de Estado y más la salud de vuestro rey y marido!
De nuevo comenzó a toser. No me di la vuelta. Continué caminando, preocupada por la enfermedad que le estrujaba por dentro la parte alta del pecho. Clamó de nuevo:
—¡Ni siquiera me habéis preguntado si me había herido!
Hice caso omiso a su indicación. Por el tono grave de su voz, se encontraba bien a pesar de todo. Su obsesión por mantener a Haro a su derecha era incomprensible para cualquier mente sana.
Con el tiempo daría gracias a Dios por no haberle escuchado. Jamás dejé de entrometerme y husmear en los negocios de Estado, era algo superior a mis fuerzas. Gracias a mi inquietud y hambre de saber, adelanté aprendizaje para lo que el destino me deparaba.
Mi cabeza bullía y, olvidando la discusión, comencé a cavilar. Estaba claro que Sancho se disponía a acercarse a la frontera portuguesa para dialogar con el rey.
Repentinamente, una llama iluminó mi desesperada sesera. Llamé de inmediato al escribano, le pagué para que guardase sumo secreto y me dispuse a dictarle. La destinataria de la misiva no era otra que Isabel, la mujer de Dionis y mi gran amiga de antaño. Como tal y conociendo bien su proceder sibilino, le expuse mis temores hacia el de Haro y medio en broma la reté a contárselo al rey su marido en la privacidad del lecho conyugal. Más tarde sabríamos las dos, según su proceder en la audiencia con Sancho, si ella de veras influía tanto como alardeaba en el talante de Dionis.
Me reuní de nuevo con Sancho en la villa de Alfaro. No me preguntéis qué sucedió en Portugal, lo único que sé es que cuando Sancho regresó de su reunión con los portugueses, todo había cambiado. Sin duda, la reina de Portugal mandaba tanto o más de lo que presumía. Intrigada por los tejemanejes de mi amiga Isabel y ya postrados descansando, no pude eludir el preguntarle cariñosamente por este cambio. Por primera vez desde hacía meses me abrazó y no puso objeción en contestarme.
—Sólo os puedo decir que quizá tuvierais razón. Son muchas las quejas que estoy recibiendo del conde de Haro. Lejos de demostrar su nobleza espiritual rezuma en él la villanía. Veja a todos los que se le acercan y alimenta la disputa allá en donde posa el pie. No duda en asesinar a cualquiera que le contradiga, ya sea noble, hidalgo o vasallo. Incluso al obispo de Astorga le ha tenido amenazado. ¡Cuanta razón teníais, María!
Desolado, bajó la cabeza, preso de su pesar. Le acaricié compasiva. Me hubiese gustado alimentar su descubrimiento informándole sobre lo que hizo el susodicho en su ausencia. Contarle cómo en Extremadura acusó y castigó, sin dejar un hueco a la defensa, a unos pobres campesinos de esconderle el pago de los pechos a los que se obligaron. El asesino quemó sus aldeas con los moradores dentro, sin respetar ni siquiera a los niños.
Hubiese disfrutado narrándole todos y cada uno de los desmanes del señor de Vizcaya a sus espaldas, pero para qué. Por su expresión, Sancho estaba arrepentido del empecinamiento que sufrió al defender contra viento y marea a semejante mequetrefe. Mi obligación era consolarle en el error y poner todos los medios para su enmienda. Yo sabía mejor que nadie que no le sería nada fácil prescindir del conde de Haro. En cierta manera, había dependido demasiado de él.
Pasó Sancho aquella noche intranquilo y sudoroso. Las pesadillas le asaltaban constantemente. Al amanecer, cansado para salir de caza, le propuse un entretenimiento para disipar sus temores. Dado que todos sus caballeros estaban reunidos en Alfaro, podríamos divertirnos resolviendo las diferencias de un bando y otro con un juego parecido al de las justas pero que no implicase riesgo alguno para el contrincante, ya que no era menester que nadie muriese. Las cañas le aburrían y por ello agudicé el ingenio.
Subida en un podio, me dispuse a hacer los equipos. No me importó mi avanzado estado de gestación. Nada mejor que recordarles su enemistad en las cortes, para que no hubiese conflicto en el buen hacer de los grupos.
—¡A un lado los partidarios de una alianza indiscutible con Aragón!
