Capítulo XIX

Absurdos interrogatorios

Poco antes del cumpleaños de Enrique, en aquel junio se disolvió la Corte. Un nuevo brote de peste había surgido en los barrios periféricos de Londres y muchos huyeron despavoridos de las garras de esta mortal enfermedad.

Yo me quedé en Canterbury. Un día, al amanecer, me notificaron que vuestro padre se había marchado junto a la Bolena y otros cortesanos. No era su deseo que le siguiese. ¿Cómo iba a serlo? Desde hacía meses me evitaba, y explicaba a todos los nobles londinenses sus razones para pedir la nulidad de mi matrimonio. Aseguraba, como un tiempo antes lo habían hecho los partidarios de su amante y sin que la Iglesia lo reconociese, que sentía grandes cargos de conciencia por haber estado casado con una mujer que no era la suya dado que la bula que la liberaba de Arturo era defectuosa.

La demanda estaba interpuesta, y la angustia me atenazaba en espera de una respuesta. El Papa se había pronunciado al fin, ordenando a los cardenales Thomas Wolsey y Lorenzo Campeggio que me interrogaran sobre la veracidad de las pretensiones de Enrique y mi consumación del matrimonio con Arturo. Con lo fácil que hubiese sido que Enrique lo certificase, pero la mentira arraigaba en su interior. Recé por que el nuevo cardenal compensase la tendencia del primero.

El cardenal italiano dejó clara su posición desde el principio. Yo esperaba su llegada, pero él parecía no tener prisa. ¿Sería intencionada la demora? Lo cierto es que tardó tres meses en llegar a Londres. Al parecer, alegaba la necesidad de continuas paradas durante el trayecto debido a su dolorosa enfermedad.

Al fin, el 7 de octubre cruzó la puerta de Palacio dispuesto a actuar con la mayor cautela. No dejaría en el tintero una palabra pronunciada o en los legajos una prueba por leer. A primera vista me pareció ecuánime, arbitral e íntegro, por lo que sería difícil de corromper para Wolsey.

La tranquilidad de Campeggio en el proceso me beneficiaba. Esperaba que el tránsito de la anulación y la prolongación que el Papa causaba con intención manifiesta fuese suficiente en el tiempo para que Enrique ya no quisiese a Ana. Ella no había sido la primera y no sería la última, y la paciencia de todo hombre siempre tiene un límite a pesar de que el Rey se estuviese comprometiendo demasiado con ella frente al mundo. Vuestro padre no era consciente de que le sería difícil deshacerse de ella con tanta facilidad como lo estaba haciendo conmigo.

El padre Campeggio era un hombre culto, viejo, gotoso. Sobre todo, según se decía saberse de muy buena tinta, el mejor canonista que la Universidad de Bolonia había creado. Me fue más fácil de lo que pensaba hablar de temas tan íntimos como los que tratábamos, ya que antes de ordenarse había estado casado y había sido padre de familia.

Me interrogó meticulosamente y hasta la saciedad. Mi virginidad en el momento de enviudar debía de quedar muy clara para nuestra causa.

—No os andéis por las ramas, mi señora, y contestadme claro y conciso. Es la última vez que lo repetiré y espero una sola palabra por respuesta. ¿Yacisteis junto a vuestro primer marido, el Príncipe de Gales?

Desesperada ante su insistencia, no pude sino contestarle irritada y enervada. Si no hubiese sido porque le debía toda mi atención como embajador del Vaticano, le habría despedido de buen grado y sin la menor diligencia.

—Sí yací junto a Arturo, como era mi deber en tanto que la esposa que debía ser de él en ese preciso momento de nuestras vidas.

El cardenal pegó un respingo.

—¿No fue lo contrario lo que alegasteis para poder demostrar la nulidad de ese vuestro primer matrimonio?

Sonreí.

—No fue aquello exactamente lo que alegué. Yací, me tumbé y me acosté junto a él, que yo recuerde, al menos media docena de veces sin llegar a consumar el matrimonio. Aquel niño endeble no hacía otra cosa que toser y sudar, siendo imposible para su naturaleza enfermiza intentar quehaceres de hombres formados y completos. No holgué plenamente con mi entonces marido, o como hubiésemos debido hacerlo, pues él no estaba aún en disposición de ello.

Campeggio se rascó la cabeza.

—Ciertamente parecéis sincera con respecto a este punto.

Fruncí el ceño indignada.

—Lo parezco y lo soy, Su Ilustrísima. Bien sabe Dios que llegué doncella a su lecho y que de igual modo lo dejé. Estoy cansada de repetir que solo hay un hombre sobre esta Tierra que pueda asegurar con certeza mi virginidad al desposarme con Enrique, y ese es Su Majestad el Rey. Preguntadle a él si aún no lo habéis hecho. Quizá todavía le quede un resquicio de sinceridad en su interior.

