Capítulo I

Granada: fuego, sangre y victoria

Abrí los ojos somnolienta y asustada entre alaridos, desorden e incertidumbre. El enfermo al que velaba aquella noche me tiraba de la manga del sayo, fuera de sí.

—¡Corred, mi Infanta! Corred, que yo no puedo, y morir ya no me importa. El fuego lo abrasa todo y prefiero fenecer asado, convirtiéndome en cenizas, que pudrirme en boca de los gusanos. ¡Salvad vuestra alma, que nos atacan! Alcé la nariz, olfateando. El hedor a sangre y ungüento, que normalmente colmaba el sanatorio, resultaba atenuado ante el de la madera y la tela quemadas.

Asustada, seguí la sugerencia de aquel desdichado. La sorpresa fue aún mayor cuando, al levantar la tela que aislaba del mundo a los enfermos, descubrí lo que ahora se revelaba del exterior.

Huía de aquel infierno en dirección equivocada. Apenas podía ver con claridad más allá de las puntas de mis borceguíes. Fuera de aquel sanatorio, me aguardaba un muro de humo, oscuro e impenetrable.

Quedé paralizada y tosiendo, cuando, entre las sombras desdibujadas, descubrí cómo mi señora madre corría desaforada hacia los aposentos improvisados de mi señor padre.

El fuego iluminaba por instantes todo el campamento, para nublarse al segundo. Ni siquiera la inconsciencia propia de mi edad disipó el temor que sentía. Sin duda, aquella noche de julio en Santa Fe sería la última de mis tiernos días.

Un agujero inmenso se ensanchó entre la fumarada. La oscuridad tenebrosa se tornó en claridad y luminaria. Tanta fue que me cegó, y la imperiosa Granada quedó velada allá, en la falda de la montaña.

Damas, caballeros, escuderos, soldados y demás séquito y ejército corrían despavoridos y medio desnudos sin rumbo ni concierto. Solo algunos, que no se habían dejado vencer por el pavor y eran más avispados, portaban agua para apagar la sed devoradora de aquel incendio incontrolado.

A mis siete años sentí pánico al comprobar que las llamas se propagaban del pabellón de mi madre a más de una tienda colindante. Un fragmento de la fastuosa tienda de campaña con la que el Marqués de Cádiz nos había obsequiado en su día volaba, mecida por el viento y envuelta en llamas, hacia el preciso lugar en el que yo me encontraba.

El humo era de nuevo tan espeso que casi no se podía ver nada; el aire, tan compacto que impedía respirar; y el ruido tan estruendoso que entre gritos, trompetas, armaduras y relinchar de caballos todo era ensordecedor y confuso. Sin resuello, visión ni oído me sentí morir. Solo me quedaba el gusto como sentido, pero no me plugo en absoluto. La saliva me supo a hollín.

Quieta, sin poder moverme, me pareció adivinar entre la breña y el tizne la figura de mi padre, que, armado con espada y rodela, corría en busca del enemigo.

Me desgañité llamándolo. ¿Sería aquella figura el producto de mi imaginación? Me eché las manos al cuello. Quería rascarme la garganta porque el picor era insoportable, y arrancarme los ojos por igual motivo. Mis gritos resonaron mudos entre tanto ruido.

A las lágrimas producidas por el escozor del lagrimal se sucedieron los sollozos de la desesperación; al estornudo, la tos nerviosa; y al pavor, la desesperación.

Todo me daba vueltas. Antes de desfallecer solo pude ver la purpúrea sotana de don Pedro de Mendoza, nuestro ángel de la guarda.

Desde que hube nacido en el palacio arzobispal de Alcalá de Henares en diciembre de 1485, supo responsabilizarse de mi persona.

Como siempre acudió a ayudarme en el momento más oportuno, tomándome entre sus brazos cuando la niebla se hacía oscuridad.

No debí de perder el sentido demasiado tiempo. Al abrir los ojos vi el rostro preocupado de mi madre, que me limpiaba el hollín de la cara con un paño húmedo; junto a ella, el cardenal Mendoza, su hermano, don Íñigo López de Mendoza, y el Conde de Tendilla me miraban preocupados.

Centré mi atención en mi madre.

