5.
EL LEGADO REAL.
«No te la diré, Señor,
Aunque me cueste la vida,
Porque soy hijo de un moro
Y de una cristiana cautiva;
Siendo yo niño y muchacho
Mi madre me lo decía:
Que mentira no dijese,
Que era grande villanía:
Por tanto pregunta, rey,
Que la verdad te diría».
ROMANCE ANÓNIMO.
Abenámar y el rey don Juan
Camino a Toledo llegaron las noticias que ansiábamos. Por fin recibimos una copia del contenido del testamento de Alfonso. Cabalgaba a su lado cuando se lo entregaron. De inmediato, Sancho tiró de las riendas y paró su corcel. Todos le imitamos.
—Acamparemos esta noche aquí mismo.
El ruido de todo el séquito echándose a un lado, desplegando tiendas de campaña y procediendo a descargar de los carros víveres y enseres distrajo a algunos, pero a mí la curiosidad me carcomía las entrañas. Sancho, aún montado sobre su corcel, miraba paralizado aquel pergamino como si temiese abrirlo. Hice una señal a su escudero para que le ayudase a desmontar. El hombre se puso a cuatro patas esperando a que su señor le utilizase de escalón. Pasados cinco minutos era el único jinete que quedaba sobre su caballo. Lo traje a la realidad.
—¿Por que no descabalgáis y salimos de dudas?
Pensativo como andaba, sólo asintió posando el patuco de su armadura sobre la espalda de su fiel servidor. Tomándole del brazo le alejé del bullicio para poder mantener la privacidad del momento. Apoyados en el tronco de aquel inmenso olmo, rompió el sello y me lo tendió. Yo leía con dificultad pero más fluidamente que él.
En silencio recorrí con la mirada cada una de las líneas sin pronunciar palabra. El texto era largo y me llevó un buen rato su lectura. Sancho me dejó terminar pacientemente, algo extraño dado el carácter del que se hacía poseedor. Al levantar la mirada, pude comprobar que intentaba interpretar el sentimiento de mi expresión.
—¿Y bien?
Las palabras se atravesaron en mi gaznate. Doblé el papel y con el corazón en un puño comencé. No me andaría por las ramas pero sí intentaría suavizarlo. Tragué saliva.
—A vuestro hermano el infante don Juan le lega Sevilla y Badajoz.
Apretó el puño. No le dejé calentarse y proseguí.
—Al infante don Jaime, Murcia y a la reina de Portugal, su hija doña Beatriz de Guzmán, el Algarve.
Me interrumpió sujetándome de los hombros y zarandeándome.
—Colmáis mi paciencia, María. Por Dios, decidme a quién deja el grueso del reino. Para terminar de resquebrajar la unión en la reconquista que consiguieron nuestros antecesores, ¿ha osado separar Castilla y León? ¿No dejará a los de la Cerda León para dejarme Castilla? ¡Continuad!
Tragué saliva de nuevo. Antes de proseguir cerré los ojos con fuerza porque sabía cómo reaccionaría y no quería verlo. Una lágrima involuntaria escapó de entre mis párpados.
—No, Sancho. ¡Cuánta razón teníais al desconfiar! Deja sucesor de todo el resto a don Alfonso de la Cerda, vuestro sobrino. A vuestra majestad sólo os menciona para renegar de su paternidad y especificar que si muriese el de la Cerda prefiere sucesor al mismo rey de Francia antes que…
No me dejó terminar. Me arrancó el papel de las manos. Lo rompió en mil pedazos y lo regó con su propio orín. Colérico, insultaba a su padre y pegaba puñetazos al tronco como si de él mismo se tratase.
Se desgañitaba gritando tan hirientes insultos en contra de su difunto padre que cualquier caballero vivo que los recibiese similares no podría salvaguardar su honra sin emplazarle a un reto. El séquito entero cesó en sus quehaceres. Perplejos, presenciaban asustados el mayor arrebato de su señor. Tanto chilló que comenzó a toser y tuvo que callarse. La sangre de sus entrañas brotó de nuevo hasta que le llegó a la comisura de la boca. Procuré calmarle pero separándome de su lado se limpió con su propio brazo, tiñendo de rojo la cota de malla que lo recubría. Jadeando se quedó en silencio y luego gritó hacia el campamento:
—Mis fieles vasallos, mañana al amanecer iniciaremos la marcha hacia Toledo, donde todos nos aguardan para jurarnos fidelidad y coronarnos. Seguiremos hacia Burgos, Cuenca, Soria y Badajoz, pues sus respectivos obispos nos esperan para la debida consagración.