Inspiré y me recosté sobre la silla. Campeggio me contestó rápidamente:

—Señora, ya lo hice, e insiste en que si hubiese de desposarse de nuevo, os elegiría a Vuestra Majestad de entre todas las mujeres. Sois humilde, dulce y, ante todo, noble. La mejor mujer que nunca conoció. Solo quiere saber si vuestro matrimonio está en contra de la ley de Dios, y si es así penará sus penas apartándose de Vuestra Merced para siempre.

Apreté los dientes para no exteriorizar mi resentimiento momentáneo ante semejante embuste. Me había jurado a mí misma que nunca hablaría en contra de Enrique, pero su hipocresía estaba derrumbando mi propósito.

—Me halagáis al transmitirme tan buenas albricias. Sin embargo, los tiempos de ingenuidad ya pasaron por mi vida. Puesto que todos desconfían de mi palabra, dejadme al menos el beneficio de la duda ante semejante comentario.

»Lo único que quiero que os quede claro es que admitir la nulidad de mi matrimonio sería renunciar a toda la razón de ser de mi existencia. Las alegrías, sacrificios, luchas y desvelos para con estos Reinos se esfumarían para la historia; incluso los derechos de mi propia hija María penderían de un hilo. Sería como haberme ajusticiado hace veinte años. Borrarían de un plumazo la mitad de mi vida.

Me temblaban las manos y la voz se entrecortaba en mi garganta. Ante la angustia y la desesperación, me sentí débil y endeble. Se me saltaron las lágrimas y tuve que levantarme para esconderme tras una cortina. Era como un insecto a merced de un pisotón. No le daría a Wolsey el gusto de verme llorar mientras él permanecía expectante y callado.

Quizá el embajador del Vaticano no supiese toda la verdad, pero él la conocía. Posiblemente fuese cierto que Enrique me quería. A ello me asiría en tiempos de debilidad y tristeza. Tan cierto como que su obsesión por engendrar un varón se engrosaba por días y yo no podía dárselo. Tuve veinte años para cumplir con mi obligación y, aunque los parí, no pude sacarlos adelante.

Sabía que tendría que soportar humillaciones, intrigas y desaires de todos. Ya las estaba sufriendo viendo cómo la Bolena me ignoraba al cruzarse conmigo por los pasillos, pavoneándose ante mí como si ella fuese ya la mismísima Reina.

Desde el otro lado de la cortina, la voz ronca y calmada de Campeggio me atrajo de nuevo. Sin duda era su pretensión sabiéndome oyente.

—Su Majestad ha de colaborar si es que queremos mantener vuestro vínculo inalterable. El Rey analizó con tal detalle su causa que creo que es más ducho en la materia que cualquier maestro en leyes o teología. Por un lado actúa con la máxima diligencia, pero me desconcierta. A veces parece dispuesto a intentar cualquier acuerdo o solución, y otras se niega a admitir una salida. Jura sentirse triste e inseguro ante la posibilidad de que vuestro matrimonio fuese nulo, y sin embargo no parece querer legitimarlo pues renunció al ofrecimiento del Papa para subsanar cualquier vicio que existiese en la bula que Julio II expidió. A cualquier acuerdo que se le proponga que no sea admitir su pretensión me ordena silencio, y que ceje en el intento de falsear o conseguir por otro subterfugio una solución esquiva.

Sus palabras me tranquilizaron, ya que estaba claro que el enviado del Vaticano no pretendía la anulación. Wolsey apretaba los puños en silencio.

Me enjugué los ojos y descorrí la cortina para sentarme de nuevo frente a ellos. Recuperé como mejor pude el digno porte que ha de mostrar una Reina.

—Campeggio, parece mentira que no sepáis o supongáis cuál es el verdadero interés del Rey a la hora de pedir esa declaración. ¿Cree de verdad Vuestra Ilustrísima que un hombre satisfecho con su matrimonio es capaz de ponerlo en tela de juicio de toda la cristiandad? Sus intenciones son claras, y vuestra única misión como corresponsal de Su Santidad es demostrarle que un vínculo indisoluble es nada más que eso: ¡indisoluble! No creo que sea muy difícil para vos. Si no me creéis, hacedle una sola pregunta: ¿por qué ha esperado hasta ahora para dudar de su legitimidad? Explicadle vos, si os escucha, que no es propio de un hombre noble abandonar a su mujer por otra más joven.

Campeggio no se sorprendió.

—Monseñor, sois inteligente y no dudo de que ya sabréis de la existencia de Ana Bolena. Solo la apartaron de aquí para esconderla y que Vuestra Ilustrísima no fuese capaz de descubrirla y creerla el motivo verdadero de las pretensiones del Rey.

No pensaba delatar la existencia de Ana; eso había sido darle importancia, y aún pensaba que no se la merecía. Pero el arrebato y la impotencia me empujaron a defender esa posición. Campeggio me miró fijamente.