Su rostro ovalado, sus ojos claros y su tez rubia la hacían a mis ojos la mujer más admirable y hermosa.

—No fue nada, Catalina: una de mis doncellas olvidó una bujía demasiado cerca de una colgadura del dosel y aquello provocó el fuego.

No nos atacaban, el desconcierto de la sorpresa fue el único causante del pánico.

Me incorporé de inmediato y pude comprobar cómo María y Juan yacían divertidos y levemente magullados y tiznados junto a mí.

—Madre, tendremos que dejar nuestros catres a algún herido, pues es seguro que debe de haber muchos quemados después de esta desgracia.

La Reina, mi señora madre, me presionó sobre la frente con el paño empapado para forzarme a tumbarme de nuevo.

—Tranquilizaos, mi pequeña. No hay más heridos que con los que contábamos, y por lo material no hay que preocuparse en demasía porque, si escucháis, oiréis pica, martillo y demás instrumentos de los hombres de oficios de paz. Los albañiles construyen una villa que se llamará Santa Fe en testimonio de la causa que defendemos. Sus dos callejas centrales formarán una cruz. Si siguen trabajando con ahínco, en unos tres meses estarán concluidas las casas.

Dejó la toalla húmeda sobre mi frente y alzó la mirada como soñando.

—Lo estoy viendo. Una pequeña y digna villa construida frente al único reducto mahometano que queda en nuestras tierras. Desafiante frente a Granada, mostrará su intención, y será fuerte como una roca. Llevamos diez años luchando, hija mía, y presiento el fin. Un término victorioso que se fraguará en Santa Fe y que Dios nos ayudará a alcanzar.

La fuerza de su convicción no dejaba lugar a dudas.

María la interrumpió:

—Madre, sabéis que todos quieren bautizarla Isabela en vuestro honor. Haríais mal en ignorar su deseo.

Mi madre no contestó. Es más, simuló no escuchar. La aceptación de aquella proposición demostraría un claro signo de vanidad contrario a su carácter y proceder.

Pasó el verano. Tal como había predicho mi señora madre, Santa Fe se terminó en ochenta días y el ejército continuaba sitiando Granada. Sierra Nevada se erigía rematada por aquel blanco manto que el Mulhacén parecía compartir con las montañas colindantes. La nieve, según decían los lugareños, se había adelantado aquel noviembre de 1491.

Una mañana trabajábamos en el sanatorio, orgullosos de nuestros quehaceres. Solo el pensar que nuestros heridos ya no morirían deshidratados, desangrados o de inanición en el campo de batalla nos hacía valerosos frente a los dolores ajenos, aunque en muchas ocasiones y debido a nuestra inexperiencia, más que ayudar debíamos de ser un estorbo.

Isabel ayudaba a mi madre a vendar una pierna amputada y sanguinolenta, mientras las tres pequeñas bordábamos en espera de alguna orden.

Mi hermano Juan se acercó al enfermo y observó la herida tan de cerca que a muy poco estuvieron de empaquetar su nariz con la pierna.

María le pegó un empujón y lo tiró al suelo.

Las tres pequeñas que bordábamos, velando a enfermos y moribundos para darles de beber o incorporarlos, reímos con estruendo. Juana, alegre y dicharachera, le advirtió:

—Parece mentira, Juan, que os lo tenga que decir vuestra hermana pequeña. No os acerquéis demasiado a Isabel. Ya sabéis que desde que se quedó viuda está más malhumorada que nunca y se obceca en atenuar su genio melancólico con obras de caridad y benevolencia. ¡A quién se le ocurre interponerse! El semblante enrabietado de Isabel nos hizo romper a carcajadas. Esta vez, y a pesar de su claro malestar, incluso algunos enfermos nos secundaron. Nuestra hermana mayor levantó la mano en dirección a Juana, pero mi señora madre la detuvo. A sus veintiún años y viuda del Rey de Portugal, era lógico que se alterase ante las mofas de sus hermanos pequeños.

Con el tiempo habría de entender muy bien sus sentimientos y desasosiegos, pues me vería en una situación muy similar.

Mi señora madre se vio obligada a intervenir:

—Juan, id con vuestro padre junto a las huestes. Aquel, y no el de las mujeres, es vuestro lugar. Están aguardando una importante noticia. Dios quiera que sea buena.

