15.
LA MUERTE DEL REY SANCHO
(TOLEDO, ABRIL DE 1295)

«Vieron que este paso gracias a la gloriosa,
Porque otro no podía hacer tamaña cosa:
Trasladaron el cuerpo cantando Especiosas
Más cerca de la iglesia a tumba más preciosa».

GONZALO DE BERCEO.
El clérigo y la flor

Camino de Alcalá de Henares para visitar las obras de inicio de la universidad, nos vimos obligados a interrumpir nuestro camino en la pequeña villa de Madrid. Sancho fue llevado en andas al convento de las dominicas para descansar. El motivo de nuestra parada era evidente en nuestro penoso transitar. Sancho, muy a su pesar, ya no se sentía capaz de disimular el dolor. La enfermedad carcomía sus entrañas como la peste al apestado. Para más desesperanza, no existía barbero o físico judío capaz de detener semejante deterioro. Los físicos Nicolás y Abraham se esforzaban inútilmente en calmar su dolor con mejunjes y brebajes. Después de muchas pruebas, el único remedio que encontraron provenía de la copia de un manuscrito boloñés llamado Chirurgia, escrito por el prestigioso cirujano Teodorico Borgognoni. Se limitaban a amainar su sufrimiento induciéndole al sueño mediante la aspiración de una mezcla de mandrágora, beleño y opio. Los célebres barberos y cirujanos llegaron a una conclusión en común. El rey se moría de tisis vocatu y los malos humores se lo comían por dentro.

Como buena esposa, velaba su enfermedad y sólo consentí en trasladarle a Toledo tras una aparente mejoría y por no negarle un último capricho. Sancho quería recibir sepultura en la misma ciudad que nos vio desposarnos.

Procuraba a diario entretenerle, evitándole disgustos al esconderle muchos de los dolorosos acontecimientos que atentaban contra su persona. Sólo eran vanos intentos, pues todos los días, nada más amanecer, se empeñaba en que todos le informasen. Postrado en la cama gracias a mi petición, sus asesores le engañaban como el mejor belitre, convirtiendo lo malo en bueno sólo porque los médicos así me lo aconsejaron. Eran mentiras piadosas que le ayudarían a morir en paz. Así lograríamos que su alma volase libremente y sin ataduras terrenales hacia el camino eterno.

Él se sujetaba a la victoria de Tarifa y no se enteraba de nada más. Lo cierto era muy diferente y yo me limitaba a lidiar con cada uno de los problemas en la sombra. Francia cada día se separaba más de nosotros. Corría el rumor de que Jaime, el rey de Aragón, casado con nuestra hija Isabel, quería anularse de ella para casarse con una infanta francesa; además, se acercaba a Portugal para poner a Dionis en nuestra contra. Me hubiese gustado recurrir al Santo Padre pero, para más complicar el devenir, el papa Clemente V renunció a la tiara y le sucedió Bonifacio VIII, pontífice al que yo no sabía muy bien cómo recurrir y si me escucharía. Todo se unía a la eterna amenaza de los infantes de la Cerda y el infante don Juan.

Sentada a la cabecera, le observaba en silencio, cavilando sobre todos y cada uno de los problemas que nos asolaban. La tos y la sangre brotaban de su boca y sus sienes se hinchaban con frecuencia por el esfuerzo del estornudo continuado. Un pitido cada vez más fuerte sonaba en cada inspirar y espirar. Al comenzar a toser, se agarraba fuertemente al pellote que le abrigaba el lecho y después de casi morir en el intento, soltaba la manta para tumbarse desfallecido.

En uno de aquellos ataques me acerqué para limpiarle la sangre de la comisura de la boca y el sudor de la frente. Con esfuerzo y una mirada de ternura, me acarició la mejilla y sonrió. Todo el pelo que arrancó al pellote seguía adherido a la palma de su mano en el puño cerrado y me lo pegó en la cara. En cuanto pudo recuperar el resuello, bromeó.

—María, tenéis tanto pelo en la cara que casi os puedo mesar la barba.

No le contesté, sólo sonreí con lágrimas en los ojos. Prosiguió jadeando.