—Conozco la existencia de esa dama desde mucho antes de llegar a Londres. Es lógico que la escondan de mi presencia, pues es la prueba evidente de vuestro alegato de defensión, pero no os preocupéis por ello. Aquí no se discuten las infidelidades del Rey sino la veracidad de vuestro matrimonio.

Me desesperé.

—¿Es que no lo veis? No hay nada que discutir. El Rey quiere una declaración de nulidad pronta, y si no la consigue, es capaz de cualquier cosa. La causa ha de discutirse en el Vaticano y no en Inglaterra, o el veredicto del tribunal eclesiástico no será justo.

Campeggio frunció el ceño.

—¿Insinuáis, mi señora, que los miembros de la Iglesia se inclinarían hacia su Rey antes que hacia el Papa? Podría haberle hablado de todo lo que se debatía en toda Europa, de la imperfección de los miembros de la Iglesia, de las teorías humanistas que luchaban por erradicar estos defectos y recordarle la incipiente herejía de Lutero y el protestantismo; pero todo aquello hubiese complicado demasiado la causa. Solo debía limitarme a convencerle lo más sencillamente posible que supiese hacerlo.

—Solo es menester que Su Ilustrísima recuerde que vuestros miembros en las iglesias de Inglaterra son hombres que predican con el Evangelio en la mano. Pero, ante todo, son hombres llenos de defectos y virtudes. Hombres temerosos ante la amenaza, hombres sobornables y hombres capaces de corromperse ante el color del oro u otros vicios conocidos. Esos hombres viven en Inglaterra junto a su Rey, y en cambio ven lejano y distante a su Pontífice. ¿Sabéis lo que insinúo?

Campeggio se indignó y Wolsey sonrió tras él.

—¡No lo sé, ni lo quiero saber! Porque la ofensa es clara.

Quedé pensativa, pensando en que tendría que cambiar de táctica si quería ganármelo.

—Perdonadme, Su Ilustrísima, pero ando demasiado alterada para pensar con lucidez. Solo os puedo decir que por aquí está muy clara la intención del Rey, y todos andan tan indecisos que ni siquiera se atreven a mentar el tema con absoluta libertad. Los murmullos hablan del gran asunto de Su Majestad sin osar llamarlo por su nombre. ¿Hay algo que deje más en claro el miedo y la incertidumbre que padecen? Hacedme caso, os lo suplico. El papa Clemente ha de llamar la causa al Vaticano. Si la justicia se pronuncia en Inglaterra no será limpia, y entonces sí que se verá obligado a subsanar todos los defectos que de aquella sentencia pudiesen resultar. Es un asunto delicado.

Campeggio me escuchaba atentamente.

—Hay otra solución que le propuse a don Enrique y pareció aceptarla de buen grado; claro que sois vos la que debéis admitirla. Vuestro alejamiento de la vida terrenal sería lo más conveniente. No sería la primera vez que una mujer se retira voluntariamente.

Me confundió, pero esperé a que hablase despacio.

—Podríais ingresar en un convento y así evitaríais un problema a vuestra Iglesia. Siendo así, el Rey se comprometería a conservar a María, vuestra hija, en primera línea de sucesión, sin hablar de los cuantiosos derechos de viudedad que recibiríais, además de otros tantos dones y gracias.

No pude más que pasar del llanto a la carcajada. Me creía incapaz de sorprenderme ante nada, y sin embargo estaba turbada. Le contesté sarcásticamente.

—Así, don Enrique podría disolver discrecionalmente nuestro matrimonio y contraer nuevas nupcias con quien quisiera. ¡Por fin se desharía de mí sin más dilaciones! ¿Estáis bromeando? Aceptaría esa proposición si confiase en su palabra. Hace tiempo lo hubiese hecho, pero hoy soy precavida al respecto. Aceptarlo sería como firmar mi propia sentencia de muerte en vida, y la mejor manera de facilitar a cualquiera la legitimación de un varón del propio Enrique que anularía de inmediato los derechos de mi hija. ¡Me niego rotundamente ni siquiera a sopesarlo o pensarlo! Siempre me he sacrificado por Dios y por mi Reino, pero esta proposición es descabellada, y, lejos de derrumbar mi ánimo, alienta las ansias que tengo por luchar. Al Rey siempre le han gustado las mujeres difíciles. Yo siempre lo fui y lo seguiré siendo, ¡no me rendiré!

Campeggio intentó calmarme, pero ya era tarde. Me levanté, y sin despedirme de los dos cardenales salí de la cámara más dispuesta a enfrentarme a todos que nunca. Si lo que habían querido había sido llegar a un acuerdo entre los dos, solo podía decirse que habían errado de lleno.

Otras dos fueron las reuniones que mantuvimos los tres. Los temas a debatir se repitieron, y todos acabamos tan cansados de repetir las mismas preguntas y respuestas que estas casi se tornaron en melodías desafinadas con estribillos pegadizos.

Mi tozuda posición ante sus despropósitos les dejaron únicamente una salida. La vista para el juicio se fijaba para finales de año.