2.
EN LA VILLA DE TORO.

«Que a cobiiçasse
esigo levasse,
e que averia
noite mui viçosa
se con ela albergasse,
e mui sabrosa».

ALFONSO X EL SABIO,
Cántigas a Santa María

Aquella noche fue gloriosa. Recordé las palabras de mi dueña, María Fernández de Coronel, y agudicé casi todos mis sentidos, el tacto, el olfato, el gusto y la vista. Intenté eludir el del oído pero me fue imposible. Sancho, como hombre ducho en sus lances amorosos, me trató con dulzura. Todo lo que un día entre juegos juveniles me contó la de Uceda que experimentó en su lecho se hizo aún más hermoso. Tanto que me siento incapaz de describirlo, pues es algo que ha de sentir uno mismo.

Cansados de tanto gozo, nos tumbamos jadeando. Nuestro lecho estaba a salvo de miradas y cerrado. Aun así, los dos sentimos la presencia de los testigos que a escasos pasos de nosotros, por no decir pulgadas, esperaban notificar la consumación del matrimonio. Intenté ignorarlos pero me fue imposible. ¡Cómo iba a conseguirlo si los cortinajes de nuestro dosel se movían mecidos por su cercanía! Sólo les faltaba tumbarse a nuestro lado.

Un perro ladró casi a la altura de mi almohada. La tela me impedía verlo, pero me pareció escuchar la respiración acelerada de su dueño arrastrándolo por el suelo. El sobresalto hizo emerger en mí el pudor que hasta el momento no tuve. Me tapé con la piel que cubría el lecho como si mi desnudez fuese pública.

Aquel requisito era una paradoja que bien nos podíamos haber ahorrado ya que, al parecer, el papa no aprobaba nuestro matrimonio. Aun así, me negué a prescindir de él, de tal forma que nadie pudiera poner en duda nuestro vínculo.

Para la Iglesia a partir de aquel momento estábamos en pecado mortal. Para nosotros, muy bien casados. Por ello seguíamos todos los trámites que por costumbre eran menester. En el fondo albergábamos la esperanza de que la dispensa del papa llegase en cualquier momento y ya hubiese sido dictada. Desguarnecidos como estábamos, Sancho sintió mi decoro y quiso despojarme de tal sentimiento.

—¿Os incomodan, María?

Asentí. Su voz brava y grave resonó en la habitación.

—¡Os basta con lo que escuchastéis para saber que hubo coyunda!

El coro de voces que nos rodeaba contestó al unísono.

—¡Nos basta!

La orden de Sancho no se hizo esperar.

—Retiraos todos y llevaros a las bestias con vuestras mercedes. Cumplido este deber, ansiamos intimidad.

El sonido de una decena de pasos cansinos y desplacientes comenzó. El perro indiscreto gruñó, incómodo por tener que cambiar una estancia caliente por un frío corredor. Nos sorprendió, además, el cacarear de una gallina que se debía de haber colado entre las piernas de algún testigo aprovechando el trasiego. Sin duda, estábamos más acompañados de lo que suponíamos.

Los dos aguardamos impacientes para poder liberar todo nuestro ardor con un poco de intimidad. Aún jadeantes, mirábamos el escudo de armas que había bordado en el techo del dosel. Me abracé al velloso y sudoroso pecho de Sancho. Con la mano seguí cada uno de los músculos de su brazo y continué por la cintura hasta bajar más.

Al sonar el portazo que nos aislaba de todos los indiscretos expectantes, Sancho se posó sobre mí. Holgamos de nuevo. La pasión nos embriagó. Esta vez la soledad deseada en la que nos encontrábamos nos meció y lo que anteriormente fue dolor placentero se tornó gozo absoluto.

