Capítulo XXIV
Dos almas incorruptas
Rompí el silencio en cuanto las ruedas de aquel humilde carro de heno comenzaron a crujir de nuevo.
Acabábamos de cruzar una de las puertas de Londres y nuestros corazones recuperaban su normal latido después de burlar a la guardia disfrazadas de campesinas. Sentada sobre las pacas de heno, respiraba el aire húmedo del Támesis.
Aquel 20 de julio de 1535 la noche era hermosa y cálida, sin techo alguno que cubriese nuestras cabezas. Nadie reparaba en nuestra presencia. En ese momento interpretábamos a la perfección el papel de dos campesinas madrugadoras dispuestas a montar su tenderete en la plaza del mercado antes que nadie.
Me sentí libre y disfruté de ello.
El camino había sido largo y peligroso, pero su propósito era merecedor del riesgo. No pude sino abrazar a la artífice de un plan tan bien trazado.
—Gracias, María, sois el vestigio más palpable de una Corte que ha muchos años partió de Granada rumbo a Inglaterra siguiendo a su señora y que permanece fiel a sus ideales. Vuestra actitud os honra a pesar de consentir en casar a vuestra hija con uno de mis enemigos.
Lejos de aceptar mis lisonjas, María de Salinas se enojó ante mi última observación.
—Mi señora, siempre apostilláis. No digáis eso. Sabéis que arriesgo mi vida en esta empresa y lo hago con gusto. Creo que vuestro sentido de la intuición para con las personas que os rodean se está anquilosando desde que andáis encerrada, pues os equivocáis de lleno con respecto a mi yerno. Si creéis que Suffolk os abomina, erráis de lleno. ¿Quién creéis que nos facilitó el camino? Sin duda estáis demasiado aislada para enteraros de los contubernios que acontecen en la Corte. La Bolena ha ofendido de tal modo al marido de mi hija que este ha jurado no alzar las armas en vuestra contra, y así se lo ha dicho al propio Rey Don Enrique le ha castigado levemente dado que muchas lenguas aseguran que Jane Seymour reemplaza ya en su lecho a la Bolena, y que el Rey está cansado de su histérico talante al respecto pues no acepta de buen grado sustituta. La insubordinación de Suffolk hace muy poco tiempo hubiese firmado su muerte; hoy solo le castigan levemente enviándole a vuestra presencia para transmitiros las malas noticias.
Inspiré satisfecha.
—No podéis imaginar cuánto me satisface semejante noticia. Roguemos a Dios por que todos los que permanecen ciegos ante la evidencia se deshagan de las telarañas que cubren sus párpados y comprendan, como Suffolk, que el Rey está equivocado. Es tiempo de que entiendan que por no querer atacarme no traicionan al Rey sino a su puta, al parecer desplazada. Era algo que tenía que llegar tarde o temprano.
—¡Shsss…! Alguien nos ordenó silencio en el mismo instante en que el carro se detuvo de nuevo. Tras él apareció Margarita More, la hija de sir Thomas. Solo susurró:
—Ruego silencio a Su Majestad si no quiere que seamos descubiertas.
Diciendo esto, miró fijamente a la guardia. Sin duda, quería comprobar que los hombres que custodiaban la entrada eran los mismos que habían sido sobornados.
Desde nuestro escondrijo arrojó dos piedras pequeñas que alteraron el silencio de la noche. Los soldados pegaron un respingo y miraron exactamente y sin dudar hacia nuestro oscuro escondrijo indicándonos con un gesto que avanzásemos. Embozadas en oscuras capas, siguiendo a los dos soldados, corrimos hacia el húmedo y lúgubre túnel que nos llevaría al interior.
Dudé y me detuve en seco, frenando a todo aquel extraño cortejo.
Margarita acercó la antorcha a mi rostro, temerosa de la merma de mi empuje para continuar.
—Mi señora, si no es esta noche, nunca más conseguiremos ver a mi padre. ¡Según parece, su sentencia ya está firmada! Una lágrima muda de desesperación anhelante recorrió su mejilla.
Dudé un segundo más y le susurré al oído:
—¿Estáis segura de la fidelidad de estos hombres? ¿Y de que no nos aguarda una emboscada? Al Rey le pondríamos en bandeja la excusa que busca para deshacerse de mí.
Su contestación fue precisa y en latín, para no ser entendida por nuestra escolta.