—Estoy muriéndome y quiero testar. Llamad al escribano, a don Gonzalo, el arzobispo de Toledo, y a todos los prelados y maestres de las órdenes militares para que atestigüen por escrito y de palabra mi última voluntad para con mi reino. Todos han de saber que, en cuanto yo perezca ante esta mi última cruzada, vuestra majestad será la tutora de Fernando, nuestro sucesor, hasta su mayoría de edad. Muero, María, a sabiendas de que vuestra prudencia y entendimiento defenderán a nuestro hijo de todo mal y ambición.

El calor del cuarto era increíble a pesar de no haber estallado aún la primavera. Todos y cada uno de los nombrados estaban ya presentes pero Sancho no los veía, pues la muerte le cegaba. La luz se filtraba a través del alabastro del ventanuco y los rayos iluminaban tenuemente la habitación hasta el punto de que no se diferenciaba el amanecer, del mediodía o la noche. La penumbra hacía que pareciéramos transparentes y difuminados por una mágica niebla que invadía el aposento.

Consciente de la inminente pérdida, me di la vuelta y rogué a los presentes, que como yo aguardaban desde hacía horas lo inevitable, se aproximaran al lecho para la despedida.

De entre los mancebos que sin duda formarían parte del siguiente reinado, el primero en acercarse sigilosamente para hincar rodilla al suelo junto a su rey fue el infante don Juan Manuel. Contaba el mozo con catorce años cumplidos y me fue inevitable recordar su bautizo, casi al tiempo de nuestro desposorio. Con un gesto mudo reverenció a Sancho y lo besó. Le agradecí su sensible despedida y sin pronunciar palabra se retiró. Aquel hombre en ciernes mostraba un empaque digno de recordar. Su incipiente personalidad daría mucho que hablar en un futuro. Le siguió el Mozo Lara, pues simbolizaba la muleta en la que mi hijo Fernando, cumplida la mayoría, podría apoyarse. Tras una larga cola, nos sorprendió la aparición de un personaje fantasmal, ya que le creíamos muerto desde hacía años. El infante don Enrique, hermano de don Alfonso X. Venía como contrapartida de los garzones y representando a una generación ya extinta. A sus sesenta años era el único hermano vivo de los hijos de don Fernando el Santo. Hacía lustros que había desaparecido de Castilla y algunos juraban que la causa fue precisamente la defensa que planteó ante su hermano a favor de la sucesión de Sancho y en contra de los de la Cerda. Al menos, eso es lo que alegó para entrar a despedirse del moribundo. La realidad era que nosotros nunca tuvimos constancia certera de ello. El verdadero motivo por el que se marchó fue más bien su promiscuidad, pues las lenguas viperinas aseguraban que cuando era joven yacía asiduamente con su propia madrastra, Juana de Ponthieu. Sabíamos que partió primero a África y que más tarde fue a Italia. Había luchado con el güelfo en Nápoles y el gibelino en Florencia sin conseguir apaciguar su perpetuo ánimo de perturbador y rebelde, pasándose de un bando a otro sin aparente razón.

—Al verle, pensé que venía a dar sosiego al carácter indómito que le definía. Grande fue mi error, pues a su vetusta edad pretendía mantener en jaque a todo el que se le pusiese delante. Con la faz curtida por las cicatrices y la espalda marcada por los latigazos que en los presidios recibió, seguía sintiéndose único. Al aproximarse a Sancho me sentí en el deber de presentarle por si no le reconocía. Ante la sorpresa de todos, pues le creíamos inconsciente, entornó sus párpados y le saludó.

—Don Enrique, vos que tan alejado estuvisteis de estos reinos. ¿Juráis ser consejero fiel de la reina mi señora doña María y el príncipe don Fernando?

En la silenciosa estancia se escuchó una inspiración de sorpresa. ¿Cómo podía Sancho confiar tan grande empresa a un hombre tan imprevisto y desconocido? La respuesta fue inmediata.

