Capítulo IX
La paciencia satisfecha
Al quedarme a solas una vez más, de nuevo comencé a angustiarme ante mi destino. Por otro lado, el rey Enrique había reanudado sus contactos y diálogos conmigo, procurando al tiempo entorpecer cualquier encuentro con el Príncipe de Gales. Ante las trabas impuestas por el poder real, las visitas de Enrique se fueron espaciando cada día más.
Enrique VII era demasiado viejo para perder el tiempo, y quería casarse de inmediato con Juana, ya que el estímulo que ella causó en el viejo Rey se reavivó en cuanto este supo de su viudedad.
Entre tanto desbarajuste me sentía desvalida, por lo que decidí en ese mismo preciso momento cambiar mi actitud ante la vida. La apatía que invadía mi seno se desvaneció para acoger una actividad frenética.
Estaba sola y no podía recurrir a nadie para que me ayudase. Solo me quedaba una salida para vencer ligeramente las penurias en la que mi pequeña y mísera Corte se veía inmersa.
Marearía la perdiz ante los ojos del rey Enrique dándole falsas esperanzas con respecto a su desposorio con Juana. No sería esto difícil, teniendo en cuenta su senectud e imposibilidad para viajar y el aislamiento obligado de Juana en Tordesillas.
La repulsión que me causaba el solo imaginar a aquel anciano lascivo, calvo y desdentado holgando junto a mi hermana Juana me empujaba a obrar con la mentira. Bien tramado, el supuesto encuentro entre los dos podría prolongarse indefinidamente dado el estado de salud de ambos.
Mientras, yo conseguiría algunas coronas de manos de mi suegro para alimentarnos y vestirnos dignamente. Los dos mil ducados que tiempo atrás había enviado mi padre en un alarde de bondad ante mis reiterados ruegos cayeron en saco roto, y solo sirvieron para cubrir los profundos agujeros de las deudas.
El anciano monarca estaba tan engatusado deseando a mi hermana que bien podría aceptar cualquier posibilidad descabellada que me conviniese.
Estaba decidida. Le pondría la miel ante los labios sin dejarle saborearla. Dada la ineptitud demostrada de los embajadores españoles, actuaría como la representante de mis Reinos. De la Puebla, ya viejo y gotoso, agradecería la ayuda; y Fuensalida no objetaría nada pues, cansado de tirar con los dientes de la mojarra reseca, hacía tiempo que había partido hacia Bruselas imitando a mi buen Geraldini, a doña Elvira y a tantos otros que no soportaron la escasez.
Ya no lloraría, ya no me compadecería de mi situación; ya no dejaría mi porvenir en manos de incautos y tontos. El Príncipe de Gales había cumplido quince años el 25 de junio anterior, el mismo día en que debíamos de habernos casado; y, sin embargo, aquel día transcurrió sin pena ni gloria.
A partir de ese momento me torné cautelosa y hermética en el compartir, paciente en cuanto a esperar acontecimientos o momentos idóneos para actuar. Sorda e insensible a insultos, humillaciones, desprecios, calumnias o injurias actuaría meticulosa ante mi propósito.
Cansada de dimes y diretes, dejé de delegar en quien fuere los negocios que me incumbían. A la luz de las velas y en el más absoluto silencio de la soledad aprendí a leer despachos cifrados y compré a los mensajeros para que me los entregasen antes que a De la Puebla.
Sin premeditarlo, y ante los ojos sorprendidos de todos los que me conocían, me convertí en una espía de mis propios servidores.
La tarde lluviosa del 2 de abril de aquel año acudimos a la capilla a oír misa. Ese día celebraríamos, además, un funeral como recordatorio de la muerte de Arturo, mi marido, hacía ya siete años.
De rodillas procuré hacer acto de contrición para mejor comulgar.
Lejos de centrarme en lo que estaba pensando, me despisté y tuve un presentimiento. Arturo había muerto un día 2 de abril. Su deterioro se había consumado en el despuntar de la primavera. Había sido como si la fortaleza gradual del despertar de la naturaleza hubiera absorbido y debilitado la resistencia de mi marido.
Abril era para mí un mes drástico, en el que todo surge y germina o, por el contrario, sucumbe y se extingue. Simbolizaba el orto o el ocaso para los recién nacidos o moribundos de mi alrededor.
Las noticias llegaban a nuestro reducto con retraso, pero lo cierto era que el viejo rey Enrique llevaba días postrado en cama y sudoroso; y tosía echando los pulmones por la boca. El Monarca de Inglaterra aguantaba esquivo a la muerte con la esperanza de eludirla. Muy a su pesar, con ella no podría aliarse.