Todos le miraron indecisos hasta que alguien gritó:
—¡Viva el rey!
Un coro de voces secundó el vítor. Aproveché el momento para abrazarle. Nadie dudaba de la fidelidad de todos los obispos castellanos hacia Sancho y todos loaban su posición. Ni siquiera la excomunión que padecíamos les importó a la hora de apoyarnos. Como era de esperar. Fuimos elevados al pavés de todas las ciudades. Frente a toda la corte fuimos proclamados y jurados reyes por los heraldos más destacados.
Las coronas nuevas se cernían sobre nuestras sienes, refulgiendo iluminadas por el sol de mayo. Las decoraban ocho castillos almenados y sobre la tiara, incrustados, unos camafeos de piedras preciosas del tamaño de un puño. Los rubíes eran signos de temor a Dios, las esmeraldas, pruebas del buen hacer y los zafiros, el símbolo ineludible de nuestro actuar con justicia y más que eso, con benignidad.
Culminados los reinos del norte, nos dirigimos al sur. En Córdoba recibimos una visita tan inesperada como gozosa. Uno de los hermanos de Sancho, el infante don Juan, regresaba al redil. Tan amplios fueron los brazos de Sancho al recibirle que incluso le nombró mayordomo mayor, y yo me sentí incapaz de advertirle de nuestro pasado encuentro en Sevilla cuando nos dio la espalda. Me hubiese gustado sugerirle al menos que don Juan no era hombre de fiar, pues al igual que nos había abandonado una vez, no pondría reparo en desertar de nuevo al mínimo cambio. Deseaba prevenirle y protegerle de sus maniobras, pero no era hombre fácil de doblegar y pensándolo detenidamente nos vendría bien a los ojos del pueblo el cruzar las puertas de la grandiosa Hispalis dando la mano a don Juan. Sevilla adoró a El Sabio, tanto o más que a su padre don Fernando, y por ello éramos conscientes de que sería una plaza terca y complicada de convencer. A pesar de ello no nos echamos atrás y al llegar el inicio del verano avistamos, tras un largo viaje, sus blancos minaretes, ahora convertidos en campanarios. Aceleramos nuestro paso. En silencio recorríamos la legua que restaba a nuestro viaje cuando Mohamed, nuestro intérprete moro, señaló a un jinete que se acercaba. Desde lejos reconoció de inmediato al mensajero sarraceno, ya que no era la primera vez que se cruzaba en su camino. Era un enviado del joven rey de Marruecos.
Todos coincidimos en el mismo pensamiento. El rey marroquí fue aliado de mi suegro a cambio de mucho pero, aun así, no era quién para tener la corona de un rey castellano y bien podría reintegrarla. Escucharíamos con desconfianza al mensajero, puesto que ya nos había demostrado su engaño disimulado. Sancho esperó a que el moro se pronunciase.
—Mi señor, el rey de Marruecos, os tiende la mano y dice que bien podría ser tan amigo de vuestra majestad como en su día lo fue de don Alfonso, su padre.
Sancho le miró escéptico. No había hombre en la tierra que ignorase su enemistad con don Alfonso. ¿No era curioso que su mayor amenaza se mostrase tan ignorante? Hacía mucho tiempo que los moradores del norte de África aprovechaban el mínimo descuido para apropiarse de las tierras ya reconquistadas en Andalucía. Era mucha la costa a proteger de estos piratas y demasiado corto el trecho de mar que nos separaba de ellos.
—¿Cómo os llamáis, moro?
—Adelhac, mi señor.
—Decid a vuestro señor que no necesito su caridad. Que si basa en eso su amistad, está mal informado de la relación que guardé con mi padre. Que dudo de su ingenuidad y que sólo me infunde desconfianza. Sé que hasta ahora no ha talado ni recorrido las tierras con sus algaras y espero que no ose intentarlo. Si lo hiciese, yo estaría dispuesto a todo. En una mano tengo el pan y en la otra el palo, que escoja lo que quiera. Dulce o agrio.
El moro le reverenció sin contestar y se dispuso a montar de nuevo, cuando Sancho cambió de opinión, ordenando a la guardia que le apresase y le interrogase. El desdichado mensajero, entre tirones y empujones para deshacerse de los grilletes, se alejó gritando amenazas.
