Capítulo XIV

La visita del Emperador

No sentí celos por Bessie; cómo iba a sentirlo si ella no era la única. De hecho, ambas sabíamos que existían otras amantes esporádicas en el lecho de mi señor marido.

Recién llegado de Francia, anduvo con otra de mis damas, llamada María Bolena, y ahora posaba sus ojos en la hermana pequeña de esta última. Se llamaba Ana. Los propios padres de las Bolena se pavoneaban ante el éxito de sus hijas con el Rey, y aprovechaban la tesitura para saciar con las gracias reales todas sus ambiciones, lo que me hacía sentir cierto resquemor hacia ellos.

Ana acababa de llegar de Francia. Era una joven oscura de tez, ojos y pelo, y portaba en la mirada algo indescifrable. La corte francesa había influido en ella, y contaba a todos su fastuosidad, en nada comparable con la inglesa. Era en exceso parlanchina y muy poco versada en ninguna dote que pudiese hacerla sobresalir del resto de mis damas. Aquella noche bailaba tropezando con unos y con otros hasta que dio con Enrique. No le di importancia. Él danzó con ella, y yo, como de costumbre, andaba demasiado rendida para seguirle.

Nadie pensó que tras aquella mirada oscura y juvenil se encerraba una joven ambiciosa, paciente y excesivamente calculadora. Hasta ese momento solo formaba parte del grueso menos prestigioso de entre mis damas y además, era la hermana de la barragana momentánea de Enrique. Si la recuerdo en estos momentos es solo porque en el futuro se convertiría en algo más despreciable.

Ante tanta juventud, la tristeza solitaria de envejecer empezó a hacer mella en mi semblante. Me sentía hastiada, e inconscientemente procuraba eludir mi presencia en bailes y celebraciones. Desde el trono observaba detenidamente cómo aquellas jóvenes de tersa y blanca piel danzaban sin cansarse en torno al Rey. Zarandeaban al compás de la música sus brillantes melenas desconocedoras de las canas bajo sus tocados. Las dueñas de aquellas cinturas ceñidas y esos bustos tersos bailaban al son de la música con gráciles movimientos.

Recordaba con envidia sana cómo hubo un tiempo en que también yo gozaba de aquellas virtudes. Añoraba la época en que las cacerías y los bailes junto a Enrique no me agotaban.

Había llegado el momento de reconocer, muy a mi pesar, que muchas otras damas podían seguir su vitalidad mejor que yo. No había cumplido los treinta años y, sin embargo, me sentía incapaz de seguir el compás. Mis pies parecían pegados a las losas del suelo, y quebrado mi ánimo.

Frente al espejo, mientras cepillaban mi pelo antes de acostarme, miraba consternada mi reflejo.

Aquella tez antaño blanca y sonrosada se tornaba cetrina. Mi pelo rubio rojizo se oscurecía cada día más y el brillo de mi alegre mirada se secaba. En cierto modo comprendía la tendencia de Enrique hacia una carne más joven y novedosa.

Me juré a mí misma cambiar de actitud. Ya no podría brindarle a mi esposo un cuerpo juvenil e incorrupto: admitirlo sería lo mejor.

A cambio le regalaría todo lo que solamente la edad otorga a una mujer. Cualidades labradas como el amor, el cariño, la comprensión, la sabiduría de la experiencia o la paciencia emularían a la simple pasión de la carne.

Olvidaba los momentos tensos cosiendo, rezando, leyendo y paseando junto a Vuestra Alteza.

Erais una niña aplicada y escuchabais atentamente todo aquello en lo que yo os iniciaba acerca de las virtudes por las que una dama cristiana destaca, incluido el deber de caridad para con los necesitados.