—Su Majestad sabe que un hombre que se vende siempre tiende al mejor postor. En estos días que corren nadie puede confiar en nadie. Pero de una cosa estoy segura: nuestra empresa es tan increíble para cualquier persona que estos cenutrios difícil lo tendrían si quisieran delatarnos.
Al abrirse la reja me quedé petrificada. Aquel hombre sano y fuerte estaba amarillento y en los huesos. En quince meses de presidio su pelo moreno se había tornado cano; su toga de terciopelo estaba raída, y calvo y polvoriento su usual cuello de zorro. Como buen hombre de leyes educado en Oxford, y escritor humanista incomparable, pasaba sus últimas horas escribiendo a la luz de una vela casi consumida. Junto a esta había una calavera que portaba in illo tempore para recordarle su mortandad, ahora inminente. El único canciller incorrupto con el que contó Enrique esperaba con entereza la hora de su muerte. Junto a él, esparcidos por el suelo, yacían cientos de legajos junto a dos libros, Diálogos de fortaleza contra la tribulación y La agonía de Cristo.
Concentrado en los escritos, no alzó su mirada bondadosa al oír el chirriar de la verja. Solo lo hizo emocionado, y con lágrimas en los ojos, al escuchar la voz de su hija llamándole. La abrazó, y me reverenció con calma y torpemente ante la debilidad por el hambre padecida.
—Es mucho el honor que me brindáis arriesgándoos tanto por un súbdito.
Le ayudé a sentarse de nuevo y yo lo hice a su lado.
—No era para menos, sir Thomas. Han sido muchos los que han muerto en defensa de la Iglesia católica y defendiendo mi causa, pero a vuestra merced y al obispo Fisher os estimo y conozco mucho más que a la Doncella de Kent o a cualquier otro mártir. No miento si os digo que no he conocido hombres que se comparen en sabiduría, conocimiento y virtud probada a vuestras mercedes. Por ello no he querido perderos sin despedirnos.
More bajó la cabeza pesaroso.
—Mi señora, desde que la condena por herejía ha desaparecido de los tribunales, y Cromwell ha sido nombrado jefe supremo de la Iglesia y vicario general, todo se ha desbordado. Tras la Doncella de Kent, los monjes cartujos y los franciscanos, muchos hemos sido los condenados a muerte o investigados.
»No han respetado ni a vuestras damas ni a Forest, vuestro confesor, que ya anda preso en Newgate. La Marquesa de Exeter, y la misma Condesa de Salisbury, vuestra fiel amiga y en la que delegáis las funciones de madre para con la Princesa de Gales, están sometidas a constantes interrogatorios.
»Hoy un millón de almas se alzarían en vuestra defensa si así lo quisieseis, pero sabemos que aún albergáis la esperanza de una solución pacífica y respetamos vuestra postura eludiendo la rebelión. Todos estamos en el punto de mira de la ballesta, pero nos mantendremos en nuestra postura sin huir. Fisher no lo hizo, y tampoco yo lo haré.
No me extrañó que estuviese tan informado: las noticias se compraban con facilidad. Pero sí hubo algo que me inquietó.
—¿Por qué habláis en pasado de él, mi buen More? A John Fisher le visitaré en su celda un poco más tarde. O…
Miré inmediatamente a Margarita. Si había sido ajusticiado, la hija de More me lo había ocultado para que sin duda no cejase en la empresa y pudiese así ver a su padre por última vez. Sir Thomas me reprendió con cariño mientras la tomaba de la mano.
—No la culpéis, mi señora, por no haberos informado de que Fisher fue ajusticiado hace tres días. Ya descansa en paz, y es gratificante pensar que nadie más procurará arrancarle de los labios el juramento por el cual debería reconocer al Rey como cabeza de la Iglesia.
»Lo torturaron muchas veces, y sus lamentos tenían eco en esta Torre para hacernos sufrir más. Cuando pasados uno o dos días lo traían de nuevo al calabozo, era más un felpudo que un hombre. Tumbado y casi muerto aguantaba hasta que se recuperaba de la paliza y solían transcurrir muchas horas hasta que podía articular palabra.
