20.
FRATERNALES DIVORCIOS
VALLADOLID, 1302
«Como casaría et sus hijos et sus
hijas,
et como iría aguardada por la calle con yernos y nueras,
et como decían por ella como fueran de buena ventura
en llegar a gran riqueza».
INFANTE DON JUAN MANUEL.
El conde Lucanor
Aquella mañana acudí ilusionada a los aposentos de mi futura nuera. Pensé que era muy probable que echase de menos a su madre, la santa de Isabel, y que quizá me tendiese una mano en recuerdo a ella.
Portaba entre mis manos el escriño que guardaba su nueva corona de reina. A la joya no le faltaban piedras toscas y preciosas. Rubíes por temor a Dios, esmeraldas para albergar la esperanza y esmerados zafiros, símbolo de la benignidad. Ingenua de mí, pensé que a Constanza le haría mucha ilusión recibirla de mis manos pero no fue así. La infanta portuguesa se dejaba engalanar para la boda sin rechistar y doña Vatanza se las apañaba para que no pudiese acercarme demasiado a ella. La perversa dueña le susurró algo en el oído con cara de malos amigos. La pequeña me miró de reojo a través del vidrio que la reflejaba, gracias a la capa fina de estaño que tenía adherida a su anverso. Al comprobar que la observaba disimuló. Las dos rieron a carcajadas.
No me importó. Aquella vil mujer manipulaba a la futura reina de Castilla a su antojo y tiempo habría de enmendar a la pequeña cuando dependiese por completo de nosotros. En aquel momento sólo soñaba con que entrásemos pronto en la catedral, pues tenía que notificar al pueblo una gran noticia antes del desposorio.
Dejé la reluciente corona de la novia sobre el tocador y me fui a fisgar cómo el escribano tomaba buena cuenta de los regalos que recibieron los novios. Muchos de ellos, de los nobles y las hermandades. Todo relucía en desorden acogedor. A un lado y otro, hermosos objetos nos rodeaban. Peines de hueso, preciadas telas brocadas de oro y plata de jamete, cendal, camocán con piedras cosidas a sus entretelas, paños de Tournay, blanquetas de Carbona y dedales de oro para bordar. Junto a las telas, un arcón repleto de pieles blancas, fíbulas engastadas para sujetar las capas, botones de París, guirnaldas de San Denis. En segundo plano, algunas calzas tintas, tabardos, escarpines, caperotes.
La voz grave de un hombre hablando en portugués bastó para que doña Vatanza dejase de chismorrear y se callase. Era don Juan Alfonso de Alburquerque, conde de Barcelos, que en representación de Dionis de Portugal venía a recoger a la novia para llevarla al altar. Constanza, ya lista, se levantó, le tomó del brazo y salió de la estancia para la ceremonia.
No cabía un alfiler en la atestada catedral. La luz se filtraba por entre las pequeñas ventanas de alabastro y las puertas principales quedaban sostenidas por la muchedumbre que, al no poder entrar, se agolpaba en el acceso. El olor a humanidad se impregnaba en los muros de piedra sin que el incienso del botafumeiro pudiese disimularlo. Podríamos haber ordenado a la guardia que echase a todo el pueblo, pero no era justo que aquellos que me rindieron tantas veces su apoyo y fidelidad se viesen privados de aquel evento. Además, tenían que estar presentes ya que el comunicado que me disponía a leer debía ser escuchado y divulgado por todos y cada uno de ellos. Los ciudadanos lo sabían, ya que habían recibido a cambio el premio de los portazgos por cumplir con su cometido.
Sentada al lado derecho del altar, me levanté y esperé a que se hiciera el silencio. Fernando y Constanza aguardaban a que terminase de pie, en el centro, frente al obispo.
—Como sabéis, hoy estamos aquí para declarar la mayoría de edad de mi hijo Fernando. ¡Él solo será desde hoy rey de Castilla y León y como tal se desposará con doña Constanza de Portugal!