Lo quisiese o no, aquel que en su día había unido la rosa blanca de la Casa de York con la roja de la Casa de Lancaster se apagaba sin remedio antes de catar siquiera a su ansiada Juana.
Pasaron casi tres semanas sin recibir noticias de su estado de salud. Extrañada ante la algarabía que sonaba en la calleja del exterior, me asomé a la ventana.
Repentinamente, se hizo el silencio, y al fondo apareció el cortejo fúnebre que pasaba frente a nuestra tapia rumbo a la capilla de Westminster. No cabía ninguna duda: la Guardia Real custodiaba el féretro con el cuerpo descompuesto y putrefacto del hombre que había jugado con mi destino encerrándome en Durham House.
Tardarían aún diecinueve días en darle sepultura definitiva. Este tiempo se me hizo una eternidad abrigada de incertidumbre. La premura por ver a Enrique casado se hacía evidente ahora que el Rey había muerto. El pueblo necesitaba un sucesor para el Príncipe de Gales, ya que este sería coronado Rey de inmediato.
Encerrada en mis aposentos, me limitaba a hacer encajes aguardando discreta, silenciosa y expectante las noticias que me traían. He de reconocer que tanta inseguridad me producía escalofríos.
La aflicción que la muchedumbre demostró hacia el difunto Rey no fue mucha. A tan solo cuarenta y ocho horas de morir, se podían oír en los lugares más recónditos de la ciudad los vítores de «¡Viva el Rey!» dirigidos a su sucesor.
¿Cuál sería la decisión de Enrique, el futuro VIII, con respecto a mi persona? Ahora era totalmente libre para elegir entre todas sus candidatas, y quizá por ello no se sintiera tan forzado hacia mi persona.
La congoja me invadió, y por un momento temblé sin poder llegar a determinar cuánto tiempo hacía que no le veía. Intenté recordar al hombre que ya era y enumerar mentalmente las posibilidades de que el inminente Rey de Inglaterra pensase en mi relegada y enclaustrada posición.
¿Optaría por mi sobrina Leonor? Sería la manera más fácil de sellar una alianza con Castilla y los Habsburgo. Ella tenía ya once años y tendría que aguardar poco para consumar aquel ventajoso matrimonio que, sin duda, pagaría una dote cuantiosa sin problemas, pues desde el hallazgo de Colón en las Indias, los barcos arribaban a los puertos españoles cargados de tesoros de los que se beneficiaban los hijos de mi hermana Juana, Reina de Castilla. Me costaba admitir que desde que ellos habían nacido yo había pasado a segundo término.
Según analizaba mis posibilidades, me sentía más perdida entre las posibles. ¿Quería quizá casarse con la francesa para asegurar una alianza duradera y atraer así la paz a su Reino? ¿Qué pasaría por aquella alegre cabeza? Sin duda celebraría con todos los honores su coronación.
Todos esperaban ese momento, desde el mendigo más miserable hasta el más noble habitante de Londres.
Se comentaba que no quedaba catre libre en ninguna posada de la villa, y que los campesinos se agolpaban en las entradas para poder participar de los festejos que se darían a continuación. Los londinenses mostraban su regocijo exaltando al nuevo Rey y sin mostrar el más mínimo respeto al luto estipulado para el viejo.
Un fuerte golpe me sobresaltó arrancándome de mi ensimismamiento.
El bufón había entrado corriendo en la estancia con tan poco cuidado que había chocado estruendosamente contra un taburete. Dolorido debajo de este, aquel pequeño ser se quejaba con voz ronca.
Doña María le tomó de la pretina y le alzó en el aire para echarle. La escena era cómica. El pobre enano pataleaba en el aire balbuceando incongruencias mientras mi dama le daba collejas ordenándole silencio. Aquel pobre tonto cumplía su misión a la perfección, pues todas reíamos a carcajadas olvidando por un segundo nuestros desasosiegos.
Entre tanto vocerío, al fin entendimos lo que quería decir. Doña María se sorprendió tanto como las demás y lo soltó de golpe. Nadie pudo evitar que el pobre bufón cayese de bruces contra el suelo. Se arrastró hasta mis pies y allí, postrado, repitió su cotilleo.
—Os lo juro, mi señora. Su Alteza es libre de creer o no a un lerdo como yo, pero os prometo que es cierto. ¡El Príncipe de Gales está aquí!
Su insistencia en tal absurdo me enervó.
—Podéis hacer lo que gustéis, pero no admito que nadie jure en vano en mi presencia.
Una voz grave interrumpió la escena.
—Mi señora, no hay nada más injusto que el castigo a un ingenuo por decir la verdad.