Recuperado el aliento y entrelazados entre las sábanas, dirigimos de nuevo nuestras miradas a las armas de Castilla y el león que coronaban nuestra unión en cuerpo y alma. Entreabrimos los cortinajes del dosel y encendimos la vela de la mesilla de noche. Ya anochecía y la llama, además de iluminarnos, alejaba a los demoníacos espíritus que pretendiesen rondarnos. El reflejo de la pequeña luz hizo aún más etéreo y majestuoso el momento. Sancho sonrió y a la mente me vino el día en que lo vi por primera vez.

¿Recordáis cómo nos conocimos, Sancho?

—Cómo lo he de olvidar. Fue en una cacería de tierra de Campos. Posado sobre el brazo, portabais el mejor pájaro. El halcón estaba tan bien adiestrado que inmediatamente cautivó la mirada de todos. Se mostraba mejor que sus hermanos los sacres, neblís o gerifaltes.

Me senté sobre el lecho y me puse en jarras.

—¿Es eso, mi señor, lo que más os impresionó de mí cuando me conocisteis?

Sancho tiró de la manta que me cubría. Posó su mirada sobre mi pecho descubierto y palpándomelo sonrió.

—Tenéis que entenderlo. No tenía otro punto de referencia. Andabais demasiado recatada como para que otra cosa me llamase la atención.

Me enfurecí en broma.

—Supongo que no me teníais tan a mano como a Alfonsa de Uceda, que, por cierto, nos ha dejado a Violante, vuestra hija, en la corte, porque ella ha decidido enclaustrarse.

Sancho no se sorprendió en absoluto.

—Sentís celos.

No contesté.

—No habéis de tenerlos porque desde el día en que os vi por primera vez en la cacería que precedió al bautizo de Violante no he podido gozar plenamente con otra mujer. Dad las gracias a vuestra prima Alfonsa porque os nombró madrina de la pequeña. De no haber sido así, quizá nunca nos hubiésemos conocido.

Asentí. Sancho continuó vagando por el recuerdo de la añoranza.

—Nos albergabais en vuestra casa, en Molina. Estaban todos los de mi linaje. Mi hermano Alfonso no había muerto aún y sus hijos, los infantes de la Cerda, eran aún muy pequeños, tanto que jugaban contentos a tirar del extraño y grueso pelo que a su padre le nacía en el pecho. De ahí su mote, ya que era tan duro que se confundía con una cerda. Mi padre acudió con nosotros y mi madre, doña Violante, le acompañó. Fue de los últimos años felices que recuerdo en familia.

Le interrumpí.

—Fue entonces cuando os conocí a todos. Mi padre intuyó en nuestras miradas cierta atracción pero no se atrevió ni siquiera a pensar en un enlace entre ambos. Si no hubieseis estado comprometido con Guillermina de Moncada, quizá alguien se hubiese aventurado a comentarlo. A Guillermina ni siquiera la conocíais y vuestros esponsales se celebraron por medio de procurador cuando vos no habíais cumplido los trece. Para entonces ya casi la habíais olvidado y, sin embargo, ella apareció inesperadamente entre los invitados.

Me interrumpió.

—¡Y qué susto! Era fea y ruda. Por su voz ronca y su risa cascada bien podría haber sido una vieja de las que imparten remedios en los poblados. ¡Qué diferencia con vos!

Me azaré ante el piropo y procuré corresponder.

—Vos me parecisteis bravo, rudo, irascible, indómito y valiente. No me preguntéis por qué, pero en la discusión que tuvimos en el banquete pude intuir la nobleza de vuestro corazón. La franqueza y la entrega desinteresada que demostráis ante lo que creéis que debe ser, se refleja en vuestro rostro como una cicatriz más de las que se dibujan en vuestra piel. ¿Qué os gustó de mí?

No lo dudó.

