3.
LA SABIA CORTE SEVILLANA.
«La piedra que llaman
philosophal
Sabia facer, o me la enseñó.
Fizimosla juntos: después sólo yo
Con que muchas veces creció mi caudal,
E viendo que puede facerse esta tal
De muchas maneras, mas siempre una cosa
Yo vos propongo la menos penosa,
Por más excelente e más principal.
Lamentando su pobreza».
ALFONSO X EL SABIO.
El libro de la fortuna
Al entrar en el salón del trono me quedé perpleja. El bullicio silencioso de todos los que por allí andaban aturdía a cualquiera. Nadie me anunció, por lo que mi aparición pasó totalmente inadvertida. Avancé lentamente, midiendo cada uno de mis movimientos y esperanzada de poder hacer lo mismo con mis palabras. Rogué a Dios para que las pronunciadas fuesen las idóneas y oportunas.
Mi primo Alfonso, sin duda, se había ganado a pulso el sobrenombre que desde entonces le acompañaba. Bastante mayor que yo, me recordaba a mi fallecido padre, su tío, en gestos y semblante. Era delgado, anciano y enjuto lo que le hacía parecer ficticiamente desmalazado. Su mirada se mostraba penetrante y el resto de su rostro se adivinaba expresivo bajo la luenga barba que lo escondía. Las arrugas que surcaban su frente, uniéndose en el entrecejo, lejos de atemorizar a nadie, imponían respeto. El rey Sabio, entre tanto intelecto, partidas, poemas, astrología y astronomía, parecía haber olvidado lo que fueron las armas en su vida.
Aquel hombre inquieto que había conquistado muchas plazas andaluzas, el Algarve e incluso había optado nada menos que a la corona imperial, basándose en los derechos de su abuelo materno, el duque de Suabia, se mostraba ahora más sosegado y tranquilo que nunca.
Postrado boca arriba en una litera, observaba ensimismado las estrellas del firmamento. Sus largos dedos se aferraban a un extraño instrumento como los de un niño a una espada de madera. Era un astrolabio. Estaba concentrado intentando encontrar cierta estrella perdida en el firmamento. De vez en cuando se incorporaba para tomar notas en un libro que reposaba abierto sobre un atril. La parte central de sus páginas en blanco resaltaba enmarcada por una greca de dibujos miniados por los monjes. Alfonso rellenaba con sumo cuidado cada hueco, tanto que no quiso hacerse valer del escribano. De vez en cuando intercambiaba astrolabio por noctubio, calamita, cuadrante o una esfera armilar. Todos aquellos artilugios eran instrumentos visuales de posición totalmente desconocidos para los profanos en la materia.
Uno de sus lacayos le sujetaba la pluma y el tintero para alcanzárselo cada vez que extendía la mano solicitándolo. Todo a su alrededor estaba meticulosamente estudiado para que nada alterase su concentración. Con sumo cuidado y ajeno a todo lo que le rodeaba, dibujaba estrellas en su prolijo libro de estudios astrológicos y astronómicos. Hablaba solo, mientras esbozaba con perfección lo que bullía en su cabeza.
—Aquí está la Tierra, allá una estrella que acabo de descubrir y a la que aún no le puse nombre. Las situaré primero en sus coordenadas perfectas y cuando termine con los cálculos precisos, ordenaré pintar una gran cúpula celeste de la capilla para que sea presidida por el pantocrátor que corona el firmamento. En ella quedarán para la posteridad todos mis hallazgos. Así, todos los hombres que en un futuro se sientan presos del conocimiento de los astros, podrán consultar lo que a bien quieran saber. Trabajarán sobre mis descubrimientos tal y como yo lo hice sobre los de los sabios árabes y judíos que dejaron nota escrita con anterioridad.
Tomó dos notas más, se enderezó sujetándose los riñones y se frotó los párpados antes de continuar.