—¡Cuán equivocado estáis! ¡Mi señor mandará a otros y con la ayuda de Alá os vencerá!
Cuando reiniciamos la marcha, recriminé a Sancho por su actitud.
—Estáis loco. Habéis declarado la guerra sin necesidad de ello. Justo ahora que empezábamos a respirar. Sois tan diferente a vuestro padre. Él ansiaba la sabiduría, vos disfrutáis con la espada.
Me acarició.
—Para mantener la paz y el dialogo os tengo a vos. ¿Quién si no sabe mejor que mi esposa amansar las voluntades? En cuanto a ese hombre no le vendrá mal reconocer al Dios verdadero. Le someteremos a su juicio para ver si miente.
Me encogí de hombros, sumisa. Prosiguió:
—De todos modos os diré, para vuestro sosiego, que en el caso de que el moro ose cruzar el estrecho para invadirnos, ya he tomado precauciones. Como mi propio emir del mar y almirante, actuará Micer Benito Zaccharía, que de Génova trae más de doce galeras bien pertrechadas y avitualladas. Vivirá en alerta y cuidado en el Puerto de Santa María, poniendo a nuestro servicio toda su flota en caso de ataque. Si en Sevilla nos aceptan como es menester, pronto seguiremos viaje al sur para verle.
Inspiré profundamente. Disfrutaba con los juegos de guerra y nadie podía sacarle de su vicio oculto.
¿Sois consciente de que en Sevilla son muchas almas las que añoran y respetan a vuestro difunto padre?
La Giralda ya se divisaba. Se puso la mano sobre los ojos para ensombrecer su divisar y poder situarse mejor. Sin mirarme siquiera me tomó de la mano y me la besó.
—A veces sois ingenua, María, tanto que me hacéis dudar. ¿Es vuestra ignorancia un ardid para indicarme sutilmente el camino a seguir?
Le miré de reojo, bromeando como si hubiese descubierto mi secreto. Sonrió y prosiguió:
—Tranquilizaos, pues a los partidarios de mi padre es fácil convencerles. Olvidáis que son hombres y como tales son fácilmente corruptibles. A los que nos sigan les recompensaremos con las haciendas de los que no lo hagan. Ya que los rebeldes e insumisos con su actitud sólo conseguirán morir o ser ajusticiados tras ser despojados de sus bienes, o desterrados, según sea su oposición. De un modo u otro dejarán mucho para recompensar a los que se lo merezcan.
Suspiró complacido por tan fácil solución.
—Han bastado y bastarán que unos pocos feudos cambien de amo para variar el rumbo de sus voluntades en nuestro beneficio y no tardaré ni un segundo en demostrároslo.
Así fue. Al cruzar las puertas de la ciudad, para mi sorpresa, ensordecimos ante la gran ovación. Aquellos que poco tiempo antes nos hubiesen abucheado a la entrada del alcázar ahora nos vitoreaban desgañitándose y como si no hubiesen hecho otra cosa a lo largo de sus vidas. Los mandatarios que nos precedieron con la orden de allanar el terreno para nuestra llegada, habían cumplido con su cometido. Incluso las cortes ya estaban muñidas en el alcázar para nuestra jura. Grandes dignatarios y prelados nos recibieron con gozo.
Sentados sobre nuestros tronos, esperamos a que todos nos rindiesen la pleitesía debida. Lo primero que hicimos fue otorgar cargos. Corría el mes de agosto y el calor era insoportable. Nuestros gaznates se secaban y la saliva parecía no querer reponerse en nuestras bocas. Tomé un botijo y bebí agua fresca. Acaricié con la mejilla el húmedo barro y me lo puse cerca del cuello para refrescarme.
Sancho reconocía con facilidad la mayoría de los rostros que nos rodeaban, y los que había olvidado pronto venían a la mente de mi señor, colgados de la lengua y criterio de don Lope García de Haro, el señor de Vizcaya. Sólo un movimiento de Sancho que implicase duda y su susurrante voz se adhería a su oreja facilitando el nombre, la posición y el lugar de procedencia del presentado.
A pesar de haberse desposado con mi hermanastra Juana, a mí no me engañaba. Aquel hombre no era trigo limpio. Al igual que se postraba a los pies de Sancho, podía pegarle un puntapié en el momento más inesperado o en cuanto se encontrase desprevenido. Aquel lameculos no tenía dignidad.