—Mostráis siempre una voluntad inquebrantable y un carácter fuerte como el hierro para tomar vuestras propias determinaciones. Pero al mismo tiempo sois femenina, templada y tranquila. Melosa en vuestro tono de voz, también sabéis escuchar cuando es necesario. Os reflejáis diferente a aquellas mujeres que hablan por hablar sin medida ni pausa y ejercitando el arte del vocablo imprudente. Vuestro carácter calmado y vuestra posición callada os permite pensar antes de dar rienda suelta a la lengua. Pero sobre todo, María, si hay algo que os hace tan digna de mí como a mí de vos, es vuestro taimado proceder. Sin proponéroslo, apaciguáis a las ánimas más impulsivas. María, con vos obtendré la serena calma que necesito cuando yerre en mi proceder, pues no es un secreto que me apodan el Bravo, entre otras cosas, por mi feroz arrebato.

Le abracé de nuevo. Sancho, soslayando el sentimentalismo, me preguntó intrigado:

—Decidme, que me he perdido entre tanta virtud. ¿Qué pasó durante aquella discusión acontecida en el banquete del bautizo de Violante?

—¡Cómo es posible que no lo recordéis! Os mostrabais tan contrariado ante Guillermina que no pudisteis frenar vuestros impulsos. No recuerdo el motivo que os llevó a perder la compostura, pero callasteis a todos vociferando improperios sin ton ni son. El único que pudo apaciguaros fue fray Jerónimo de Ascoli, que, como buen franciscano, amansó vuestra furia armado de una sutileza sublime. Os dijo que guardarais vuestra ira para la nueva cruzada en la Tierra Santa. El Santo Padre ansiaba tener príncipes cristianos para esa causa y bien se podrían trocar solicitudes por favores. Sonreísteis ante su afrancesada represalia, dado su origen. Os henchisteis de orgullo y sin miedo le contestasteis que le dijera al Santo Padre que antes de comenzar tan largo viaje tendríais que terminar con la herejía en vuestros reinos.

Cuando terminasteis, todos rieron menos Guillermina, que gruñó como un cerdo. Quizá vuestra imprudente contestación fue la premonición al caso que haríais en un futuro al papa. Como mensaje secreto hacíais ver al de Ascoli y a los presentes que ni siquiera el sumo pontífice podría indicaros en un futuro cómo guiaros o actuar.

Sancho me pasó la mano por la cabeza como a una niña a la que se le promete algo.

—No os preocupéis, María. Haré todo lo que pueda para que llegue pronto la dispensa que necesitamos. Legalizar nuestro matrimonio es lo primero, pues no sería bueno que nuestros hijos naciesen como simples bastardos.

Después de un día entero arropados por el yacer, holgar y descansar en una misma estancia y sin separarnos ni un segundo, Sancho, inquieto como era, no aguardó ni una semana para ponerme al día con sus constantes trasiegos, devenires y viajes. Tardé mucho tiempo en ver su barba de nuevo brillante y desempolvada, pues, como el legendario Cid, parecía portar una parte de los caminos que recorría adheridos a su pelo y piel.

Acudimos a Escalona al bautizo de un sobrino nuestro. Juan Manuel fue el nombre que eligieron para el niño. No sería digno de recordar en este momento si no fuese porque, al crecer, esta criatura daría de qué hablar a todo el reino. Morando allá en Escalona nos llegaron noticias preocupantes procedentes de Sevilla. Mi suegro parecía estar dubitativo con respecto a la sucesión del trono.

De acuerdo con las nuevas y para que las cosas no se emponzoñasen aún más, se hacía urgente la convocatoria de las cortes en Valladolid y nuestro inmediato reconocimiento como legítimos sucesores de Alfonso X. Los prelados, nobles, ricos-hombres y miembros de las hermandades acudieron aguijados a nuestro llamamiento. Todos ellos eran conscientes de que al jurarnos como los herederos del reino de Castilla y León y rendirnos pleitesía firmaban la enemistad con el hasta entonces rey, mi suegro don Alfonso. Fue menester conceder algún que otro privilegio a los más reticentes y sus voluntades fueron fáciles de doblegar.