El señor de Haro don Lope, su yerno el infante don Juan, don Diego el primo de éste y otros muchos defensores de Aragón, dieron un paso adelante. No supe el motivo de su unión, ni qué le había prometido el señor de Vizcaya al infante don Juan, pero lo cierto es que habían pasado de ser enemigos a ser amigos inseparables sin razón aparente. El de Haro, al tomar su distintivo de color azur, me miró con odio. Entre él y yo existía un rencor tácito, que demostrábamos sin temor en privado pero nunca en público. Su mal talante se acentuaba cada día más. Emitió un leve gruñido al recogerlo y comprobar el número.
—A unos no les gusta el trece. A mí, en cambio, no me gustan los juegos y menos si se practican durante un año bisiesto como el corriente.
¿A qué venía semejante idiotez? Le sonreí sarcásticamente, consciente de su inminente caída, e ignorándole proseguí.
—¡Al otro lado los que aboguen por la paz con Francia!
El arzobispo de Toledo, don Gonzalo Pérez de Gudiel, los obispos de la Calahorra, Tuy, Palencia, Astorga y Osma junto a los Laras, don Alfonso de Meneses mi hermano y otros muchos caballeros. Estos últimos, entremetidos entre tanto hábito clerical, dieron un paso al lado contrario de donde yo me encontraba, tomando el vencejo púrpura y atándolo a la altura de su antebrazo para distinguirse de los contrarios.
Tanto Sancho como yo estábamos del lado del arzobispo. No hacía mucho tiempo que el papa había reiniciado los trámites para levantar nuestra excomunión. Así que el rey francés nos tendió la mano. Yo estaba dispuesta a tomarla en signo de paz y amistad, a pesar de la angustia que en su momento me hizo pasar proponiendo a Sancho que me repudiase como mujer.
Sancho permaneció sentado en el palco. No era lógico que tomase partido en ningún bando. Sus ojeras pronunciadas hacían intuir la falta de sueño que padecía. Agradeció ser un mero espectador. Así daría tregua al odio que cada uno albergaba en su interior.
Frente a mí aguardaba empalado un muñeco con el que usualmente se entrenaban para las justas. Como inventora y árbitro del reto, expliqué las reglas.
—Cada caballero u hombre de la Iglesia montará en su respectivo caballo debidamente armado. El sonido del timbal señalará la salida de cada participante. El aludido, en ese preciso instante y no antes, espoleará a su corcel y se dispondrá a atacar al galope. Advierto a todos que el pelele de trapo y paja es traicionero y rencoroso. Al recibir el impacto de la lanza gira con fuerza sobre sí mismo devolviendo raudo el golpe sobre el que le atacó. El saco con el que atiza está lleno de piedras que estimularán el dolor de la derrota. Al alzar mi brazo elegiré el orden de salida de cada una de vuestras mercedes. Si mi pañuelo es azur, saldrá un caballero de mi diestra, si es púrpura, uno del contrario. Con este ábaco señalaré los puntos de los vencedores y de los derribados de uno y otro bando. ¿Está claro?
La voz grave de todos sonó al unísono y los pájaros, asustados alzaron el vuelo desde las copas de los árboles.
—¡Lo está!
El juego transcurrió tranquilo, a pesar de que la furia en la mirada de los dos bandos trazaba una línea de fuego en sus trayectorias. El muñeco giró una y otra vez hasta casi astillarse. Toda la saña que albergaban sus ánimas se derramaba en la punta de sus lanzas al atravesarlo. Más de uno cayó de su caballo por derrochar sus fuerzas sin medirlas previamente. Aquel juego absurdo escondía más enjundia de la que en realidad aparentaba. No sólo servía a los caballeros para demostrar su maestría en el dominio de las armas, también ayudaba a liberar la rabia contenida de cada concursante. Así aprendían a encajar los mismos golpes que asestaban. Aquel insignificante monigote giraba crujiendo incesantemente sobre su eje y contestando siempre a quien le asestaba. De esta forma quise enseñar a los más obstinados el derecho y el revés de la baraja. Desgraciadamente, a algunos el rencor les cegaba ante una escenificación tan clara de lo que podría acontecer entre los dos bandos si la lucha continuaba. Ganó el púrpura contra el azur.
Al terminar, los lacayos dispusieron un almuerzo agradable al son de la música. Algunos de los contrincantes, sudorosos como estaban, se despojaron de yelmos y parte de sus armaduras para descansar; otros, en cambio, liberaron la cólera reprimida durante el juego sin resignarse a perder. Se respiraba en el ambiente el recelo que los unos por los otros sentían. A mi sitial se acercó contento el arzobispo de Toledo y me pidió permiso discreto para comentarme una albricia. Mediante una seña, le indiqué que me lo murmurase en el oído. Cometí un error imperdonable, pues por un segundo olvidé su tenaz sordera.