Se hizo el silencio. No podía dar crédito a aquella voz. Mis damas se apartaron dejándole paso y al fin pude ver a Enrique junto a sus hermanas Margarita y María.
Él sonrió, supongo que divertido ante la sorpresa de mi semblante.
—Vengo a transmitiros la última voluntad de mi padre en su lecho de muerte. Parece ser que su clara senectud dejó paso a lo cabal poco antes de morir. De todos modos, a los Tudor siempre nos gusta tener in albis a todos los que nos rodean. Vuestro embajador Fuensalida acaba de regresar de Bruselas y será llamado a Consejo. No habéis de desvelar nada de lo que allí se le comunique antes de que lo hagan sus propios miembros.
Me quedé perpleja. Estaba confundida ante su inesperada visita.
Abrí los ojos en señal de interrogación. Enrique no contestó. Solo se limitó a despedir con un gesto a su séquito y aguardar a que yo hiciera lo mismo con los miembros de mi Corte.
Cuando quedamos a solas prosiguió:
—Mi señor padre me ordenó desposarme con vos. Al fin la alianza entre nuestros Reinos parece culminarse, amén del afecto que siempre he sentido por vos, a pesar de que nunca os lo he podido expresar con libertad.
Quedé atónita y en silencio.
Enrique me observaba con cariño.
¿Qué pasaba con todas las trabas que existían? Lo que restaba de mi dote por pagar era imposible de entregar.
Aunque todo no iba a ser malo.
La bula necesaria para casarme con Enrique después de haberlo estado con su hermano Arturo la teníamos desde hacía siete años, cuando parecía que nuestro matrimonio se consolidaría en cuanto Enrique alcanzase la pubertad. Mi madre había puesto todo su cuidado y tesón para conseguirla, y así lo había logrado.
Hacía casi tres años que deberíamos de haber estado casados, y ahora estábamos a punto de cumplir con aquello que un día había quedado seco en un tintero. A medida que dialogábamos, todo lo que hasta ahora habían sido trabas insoslayables para nuestro matrimonio se tornaban en nimias excusas de fácil resolución.
Por un segundo tuve miedo y quise dejar todo en claro antes de contestar afirmativamente al cumplimiento de un sueño. Era como si intuyera que algo podía torcerse algún día si no esclarecíamos cualquier duda. Y así comencé a expresar rémoras en espera de una contestación válida a cada una de ellas. Era una pequeña venganza ante todas las dificultades puestas hasta entonces. En ese momento sería yo, Catalina de Aragón, quien mantuviese al seguro Enrique in albis.
Comencé con una pregunta sencilla:
—¿Conoce mi señor padre, don Fernando de Aragón, esta proposición? Enrique sonrió de nuevo.
—Hace ya diez días que salió un correo para informarle.
Quedé asombrada de que no lo hiciesen a través de Fuensalida, pero estaba nerviosa y quería continuar. Asentí complacida, mientras el futuro Rey de Inglaterra continuaba aguardando mi contestación.
Fue entonces cuando conseguí desconcertarle del todo acudiendo a las mismas citas que un día pusieron en entredicho la posibilidad de nuestro matrimonio.
—Es mí deber, señor, recordaros lo que en su día la Iglesia podría alegar en contra de nuestro matrimonio, y preguntaros si estáis de acuerdo de corazón con la bula que a ello nos autoriza. Son solo dos oraciones de la Biblia que, según las interpretéis, suenan de una manera u otra.
Tomé aire y las enuncié:
—«No descubrirás la desnudez de la mujer de vuestro hermano, porque es la desnudez de vuestro hermano», o «Si un hombre tomase para sí a la mujer de su hermano, cometerá un pecado de impureza; habrá descubierto la desnudez de su hermano y no tendrá hijos». ¿No teméis que se cumpla la advertencia de la sagrada Biblia?
El Príncipe de Gales no daba crédito a mi reticencia. Me tomó de las manos y me acercó a la chimenea para huir de la penumbra y poder observar mejor mi rostro.
—¿Cómo podéis decir eso, Catalina? El tema está juzgado por la santa Iglesia católica, y el sumo pontífice Julio II ya se pronunció al respecto en su momento.
»¿Quiénes somos nosotros para dudar de su palabra? Con respecto a los hijos que pudiésemos concebir, no veo motivo que nos lo impidiese.
»Vuestra señora madre parió a cinco; vuestra hermana Isabel a uno, porque no tuvo tiempo de más; Juana tuvo seis; y María, la Reina de Portugal, va por el noveno: ¡a este paso llegará a la decena por lo menos! ¿Cómo podéis pensar que vos no tendréis hijos? Si hay alguien en todos los Reinos del mundo que pueda asegurar con acierto su fertilidad sois vos, dados vuestros antecedentes. La palabra escrita solo demuestra un trozo del texto Levítico sujeto a cualquier interpretación.