El padre de Sancho, confiado ante su proceder, esta vez se equivocaba a nuestro favor. Sin duda, llevaba demasiado tiempo encastillado en Sevilla y había dejado abandonados a sus vasallos castellanos-leoneses. Enfadado por nuestra desobediencia al casarnos, quiso propinarnos un duro castigo. ¿Qué mejor condena que la privación de la sucesión? Los de la Cerda, nuestros enemigos en la continuación al trono, aguardaban un momento propicio para atacarnos. Éste había llegado. El rey don Alfonso, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, le entregaba el reino de Jaén al mayor de los infantes de la Cerda, su nieto y tocayo. Su prepotencia al respecto abrió una brecha en el muro de las voluntades dubitativas de sus vasallos.

¿Cómo un solo rey iba a dar al traste con la unificación del reino? Mi propio padre renunció a León, entregándoselo a su hermano el santo de Fernando, para que lo uniese a Castilla y ahora el rey, por apaciguar ánimos y propinar escarmientos, jugaba con escisiones territoriales. Don Alfonso mostraba al reino sin tapujos la decadencia de una mente senil, avejentada e insensata.

Ése era, al menos, el mensaje que quisimos inculcar a todos los que asistieron a las cortes y, sin duda, la idea ahondó en sus seseras, hasta el punto de que muchos salieron de inmediato para reunir sus propias huestes y ponerlas al servicio de Sancho.

Al mes de la reunión en Valladolid, caballeros, soldados de a pie, vasallos y campesinos salían armados, cada uno según su condición. Partían en dirección a Andalucía con la intención de anexionar al reino los territorios sesgados y ya de paso ampliar la reconquista contra el moro. La guerra se iniciaba de nuevo.

Aquellos hombres que se despedían en los rellanos de sus moradas de mujeres, madres, hijas y hermanas ignoraban que el enemigo se estaba haciendo demasiado fuerte. Don Alfonso tejía en nuestra contra una gruesa telaraña. A su merced quedaban atrapados todos nuestros enemigos para luchar en su bando. Los más destacados fueron Gastón de Bearne, el padre de Guillermina de Moncada, la triste mujer abandonada de Sancho. El rey de Francia, Felipe III; el de Aragón, Pedro III; y el papa. Tanto era el afán de don Alfonso por molernos, que incluso llegó a pactar con los moros benimerines para que debilitasen las fronteras que lindaban con las nuestras. Como estratagema no estaba mal, ya que así nos obligaba a distraer parte de nuestro ejército en esta defensa.

Mi primer embarazo creció entre trifulcas, guerras, viajes y temores. El día que me obligaron a guardar reposo los médicos, comadronas y barberos, estábamos en Córdoba. Por primera vez desde que me desposé no pude acompañar a Sancho en su empresa hacia Badajoz y tuve que aguardar su regreso. Momento que nunca aconteció ya que una noche tuve que huir de Córdoba, a pesar del peligro que aquello entrañaba para el nacimiento satisfactorio de la criatura que portaba en las entrañas. Los moros acechaban el antiguo califato desde el otro lado del Guadalquivir. Sin duda, se negaban a renunciar a tan hermosa ciudad. Defendida por los grandes maestres de Alcántara, Calatrava y San Juan, me sentí segura en el viaje de evasión.

Durante el trayecto supe que los hermanos de Sancho, don Juan, Jaime, Pedro y Manuel desertaron de nuestro bando para unirse al de su padre. Intenté convencerles de lo contrario mediante misivas y a espaldas de Sancho, pero no lo conseguí. Al parecer, su padre les había amenazado con una posible excomunión por parte del papa. Podían rebelarse contra todo lo terrenal, pero lo divino era demasiado inalcanzable como para jugar con ello. Tenían miedo a la pérdida de sus ánimas. La muerte rozaba con demasiada asiduidad sus cuerpos como para negarle un destino placentero a sus espíritus. Ante los temores que demostraban, no pude insistir. ¡Cómo iba a hacerlo si la primera que temía al diablo de la excomunión era yo misma!

Al llegar a Toro, no hubo noche que no me despertara en el convento de Sofías bañada en sudor por una pesadilla que me auguraba una estancia posible en los infiernos. Los ronquidos de Sancho a mi lado me traían a la realidad y sólo disipaban momentáneamente mis temores.