Las dos juntas pasábamos las tardes repartiendo ropa blanca y limpia a los pobres y a las cunas de los recién nacidos. Aquello os gustaba mucho más que enseñar a hacer encajes a las campesinas; con frecuencia y desde muy párvula vuestra impaciencia afloraba, e incluso llegabais a insultar a las más patosas. Al presenciar aquellas escenas me era imposible dejar de ver la heredad que del semblante de vuestro padre habíais recibido.

Incluso vuestro tono de voz, al reprenderlas, era similar aunque fuese agudo y no grave.

Puedo aseguraros que llenabais con vuestro cariño filial el vacío que en mi corazón dejaba el marital. Muchas veces, a posteriori, daría gracias al Señor por haberme dejado disfrutar de mi hija con tanta intensidad en aquel tiempo.

Aquel invierno se firmó el tratado de Londres por el que se creaba una Liga perpetua en defensa de la cristiandad y se garantizaba la paz entre todos sus Estados miembros. Leyendo el contenido de aquel tratado recordé a mi señora madre. El documento parecía estar redactado por la misma Isabel de Castilla. Exponía la firme voluntad de las partes de cumplir con casi todos los proyectos, hasta el momento utópicos, de los humanistas. Sus Reinos miembros lucharían unidos en contra de los enemigos de la fe, y en particular contra el turco.

Desconfié de ello y no hice mal, porque como todo lo bueno, la intención pacificadora fue breve.

Solo faltaba la firma para su ratificación cuando recibimos la noticia. Maximiliano había muerto a los cincuenta y nueve años de edad y dejaba vacante su trono como emperador del Sacro Imperio Romano. Las miradas ambiciosas de todos los monarcas que podían optar a ser elegidos para sucederle se desviaron hacia este fin, dejando a un lado el tratado.

Enrique, Rey de Inglaterra, Francisco de Francia y mi sobrino Carlos, en tanto que nieto sucesor de Maximiliano, se presentaron como candidatos. Los príncipes electores debían decidirse por un sucesor. Solo el elector de Brandenburgo pujó por Francisco, y a Enrique ni le mencionaron. Carlos fue elegido Emperador por la mayoría de los príncipes el 19 de junio de aquel año.

Al igual que el papa León X, en la sombra todos temían que las voluntades de unión y paz se resquebrajasen entre rencores y el miedo al desmesurado poder que mi sobrino Carlos aunaba en sus manos.

Nosotros, esperando una pronta alianza, celebramos en Londres el nombramiento de Carlos. Me sorprendió que Wolsey lo admitiera sin rechistar, y mis recelos tuvieron fundamento el día en que me informaron que Francisco y Enrique habían concretado una reunión muy cerca de Calais.

El Rey de Inglaterra se reunía con el de Francia exactamente cuando el joven Emperador se alejaba de España dejando a Juana, mi hermana, recluida en Tordesillas, y a su Reino invadido por el descontento de los revolucionarios comuneros que aclamaban a Juana como legítima y única Reina. Yo estaba segura de que ella ignoraba todo lo que se cocía en sus Reinos, aquellos a los que debía de haber estado ligada y que, sin embargo, había olvidado por amor y por el desequilibrio con que la falta de este había influido en su sesera. Fue tal su desconsuelo que ni siquiera la primera premisa que habíamos aprendido con constancia de nuestra madre en cuanto a sacrificio por nuestros Reinos hizo mella en ella. Por mi parte, estaba tan segura de su locura que hacía ya mucho que no me molestaba en escribirle, ni siquiera unas míseras líneas en los días de la Natividad de Nuestro Señor, que en todo el mundo se celebran.

El embajador Mesa me lo contó todo. Le di vueltas una y otra vez, pues me preocupaba la posibilidad, y la casi certeza, de una ruptura de alianza, por lo que hice partícipe de mis desvelos al embajador. Solo existía una contingencia, y haríamos todo lo posible por que se hiciese efectiva.

Si Carlos detenía su flota camino de Aquisgrán en nuestras costas para visitarnos, podríamos conseguir que aquella entrevista pactada entre Francisco y Enrique se ampliase a aquel. Era solo cuestión de retrasar la partida de Enrique.