De la risa pasamos a la incertidumbre y el silencio.

Mientras mi hermano Juan corría a toda prisa, pensábamos en qué habría querido decir. ¿Qué era lo que aguardábamos?

De pronto entraron dos escuderos portando una camilla. Junto a ella, Juan regresaba cogiendo de la mano al hombre que allí languidecía. Era un pequeño cuerpo moribundo. Llevaba aún el yelmo puesto, pero yo lo reconocí de inmediato. Era un escudero del Conde de Tendilla de la edad de Juan, que jugaba con nosotros a escondidas, pues aceptado no era que príncipes se mezclasen con escuderos.

Aquel joven, no contento con su destino, había decidido robar por un día la vestimenta a su señor para portar en primera línea el estandarte de Castilla.

Le advertimos que desistiese de su propósito en la tarde en que nos confió sus aventurados proyectos, mientras jugábamos a hacer puntería con un tirachinas. A la vista estaba que había hecho oídos sordos a nuestros consejos, fracasando en su empresa. Nunca pensamos que se atrevería a semejante insensatez.

El castigo recibido por su arrojo superaba con creces al que su señor le hubiese podido imponer por su falta: tenía clavado, justamente a la altura del estómago, el palo del estandarte que tanto había ansiado portar.

Sus quejidos resonaban huecos dentro del yelmo, pero no nos extrañaron pues eran gritos de dolor asiduos y cotidianos en el sanatorio. La sangre, que había manado a raudales de la herida, era ya una costra. Indudablemente, habían tardado en encontrarle.

Dejé la vieja casaca que estaba remendando a los pies de uno de los enfermos y corrimos a ayudarle más como amigo que como enfermo. Al descubrirle el rostro, pareció aún más joven de lo que era. Cubierto de sudor y tiritando, solo nos pedía de beber.

Juana se acercó portando un botijo, pero al volcarlo, el agua fresca no llegó sino a regar sus labios ya inertes. Juana solo pudo cerrarle los ojos ante la mirada triste de mi hermano Juan. Vivíamos muy de cerca y día a día la muerte, y sin embargo se trataba de un hecho al que nunca nos acostumbrábamos. Algo extraño estaba sucediendo, y tardamos en asimilarlo.

Los gritos de dolor del sanatorio se vieron amortiguados por el vocerío que se filtraba del exterior.

La Reina vuestra abuela salió corriendo como si fuese la única que intuía la razón de tan inesperado júbilo. La seguimos, y la claridad de aquel invernal día en Granada nos obligó a cubrirnos los ojos con la palma de la mano hasta que estos se acostumbraron a tanta luminosidad.

El Gran Capitán, don Gonzalo Fernández de Córdoba, y don Íñigo López de Mendoza avanzaron de entre las huestes a caballo hacia donde nos encontrábamos.

Desmontaron con toda la solemnidad que el momento requería, y fue el primero el encargado de dar a mi señora madre la noticia que aguardaba ansiosa.

—¡Granada ha caído! Se han firmado las capitulaciones. El rey Abdallah se ha rendido. El plazo acordado para que os entregue las puertas, fortalezas y torres de la ciudad es de sesenta y cinco días.

Conté con los dedos. Esto ocurriría exactamente en vísperas del día de los Reyes Magos de Oriente. Por tanto, celebraríamos Epifanía en la Alhambra. La importancia de aquel momento no era otra que la festividad de un día cargado de ilusiones vividas por los más pequeños. Era yo demasiado joven para comprender qué significaba todo aquello.

Mi madre lo dejó en claro hablando a todos los presentes en voz alta:

—Quienes aún sigan defendiendo a Juana, «La Muchacha», apodada por otros muchos «La Beltraneja», tendrán que callar. La unificación de Castilla se ha culminado para siempre. La causa por la que lucharon mis antepasados, los Reyes de Castilla, se ha visto concluida después de largos siglos de ansiada espera. La herejía toca a su fin.

»Desde el 13 de diciembre de 1475, en que fui proclamada Reina de Castilla en Segovia, he soñado con este momento. Al fin Granada se unirá al escudo de España. Los diez años de sufrimientos y sacrificios que nos costó tomar esta ciudad han culminado, y gracias a Dios tenemos la recompensa merecida.

