Capítulo VI

El destino quebrado

Casi podría asegurar, a pesar de que el tiempo ha pasado y la memoria me falla, que Arturo nunca se recuperó. De hecho, siempre sospeché que había acudido a nuestro desposorio maltrecho y enfermo. Su restablecimiento nunca fue completo, a pesar de que así nos lo aseguraron.

De todos modos, lo mejor era no derrumbarse. Estaba casada con el Príncipe de Gales. Así lo quisieron mis padres y era esa mi obligación. Como buena esposa, le velaría hasta verle sano y salvo de su enfermedad.

Por orden del Rey mi suegro, en cuanto Arturo se sintió con fuerzas nos mudamos al viejo castillo, de Ludlow. Esperamos en una casa rural muy cercana a que terminasen de avituallar nuestro nuevo hogar.

Para la salud de Arturo, hubiésemos hecho mejor en permanecer en aquel humilde y confortable albergue rodeado de fértiles valles, tan diferente en su entorno a los embarrados parajes que rodeaban la vieja torre del castillo.

Era tanta mi obsesión por cumplir como esposa que holgué con él más de una vez intentando lo imposible. Mi marido, lo quisiese o no, era un ser enfermizo y débil que a sus quince años no había madurado en el cuerpo, y a duras penas en el espíritu. Estaba claro que era demasiado niño para ciertos menesteres ineludibles con el propósito de consumar un matrimonio.

Aquello no me importaba. Al fin y al cabo, se trataba de un problema nimio. La solución vendría con el paso del tiempo. Mientras aguardaba pacientemente su desarrollo completo, alejada de la Corte londinense, le cuidaría como su esposa que era.

Sabe Dios que puse todo mi cariño en ese negocio. Sin embargo, el húmedo clima de Ludlow le fue debilitando aún más, y los médicos prescribieron nuestra completa separación, no fuese que enfermase más.

No me opuse a ello, dado que recordé de qué modo Juan, mi hermano, se había debilitado más y más cada día que yació con Margarita hasta el momento de su muerte. Sabía que Juan había muerto de amor y, por tanto, no se limitaba simplemente a dormir junto a su esposa como nosotros.

Recordaba todavía cómo los doctores le habían dicho a mi señora madre que era recomendable separarlos, contestando ella que lo que Dios había unido no debía ser separado por el hombre. Al final resultó que Dios quiso separarlos antes de tiempo, y yo no quise que a mí me pasase lo mismo. Ahora también los médicos habían sido consultados, y dada la anterior experiencia, vieron con gusto que durante algún tiempo no holgásemos juntos.

A pesar de los cuantiosos desvelos y cuidados, sentí cómo el joven ya enclenque que conocí se iba deteriorando como un anciano. Arturo luchaba en contra de su cansancio, y en muchas ocasiones se enfrentaba con todos para demostrarse a sí mismo que su capacidad y fortaleza no andaban tan mermadas.

Así, hubo un día en que salió a cazar por unos bosques cercanos.

Comenzó a llover al mediodía y todos temimos lo peor. Regresó a las dos horas calado hasta los huesos y tiritando. Se enfrió, y su débil constitución no pudo con la enfermedad.

Aguardé día y noche en la habitación contigua esperando una mejoría. En muchas ocasiones, entre rezo y rezo, caía desfallecida y dormida sobre el reclinatorio frente al altar para despertarme una y otra vez escuchando angustiada hasta qué punto los ataques de tos de mi marido solían terminar en arcadas que continuaban con más accesos de tos incalmables. El tormento duró semanas.

Una noche, una mano me despertó con cuidado y cariño. Era Juan Forest, uno de los sacerdotes de la abadía de Greenwich que había sabido ganarse mi confianza y cariño gracias a su desinteresado apoyo y al ánimo que siempre supo inculcarme en los momentos tan tristes que estaba viviendo. Su expresión reflejó la fatídica noticia. Asintió con tristeza ante mi faz interrogante.

Aún soñolienta, mi estómago se despertó de inmediato, encogiéndose como un caracol en su concha. Ya no era la futura Reina de Inglaterra, sino la Princesa viuda de Gales. La decepción de otra alianza fallida golpearía a mis padres, como con anterioridad lo habían hecho las procuradas para Isabel o Juan.

Solo tuve fuerzas para musitar una pregunta. Era lo último que me preocuparía de mi difunto marido.