—¡Si tuviese algo más potente que este cristal de roca tallado en forma de media esfera! Es tan cierto que aumenta el tamaño de astros y estrellas a mis cansados ojos, como que los distorsiona. ¡Tantas cosas inventadas y tan pocas servibles a este fin! Creo que un tal Roger Bacon inventó algo bautizado como lente. Aseguran que al observar a través de sus vidrios las cosas se agrandan sorprendentemente. ¡Ojalá sea cierto y Dios me dé vida para probarlo!, porque cuanto más examino el universo más cuenta me doy de su complejidad.
Se rascó la cabeza punteando sobre las tablas y continuó con su disertación.
—Según esto, tengo una vana intuición. Casi me atrevo a aseverar que la Tierra no es el centro del universo.
No pude más que interrumpirle.
—No digáis sandeces. Muchos, si os escuchasen, asegurarían vuestra folía.
Frunciendo el ceño no contestó, ni siquiera me saludó. Quizá me consideró demasiado ingenua, poco versada y osada como para poder discutir al respecto.
Su hambre de saber le tenía sorbido el seso. Tanto que, inconsciente de sus propias limitaciones, pretendía abarcar el solo la vasta e ilimitada síntesis de la cultura acontecida a lo largo de un siglo a punto de extinguirse. El número XIII desde que nuestro Señor Jesucristo vino al mundo.
El rey Sabio no se conformaba sólo con ser astrólogo. Como trovador y poeta también fue excepcional. Escribió una veintena de poemas de escarnio para satirizar a sus enemigos y muchas cantigas dedicadas en loor de Santa María y el amor. También se detuvo en menesteres de entretenimientos y escribió un gran tratado de ajedrez, dados y tablas. Juegos todos muy entretenidos a pesar de ser reminiscencias árabes.
Como jurista tampoco quiso pasar inadvertido y redactó las Tablas Alfonsinas, rectificando y mejorando las Tablas Toledanas redactadas casi doscientos años antes. El Fuero Real, el Espéculo, la Ley de Partidas y el Setenario nos guiarían para un proceder acertado en nuestras costumbres castellanas. Las Siete Partidas tampoco pasaron inadvertidas ante sus reformas. Para terminar os diré que también se decantó por la historia. Dos fueron sus libros en esta materia. El primero la Crónica de don Fernando, su santo padre, y el segundo la General y gran historia, que comprende desde la creación hasta los padres de la Virgen. Los años alimentaban sus ansias por dejar escrito todo lo que sabía. Era como si así se aferrase a la vida a través del recuerdo que mantendrían los sucesores de su obra y persona.
A su lado, tres hombres cargados con legajos aguardaban audiencia como yo. Supe quiénes eran por su vestimenta y raza. Un católico, un musulmán y el otro, un judío docto en griego. Todos observaban en silencio y atónitos a su rey. Supe que eran miembros de la Escuela de Traductores de Toledo y esperaban para enseñarle sus progresos en la traducción de diversos textos. El imposible puente grecolatino entre las tres lenguas, latín, griego y arábigo, parecía haber anclado ya su primer pilar.
Las piernas se me comenzaron a hinchar, cansadas de esperar derechas. Fui consciente de que no me prestaría la menor atención hasta que no quisiese y me senté en un rincón discreto sobre un pequeño banco junto a doña Beatriz. Ella era la más preciada hija de mi suegro, a pesar de haber sido ilegítima. Cariñosa y enemiga de trifulcas y peleas, procedió a recogerse el sayo para dejarme espacio al tiempo que sonreía dulcemente. Si mi empresa no resultaba, siempre podría recurrir a ella en solicitud de socorro.
Acogí el firme propósito de no importunar a don Alfonso de nuevo. Acudía al alcázar de Sevilla en son de paz y no sería bueno empezar con una discusión. Desde que los nobles, prelados y ciudadanos de hermandades le depusieron en las cortes de Valladolid para otorgar el poder a Sancho, no habíamos hablado. Al tomar la determinación de ir a suplicarle fui realista. Cabía la posibilidad de que se negase a dialogar conmigo a pesar de haberme recibido en audiencia.