Así lo procuramos soslayando con cuidado y diplomacia a Wolsey, que no dejaba de dificultar el plan.

Finalmente, cuando Carlos contestó, nos vimos obligados a hacerle partícipe de la inminente llegada de este, por lo que nos reunimos a debatir el caso en confianza nosotros, los Reyes, con el embajador de Carlos y Wolsey.

El Cardenal escuchaba al embajador con aire de aburrimiento. Al final, Mesa terminó su exposición y esperó la respuesta. El Cardenal no se dignó a enderezarse en la silla y ni siquiera levantó la barbilla de la palma que la sostenía.

Preguntó con aire de superioridad y autosuficiencia:

—¿Cuándo decís que se dignará a visitarnos Su Majestad el Emperador Carlos? Mesa solicitó con la mirada mi intervención ante su aparente desinterés. Contesté por él.

—Wolsey, acaba de deciros muy claro que en su último mensaje no determinaba fecha fija. El Emperador reconoce los problemas que tiene con sus súbditos españoles y la rebeldía que estos muestran. No quiere partir sin haber sido previamente jurado por todas las Cortes de España como su Rey; esa es la única garantía en la que puede confiar para ausentarse tranquilo y sin temor a la revolución. Solo pudo aproximar su probable llegada en primavera, pero es incapaz de atinar más pues las cosas marchan lentas y trabadas.

Wolsey sonrió despreciativo, y sin contestarnos se dirigió a Enrique.

—Es evidente que es absurdo continuar esperando. Ya pasó el 15 de mayo y aún no divisamos en el mar ni el más mínimo indicio de la flota del Emperador. Es desesperante, y con ello solo demostráis pleitesía a un sobrino que a nada parece renunciar para satisfaceros. Francisco, en cambio, ansía veros, o al menos así lo ha expresado. Os espera antes de finales de mayo; si no acudís, es incapaz de asegurar otra fecha.

Le miré con descaro, conocía tan bien a Enrique… Primero le tocó en su punto más débil, dejando intuir una suposición de atentado contra su vanidad por parte de Carlos. En segundo lugar, le dio pátina con el francés. Todo estaba tan claro que no pude reprimirme.

—Una de cal y otra de arena, ¿verdad Wolsey? No es ningún secreto que siempre habéis tendido hacia Francia y que haríais cualquier cosa por pactar con ellos. Decidme, ¿qué tenéis en contra de España?

Wolsey no contestó. Enrique ni siquiera escuchaba; estaba pensativo y ausente. Le tomé la mano y le supliqué:

—Por Dios, Enrique, no escuchéis y haced lo que os dicte vuestra conciencia. ¿No veis que jugáis vertiginosamente con la paz más hermosa que abraza los Reinos más fuertes de Occidente? De vuestra decisión depende que esta se mantenga. Nada bueno puede pretender Francisco. Se siente acorralado por Carlos no solo porque fue su adversario en la elección de Emperador del Sacro Imperio Romano, sino porque sus fronteras le rodean al norte y al sur del país.

Distraído y pensando en otra cosa, me contestó:

—Os juro que haré todo lo posible.

Con un ademán solicitó que nos retirásemos todos y así lo hicimos.

Yo no pensé que de verdad estuviese cavilando sobre ello.

A los pocos días partimos con todo nuestro séquito rumbo a Dover; así ganaríamos tiempo en la espera. Durante el camino, cada legua avanzada constituía una amenaza a la posible entrevista con Carlos. No era ingenua, y sabía que aquello facilitaba en días la partida de Enrique.

Durante el viaje me limité a rezar sin parar, pidiendo al Señor que los vientos inflasen el trapo de las velas y las tempestades amainasen, haciendo tan propicio el tiempo que las naves de Carlos navegasen más raudas que nunca. La continuidad de la paz dependía de ello.