No amonestaría a Margarita por habérmelo ocultado. Al fin y al cabo, ya tenía bastante con el sufrimiento de su conocida e inminente orfandad. Tampoco supe qué decirle a sir Thomas ante tanto sufrimiento. Fue él quien prosiguió:
—No cumpliré los sesenta. Me quedaré en los cincuenta y siete años, pero ya he vivido toda una vida. Os aseguro, mi señora, que no caigo en sentimentalismo si ratifico que es tanto mi sacrificio por Cristo como el vuestro. Vuestra Merced lleva años soportando la tortura del cautiverio, mientras que mi dolor terminará más raudo.
»Vuestro calvario es más largo, y quiera Dios que no se prolongue en demasía. Hacedme caso en el consejo y someteros al rezo y al estudio de la pasión de Cristo; esto ayuda a soportar lo insoportable. Yo me escudo en ello desde que me apresaron y seguiré haciéndolo hasta el mismo momento en que mi cuerpo descabezado sea abandonado por mi alma. Estad tranquila de conciencia porque esa es la auténtica libertad para el alma del hombre, y por mí no os preocupéis porque nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que Él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor.
Le tomé de las manos y se las besé. El tiempo se agotaba y los primeros rayos de sol ya entraban por una tronera.
—Nunca dejaréis de sorprenderme, sir Thomas. Lejos de pensar en vuestra persona, lo hacéis en los que quedamos. No sufráis por mí, los defectos humanos se repiten a lo largo de la historia y así seguirá sucediendo hasta el final de los tiempos. Vos lo reflejasteis una vez en vuestra obra «Utopía».
»Sin duda este mundo está plagado de injusticias, y es esa la única manera de comprender que justo a vos os acusen de corrupción y complicidad. Es este un antagonismo difícil de entender. Es tiempo de mártires dignos de admirar y de héroes que recordar. No hay nada más loable en un hombre que su integridad y su defensa y fidelidad hacia las que son sus creencias. Rezaré por que Dios os dé fuerza para acatar el destino que se os ha impuesto.
Su entereza me impresionó.
—No os preocupéis, mi señora, porque muero como buen siervo del Rey, pero sobre todo como siervo de Dios.
Una voz sonó a nuestras espaldas. Era María advirtiéndonos y alertándonos sobre el cambio de guardia. Dejé a Margarita que se abrazase a su padre y salimos compungidas y dolidas ante tanta miseria e injusticia.
Dos días después, Thomas More moría decapitado. Su cabeza fue colgada del Puente de Londres, y a los quince días arrojada al río Támesis.
Tras mi traslado a Buckden, mi estancia allí no fue demasiado larga, y poco os puedo contar de aquello. A los pocos meses acudió mi buen Suffolk a proponerme otro traslado. El debate se planteaba entre Somersham y el castillo de Kimbolton. Él no sabía que su suegra ya me había puesto al corriente de su verdadero sentir hacia mí, y pude comprobar cómo hacía esfuerzos ímprobos por fingir ser el incondicional mensajero de Su Majestad. Conocía bien su punto débil, y me aprovecharía de la promesa que había hecho en su día en contra de su alzamiento contra mí.
—¿Qué es lo que ocurre, mi buen súbdito? ¿Es que mi señor no se conforma con matarme, que quiere torturarme mudándome a lugares cada vez más pantanosos y húmedos?
Me dedicó una mirada aparentemente imperativa y recurrió, como era su deber, a la amenaza.
—Si no obedecéis de buen grado, cumpliremos a la fuerza lo que se nos ha ordenado. De hecho, están ya sacando vuestros enseres para trasladarlos. Solo les queda a los porteadores recibir una dirección.
Me asomé a la reja. La escena era cómica; las mujeres del pueblo, junto a sus hijos y maridos, se hacinaban alrededor del castillo, empujando e impidiendo a los porteadores que cargaran las acémilas.
Las clases que había impartido a todas ellas en el arte de los encajes les habían servido para ganarse unos peculios muy dignos, ya que sus artesanales manos eran requeridas ahora para trabajar por encargo de todo el Reino.
Al más mínimo despiste, mis fieles alumnas descargaban muebles, tapices y arcones y los reintegraban a su lugar de procedencia cruzando el portón en sentido contrario a los porteadores.
Sonreí.
—Suffolk, asomaos a la ventana y admirad cómo mis súbditos se niegan a despedirme. No puedo dejarles abandonados ahora que demuestran abiertamente su fidelidad hacia la Reina. Si ellos se niegan a que parta, yo también lo haré. Habréis de arrancarme a la fuerza de mis aposentos. ¡Tendría que estar aquí mi señor don Enrique para ver lo que en realidad significa fidelidad, y compararlo con la ambición que cubre a sus defensores! Quedó perplejo ante mi soberbia.