—¿Confesó? ¿Le disteis, consciente, la extremaunción?

Forest asintió de nuevo, abrazándome con respeto para infundirme consuelo. No derramé una lágrima pero me aferré fuertemente a él.

Como mi confesor sabía, no era propio de mi carácter demostrar debilidad en público. En tanto, al fondo de la capilla muchos aguardaban cabizbajos para darme el pésame.

—¿Qué día es hoy?

—Dos de abril, mi señora.

Conté con los dedos. No se habían cumplido seis meses desde nuestra boda. Al instante entraron Enrique, el hermano pequeño de Arturo, y su madre, la Reina.

Reverencié a mi señora suegra y a Enrique. Este último me besó la mano y la sostuvo fuerte entre las suyas. Yo le abracé como señal de agradecimiento.

Sabía que con ello atentaba en contra del protocolo establecido, pero esto no me importó; al fin y al cabo, era el hermano pequeño de Arturo. Era un niño atractivo a punto de ser reconocido como heredero de la Corona y futuro Príncipe de Gales.

Al separarme de él, le reverencié consciente de mi falta. Me tomó de los hombros y fue la primera vez que capté en su mirada la veracidad de una cierta admiración por mí. El rubor tiñó sus mejillas, y en su mirada pude intuir un sentimiento más profundo que el del amor meramente fraternal de cuñados.

Miré disimuladamente a todos los que nos rodeaban para asegurarme de que nadie se había percatado de la actitud de Enrique hacia mí. Solo Forest sonrió levemente en ese ambiente previo al duelo del luto.

En aquel preciso momento comencé a sudar y sentí cómo el mal que había matado a Arturo hacía mella en mí: casi inmediatamente comencé a toser. Sin duda, el sueño retrasado que acumulaba desde hacía noches había contribuido al deterioro de mi fuerte salud.

Posiblemente llevaba afectada varios días, pero la obligación de asistencia para con Arturo era superior a la posibilidad del afloramiento de la enfermedad. Me desvanecí y me llevaron a mis aposentos, por lo que no pude acompañar hasta Richmond al cortejo fúnebre.

A la mañana siguiente pude levantarme asistida por dos de mis damas para asomarme a la ventana y divisar cómo el frágil cuerpo de Arturo emprendía su última marcha.

Llovía a raudales y el viento era tan fuerte que las antorchas que rodeaban el féretro se apagaban una y otra vez. Hombres y fieras luchaban contra la ventisca echados hacia adelante, lo que restaba solemnidad al entierro.

Los nobles de su casa —que debían partir sus bastones para enterrarlos junto a su señor—, lejos de acompañarle a pie se refugiaron en sus carrozas, desapareciendo rápidamente entre tanta agua. Me quedé pensativa un buen rato mirando a la nada a través del cristal empapado e irregular.

Allí afuera todo andaba tan embarrancado como mi futuro y la razón de mi existencia por aquellos lares. Caí rendida de nuevo, y solo recuerdo que al despertar al día siguiente solamente ansiaba confesarme. Ciertos pensamientos impuros me habían asaltado durante la agonía y necesitaba arrancarlos de mi mente.

Recapacité y decidí no confesarlos hasta que estuviese restablecida del todo y me hallase de nuevo junto al enterramiento de Arturo, pues aunque no pude acompañarle me prometí a mí misma otorgarle una última despedida.

Pasado un tiempo, logré mi propósito y pude visitar su enterramiento. Forest aguardaba detrás de la celosía.

—¡Ave María Purísima!

—Sin pecado concebida.

Tosí dos veces, tragué saliva y quedé en silencio. Mi alma andaba en desorden y cuajada de cierta ansiedad. Mis pecados eran de pensamiento, porque en vez de rezar por las honras fúnebres de Arturo, mi pensamiento solo giraba en torno a Enrique, un niño imberbe que probablemente aún no…

Sacudí la cabeza para apartar de mi pensamiento semejantes majaderías, y arrodillada como estaba, me di media vuelta para mirar el enterramiento de Arturo, cubierto aún con un paño negro de terciopelo.

Mis recuerdos hacia él volaban a la misma velocidad que su alma despegaba de su cuerpo. El que un día habría de haber sido el Rey de Inglaterra yacía frío y oculto en el olvido. Era el vivo reflejo de lo que pudo ser y no fue.