El mismo que nos casó en contra de la voluntad del papa, se acercó con sigilo, atendiendo diligentemente a mi indicación. Puso las manos alrededor de su boca para mantener aún más el secreto y pegó sus labios a mi oreja. Inconscientemente me separé un poco ya que sentía cómo su fétido aliento calentaba mi conducto auditivo. Sólo eso le sirvió para comenzar alzando la voz.
—¡Buenas son las mangas después de Pascua, pues sólo traigo albricias! ¡Mi señora, como esperábamos, fray Jerónimo de Ascoli, aquel franciscano amigo de don Sancho, ha sido elegido papa con el nombre de Nicolás IV! ¡Quizá al fin se pueda alcanzar la legitimidad de vuestro matrimonio!
Pegué un brinco y le empujé. Por un espacio muy breve de tiempo, el grito punzó mis sentidos. Con la mano en el oído y aún con los ojos cerrados, rogué a Dios porque aquel alarido hubiese pasado inadvertido.
Todavía sorda, abrí los ojos lentamente y pude comprobar cómo sentado sobre el suelo me miraba el arzobispo de Toledo, sonrojado por su falta. Aparentemente, era el único que centraba su atención en mi persona, los demás estaban atentos a otra cosa. Poco a poco recuperé la audición y supe lo que les tenía extasiados. Lara y Haro se hallaban enzarzados en una acalorada discusión. No pude eludir el escucharles. El de Lara exigía explicaciones como si estuviesen solos y los aludidos no estuviesen presentes.
—Decidme, señor, ¿por qué últimamente os mostráis inseparables el infante don Juan y vuestra merced cuando deberíais ser enemigos? ¿Qué os ha prometido? ¿Es capaz, acaso, el infante don Juan de superar las mercedes que el mismo rey os concedió? ¿A quién creéis que engañáis? No tenéis límite, don Lope. ¡Como señor de Vizcaya os mostráis traicionero al señor que todo os lo dio!
El de Haro rió a carcajadas.
—Pobre iluso. Acaso ignoráis que el infante sólo cumple mi mandato. ¿Olvidáis que si quisiera podría aliarme con el infante de la Cerda y aportar a su causa todas mis huestes en contra de Castilla?
Se oyó un fuerte golpe. Sancho, con la espada desnuda, golpeó la mesa con toda su saña. Los doscientos cortesanos que nos acompañaban murmuraron mientras abrían un círculo con el sabor de la sangre en sus paladares. Los protagonistas de la disputa quedaron en el medio y todos callaron. Sancho, desesperado ante semejante y pública demostración de rebeldía, tomó al fin cartas en el asunto. Su voz se hizo casi omnipresente.
—¡Todo os lo di, don Lope! Y sin duda me excedí. Confié en vos. Os agracié con mercedes que ni siquiera pedisteis y os cedí cargos que sin duda no merecíais. Os engalané, esperando y confiando en vos. ¿Así me lo agradecéis? ¿Acudiendo a la amenaza? Pues bien, hay algo que pasasteis por alto. El que otorga también despoja y castiga. Es algo que parecéis haber olvidado de pleno. ¡Hoy mismo me devolveréis plazas, castillos y fortalezas, así como todas las posesiones y tierras que obtuvisteis en el desempeño del cargo de alférez mayor!
El de Haro en un principio quedó en silencio y el diablo repentinamente le poseyó. Su semblante se transformó, tiñéndose de púrpura. La sangre inyectó sus ojos y todos los músculos de su cuerpo se tensaron. Del cinto sacó una daga y se abalanzó hacia su señor. Todos contuvimos la respiración. Al llegar frente a su víctima se detuvo en seco, ya que el rey le apuntaba al centro del pecho con su espada. Sancho dio un paso adelante, lo que obligó al de Haro a darlo hacia atrás para no ser ensartado. Sancho se dispuso a avanzar de nuevo pero tropezó. Se pisó la toga y cayó de bruces. El diestro señor de Vizcaya esquivó la espada y aprovechó la torpeza de su contrincante para abalanzarse a matarlo. La guardia real estaba prevenida y el soldado que solía ocupar el lugar de la sombra del rey actuó raudo en defensa de su señor, segando de un solo mandoble la mano que asía la daga.