Aproveché el momento de confusión para recluirme en mis aposentos cerrando a cal y canto la puerta. No había pasado media hora cuando oí de nuevo los golpes en mi puerta y los gritos de desesperación de Suffolk.
—Abrid, señora, por lo que más queráis. ¡Obedeced las órdenes al pie de la letra, o todos los miembros de vuestra casa morirán de inanición! Están encerrados en las mazmorras húmedas e insalubres esperando vuestro consentimiento entre gimoteos y rogativas.
No pude más que gritar enfierecida.
—¡Me son leales y morirán con gusto si lo hacen por su señora! Pero sin duda vuestra merced olvidó hace ya mucho tiempo lo que significa la palabra lealtad.
Escuché patadas y puñetazos, insultos y gritos.
—Vuestra terquedad es ya conocida. Pero tened cuidado, mi señora, pues dicen que bien oportuno sería que murieseis tranquila.
Al final, el silencio. Aquel hombre ignoraba sin duda que estábamos alertas desde hacía mucho tiempo ante cualquier amenaza de muerte.
Tenía ojos en la nuca y dos de mis doncellas se habían ofrecido voluntarias a probar con anterioridad cualquier bocado que me fuese destinado. Solo temía por Vuestra Alteza, hija mía, y rogaba todos los días por que estuvieseis atenta ante cualquier intento de envenenamiento o muerte que os dirigieran.
Rogué desde la ventana a todos los míos que se mantuviesen fuertes, y me dispuse a rezar ante un pequeño altar que tenía frente a mi cama. Me encomendé a la Virgen María y le pedí que me mantuviese tenaz e incorruptible. A lo largo de todo aquel eterno día muchos fueron los campesinos que me animaban a los pies de mi ventana aclamándome y dispuestos a ayudarme en el atrincheramiento.
Pasaron las horas, y finalmente llegó la rendición de mi enemigo pues vi cómo el séquito de Suffolk se alejaba mientras los abucheos del pueblo les acompañaba. No podía dejarme engañar. Sabía que aquello era solo una batalla librada y vencida en una guerra sin tregua. No sabíamos cuándo nos atacarían de nuevo pero albergábamos la certeza de que esto ocurriría.
No pasó un mes hasta que llegaron los suplentes del vapuleado Suffolk. Hombres todos que en nada me respetaban. Lee, el arzobispo de York, encabezaba la comitiva que me debería hacer entrar en razón. ¿O debería decir en su razón? Es igual, hija mía, aquel hombre me amenazó e incluso intentó obligarme a escuchar. Según aquel diablo disfrazado de clérigo, no estaba exenta de un juicio por alta traición.
—Al parecer, mi señora, no sois consciente de ello.
No me doblegué a pesar de que sabía que el arzobispo cumpliría a rajatabla con sus amenazas y no daría cabida a la desesperación ante mi negativa. Eché de menos a Suffolk.
—Si alguno ha de ejecutar esa pena en mí, hacedlo ahora y ahorraos un juicio amañado.
Me asomé a la ventana. La muchedumbre me aclamaba una vez más.
—Ejecutadme sin ninguna prebenda. Quiero morir frente a mis súbditos y a la vista de todo el pueblo. Así, este al menos sabrá claramente qué se cuece. Escuchadles, al parecer solo ellos me reconocen como la Reina que soy de este país.
Quedé en silencio para que escuchase claramente los gritos de la muchedumbre enardecida, vitoreándome, y proseguí. Lee se limitó a fruncir el ceño en señal de duda.
—Sabéis bien que cada ápice de mi martirio será un estímulo a la rebelión. Yo no la incito, pero es así y nada puedo hacer al respecto. Si fueseis inteligente, alguien os lo hubiese contado.
El arzobispo de York no pudo repetir su amenaza. En el fondo, sabía que lo que le acababa de revelar era cierto y no un producto de mi imaginación. Antes de marcharse ordenó que me trasladasen como mejor estimasen a Kimbolton.
Lo acepté a cambio de que no torturasen a mi séquito procurando otros juramentos contrarios a mi persona. Sabía que las amenazas con que me había regalado Suffolk eran peccata minuta comparadas con las de aquel asesino. Esta vez mi terquedad no tentaría a la suerte, más cuando lo que estaba en juego era la vida de los míos.