Alcé la mirada, rogando a Dios que hiciese tan breve semejante pantomima como corta la procesión de grandes señores que acudían a rendirnos pleitesía. Don Lope advirtió mi movimiento y frunció el ceño mirándome de reojo. El majadero estaba tan seguro de sí mismo y de la influencia que causaba en el rey que me tenía a mí por rendida e ignorante.
Le miré con desprecio. Su confianza me valdría para esperar el momento oportuno y esgrimir mis armas en su contra. Sabía que no hacía mucho tiempo que se había reunido en los montes de la frontera con Granada con don Juan Núñez de Lara. ¿No era extraño que corriese a parlamentar con su mayor enemigo nada más morirse el rey? Y sobre si no hubo malicia o segundas intenciones en ello, ¿por qué no se lo comunicó inmediatamente a Sancho? Aquel deslenguado tarde o temprano tendría que rendir cuentas.
Terminada la jura, dimos paso al inicio de los festejos. Éstos se abrirían con una ordalía. El mismo Dios juzgaría al sarraceno que apresamos llegando a Sevilla. Salimos del alcázar rumbo al río. El camino que nos dirigía a la puerta de la muralla pronto estuvo lleno a rebosar. De las angostas callejas brotaba la muchedumbre como la hemorragia de una herida. Insultaban al preso y en sus ojos se reflejaba la sed de venganza por la muerte de todos los parientes que un día perdieron la vida reconquistando la ciudad. El odio del recuerdo nublaba en sus almas el más mínimo indicio de compasión.
Al encontrarnos del otro lado de la muralla, todos se dispersaron formando un gran círculo justo al lado de una de las torres del Oro. Pendiendo de ella, una gruesa cadena de hierro atravesaba el Guadalquivir hasta la otra ribera, uniéndose a la torre opuesta. Aquélla, usualmente, servía de control y parapeto a todos los barcos que navegaban hasta el puerto. Aquella tarde sería otra su función. De sus eslabones suspendía una extraña polea de la que colgarían al moro.
Bajaron al reo del carro. En cuanto éste tocó tierra, se hincó de rodillas en el barro de la orilla y, tocando con la frente en el suelo, comenzó a orar a su Dios Alá. Aquello enfureció todavía más a las enardecidas gentes que presenciarían el ahorcamiento. Sólo había un Dios y éste sería el que le juzgaría, de nada le serviría darle la espalda justo en el último momento.
Los verdugos le tomaron por los pies y le ataron a una inmensa piedra. El moro susurraba fervientemente una oración cantada con los ojos cerrados. Boca ayuso como estaba, alzaron sus manos sobre su cabeza y se las amarraron con fuerza a la soga que colgaba de la gran cadena. Comprobaron si estaba bien amarrado y corrieron hacia el otro extremo. No sé bien si ansiosos por terminar o alentados por los gritos de los espectadores. Los fornidos hombres comenzaron a tirar y el preso en un segundo quedó suspendido en el aire y chillando cual cerdo en la matanza.
Redoblaron los tambores y otros dos verdugos desde el otro lado de la orilla comenzaron a tirar para centrarlo en el río y mejor echarlo cual semilla podrida. Al detenerse el tambaleante cuerpo sobre lo más profundo, quedó inmóvil e inerte a la espera del devenir. Tan sólo el fluir del agua y el crujir de la soga rozando el hierro rompían el silencio. Todos rezamos para que ocurriese lo aguisado. A la señal de Sancho, los verdugos soltaron y el cuerpo cayó a plomo sobre las aguas del Guadalquivir.
En ese preciso momento recordé su nombre, Adelhac. Aguardábamos en silencio a que desapareciesen las burbujas que provocó al hundirse. Nadie esperaba que aquel hombre resurgiera pero era costumbre en las ordalías esperar y así estaba estipulado. El Guadalquivir lo escupiría en caso de albergar la verdad en su alma. Se lo tragaría si era culpable, mentiroso y traicionero.
No había desaparecido la espuma cuando el vigía de la torre gritó asustado y señalando a un punto determinado. El dorado de los azulejos que recubría la torre nos impidió ver hacia dónde apuntaba, si al norte o al sur.
—¡Alerta!, ¡se acercan! ¡El moro nos ataca!