—Mi señora, no es por aguardar, que tiempo tengo; pero pronto la que habréis de ausentaros de este confesionario seréis vos, Alteza.

Regresé a la realidad, no sabía cómo empezar. Prefería ser directa y no andarme por las ramas, que para un perdón sincero se necesita espontaneidad y huir de toda tergiversación. Escupí mi malestar.

—Don Juan, hay algo que me inquieta, y me arrepiento de ello aunque no consigo olvidarlo. El día en que apareció en Ludlow mi señora la Reina junto a Su Alteza el príncipe Enrique hubo un intuir en mi interior que no creo que se acerque a la realidad.

Mi mente trastornada momentáneamente por la viudedad y el delirio de la enfermedad, sin duda me engañó. Quedé en silencio de nuevo.

Me costaba sincerarme con el hombre en el que más confiaba. Estaba incurriendo en lo que intentaba evitar. La divagación.

—Continuad.

—Al abrazarme a Enrique, lo cual no debería haber hecho nunca, sentí algo extraño en su mirada, y me es difícil reconocer que, lejos de desagradarme, me gustó.

Las palabras de mi confesor me dejaron perpleja:

—No sé si lo recordáis o estabais demasiado aturdida, pero estuve presente y lo presentí. No hay imaginación en ello, pensad que nuestro Rey sigue interesado en la alianza entre España e Inglaterra, y Sus Majestades, vuestros señores padres, no habrán cambiado de parecer en tan poco tiempo. No sería de extrañar que, en el fondo, tanto el príncipe Enrique como Vuestra Alteza lo intuyeseis e inconscientemente hubiereis deseado esa alianza antes de que os fuere ordenada.

Entre mis veladuras negras, frente al rostro y la celosía, vi cómo una sonrisa se dibujaba en el rostro de Forest, al mismo tiempo que me daba la absolución entre susurros.

Antes de levantarme contesté:

—Gracias, padre Juan. Me hubiese gustado enalteceros cuando pude. Ahora solo soy la Princesa viuda de Gales, pero si alguna vez estuviese en situación de otorgaros mercedes, no dudéis en que lo haré.

No hubo penitencia impuesta.

Salí del confesionario, me arrodillé entre la tenue luz que las velas daban al lugar del enterramiento, acaricié el oscuro terciopelo en la penumbra mientras rezaba por la salvación del alma de Arturo y me despedí de él con un silencio similar al que mi Príncipe de Gales dejaba en el desabrido sentido de mi existencia. Solo retuve una imagen débil y pálida de su rostro.

Cabizbaja, miré de reojo la piedra que representaba su efigie junto a la mía en el sepulcro que serviría de cobijo a su eterno descanso. A mi edad veía lejana la muerte, pero mi propia imagen esculpida en la fría piedra me recordó que cualquier día podría encontrarme en la misma tesitura que Arturo.

La conversación con el padre Juan me indujo a pensar que Arturo se pudriría solo en aquel lugar.

A mí nunca me enterrarían junto al puesto del que ya me sentía lejana y despegada por completo.

Al fin y al cabo, nunca había llegado a ser suya por entero. Eso estaba claro. A los dieciséis años cumplidos recientemente permanecía incólume y esperaba que pronto mis padres mandasen la orden con mi regreso a Castilla o se acordase mi matrimonio con Enrique.

La idea no era del todo descabellada. Sabía por Fuensalida que mi señora madre había ordenado honras fúnebres en memoria de Arturo.

Con ello dejaban clara su intención de continuar con la alianza entre Inglaterra y España.

Enrique era muy joven todavía, y posiblemente tendría yo que regresar a Castilla para aguardar junto a los míos la edad núbil de Enrique y luego consolidar la tan ansiada alianza.

Sin quererlo, ya me veía en casa de nuevo. Recordé cómo mi hermana Isabel, una vez viuda, regresó y se casó con el sucesor portugués de su difunto marido. Algo parecido era lo que me aguardaba.

Era cierto que aún era una mujer muy joven y que en poco tiempo podría desposarme con Enrique. La mirada de Enrique me había hecho palpitar, y aquello podría ser el inicio de un futuro matrimonio por amor y no por obligación, algo con lo que nunca me había atrevido a soñar. Estaba claro que la juventud me dejaba anhelar historias no del todo utópicas.