—Os lo juro, mi señor. La experiencia que porto en mi vida me ayudará en la duda. No hay mejor aliado, más leal y fiel que el que ha sufrido las penas de la oscuridad de una fortaleza y yo juro amar a mi rey como si con él hubiese compartido calabozo. El hambre, el dolor y el devenir de los días y de las noches incontables curten a un hombre. Os aseguro que grandes caballeros fueron presos conmigo y gustosos darían por mí la vida, al igual que yo la daría por ellos. A todos ellos antepongo mi fidelidad a doña María la reina y a vuestro hijo don Fernando.

Hasta el momento me mordí los labios, pero la pantomima me obligó a interrumpir. Sin duda, don Enrique estaba abusando del dramático instante en el que nos encontrábamos con promesas demasiado impulsivas como para ser cumplidas.

—Don Enrique, acaso olvidáis, vos que tanto alarde de experiencia cacareáis, que la fidelidad es un bien desconocido en este mundo interesado. Os puedo citar un millón de hombres que me han defraudado o que sé que andan a mi lado solamente por quien soy y el puesto que ocupo. Os aseguro que daría la mitad de mi reino por contar con un solo hombre que me inspirase la confianza y lealtad de la que me habláis. Mencionáis estas cualidades con tanta ligereza que las presupongo inexistentes e imaginarias. A pesar de todo, os diré que no desestimo vuestra ayuda, ya que es la voluntad del rey mi señor que permanezcáis en la corte. Si así lo hicieseis, Dios os lo premiará y si no, os lo demandará.

Don Enrique me reverenció, aparentemente sumiso. Echó rodilla al suelo y besó la mano de su sobrino Sancho en sentido de gratitud. Al intentar incorporarse se sujetó los riñones costosamente y me miró, con un hilo de reto pendiendo de su voz.

—Como veis, mi señora, con respecto al estado de mis huesos y sesera no andáis del todo desencaminada. Por todo lo demás os rindo pleito homenaje para cumplir y si no es así, como bien decís, que Dios me lo demande.

Todos rieron.

Me pareció distinguir un viso de malicia en su mirada. Parecía haber conseguido lo que perseguía. Estaba convencida de que Enrique era un pájaro de mal agüero. Pronto lo demostraría. Después de aquello, me retiré a rezar a la estancia contigua. Rogué a Dios para que intercediese por una agonía corta. Junto a Sancho, sólo quedaban los médicos barberos. El rey necesitaba intimidad para confesar, comulgar y para ser ungido con los santos óleos de manos de don Gonzalo, el arzobispo de Toledo. La extremaunción se hacía urgente.

A medianoche me despertaron. Aquel bravo corazón detuvo eternamente su latido. Su boca ya no escupiría más gargajos sanguinolentos. A los treinta y siete años, el rey don Sancho dejaba volar su ánima hacia el cielo un 25 de abril de 1295.

Quedaba yo sola con seis hijos, el heredero de sólo nueve años contados. Aquel hombre que yacía inerte me había entregado trece años de su vida y once de su reinado. Ahora me dejaba sin más, frente a un gobierno difícil de solventar por sus trifulcas y traiciones. Reflejaba la serenidad que el descanso en paz otorga, amortajado con el hábito franciscano como fue su voluntad. Apreté con fuerza la reliquia de san Francisco e imploré fuerza para afrontar el futuro. En aquel preciso momento me hice una promesa a mí misma. Lucharía por Fernando, nuestro hijo, hasta que le creciese la barba.

Arrodillada junto al lecho, le besé por última vez con una mueca de dolor en la cara y la boca seca de recitar plegarias. El pulso me tembló al cerrarle los párpados y tomar a nuestro hijo, el futuro rey, de la mano para que se acercase a su padre. Fernando, a sus nueve años, quedó estático observándole fijamente. Supongo que su infancia le impidió asimilar la realidad de sopetón. Él no podía ni siquiera imaginar que en muy poco tiempo tendría a su alrededor a un centenar de depredadores ansiosos de poder. Muchos hombres de los que hasta entonces habían pasado a su lado limitándose a saludar protocolariamente, desde aquel preciso momento se convertirían en sus mejores amigos con tal de alcanzar lo ansiado. En silencio le observé esperando su reacción, pero ésta no llegó. Al poco tiempo y aburrido de mirar a su padre con tanta intensidad, se dio la vuelta y sin derramar una lágrima se arropó con la falda de mi sayo, como cuando era más niño. Al abrazarle sentí un temblor casi imperceptible en su delgado cuerpo. Sin duda, Fernando sentía un pánico similar al que yo padecía. Gracias al Señor, aprendió la lección que antaño recibió y no quiso demostrarlo ante los demás, no fuese que alguien aprovechase su debilidad para darle en donde más duele.