Repentinamente se separó de la ventana en la que estaba postrado boca arriba admirando el firmamento. Con un gesto de cabeza ordenó a los trujamanes que saliesen de la estancia. Me dirigió una mirada y tomando asiento en el trono mientras posaba la palma de la mano sobre la silla que estaba a su lado, ordenó:
—Sentaos.
Me levanté del recóndito lugar y me acerqué cumpliendo su mandato. No sin antes hacer la reverencia de costumbre.
—Señor.
La cercanía me hizo distinguir más profundamente su deteriorado estado. Don Alfonso estaba realmente achacoso y viejo. Los enfrentamientos familiares habían quebrantado su salud y fortaleza.
Sin dudarlo me miró directamente a los ojos.
—Sólo os pido que seáis breve, prima. Os escucharé precisamente porque no olvido que gracias a la generosidad de vuestro padre, mi padre, su hermano, unió en sus sienes la corona de Castilla a la de León. Dadivoso fue en este propósito y a su memoria le debéis el que os otorgue audiencia.
No supe qué añadir. Don Alfonso prosiguió con su habitual monólogo.
—Si fuese por vuestro señor marido, mi hijo Sancho, lejos estaríais de vuestro propósito. Bien podría aprender el uno del otro y dejarse de sandeces proclamándose rey sin serlo. Vuestro señor me ha herido tan mortalmente que no es posible encontrar un adjetivo que pueda definir su magnitud.
Le interrumpí.
—Mi señor, el que en Valladolid le hayan proclamado como regente y gobernador no significa que quiera recibir el tratamiento de rey o usurparos el título como tal. Él mismo dice que no se hará llamar rey hasta que vuestra majestad muera.
Me miró con aire desplaciente e incrédulo antes de continuar.
—No alcéis una espada en su favor porque carece de fundamento alguno y no servirá de tapaboca. Los mequetrefes me suspendieron en los poderes que tengo otorgados como rey, que para el caso es lo mismo. Gracias a su proceder, como ya sabréis, la reina Violante, mi esposa, me ha abandonado. Ha huido al lado de los infantes de la Cerda, para refugiarse y buscar apoyo en Aragón. No les fue difícil la huida, pues mi propio hermano don Fadrique los ayudó en su empresa junto al señor de Cameros. Pedro de Aragón los custodia como al reo más valioso de la tierra.
Por un instante quedó pensativo e inspirando me miró profundamente.
—Decidme, María, ¿por qué Dios permitió la muerte de mi hijo Fernando en Ciudad Real a manos de los moros? Si el de la Cerda siguiese vivo, todo sería más fácil. Nueve años hace ya que dura la contienda. Nueve desde que murió y cada vez se torna más difícil una solución a la reyerta que los de mi linaje mantenéis.
No le contesté, era absurdo ya que los designios de Dios no son dignos de analizar por ningún varón o hembra que se lo plantee.
Suspiró decaído. Hablaba de los suyos como si no tuviese la misma sangre. El aura de sapiencia y brío que en el deliberar y guerrear tuvo en su día desaparecía por momentos, tornándole confuso e irracional, tanto, que se ensañaba con sus propios hermanos y no les perdonaba el que hubiesen acompañado a doña Violante a un destierro voluntario.
—He ordenado que prendan a Fadrique, mi hermano, y lo maten como es menester con un traidor.
En sus palabras no se adivinaba el menor viso de remordimiento ante tal orden.
Se enderezó, adquiriendo su inicial postura regia, y continuó.
—Como veis, no es buen momento para rogativas. Sólo espero que no vengáis a pedirme respaldo para Sancho, porque es imposible. Él es la causa de tanta desdicha y no razona con lógica. Bien lo sabéis vos como su mujer que sois. Decidme, ¿por qué prefiere empuñar la espada antes de agudizar el intelecto?