Pasó una semana de miedos y expectación. Por fin, a los once días se divisaron en el horizonte los mástiles de los primeros barcos. Arribaron al atardecer a Dover. La opresión angustiosa que sentía en el pecho desapareció en cuanto me enteré de ello.

Le saludé respetuosamente. No le conocía, e intenté encontrar en él algún parecido con Juana.

¿Quizá los ojos? ¿O su esbelta figura? No importaba; al fin y al cabo, se me hacía fácil recordar la fisonomía de Juana tan parecida, de niñas, a la mía. Su largo rostro chocaba con el redondo de Enrique. Aquella mandíbula prominente y su escuálido cuerpo me hicieron pensar en que tenía mucho más de los Habsburgo que de los españoles.

Intenté hablar con él en castellano, pero inmediatamente pasamos al latín pues su dominio de aquel dejaba aún mucho que desear. Con razón sus súbditos le habían tomado por extranjero y no le querían. A sus veintiún años era aún barbilampiño e inseguro, pero también era el Rey más poderoso de la cristiandad y habría sido un error garrafal menospreciarlo.

Aquel hombre había estado prometido con mi cuñada María, y ahora lo estaba con la princesa francesa, pero también esto se podría deshacer. Sería fantástico que optase por María, mi hija. Eran perfectos el uno para el otro. No se llevaban dos décadas de edad y lo único que tenía que hacer Carlos era esperar doce años.

Al veros como una niña pequeña que erais, agazapada junto a mis faldas, os miró con sorpresa y sin detenimiento. Vuestra Alteza seríais probablemente, y si Dios lo permitía algún día, su mujer. Solo os dedicó una sonrisa, y como respuesta os limitasteis a reverenciarle cabizbaja y sin mirarle directamente a los ojos, como os indiqué.

Tanto Enrique como yo sentimos un instinto protector hacia aquel joven. Me abracé a él y le pregunté por Juana, mi hermana, y Catalina, la pequeña y mi tocaya, que estaba recluida con ella en Tordesillas.

Él me contestó fríamente y recordé de inmediato que aquel hombre se había criado sin el cariño maternal que yo procuraba a María, mi hija. Me reconoció que había visto a su madre pero que prefería no describir el estado en que se encontraba alejada del mundo y con sus problemas.

Pasamos tres días de celebraciones en Canterbury. Me trajo de regalo una Biblia políglota de Antonio de Lebrija muy parecida a la que manejé cuando era niña y contaba con la ayuda de la hija del autor para mis lecciones. Fue la primera traducida a latín, griego, hebreo y arameo. Con ella, los judíos conversos no podrían alegar nunca más ignorancia del Nuevo Testamento.

Carlos juró que haría lo imposible por mantener la paz. Aceptó la reunión que Enrique tendría con Francisco y acordó otra posterior en las Granvelinas para saber de los temas tratados en Francia.

Wolsey le miraba con desconfianza. El Emperador había sido alertado por Mesa con respecto al Cardenal, y al verle, poderoso, prefirió tentarle para atraerle a su lado. De la noche a la mañana Wolsey cambió radicalmente su talante con respecto a nuestro sobrino. Le sonreía cínicamente en vez de malencararse como hasta el momento.

Pronto supe el motivo. Carlos, conocedor de su ambición, le prometió todo su apoyo para conseguir la tiara de Sumo Pontífice en cuanto esta quedase vacante. Sin duda el ambicioso farsante olvidaba la existencia del hombre más querido por Carlos, su profesor y regente en ese momento en parte de sus Reinos, el cardenal Adriano. No sería yo quien hiciese caer del guindo a Wolsey, ya se enteraría por sí mismo.

Desde muy joven Carlos había sabido cómo mantener contentos a los ambiciosos. El Cardenal se convirtió desde entonces en el partidario más ferviente del Emperador.

Mi sobrino zarpó rumbo a Aquisgrán.