Muy quieta y sonriente, escuchando los vítores de los presentes, dirigió la mirada al Mulhacén aspirando el frescor que desde su cima nos llegaba y dando gracias al Señor por todo lo que nos había otorgado.

Aquella montaña, la más elevada de sus Reinos, pertenecía ya por entero a Castilla.

Recién llegado y junto a la Reina Isabel, mi señora madre, don Fernando, mi señor padre, aguardaba observándola en silencio.

Se sentía sin duda orgulloso del momento, de su posición y de su familia; pues su bien conocido y ambicioso talante había sido saciado con tan noble conquista.

Siempre que pienso en él me gusta recordarle como en aquel día.

Para mí, por aquel entonces era el único hombre digno de admiración sobre la Tierra. Ricamente vestido con jubón de pelo, quijote de seda amarillo, sayo de brocado, coraza, y tocado de sombrero, rezumaba solemnidad sobre su castaño y enjaezado alazán. Desenfundó la rica espada morisca que pendía ceñida de su cinto y la alzó al viento trazando una cruz en dirección a Granada, como si así la bendijese de una vez por todas.

Al verle, mi madre se destocó, quedando en una cofia y con el rostro al descubierto. Mi padre desmontó, la abrazó, la besó en los labios y se santiguó.

Al fin llegó el día más ansiado, posiblemente el de Epifanía más glorioso que viví en muchos años.

Todo en nuestro entorno parecía haberse puesto de acuerdo para celebrar el momento. Dios Nuestro Señor había tendido sobre nosotros un manto a modo de aureola que ensalzaba hasta lo más nimio.

La nitidez de los colores, el aroma a rocío matinal, el cálido sentir sobre nuestras pieles a pesar del invierno, el trinar de algunos pájaros y el regusto dulce de la victoria en nuestros labios enaltecían las ánimas de todos los presentes estimulando todos sus sentidos.

Aquel día de Reyes el sol lucía como si fuese una calurosa jornada estival. Los castaños cuajados de capullos se adelantaron y a punto estaban de florecer.

Desde mi mula intenté alzarme y ver el principio, o el fin, del séquito, lo que me resultó imposible.

Más de tres mil infantes avanzaban solemne y lentamente en dirección a nuestra conquista más preciada, Granada.

Tras nosotros quedaba aquella cuasi villa, cuasi campamento llamada Santa Fe. Según contaban sus primeros pobladores, antes de la llegada de las huestes no era más que una tierra yerma en habitantes.

Esas mismas huestes se despedían con melancolía de lo que había sido su albergue durante muchas y duras jornadas de lucha en contra de la herejía.

Frente a nosotros, Granada.

Aquella ciudad majestuosa que tanto se había hecho esperar y que tanta sangre cristiana había llevado a derramar durante su conquista.

La dificultad que opuso su rendición fue, precisamente, lo que más estimuló el ansia de los hombres para describir aquella reconquista como la más gloriosa de todas las que se recordaban.

Desde el más miserable siervo hasta el más noble señor permanecieron engalanados, erguidos y henchidos de orgullo frente al que había sido nuestro enemigo durante diez años. El metal de las armaduras, y de otros azófares, perfectamente bruñido, deslumbraba sobre las bestias enjaezadas y paramentadas.

En cabeza iba don Íñigo López de Mendoza. Aquel hombre había sido nombrado por mi señora madre alcaide de la Alhambra, palacio que según me contaron, y más tarde pude comprobar, era de ensueño y en donde todos los reyes infieles habían morado en Granada.

Sobre su cabalgadura, don Íñigo sostenía las riendas de su alazán llevando bien visible el atributo de su nombramiento. Aquel ostentoso anillo era solo la primera demostración de poder que los cristianos manifestaríamos ante los musulmanes en nuestra entrada.

Junto a él, su hermano, el cardenal Mendoza, portaba la cruz que coronaría la torre más alta de todas las habidas en Granada. Era de rigor, ya que por encima de la pompa y el boato había de estar Cristo con el fin de manifestar con claridad el establecimiento del cristianismo en la última ciudad infiel. Los escoltaban los hombres más grandes del momento: el Gran Capitán, el Marqués de Cádiz, el Duque de Medina-Sidonia y el de Alburquerque, que vio antes de morir cómo fue mi señora madre la que trajo grandes beneficios a España, y no su sobrina Juana.