Todo el pueblo corrió despavorido hacia el interior de la muralla a guarecerse del ataque. Sancho, calmado, preguntó a voces:
—¿Son enemigos seguro? ¡Mirad que esperamos a parte de nuestras huestes para defendernos de un posible ataque!
El vigía, intentando centrar su atención, contestó:
—¡Por sus estandartes lo son, mi señor! ¡Pero no son más de cinco! ¡Distan unas tres leguas!
Sancho, como hombre ducho en el arte de la guerra, reaccionó con rapidez.
—Entonces, sólo pueden venir intrigados por la ausencia de su antecesor.
Sin quererlo miramos todos al río. Como era de esperar, Adelhac ya debía de haberse ahogado. Sancho siguió hablando:
—Querrán saber si la corte ha llegado a Sevilla. Averiguar todo de nuestras huestes, cantidad de caballeros y hombres a pie. Cómo andamos pertrechados. Pero a mí ya no me engañan. ¡Entrad todos en la ciudad! Cerrad las puertas y ordenad el más absoluto silencio. Ni el badajo de una campana ha de golpearla, mecida por el viento. Ya que nuestros refuerzos no han llegado han de pensar que Sevilla anda muerta. Así les sorprenderemos con nuestro ataque.
Dicho y hecho, a pesar de que los sevillanos ansiaban la fiesta, supieron calmarse. Tanto que nadie paseaba por torres, almenas, parte alta del alcázar o cualquier punto que se viese desde el exterior de la muralla. Ordenamos que nadie saliese por las puertas y que si alguien quisiese entrar, ni siquiera se le contestara.
La población parecía muerta y el simple volar de una mosca o el ruido de un pendón mecido por la brisa rompían la paz. Aquella ciudad que unos días antes nos recibió con algarabía y que era alegre de por sí parecía estar velando a un porvenir angustioso.
Conseguimos nuestro propósito. Los bateadores se alejaban dispuestos a informar a las huestes sarracenas del emir Abu-Yacub, príncipe heredero de Marruecos, de que la ciudad parecía yerma y, por lo tanto, allí era imposible que hubiese llegado ningún rey y menos el de Castilla y León.
Aquella argucia nos dio un poco más de tiempo para preparar la defensa en el caso probable de una nueva invasión. Hicimos bien en desconfiar porque a los pocos días nuestra sospecha se hizo cierta. Los moros, a sabiendas de nuestras desprotegidas costas, habían cruzado el estrecho y retomaban Jerez, con la intención de seguir avanzando hacia Sevilla.
La custodia y defensa de nuestras villas se hizo casi imposible, más por el calor insufrible que por el sable del sarraceno. El verano había entrado de golpe para ahogar a nuestros hombres con una soga de fuego infernal.
Después de cada batalla, los guerreros con su saña sudorosa dejaban sembrados los campos de cuerpos insepultos que se pudrían rápidamente al sol y a merced de buitres, lobos y un sinfín de animales carroñeros. Los gusanos brotaban de ellos como las abejas de un panal cuando, unos días después, las viudas, huérfanas y madres de los desaparecidos acudían al lugar de la contienda con la secreta esperanza de no encontrar a sus parientes. Todas ellas gritaban desesperadas un nombre al viento mientras los bajos de sus sayales se impregnaban de muerte y sangre. La alfombra de cuerpos que pisaban estaba tan descuartizada, compacta y consumida que se hacía imposible identificar a nadie. La angustia y la desesperación sólo se leían en sus miradas, pues la boca y la nariz las tapaban con un paño para impedir que el hedor las embriagara y mareara hasta perder el sentido. Ellas lloraban desoladas su pérdida, mientras nosotros veíamos cómo las filas de nuestras huestes menguaban irremisiblemente, lo que nos obligó a cubrir los vacíos con niños y ancianos que apenas podían sostener un palo para defenderse.
Por fin y gracias una vez más a la constancia y el tesón que pusimos en ello, el 2 de agosto Abu-Yacub, hijo del rey de Marruecos Abu-Yussuf, se retiró a Peña Cerrada dejando libre Jerez y a la espera de una entrevista con Sancho el día 21 de octubre. Hasta entonces y mientras llegábamos al lugar determinado, la experiencia nos enseñó que habríamos de ser precavidos, por lo que cien naves atracadas en los puertos de Cádiz y el puerto de Santa María aguardaban impacientes nuestras órdenes de ataque, en el caso de que el moro nos estuviese mintiendo.