Capítulo XXIII

Cerrando el cerco de la soledad y el olvido

Una mañana, las buenas mujeres de Dunstable, un pequeño pueblo cercano a mi presidio, vinieron a que les enseñara cómo hacer los fabulosos encajes castellanos de los que todos hablaban. Entretenida y bajo un gran árbol centenario que nos resguardaba del caluroso sol de julio, corregía a unas y elogiaba a las más aventajadas cuando el trotar de unos corceles llamó mi atención.

Dos de los nobles más destacados de la corte, Norfolk y Suffolk, galopaban cruzando el prado en nuestra dirección. Portaban un billete del Rey. Corrí hacia ellos y les rogué ansiosa que me lo entregasen. Era la primera carta que recibía de Enrique desde hacía casi dos años. Rompí el lacre y comencé a leer rogando a Dios que al fin me otorgase un permiso para veros, mi querida María. Le había rogado una y mil veces que me lo permitiese. Había intentado que entrara en razón y que no acrecentase mi sufrimiento con nuestra separación, pero hasta aquel día ni siquiera se había dignado contestarme.

Una vez más, la decepción suplió a la curiosidad. Ingenua de mí, me había dejado llevar por la ilusión.

Se me acusaba de desobediencia al Rey y se me obligaba a reintegrar al tesoro real todas mis joyas.

¿Para qué las querría? Estaba claro que para regalárselas a Ana.

Enrique demostraba tan pocos escrúpulos que bien podría proceder de ese modo. Pensé en vos María; aquellas joyas os pertenecerían como todo lo demás, y como defensora de vuestros derechos haría caso omiso de la orden.

Continué leyendo y me indigné aún más. En la carta se me ordenaba que renunciase a mi nombre de Reina, un título que hacía más de dos décadas que usaba, y retomase en ese preciso momento el de ¡Princesa viuda de Gales! No podía creer lo que estaba leyendo. Rompí en mil pedazos aquella carta y contesté como era menester, mirando a los ojos a los osados que habían consentido en ser los portadores de semejante vituperio.

—Muy señores míos, ¡yo soy la Reina de Inglaterra y moriré titulada como tal! Esperad, porque contestaré a esta sandez de inmediato y seréis vuestras mercedes los portadores de mi respuesta. No dudéis en que firmaré y sellaré la carta como es debido, así os evitaré el tener que dar explicaciones al respecto en vuestro destino.

Norfolk se indignó.

—Si usáis vuestro sello real, mi señora, os digo que nos han obligado a confiscároslo.

Me indigné con él. Suffolk, en cambio, permanecía callado y cabizbajo. Solo pude recriminar al primero.

—Sois tan lerdo que no os dais cuenta de que, lejos de servir a vuestro Rey, rendís pleitesía a una ramera. La Bolena ya no sabe qué hacer para deshacerse de mi real persona y de la Princesa de Gales. Nos ha separado, pero por mucho que lo intente, jamás podrá borrarnos de la historia de nuestro Reino y menos aún del recuerdo de nuestros súbditos. Sé que intenta vejar a María, mi hija, nombrándola dama de su bastarda hija Isabel. Semejante humillación no es digna de cesiones, sobre todo ante semejante muestra de manifiesta mala fe. Si Ana cree que puede alterar el orden sucesorio así como así, prevaleciendo Isabel, su hija, sobre la mía, decidle que no cesaré en mi intento hasta que todo permanezca como ha de ser y ha sido siempre. A pesar de ello, nada tengo en contra de la nueva bastarda del Rey. Muy al contrario, me alegro de que el fruto del vientre de la que tanto aseguró en su día que sería un varón haya acabado siendo hembra. Así, al menos, el Rey comprobará que no soy yo la única que no pare varones sanos.

Norfolk me amenazó.

—Tened cuidado, mi señora. Dicen las malas lenguas que el Rey piensa seriamente en enviaros a España de regreso, y si os obcecáis en la terquedad y la desobediencia, bien sabéis que es capaz de ello.

Solo pude sonreír con indiferencia.

—Que lo intente. Poco daño me puede hacer ya.

Les tendí la respuesta. La tomaron pesarosos de su fracaso y no fueron capaces de forzarme a entregarles los sellos de Reina.

—Id en paz, señores, y decid a vuestro Rey que su mujer y legítima Reina le envía un saludo y le ruega que trate a su hija y legítima sucesora como es menester. La princesa María sigue siendo la mayor de las hijas del Rey y, por tanto, su sucesora.

Los duques espolearon a sus caballos y se alejaron.