El de Haro, sin aparentar dolor, miró al suelo, donde puñal y mano yacían. Indefenso como estaba, sintió cómo la punta de una espada le pinchaba el vientre. Alzó la mirada y se encontró con la de Sancho, que ya derecho se defendía. La voz del monarca resonó como si estuviésemos a cubierto.
—Esto, don Lope, por haber abusado de vuestra autoridad en los campos de Salamanca y Ciudad Rodrigo. Mancillasteis, robasteis y asesinasteis a vuestros vasallos. Os pago con la misma moneda y sin adehala, que no es menester pasarse.
Sancho le atravesó y mantuvo su mirada hasta que se derrumbó.
Después, se hizo el silencio más absoluto. Era como, si además de los presentes, los pájaros, las cigarras y el mismo manar del río se hubiesen paralizado ante la escena. El ánima del mayordomo mayor de Sancho descendía irremediablemente a los infiernos.
Un bramido nos trajo a la realidad. Don Juan corría espada en mano hacia Sancho. Sancho, rápidamente, se deshizo del cadáver para dejar libre el arma. Ensangrentada como estaba, la alzó al aire para recibir al nuevo agresor, hambriento de venganza. Las gotas de sangre se desprendieron de su filo y me salpicaron la cara, ya que estaba muy cerca. Dos hombres de la guardia que intentaron detenerle en su carrera yacían entre quejidos sujetándose las entrañas. Viendo que seguía avanzando amenazador hacia Sancho, corrí a detenerle. Tuve tiempo para ponerme justo en la línea que separaba a los dos contrincantes. Dos arqueros inmovilizaron al infante don Juan. Sancho, alzando la espada, gritó desaforado:
—¡Apartaos inmediatamente, María! ¡Guardias, soltadle para que le pueda matar dignamente!
Tragué saliva. Sabía que cuando la bravura de Sancho emergía era difícil de contener, pero insistí, suplicándole clemencia para el desdichado.
Mirad, Sancho, que nunca se obra bien con el ánimo enardecido.
Contrariado, envainó mirándome con un viso de odio, pero comprendiendo que la razón se nubla cuando la mente se obceca. Tengo que reconocer que me sorprendió, sin duda estaba envejeciendo. Me acerqué a él para conseguir mayor privacidad. Acariciándole en público, le besé en la mejilla susurrándole al oído:
—Habéis hecho bien y una vez más me siento orgullosa del hombre que mora a mi lado. Todos saben que es más difícil reinar declinando y absteniéndose de ciertos deseos banales, que os hubiesen proporcionado gran placer, que abusando del poder que tenéis sobre todos. Don Juan no es un contrincante digno de probar el filo de vuestra espada. Si queréis herirle, hacedlo de verdad. Prolongad su agonía encerrándole en el calabozo más lúgubre y triste que conozcáis y dejadle enterarse solamente de lo que a vuestra majestad le convenga para mermar su osadía y amainar su talante agresivo. Os aseguro que sufrirá más que si le asestáis un mandoble.
Me sentí como un diablo susurrante pero conseguí mi cometido: salvar la vida de don Juan. De lo contrario, los altercados entre los dos partidos se hubiesen caldeado.
Sancho sonrió. Alzó la voz para que todos los presentes le escuchasen.
—¡Hacedlo preso, colocadle los grilletes y llevadlo lejos de aquí! No quiero saber dónde para, por lo que dejo en vuestras manos su presidio.
Después de mucho pensarlo lo tuve claro. El castillo de Burgos sería el idóneo. Estaba lo suficientemente apartado como para que sus cómplices lo rescatasen y no demasiado alejado de nuestro alcance por si decidíamos un cambio de destino en su vida. La hostilidad de la fortaleza le pudriría la sesera. Una vez dispuesta la orden, sólo me quedaba templar gaitas con la otra parte ofendida por mi señor don Sancho, mi hermana Juana, la viuda de Haro, así como con Diego, su huérfano sucesor.
A los pocos días nació, en Santo Domingo de la Calzada, Enrique. Pronto nos dimos cuenta de que su llanto no hacía ruido ni emitía sonido. Las monjas que me atendieron en el parto lo notaron aína. El párvulo era mudo y enclenque. Sin duda, el grave incidente de Alfaro me encogió las entrañas y aquello le afectó. Sólo once años disfrutaría de su presencia.