Se aferraba a mí con fuerza, intuyendo que a partir de ese preciso momento el uno dependería del otro. Me necesitaba tanto como yo a él. Retraído y tímido, callaba desconfiado lo que en ocasiones le hacía estallar en cólera. Fernando se casaría muy pronto con Constanza de Portugal y sólo entonces se separaría de mí.

Seguí a pie la comitiva fúnebre hacia la catedral, la misma que nos vio convertirnos en marido y mujer, la misma que nos aceptó como reyes. Fernando continuaba asido a mi blanco sayal de viuda, como un polluelo a su nido. Regia y mirando al frente, le abrazaba con ternura. El duro tocado me cubría, como era menester, cabello y cuello. Así vestida me sentí más monja que reina. Sin la intención de la clausura, no existían otras vestiduras que reflejasen mejor mi sentimiento. Las miradas compasivas de los unos y las ambiciosas de los otros, se me clavaban en el cogote a mi paso. ¡Incautos! Podría parecer inofensiva, débil y desvalida, pero no me sentía como tal. Todo el que confiase en ello bien se merecía un escarmiento y quedaría con el tiempo defraudado en sus suposiciones.

Los demás hijos de Sancho, hallados en mí o no, vivían para perpetuar su memoria a través de los siglos y por ello ordené que todos acudiesen a su entierro. Unos me seguían en brazos de sus amas y otros a pie. Enrique, Pedro, Felipe, Isabel y Beatriz se mantuvieron en silencio a pesar de su corta edad, como si la Virgen con su manto los apaciguase en un momento tan doloroso. Observándolos, a mi recuerdo llegaron los que ya habían muerto, pues sus ánimas ya estarían junto a la de su padre.

En tercera posición y callados, los bastardos lloraban en silencio a su padre. Todos ellos eran mayores que mis hijos, ya que habían nacido antes de nuestro desposorio, y sabían que no serían descuidados por mi parte. La primera iba Violante, mi ahijada, y gracias a la cual en su bautizo nos conocimos su padre y yo. Teresa y Alfonso la acompañaban y tras ellos sus respectivas madres, incluida María Alfonso de Uceda, mi prima, la madre de Violante, que salió del convento para acudir al entierro. Sin musitar palabra y con el dolor de un adiós para siempre, rodeamos el féretro. Éste aguardaba a ser sepultado en el mismo enterramiento que Sancho mandó construir junto al de Alfonso VII. Con harto dolor de mi alma me despedí eternamente del único hombre al que pertenecí y pertenecería. Bien sabía Dios que, si algo dejaba en claro la incertidumbre en la que me hallaba, era precisamente que a mis treinta y seis no ansiaba tomar estado de nuevo ni enclaustrarme. Demasiado afortunada sería, de entre todas las mujeres, si en esta vida terrenal conociese a otro hombre que me otorgase lo mismo que Sancho me procuró. Muchos de los que ansiaban el poder ya barajaban esa posibilidad para quitarme de en medio. Algunos, incluso, estaban dispuestos a comprar un pretendiente bueno para la reina viuda pero lo que ignoraban era que, lejos de sentirme desvalida y desmalazada como la mayoría de las mujeres solas, me sentía fuerte y vigorosa para afrontar cualquier altercado que pudiese atentar contra los derechos adquiridos de mi hijo Fernando. ¡Como reina viuda de Castilla y León ya no tenía por qué someterme a la voluntad obligada de un matrimonio amañado!

Cuando procedieron a cerrar la tapa del féretro, cerré con fuerza los ojos para retener el rostro de Sancho en mi mente. El ruido que produjo el mármol de la lápida raspando la piedra de abajo resonó en toda la catedral hasta que se acopló a la perfección en el enterramiento. A partir de ese momento, Sancho sería pasto del hambre putrefacta de los gusanos. Insignificantes animales, comparados con las serpientes que rodearon en círculo a Fernando en cuanto el entierro se dio por concluido. El rey tocó fondo y ahora habría que dedicarse a su sucesor.