Solo os puedo escribir, María, mi querida hija, con el temor de ser castigada por Dios ante el hecho de que al recibir la noticia de que Ana había parido una niña llamada Isabel no pude más que regodearme en la desdicha ajena. Imaginé con satisfacción la cara de decepción que tuvo que poner vuestro padre al tomar en brazos a su segunda hija.

Aquella oportunista podría ahora sentir lo que yo había sufrido durante tanto tiempo. El amargo sabor de su fracaso al parir una niña solo era el comienzo de un declive esperado. Pronto sentiría el rechazo de Enrique. Tanto el Rey como yo sabíamos que su verdadero amor no residía en ninguna mujer en especial, sino en el ardiente deseo de engendrar un varón sano y digno de portar la Corona de Inglaterra sobre sus sienes.

Me podían amenazar con el destierro, pero este no podría convenirle a Enrique si quería hacer las paces con Carlos. De todos modos, me tendrían que arrancar de Inglaterra; pues siendo fiel a Castilla y Aragón, si debiésemos trazar una frontera en el transcurso de mi vida, había pasado más años en Inglaterra que en mis Reinos natales. Por ello prefería morir en estos vuestros Reinos.

Además, Vuestra Alteza, residíais aquí y no cesaría hasta ver cómo os reintegraban a vuestro puesto como sucesora al trono. Me sentía enferma y cansada, pero no moriría hasta terminar de escribiros lo que habríais de hacer cuando yo faltase. Muy a pesar de Enrique, el estorbo de mi presencia seguiría latiendo desde el olvido.

En cuanto los mensajeros de Enrique desaparecieron, me dispuse a escribir otra carta, esta para Carlos. Al fin y al cabo, mi sentido abandono por su parte podía ser dejado de lado sin temor. El momento lo requería, y él tendría que conocer mi parecer ante un posible destierro. Yo ya no era un baúl digno de traslado sin previa consulta.

Me es difícil haceros partícipe de lo que aquí acontece, pues se cacarean blasfemias, mentiras y obscenidades irrepetibles en contra de la Santa Fe y de la Iglesia católica. Vuestra Majestad sabe que Dios da la victoria a aquellos que hacen en su servicio obras buenas y meritorias, y que entre las más merecedoras se halla el intentar dar fin a esta situación, que ya no es solo mía sino que importa a toda la cristiandad. No necesito contaros mis sufrimientos y los de mi hija María, pero una cosa es cierta: mientras viva no cejaré y seguiré defendiendo nuestros derechos.

Solté la pluma y mis dedos quedaron manchados.

Calenté el lacre y cerré la carta con mi sello, el de la Reina de Inglaterra. Sabía que si detenían a mi mensajero, este sería castigado, pero era de los pocos que me seguían siendo fieles y esquivaba como un zorro toda amenaza que oliese.

Los sellos de la Princesa viuda de Gales hacía más de dos décadas que andaban guardados, y no serían desempolvados por mi voluntad. Ese era el único placer que me quedaba en contra de la que me había usurpado el poder a los ojos de todos los hombres.

Las visitas de los corruptos y débiles emisarios de Enrique se sucedieron. Cada vez aparecía un enviado diferente y actuaba de un modo distinto, pero todos, siempre, traían la misma rogativa. Imploraban mi aceptación voluntaria de mi propia destitución como Reina de Inglaterra.

¿No comprendían que mi renuncia implicaba mi reconocimiento de mujer anulada? ¿Qué pretendían, que admitiese esa imposición al modo de la ramera de mi marido? La integridad y los valores supuestos en estos grandes hombres se habían perdido en algún recodo del camino, y no se habían percatado de ello.

Al final me cansé, y rogué a Suffolk, el más manso y asiduo, que me dejasen en paz.

—Decidle a Cromwell y a la Bolena que no envíen más emisarios. Sus influencias en la Corte pueden ser grandes, pero a mí no me incumben. Solo cumpliré las órdenes que me parezcan manadas de mi señor como su fiel esposa que soy. Por mucho que le duela a Su Majestad, unidas estarán nuestras almas hasta el día de nuestras muertes. Cualquier intento de perjudicarme a mí o a la de mi sangre, que también lo es de la suya, no le honrará en nada. Las condenas a mis defensores no amainarán mi atormentada e inquebrantable voluntad.

¿Ni siquiera la de Isabel Barton?, me amenazaban de nuevo con martirizar a otra víctima inocente.

—Solo es una criatura de Dios que dice oír lo que su conciencia le dicta. Dejadla en paz u os enfrentaréis a todos los que la siguen.