Cuando al mes nos notificaron la muerte del infante don Pedro, nuestro hermano, no pudimos guardarle rencor. Sus temores a la condenación eterna, al menos, sostuvieron su salvación. No era menester echarle en cara el que nos hubiese dado la espalda en el último momento de su vida. No pude más que recordarlo el día de mi desposorio como el primero de una larga fila de ricos-hombres de Castilla junto a su hermana doña Berenguela. Sobre su brazo enguantado portaba un azor torzuelo, el mejor de su colección. Como sabía de mi pasión por la cetrería, me lo regaló aquel día.

El destino se mostraba caprichoso. ¿Quién iba a pensar que mi buen cuñado Pedro yacería, tan sólo un año después de mi matrimonio, bajo las losas de la misma catedral? ¿Qué astrónomo predijo que moriría a causa de las garras infectadas de una de aquellas rapaces? Las heridas que usualmente le hacían en el antebrazo se pudrieron tanto que contagiaron al resto de su joven cuerpo. La gangrena lo devoró sin solución pero descansa en paz porque salvó su alma.

Al poco tiempo, mis peores pesadillas se hicieron premonitorias de una realidad muy probable. Sancho no pudo esconderlo y tuvo que notificármelo. Su bravura se hizo ternura por una vez.

El temblor del pulso de fray Jerónimo de Ascoli al entregarle una carta ya abierta le delató.

—Su majestad, parece al fin que vuestro padre ha conseguido su propósito.

El corazón me dio un vuelco al comprobar el lacre pontifical. Sabíamos que el rey había escrito al papa Martín, informándole de nuestra actitud y solicitándole que por su intercesión le restituyésemos todos los territorios que él consideraba arrebatados por nuestra mano. El sumo pontífice le contestó a él con suma rapidez, lo que nos hizo intuir que la dispensa de nuestro matrimonio se rezagaría aún más.

Sancho, ante la mirada asustada de Ascoli, tomó la carta, la arrugó y la tiró a la chimenea. Intenté desesperada recuperarla de entre las llamas pero me detuvo asiéndome fuertemente del brazo.

En sus ojos se reflejaban el odio, el rencor y la furia. Forcejeé con él para liberar el brazo y, una vez conseguido, me froté la muñeca dolorida. Contrariado, me acarició.

—Lo siento, María. No era mi intención lastimaros.

Tomó mi mano y me la besó. La aparté bruscamente ya que la curiosidad me ahogaba. La esperanza de una negativa a mis sospechas aún volaba en el ambiente.

—No intentéis disimular, Sancho. Ya nos conocemos demasiado bien como para que intentéis esconderme algo. ¿Qué decía?

Se limitó a emitir un gruñido y se encogió de hombros.

—Qué más os da. ¿Tanto importa lo que ha de estipular un hombre que dice ser el representante de Dios y que obtuvo el cargo sólo Dios sabe cómo?

Miré el fuego. Un pedazo negro de papel quemado ascendía succionado por el tiro de la chimenea. Me desesperé y me arrodillé a sus pies con un viso de súplica silenciosa en la mirada.

Sancho me abrazó musitándome muy cerca del oído aquellas palabras que tanto ansiaba escuchar. Su entrecortada respiración y el latir acelerado de su corazón indicaban su enojo, a pesar de que su voz fuese casi muda.

—El papa Martín IV, tras los informes que sin duda le mandó mi padre, ha decidido calificar nuestra boda de pública infamia e incestuosa, ya que somos tía y sobrino. Nos insta a separarnos por matrimonio nulo y castiga a todos los que permitieron este desposorio.

Poco a poco fue bajando el tono hasta casi hacerse inaudible. Me separé de él secándome una lágrima que por mi mejilla se deslizaba atemorizada. No quería demostrar tan claramente mi sentir.