No supe qué contestar. Don Alfonso sabía a qué venía desde el principio y no se anduvo por las ramas. Miré a mi alrededor buscando apoyo, pues me sentía cohibida ante su adivino talante.
Don Alfonso intuyó mi sentir. Dio dos palmadas despidiendo a los pocos cortesanos que paraban en la estancia. Sólo quedó doña Beatriz junto a otros dos hermanos suyos. Todos hijos de la amante más conocida en la corte de mi suegro, doña María Guillén de Guzmán. Fue entonces cuando proseguí.
—Sé, mi señor, que Sancho no obró como era menester, pero hemos de llegar a una solución, puesto que si a vos os abandonaron vuestros nietos, los de la Cerda, y vuestra señora esposa, a mi señor marido están deseando darle muerte.
Me callé. Quizá le estuviese dando demasiadas pistas sin pensarlo. Valoré la noticia que le iba a transmitir y al final decidí adelantarme a los mensajeros que, seguro, no tardarían en informarle.
Callado y cabizbajo, esperaba con la paciencia lenta y taimada de la ancianidad a que prosiguiera.
—Mi señor, a Sancho también le han desamparado sus hermanos, vuestros hijos Pedro, Manuel, Juan y Jaime. Todos a una han dejado de ser sus aliados.
Una sonrisa disimulada me pareció distinguir en su rostro.
—Bien merecido lo tiene, ya que la ambición le come las entrañas y le nubla el entendimiento. Quizá el agobio de la soledad le limpie las ideas y sus intenciones.
No lo entendí.
—No sé por qué decís eso, mi señor. Parece como si todos le hubiesen abandonado por propio convencimiento. Sin embargo, bien sabéis que Pedro y Manuel murieron y Juan y Jaime desertaron, no por cambio de ideales sino por cobardía. Aún está por ver si acudirán a vuestro paternal regazo.
Alzó las cejas mirándome con sorpresa. Sus hijos podrían ser acusados de cualquier cosa menos de cobardía, por lo que negó con la cabeza dando por terminada la conversación sin su aprobación.
En aquel momento comprendí que el odio más enquistado era aquel que brotaba de un gran amor. Pocas cosas en este mundo podrían enderezar una relación paterno filial tan deteriorada y cuajada de rencor como en la que me encontraba acorralada. La conversación no caminaba por los derroteros idóneos y tendría que variar como fuese el rumbo de aquélla.
—Mirad, mi señor, que no sólo somos nosotros los que albergamos sueños de reconquista. Bien sabéis que los benimerines quieren recomponer el antiguo imperio almohade que tuvieron y sueñan con arrancárnoslo de las manos al menor descuido. Ellos nombran a esta pendencia como nosotros: la reconquista. La diferencia sólo está en el lado de la frontera en que nos hallemos.
Separados y enfrentados padres e hijos de un mismo bando en esta eterna trifulca, sólo conseguiremos ser más débiles contra nuestros principales enemigos. El odio ciega al hombre e incluso le hace tropezar sin remisión.
Me miró apático y sin replicar. Quise inducirle al arrebato. ¡Quería que al menos se pronunciase! Me sentía incapaz de regresar sin una respuesta afirmativa, al menos a un intento de paz. Miré a Beatriz y a Leonor, que se limitaron a encogerse de hombros sin prestarme ayuda. No lo dudé.
—Contestadme, suegro. ¡Decidme o al menos reconoced con lo sabio que sois que tengo razón! Sabéis bien que vuestro sueño de la cruzada en contra del Islam quedó en agua de borrajas. Sólo se simbolizó con un simple desembarco en Sedán, que más que desembarco fue fondeo de dos o tres naves, ya que el resto fueron hundidas por el enemigo en Gibraltar. Reconoced que vuestra gran reconquista no ha ido más allá en los últimos tiempos que la reconstrucción de Cádiz, la fortificación del Puerto de Santa María y la adscripción de Niebla, Jerez y Murcia a vuestros reinos.