Aquellas víboras, lideradas por el infante don Enrique, arrancaron al pequeño de mi sayo y se lo llevaron en andas y a regañadientes. Le miré desolada, pero sin impedir que le arrastrasen a la fuerza. A pesar de su tierna edad ya se daría cuenta de lo que se le venía encima. Por mi parte, tendría que mirar hacia delante con ímpetu, fortaleza y prudencia. A la mente me vino el dicho de «Lo que has de dar al ratón dalo al gato» cuando oí la impaciente voz de don Enrique, su tío abuelo.

—Dejad ya de gimotear. Sois el futuro rey y como tal habréis de quitaros estos paños de luto de márfaga y vestiros con unos más nobles de Tartarí. ¿O es que queréis ser coronado con estas tristes vestiduras?

Nada más salir de la catedral resonaron los vítores y clamores no sólo de los toledanos; también de los que, enterados del fallecimiento de Sancho, habían acudido desde diversos puntos del reino para llorar en su entierro y reír y comer en los festejos de la subsiguiente coronación. Fueron precisamente los representantes del vulgo, más conocidos como «los personeros», los primeros que jurarían a Fernando como rey. Ellos eran el contrapeso del poder nobiliario. En vista de lo acontecido, los mismos que en un primer momento le vistieron para la ocasión sin perder un minuto, repentinamente se negaron a jurarle. Desde entonces nos veríamos madre e hijo entre dos bandos. De un lado, los nobles y del otro, «los personeros». Unos y otros me asaltaban con sus peticiones y condiciones. Necesitaba tiempo para pensar y así se lo hice saber a todos durante la cena subsiguiente al entierro.

A la hora de los postres, me levanté, mostrándome altiva y fuerte. Se hizo el silencio en el comedor. Procuré que mi cansino estado de ánimo no se notase y que el temor no me embriagara a la hora de demostrar solemnidad en mis palabras. Un centenar de ojos expectantes se fijaron en mi figura.

—Sólo os pido que rindáis nueve días de duelo por la muerte de vuestro rey Sancho. Yo rezaré por su ánima en el alcázar de esta ciudad antes de irme a Valladolid. Después, os ruego que me otorguéis otros cuarenta para reflexionar. Pasado el plazo, hablaremos. Mientras transcurre este tiempo no lleguéis a conjeturas erróneas. La decisión final sobre la tutoría del rey don Fernando durante su minoría será determinada muy pronto. Ya os adelanto que no somos débiles a pesar de nuestra apariencia. Muchos de vosotros ya me visteis obrar como diplomática, mujer guerrera y mujer de Estado. Como tal seguiré comportándome, incluso con más cautela y desconfianza que antes. Nunca olvidéis que yo tengo la guardia y custodia del rey. Como su madre que soy, cumpliré y velaré por su reino como lo he hecho por él mismo y por su vida.

Un murmullo me detuvo. Bebí un sorbo de vino de la copa y continué, mirando fijamente a cada uno de los presentes.

—A vos, don Diego López de Haro, espero que no se os ocurra recuperar el señorío de Vizcaya. Como espero también que el infante don Juan no se esté preparando para incordiar de nuevo. Cuentan que tiempo tuvo para preparar la ofensiva en tierra de moros mientras don Sancho agonizó. Sé, además, que mi suegra, doña Violante, aprovecha la muerte de Sancho para defender y fomentar el liderazgo de sus nietos, los infantes de la Cerda. ¿Quién más me traicionará?

No pude evitarlo. Miré de reojo al infante don Enrique, que, achacoso como estaba, salía de la estancia en silencio con el ceño fruncido. Los pensamientos tergiversados de unos y otros armaban un revuelo sordo que todos escuchábamos. Como una manada de lobos hambrientos, los ansiosos nos acechaban creyéndonos corderos. En defensa de los derechos de mi hijo Fernando, rey de Castilla y León, yo me encargaría de convertir sus ambiciosos sueños en pesadillas.