—Ya no se limita a hablar con almas perdidas o a encontrar objetos. Ahora vaticina una calamidad de proporciones desmesuradas y asegura que esta será producto del mal proceder del Rey.

Insistí en un alegato de su inocencia.

—La Doncella de Kent no hace daño a nadie. ¿O es que ya tan corrupta y sucia portáis el alma que teméis hasta a una joven monja que como única arma tiene la palabra? No se daban por vencidos.

—¿Llamáis inocente a una osada analfabeta que atenta contra su Rey? Predica blasfemias y mentiras dañinas con palabras envenenadas por el diablo. Cada vez son más los engañados que peregrinan a su convento para escucharla, y ahora advierte de grandes penas para nuestro Reino si el Rey no purga sus pecados para con vos.

Quedé en silencio, segura de que ella engrosaría pronto las listas de los mártires que únicamente defendían la verdad y se rebelaban contra el mal. Al poco tiempo la detuvieron, junto a otros cinco de sus seguidores para que pasase desapercibida. Todos fueron acusados de alta traición y esperaban sin esperanza la sentencia condenatoria, seguros de su desventura.

Llegó el momento en que no quedó un hueco libre en la Torre de Londres para dar presidio a un alma más. En tanto que alabarderos de sus puertas, los Beefeaters contemplaban con pavor el trasiego de almas inocentes que entraban, salían y nunca más regresaban, tras ser ajusticiadas.

Pasado un tiempo, me enteré de las desventuras de la Doncella iluminada. Había sido torturada y ajusticiada en Tyburn sobre un patíbulo. Arrastraron por las callejuelas de Londres y en zarzos a aquella dulce mujer junto a sus seguidores más incondicionales. Los colgaron y mutilaron vivos arrancándoles las entrañas, y una vez muertos los despedazaron, empalando sus trozos en lanzas y exponiéndolos en diferentes lugares de la corte y villa para mayor brutalidad y exhibición.

Suffolk ya se retiraba cuando pareció recordar el verdadero propósito de su visita.

—Dejando a un lado a la Doncella de Kent, ha sido otro el motivo que me trajo a vuestra presencia.

No le pregunté. Esperé a que continuase.

—El Rey, y no Cromwell, como pensáis, ordenó vuestro inmediato traslado a Buckden. En dos semanas regresaré para escoltaros a vuestro próximo destino.

No me dio opción a la contestación y desapareció.

Una vez sola, intenté recordar el sobrio castillo de Buckden.

Tenía fama de ser el lugar menos salubre de todas las posesiones de Enrique. Solo recordar su fría fachada, rodeada de parajes agrestes e intransitables, me aterró.

Ampthill era suntuoso y agradable al lado de mi siguiente destino.

Traté de sentirme positiva y pensé que quizá podría trazar un jardín a su alrededor. Al menos, su cuidado entretendría las largas jornadas de espera.

Se me ordenó que renunciase a mi séquito y no me opuse a ello. Yo podría seguir aguantando la trashumancia a la que vuestro padre me forzaba, pero no tenía derecho a pedir a mi cortejo que me siguiese incondicionalmente. Les dejaría a todos libres. Podrían así iniciar sus vidas separados de mi presidio y ser eximidos de la promesa a que les obligaba Enrique, prometiéndose súbditos suyos antes que míos.

Me quedaría con solo los indispensables para mi guardia y servicio. Únicamente me acompañarían dos de mis capellanes, mi médico don Francisco, diez damas y unos pocos hombres de servicio.

Pero algo me quedaba pendiente antes de partir. Debía de cumplir con un último cometido. Una empresa que bien merecía su riesgo.

Llamé a María de Salinas, mi más fiel dama. Ella no me fallaría. Le pedí que se pusiese en contacto con Margarita, la hija de sir Thomas More. Cuando escuchó detenidamente mis instrucciones, dudó, y me costó convencerla para que me ayudase a cumplir con el proyecto. Me hizo prometerle que nunca más le pediría algo parecido.

Se lo juré, al igual que le aseguré que después de aquello daría por finalizada mi particular cruzada y me retiraría tranquila al sosiego de mi presidio. No me sería difícil, ya que el dolor de las articulaciones, el estómago y las toses continuas, me estaban acercando a la tumba.

El propósito bien merecía la pena. Quería que me ayudase a escapar a escondidas y me llevase a Londres. Una vez allí, intentaríamos entrar en la Torre de Londres. Dos hombres se pudrían esperando la muerte, y era mi deber rendirles la gratitud debida antes de perecer en esta vida terrenal.

More y Fisher iban a ser ejecutados.