Le miré de reojo y proseguí. Mi intención empezaba a dar frutos, sólo faltaba clavar la última daga para emponzoñar su taimado carácter.
—No seáis iluso. Sabéis mejor que nadie que cada vez son menos los que os siguen. Os mostráis ambicioso y vuestra vieja cabeza se obceca en asirse a excusas tan frágiles y quebradizas como la veladura que deja la cera sobre un candelabro. ¿Cómo pretendéis vencer a Sancho? Sois más débil y muchas de vuestras huestes ya se unieron a las suyas. Sólo el papa Martín IV os apoya y bien sabéis que está lejos. Sus órdenes son acatadas tan recatadamente que incluso nosotros nos desposamos sin problema y sin su consentimiento.
Me desesperé pues no estallaba. El sarcasmo emergió de nuevo.
—¡No me lo digáis!, acabo de recordarlo. Las malas lenguas dicen que vuestro orgullo os ciega y que antes de ver la corona sobre las sienes de Sancho seríais capaz de pedir ayuda al rey de Marruecos para conseguir abatirlo. Dicen que tan mermadas andan vuestras arcas que, al no poderle pagar por su supuesta ayuda, le mandasteis vuestra propia corona de oro a Fez en señal de garantía. No lo creí al oírlo, las mentes calenturientas del pueblo a veces tejen argucias increíbles sobre sus reyes. ¿Cómo iba a ceñirse un hereje la corona de un cristiano?
Quedé en silencio un breve instante y reparé en su movimiento. Se tocaba la calva con añoranza. No me pude contener.
—¡No será cierto, mi señor, lo que cuentan! Si es así, está ya duro el vuestro hacer para zampoñas. ¿Seríais capaz de venderos a vuestro enemigo para vencer a vuestro propio hijo? Todo ello después de haber sufragado la guerra del Fecho Imperio, obligando a vuestros súbditos al pago de cuantiosos impuestos con el descontento que ello conlleva. Sin duda, andáis tan alejado de Castilla y tan inmerso en vuestra Sevilla que habéis perdido, sin saberlo, el apoyo de vuestros incondicionales fieles. Seguid así, porque cada vez son más los que engrosan nuestro bando desertando del vuestro.
Suspiré, mostrándome defraudada.
—La senectud os sorbió el seso y más parece que queráis perder la corona que conservarla. Don Fernando, vuestro padre, ha de estar revolviéndose en su tumba ante vuestra postura. Mirad que muchos dicen que es digno de ser santo y quizá no llegue a beato por vuestra culpa.
Lo conseguí. Se enfureció y dio un golpe tan fuerte al astrolabio que una de las complicadas piezas que lo componían se desprendió del extraño artilugio, causando un estruendo metálico ensordecedor.
—Sois deslenguada e hiriente. Os doy libertad para expresaros sin restricciones y ¿cómo me lo agradecéis? ¡Propasándoos! ¡Jamás una mujer que no fuese la mía propia osó hablarme en semejante tono de voz!
Apretó el puño conteniendo la ira y prosiguió.
—María, os concedo el derecho a pensar con libre albedrío, pero no os extralimitéis en la prerrogativa intentando convencer a vuestro rey de absurdas conjeturas con sólo recordar sus fracasos. ¡Retiraos!, no hay más de qué hablar.
Salí con el sabor agrio de una cidra en el paladar y la frustración de haber fracasado en el intento. Allá quedaba sentada de nuevo frente a la ventana la vieja figura de un hombre sabio, culto y lleno de virtudes que reinó con triunfo certero pero fracasó en ganarse el respeto de sus propios hijos. No supo mantenerlos unidos como padre y tampoco como gobernante.
No dudaba ni un instante que en su testamento dejaría claro su parecer y quién sabe si incluso nombraría a don Alfonso de la Cerda su sucesor.
Me juré a mí misma que procuraría la unión de la familia y la evasión de cualquier contienda entre los miembros de mi misma sangre y linaje.