—Hablad alto y claro, Sancho, que lo dicho no se torna secreto por susurrarlo ni su importancia nimia por no vocalizarlo. Decís que nos castiga por nuestro proceder ¿Qué pena nos impuso?

Sancho tragó saliva, ya que conocía mis temores. Para mi desgracia esta vez alzó su voz de forma que sus palabras resonaron en la estancia, rebotaron en la piedra de los muros y patearon mis entrañas para que su morador se enterase de que no sería legítimo.

—¡Nos excomulga!

No pude sostenerme en pie. Sancho me sujetó para que no cayese e intentó calmarme con promesas de venganza.

—No sufráis, María, porque ordenaré matar a todo el que ose divulgar o acatar el contenido de esa bula que se quema en donde debe arder. Los fuegos infernales. El tribunal de Dios sabe de nuestra inocencia, y de su ministro en la tierra ya me encargaré yo. Le demostraré de haldas o de mangas su ignorancia. El papa es viejo y testarudo. Sin duda, está influenciado por necios y porros enemigos. Sólo resta una cosa, esperar a que muera e intentar dialogar con su sucesor.

Lo oía callada, pero ni siquiera lo escuchaba. Acariciaba mi abultado vientre pidiendo perdón a su morador por no poderle otorgar todo lo que yo hubiese querido.

Nuestros enemigos acabarían por enterarse de lo acontecido y, enardecidos, aprovecharían la tesitura para contraatacarnos, decantándose a favor de los de la Cerda por el incesto cometido. Los caballeros de las órdenes militares, mendicantes y eclesiásticas, por el mismo miedo a la excomunión que padecieron mis cuñados, nos darían la espalda. Nuestros partidarios menguarían sin remedio.

No quería dar todo por perdido. Iría aína, y a escondidas de Sancho si fuese necesario, a ver a mi primo y suegro don Alfonso. Le convencería e incluso le suplicaría para que pactase la paz con su hijo.

El nonato sintió la preocupación en la que estaba inmersa y en ese mismo momento empujó. Parecía querer liberarme pronto del embarazo. Obligada por el primer dolor de parto, las piernas me fallaron. Me arrodillé sobre una mullida alfombra repleta de dibujos geométricos sujetando mi vientre. Inmediatamente sentí cómo un templado líquido recorría mis nalgas y vi cómo empapaba la lana de mi sostén.

Pasadas dos horas, el llanto de Isabel me hizo olvidar de inmediato el reciente sacrificio. El repicar de las campanas del convento de Santa Sofía en Toro anunció a todos lo acontecido. La niña estaba sana y fuerte. Sancho la alzó en sus brazos para reconocerla como suya, recordando la ancestral costumbre de nuestros antepasados los visigodos, y me prometió hacer lo imposible por conseguirme como regalo el señorío de Molina. Éste, por aquel entonces, pertenecía a una de mis hermanas pero, por orden del rey mi señor, bien se le podría permutar por otro de mayor valor monetario aunque no sentimental.

Doña María Fernández de Coronel tomó a la niña en su regazo con alegría, recordándome que hacía unos veintitrés años que había hecho lo mismo conmigo. Aquella mujer fue mi aya y se convertiría gustosa en la de mi hija Isabel. Con ella dejaría muy pronto a la recién nacida para correr en pos de la paz, a pesar de que todos se esmeraban para que yo no me preocupase de nada.

Nueve años hacía ya que duraba la contienda entre padre e hijo y había llegado el momento de intentar de nuevo por la vía de la diplomacia y la plática lo que no se consiguió en la guerra. Tan pronto como me recuperé quise cumplir con el propósito más inmediato que rondaba mi cabeza: hablar con don Alfonso, mi suegro. Tendría que aceptar un acuerdo, el poder real estaba tan mermado en Castilla que las hermandades tomaban cada vez más fuerza en detrimento de la nobleza y la propia monarquía. Así agrupados, los hombres, sin recurrir a su rey, defendían sus ciudades y haciendas de posibles vándalos o ladrones.