Los vítores me hicieron callar. Las manos me temblaban sosteniendo una bula que habría de hacer pública a continuación. Temí que la voz me temblase a la hora de leer el contenido de aquellas letras ante tanta expectación, pero no fue así. Proseguí:
—¡Estoy aquí para dotar de veracidad indudable todo lo que está a punto de acontecer! No es un secreto que, desde que murió mi señor don Sancho, el reino anda al retortero por la sucesión y nuestros enemigos enarbolan el estandarte de la ilegitimidad de don Fernando como rey. ¡Dicen que mi matrimonio no fue válido! Pues bien, ¡este mensaje está dirigido a todos esos que nos difaman con blasfemias, pues sus embustes atentan contra el reconocimiento pontifical y les hacen embaidoros!
Con sumo cuidado desplegué el documento. Procedía de Anagni, fechado el 6 de septiembre del corriente, y estaba firmado y sellado por el papa. Comencé a leer en alta voz y pausadamente. La bula convalidaba mi matrimonio con Sancho, legitimaba a mis hijos y, por si hubiese dudas, dispensaba el matrimonio del rey con Constanza por su parentesco ya que Dionis y Fernando eran primos. Sin duda, los diez mil marcos de plata que mandé al Vaticano dieron su fruto.
Al terminar, cerré los ojos escuchando de nuevo los vítores de todos los presentes. Abracé contra mi pecho la bula Sane petitio tua y me senté para dejar mi lugar al arzobispo de Valladolid. Los quince años angustiosos que esperé aquel legajo y los cuatro pontífices que debatieron el concederlo pasaban, desde aquel día, al olvido más absoluto. Los infantes de la Cerda perdían uno de sus mejores argumentos para reinar.
Cumplida mi obligación, mis pensamientos se ausentaron durante la celebración del santo sacramento matrimonial. Observando a los novios, recordé mis esponsales en Toledo con Sancho. No hacía tanto tiempo y la vida había corrido demasiado. De reojo vi cómo, en el primer banco, el infante don Enrique se roía las uñas. La declaración de mayoría de edad de Fernando y su matrimonio le dejaban al igual que a mí en segundo plano. La regencia ya había terminado. Su expresión me recordó a la que mostró cuando enviudé, sólo que ahora temblaba y sus hastiados párpados ya no sostenían la mirada con la misma fuerza. Junto a él, la Palomilla seguía, distraída y ajena a toda intriga, la ceremonia con ilusión.
A partir de aquel momento si quería conservar la paz, tendría que actuar con serenidad y templanza para evitar que los ambiciosos ganasen terreno al rey. Por desgracia, la misma noche de las celebraciones pude comprobar a escondidas cómo mi hijo Fernando, en vez de acudir al tálamo nupcial, andaba escuchando sandeces por boca de los ingratos. ¡Aquellos miserables malmetían a mi propio hijo en mi contra! Y lo malo fue que el de mi sangre se fue separando de mí irremediablemente, alentado por los nobles y su propia esposa.
A la mañana siguiente, mientras almorzábamos, me comentó que tenía la intención de marcharse de caza a tierras toledanas junto a sus compañeros de intrigas. Dejé la manzana sobre la escudilla y, con toda la delicadeza que pude, ya que se mostraba irascible y testarudo desde hacía días, le hice una leve indicación.
—¿Os importa que os acompañen don Juan Núñez de Lara y Oliveras?
Bebió un trago de vino y me contestó con otra pregunta:
—¿No son ellos vuestros más fieles confidentes? ¿Acaso no os fiáis de mí?
Con sumo cuidado escogí mis palabras para no quebrar la conversación.
—Ni mucho menos, Fernando. Sólo quiero que os acompañen para que en el divertimiento os asesoren sobre vuestra siguiente reunión. Que bueno es disfrutar sin olvidar nuestras obligaciones. Los embajadores de Felipe de Francia os esperan en Vitoria. Se quejan de los saqueos que nuestros soldados propinan a sus villas de Navarra. Nuestra alianza con ellos peligra y sería buena cosa que acudieseis en persona a esta entrevista.
Al mirarle vi cómo fruncía el ceño y decidí tentarle para que aceptase. Aquélla sólo era una excusa para no dejar vía libre a los lobos. Los míos debían acompañarle en todo momento.