Le sonreí. Su insistencia y lógica me desarmó.
—Quizá tengáis razón, mi señor.
—Es cierto, si mal no recuerdo, en el Deuteronomio también se dice que «si dos hermanos viven en la misma propiedad, y uno de ellos muere sin dejar descendencia masculina, su viuda no ha de casarse con otro hombre fuera del seno familiar, y el hermano del muerto está obligado a casarse con ella».
Intentaba recordar en qué parte había leído esto, pero Enrique, nervioso ante tanta duda, me interrumpió:
—El ejemplo más claro y parecido no lo tenéis lejos, Catalina.
»Vuestra hermana Isabel quedó viuda del Rey de Portugal y en cuanto pudo, se casó con su sucesor en la Corona. No solo fue este un vínculo cercano sino que, al morir la misma Isabel, vuestros padres no dudaron en desposar a María, vuestra otra hermana, con el viudo de Isabel.
Asentí pensativa. Lo cierto es que no había reparado en ello.
Me acarició la larga melena sin temor a un rechazo pero con un aire de súplica en los ojos. A sus diecisiete años, y frente a una mujer mayor que él, era probable que empezase a sentirse inseguro de sí.
Desesperado, continuó intentando obtener una respuesta afirmativa y sin comprender mi juego.
—No sé por qué os preocupáis de todo esto. De hecho, parece que habéis olvidado que llegamos a comprometernos en Richmond.
Pesarosa, me senté.
—Es cierto, Enrique. Tanto como que algunos llegaron a dudar de la veracidad de la bula llegando a acusar a mi padre de jugar con las cartas del Papa en su propio beneficio; y tanto como que no llegamos a completar nuestro matrimonio. Cuando cumplisteis los quince años no acudisteis a nuestra boda.
»Por otro lado, el Papa nunca creyó que no hubiese consumado el matrimonio con vuestro hermano Arturo. Me sometí a la inspección vejatoria de vuestros médicos para demostrar que me mantenía incólume, y aun así no quedó del todo claro mi estado. ¡Ni siquiera las declaraciones de doña Elvira a mi favor pudieron disipar los nubarrones de dudas!
Me senté en la mecedora y comencé a balancearme mirando fijamente el hechicero fuego de la chimenea.
—Llevo tantos años anhelando nuestro desposorio y tropezando a la vez con gruesos muros de dificultades, que habéis de comprender mi escepticismo ante cualquier propósito. La cautela es mi modo de actuar. Así soslayo el sufrimiento ante el desengaño.
Enrique sujetó los brazos de la mecedora, deteniendo el balanceo.
Me cogió de la barbilla y atrajo mi rostro hacia sí, besándome en los labios.
El sentimiento del roce de otro ser humano entre toda la frialdad en la que me solía mover me derrumbó.
—¿Cómo podéis dudar de mi consentimiento al respecto? Mi padre parece abandonarme y de la obsoleta actitud del vuestro prefiero no hablar. Vuestra Majestad es el único que me ha recordado durante todo este tiempo.
Me besó de nuevo, esta vez tan apasionadamente que casi pierdo el sentido. No pude más que separarme de él con recato. No se molestó, estaba eufórico y lo demostró.
—Ya lo veréis, Catalina. Nuestro matrimonio hará recordar a todos a nuestros antepasados, el príncipe Enrique de Castilla y la princesa Catalina de Lancaster.
»Ellos fueron nuestros homónimos y, como ellos, seremos unos soberanos dignos de recordar. Incluso el vulgo os aclama, Catalina. Y tengo pruebas de ello. He mandado a la servidumbre de mi corte a preguntar en mercados, angostas callejas y hasta en las riberas del Támesis a quién querrían como mi esposa, la futura Reina de Inglaterra. ¿Sabéis lo que contestaron?
Me encogí de hombros. Enrique continuó, exaltado.
—¡Todos alabaron a Vuestra Alteza! Los engatusasteis como a mí en cuanto os conocieron, y aún andan prendados de la Princesa viuda de Gales. ¡Estarán orgullosos de ser vuestros súbditos!
Solo pude ruborizarme ante tanto elogio y contesté sumisa:
—Siendo como vos decís, mi señor, hágase la voluntad de Dios, la de mi padre, la vuestra y la de todo vuestro pueblo.
La carcajada de Enrique ante mi ansiado asentimiento retumbó en los muros de la estancia.