Escudados por tan nobles señores cabalgábamos los Reyes, mis padres, y todos nosotros. Cruzamos el río Genil; exactamente allí Boabdil entregó las llaves a mis señores padres. Nunca mi madre estuvo más feliz que en aquel momento. Todo por lo que había luchado desde que fuera coronada se cumplía aquel día. Ya nadie dudaría de su categoría como Reina.

Subíamos hacia la Alhambra cuando una muchedumbre de miserables se acercó al séquito. La guardia se dispuso a reducirlos, cuando la voz angelical de una mujer que caminaba frente a ellos comenzó a entonar una letanía.

Mi señora madre, intuyendo de dónde procedían todas aquellas maltratadas almas, ordenó con un gesto imperativo la quietud de la tropa.

El pelo se nos encrespó ante semejante voz. A la entrada de tan soberbia fortaleza, un coro de seiscientas voces secundó a la mujer. Aquellos miserables que en un principio habían puesto en alerta a la guardia no eran más que los supervivientes cristianos liberados de las mazmorras moriscas.

Era sobrecogedor ver cómo mujeres, hombres, niños y ancianos alzaban sus brazos al cielo, mostrando las cadenas que habían soportado adheridas a sus llagadas pieles, sabía Dios durante cuánto tiempo.

En su canción se percibía la hermosura de una gratitud imposible de repetir.

Cuando entramos por la Puerta de Elvira, mis padres se encaminaron al salón del trono y recibieron a todos los que les pidieron audiencia. Una vez sola, y reunida la familia con nuestro séquito más estricto, la reina Isabel tomó asiento. Nos miró a todos sus hijos, y por primera vez se abrió enteramente a nosotros con lágrimas de sinceridad en los ojos.

—Mirad a vuestro alrededor, hijos míos.

Desde mi corta estatura alcé la vista. La abigarrada decoración mudéjar del salón me mareó, pero aun así lo encontré grandioso. De todos modos, siempre he preferido la austeridad castellana a lo recargado. Mi madre me rescató de mi despiste infantil alzando la voz.

—Sois jóvenes aún. Tanto, que es difícil que saboreéis la victoria como yo lo hago, porque aunque me acompañasteis en el trayecto, el sufrimiento para llegar a este final feliz ha sido mucho más fuerte que el que nunca podríais llegar a imaginar. Muchas generaciones han soñado con este día durante ocho siglos, y muy poco faltó para cumplir el milenio en nuestra lucha contra el infiel. Ha querido Dios que después de ochocientos años de batallas entre sarracenos y cristianos, fuésemos nosotros los que viésemos el fin. Por el camino quedaron miles de almas e ilusiones postradas. Hoy todo ha terminado. Somos los Reyes de España y la Reconquista ha tocado fondo.

Todos la escuchábamos en silencio, e incluso mi padre parecía recrearse en sus palabras. Mi señora madre se levantó del trono, alzó las palmas y retomó la palabra:

—Miradme las manos, hijos míos. Tiemblan como si este logro con el que siempre soñé me diese miedo, pero no es de miedo sino de alegría por lo que mi cuerpo se emociona y tirita. Aquí, en Granada, he de enterrarme con el hábito franciscano, y Vuestras Altezas han de recordar este día como uno de los más gloriosos de los que nunca vivieron.

De repente se hizo el silencio y su rostro expresó contrariedad durante el segundo que tardó en proseguir:

—Pero no hay que bajar la guardia, pues nuestra lucha no ha terminado. Vencido el infiel, quedan aún espinas clavadas que arrancar y expulsar en defensa del catolicismo. Es el momento de limpiar nuestras tierras de rastrojos desraizando a los herejes que queden.

Diciendo esto, y como si desfalleciese de tanta tensión, se desplomó sobre el trono y junto a sus damas se retiró para descansar.

Imposible de permanecer quieta y tranquila, Su Majestad doña Isabel, mi señora madre, urdía ya otra batalla en su mente.

Al poco tiempo se haría público el edicto de sus intenciones. Todos los judíos del Reino no bautizados tendrían que salir de esos sus dominios en el plazo de cuatro meses.