—Si queréis, yo voy en vuestra representación, ya que ahora sois sólo vuestra majestad el rey y yo ya no ejerzo la regencia.
Pegó un respingo y mi comentario surtió el efecto deseado.
—No os preocupéis, madre, que como bien habéis dicho ahora soy yo el único rey. Decid a vuestros consejeros que se unan a mi séquito para despachar el asunto en momentos de asueto y dejadme a mí las riendas del gobierno que cuanto antes las soltéis menos sufriréis.
Por un lado, respiré tranquila ya que al menos contaría con dos espías en sus filas, por el otro, me sentí dolida ante su comentario.
—Parece como si mi consejo e influjo fuese pernicioso a vuestros oídos. ¡Estoy cansada de tanta mentira y calumnia! Sé que os intentan convencer de que yo sólo os quiero para beneficiarme de vuestra cercanía y me niego a aceptar mi posición de reina viuda, pero no es así, os lo aseguro. Sé que dicen que quiero utilizaros como a un títere en un trono, mientras yo en la sombra fraguo tejemanejes. Por Dios, Fernando, aún no sois padre pero en cuanto lo seáis, sabréis que el amor que profesa una madre por un hijo es desinteresado y sólo vela por su bien.
Me miró de reojo.
—¡No mentéis a Dios en esto! Dicen que no queréis dejar ser consorte a Constanza. Que hacéis por ensombrecerla todo el día e incluso muchos olvidan que ya me desposé.
Me desesperé.
—¡Sólo tiene doce años! ¿Qué os sucede? Creéis a cualquier mentecato y os mostráis ingenuo y desconfiado justo hacia quien más claramente os tiende la mano. Ya no sé cómo demostraros lo que os brindo y doy. Vivo para vuestro porvenir y sudo a diario por conseguirlo, mientras vos sólo os preocupáis por lisonjear vuestros oídos cantusados por halagos falsos, propuestas dañinas. Recordad que la juventud envalentona sólo a los faltos de experiencia, haciéndoles creer que están en posesión de la verdad. Mostrad vuestra bravura como vuestro padre Sancho, y dejad los cotilleos de corredor a las ayas y dueñas de la corte. Que el que se limita a comentar no dedica el tiempo al gobierno y los duchos ambiciosos lo saben. Por eso os distraen con tonterías.
Tragué saliva. Su mirada muda y penetrante me transmitió algo que me rondaba la cabeza y a pesar de que la conversación se hacía monólogo proseguí.
—Sé que incluso me acusan de apropiarme de los dineros de vuestras arcas.
Sin contestarme de nuevo abrió mucho los ojos y levantó una ceja. Una sonrisa sarcástica se dibujó en su boca.
—Vamos, madre. Dejad de fingir, que no nací ayer.
Me indigné tanto que no pude evitar el dar un fuerte puñetazo en la mesa.
—¡Nacisteis sólo hace diecisiete años! La simple duda al respecto de mi honrada postura me indigna. Ahora sé que ni siquiera me dais ese beneficio. Me achacáis los pecados de los que me inculpan sin juicio ni posibilidad de defensa. No os preocupéis, Fernando, porque vuestra madre quedará libre de todo cargo en el momento en el que se lo solicitan.
Me levanté con el dolor despechado de una madre que ve cómo un hijo no sólo crece sino que se malogra y con la impotencia de la rabia en las mandíbulas. Fernando ni siquiera se desdijo.
—Demostrad vuestra inocencia en las cortes que he muñido en Medina del Campo.
No di un paso atrás en mi retirada. Ni siquiera me di la vuelta para mirarle. Aquellas palabras reforzaban mi sospecha. Fernando, mi hijo, convocaba las primeras cortes sin consultarme y además las cernía en mi contra.
De espaldas a él, le contesté sin rebatirle siquiera:
—Sólo espero que estéis en lo cierto y sea yo la equivocada.
Fernando parecía forjado de hierro y en nada se parecía a su hermana Isabel. Ni siquiera mis lágrimas le reblandecían el corazón.