—No simuléis que sois mujer fácil de someter y conseguir. Vuestro brío e integridad es lo que más me atrae de vos. Guardo por vos un amor muy sincero. Seréis la Reina más serena que Inglaterra haya conocido. Vuestras virtudes brotan y crecen cada vez más fuertes, como si fuerais libre de veras. Siempre os elegiría como esposa antes que a cualquiera, y no por razones de Estado u obligación, sino por admiración.
Sus fuertes brazos quisieron abrazarme pero se detuvieron de inmediato ante dos risitas que se oyeron tras la cortina. Con los ojos cerrados esperaba temblando el estrechamiento de Enrique, y aun así no me importunó la interrupción. Estaba claro que el sacrificio de la espera había merecido la pena. Unos días más añadidos a los años aguardados endulzarían un final tan ansiado.
—Señor, parece que no estamos solos. La nueva es difícil de esconder ante los cuatro oídos doblemente indiscretos que nos acechan.
—Si estos son de vuestra misma sangre, pronto correrá a raudales la noticia.
Las risas se acallaron cuando Enrique descorrió la cortina. Sus hermanas, sonrojadas, nos miraron con picardía infantil y la satisfacción de haber sacado algo en limpio de una falta.
María y Margarita me habían visitado asiduamente a lo largo de aquellos siete años de espera. Las había visto crecer y acabé tomándoles cariño.
Cuando María pensó que se casaría con Carlos, quiso aprender castellano y vino a que se lo enseñase. Al deshacerse el compromiso, perdió el entusiasmo y las ganas de aprender; e incluso me culpó de los constantes retrasos que su desposorio sufría a pesar de que fuesen tan niños. Solo pude inculcarle la paciencia con el ejemplo de la mía.
Yo llevaba años esperando que se cumpliese mi desposorio, y no achacaba su retraso a nadie en particular sino a un cúmulo de desdichas y razones de Estado mucho más poderosas que mi simple capricho e impaciencia.
Margarita, en cambio, era más tímida. Aun así, las dos niñas corrieron a abrazarme. Pero Enrique las detuvo y las echó.
—Esperadme en el patio. Aún tengo algo que entregar a Catalina.
Las niñas se dieron codazos de complicidad y salieron corriendo a propagar a los cuatro vientos lo acontecido.
Mi futuro marido me tomó de la mano y buscó algo en el interior del bolsillo de su jubón. Sacó un «Libro de las horas» y me lo entregó. Lo acepté sin desempaquetarlo. Se impacientó.
—Abridlo y leed. Era de mi madre, aunque la dedicatoria es mía.
Obedecí y lo leí en voz alta y muy despacio. Me emocioné con cada palabra escrita:
Si vuestra memoria es tan fiel como lo es mi cariño, sé que jamás seré olvidado en vuestras cotidianas oraciones, ya que soy tuyo.
Enrique, Rey, para siempre.
Con los ojos vidriosos lo miré, y apreté contra mi pecho aquel libro susurrando al tiempo sin apenas voz:
—Mi gratitud se comprobará diariamente ante Vuestra Alteza, pues siempre me encontrará amorosa y amable ante sí. Lo único que siento es que este libro desplaza al que mi madre me dio en su momento.
Me acarició de nuevo.
—Las oraciones son las mismas. Lo único que cambia es el lugar y el entorno en el que oréis. Ahora comenzad los preparativos, pues nos vamos a Greenwich.
Asintió con un movimiento de cabeza como si hubiese quedado plenamente satisfecho y me besó en la mejilla. Sin más dilaciones, salió de mi cámara, depositando al filo de la mesa la copa de vino de jerez que sostenía en su mano derecha.
Cuando desapareció, no pude más que tomar aquel cáliz y beber su contenido saboreando un pedazo de mi tierra natal. Aquella que había abandonado un día hacía ocho años para ser Reina de Inglaterra. El alcohol me embriagó, y sentí cómo el olor de Enrique, aún presente y flotando en el aire, se entremezclaba con el del vino. Por fin Inglaterra y España se unían.
Los gritos de «¡Viva el Rey!» se oyeron en el patio. Las princesas se habían dado prisa en divulgar la nueva.
Mientras miraba hipnotizada de nuevo las llamas del fuego sin asimilar aún el cambio de vida que me aguardaba, agradecí el fruto que la paciencia, el tesón y la constancia me habían otorgado. Me concentré en retener aquel mágico instante en la memoria.
Mis damas irrumpieron para zarandearme preguntándome sobre lo acontecido. Yo solo podía sonreír, regodeándome en la victoria obtenida. Muy pronto, ellas serían recompensadas con buenos matrimonios por su fidelidad incondicional.