Al cruzar la puerta del alcázar dispuesta al regreso, vi una multitud que gritaba enardecida. Ordené a mi séquito que se detuviese y me dirigí a pie hacia lo que parecía una procesión.
Quedé perpleja al comprobar que una fila de unos cien hombres se dirigían cabizbajos hacia la misma puerta del alcázar que yo acababa de cruzar en sentido contrario. Desnudos o en camisa, andaban cansinamente, como lo hacen los arrepentidos. Todos y cada uno de ellos portaban una soga de ahorcado al cuello para que de su firme voluntad de arrepentimiento y entrega a don Alfonso no cupiese duda. Frente a todos y dirigiendo el paso de aquel ejército de espantapájaros estaba el infante don Juan, mi cuñado. ¡Aquel mismo que un día desertó de las huestes de su padre para unirse a las nuestras regresaba a su antiguo redil!
Ordené a mi guardia que me abriese el camino hacia ellos y, sin dudarlo un instante, me interpuse en su trayecto, deteniendo el paso de toda la procesión. Mi cuñado alzó la vista. La vergüenza se dibujó en su rostro.
Estaba entregado. ¿Qué era lo que había pasado en mi ausencia para que retornase al bando contrario? ¿A qué venía otra deserción? En público como nos hallábamos, sólo pude ordenarle que diese la vuelta.
—Como vuestra reina que soy y así me jurasteis lealtad junto a vuestro hermano Sancho, os ordeno que desandéis lo andado y regreséis a Castilla junto al que tomasteis como rey.
Bajó de nuevo la vista. Sólo insistí.
—Pensad bien lo que hacéis, hombre de poca palabra. Desertasteis abandonando a vuestro padre y ahora repetís el pecado con vuestro hermano Sancho. Vuestro señor padre podrá perdonaros, pero no intentéis regresar de nuevo a nuestro lado si el arrepentimiento arremete contra vuestra voluntad de nuevo. La puerta sólo se abre una vez y para vosotros ya quedó atrancada. Os recibiremos daga en mano como a los traidores y seréis juzgado como tal.
Pareció que iba a decir algo en su defensa, pero su compañero le arreó un pisotón y contuvo las palabras.
Lo di por perdido. Aquél se cambiaba de calzón según soplaba la brisa. Desmalazado, se arrimaba a lo cómodo eludiendo la adversidad. Sin sufrimiento ni lucha no se conseguiría nada. Necesitábamos hombres fieles e íntegros ante su posición y creencia. Bueno sería perder de vista a semejante veleta.
El silencio que por un instante se hizo entre la multitud se empezó a perder. Los vítores hacia don Alfonso se reiniciaron. Las piernas desnudas de los malditos continuaron la marcha tras su señor. Fue la primera vez que Juan me decepcionó y para nuestro infortunio no sería la última, a pesar de que pasado el tiempo tuve que desdecirme de todo.
Le dejé a merced del destino elegido. Mi séquito bordeó las obras de remodelación de la antigua mezquita mayor, que se transformaba en catedral fundiendo el estilo mudéjar de antaño con el moderno gótico. Al cruzar el Guadalquivir, nos detuvimos junto a la ribera del río para saciar la sed de las bestias y descansar. Aún quedaba un largo trecho hasta Écija, en donde haríamos noche.
Junto a nosotros abrevaba un rebaño de ovejas dirigidas por la Mesta. El año fue húmedo y a pesar del calor andaluz los animales gozaban de pastos abundantes. Pensativa, acaricié las suaves greñas de un cordero. Sentada junto al animal mientras me refrescaba el cogote empapándolo con agua fresca, la congoja se apoderó de nuevo de mí recordando a mi cuñado desertor.
—Tú al menos cumples con tu cometido. Tu pelo, se hará lana en la rueca y la lana, tela de algún sayal. Contribuirás a terminar con la hambruna de tu pastor y arroparás sin saberlo al desnudo. Lo tienes fácil. Yo, en cambio, no sé hacia dónde me dirijo ni qué aquistar en el futuro.