Capítulo XVI

«El León ha crecido y es consciente de su fuerza»

Regresamos a Londres y nuestra vida continuó por los mismos derroteros en los que había quedado cuando partimos. Wolsey parecía contrariado al saber que, en cierto modo, estábamos traicionando a los franceses apoyando incondicionalmente a Carlos. Comenzó a calentar su recalcitrante sesera con indicios de desconfianza ante todo y ante todos.

Su primera víctima estaba crucificada. De sus labios manó una intencionada acusación con frialdad asombrosa. El Duque de Buckingham alardeaba de ser el siguiente sucesor a la Corona puesto que Enrique carecía de un varón nacido y era improbable ya que fuese a tenerlo en un futuro.

La indignación del Rey fue inmediata, por lo que la acusación de Lesa Majestad se pronunció con rapidez. A Wolsey no le fue difícil encontrar un sirviente que, bajo tortura, reconociese lo ignorado como si lo hubiese vivido con certeza.

Las consecuencias no se hicieron esperar. Buckingham fue arrastrado en un zarzo hasta el lugar de la ejecución, donde fue colgado y «descuartizado» vivo. Él mismo vio cómo arrojaban sus segados miembros a una hoguera cercana y ardían junto a sus vísceras entre las llamas.

Por último, y como si no hubiese sido suficiente aquel escarmiento, descolgaron su tronco inerte y lo decapitaron para mayor ensañamiento. Su cabeza fue clavada en una picota y expuesta a la vista de todos en una almena de la Torre de Londres.

Desconsolada y con náuseas, observé cómo el pueblo se desgañitaba animando al verdugo hambriento de sangre y dolor. Las hermanas del condenado lloraban desconsoladas ante cada alarido del duque. La antigua barragana de mi señor Enrique debía de añadir a su lógico dolor la repugnancia del arrepentimiento, recordando cómo en su día había yacido con el dueño de la mano ejecutora que tanto daño hacía a la cabeza de su linaje.

Sir Thomas More y Fisher estaban a mi lado. Los dos demostraban su total desaprobación negando con la cabeza.

Sir Thomas solo dijo:

—Quiera Dios que no haya más. El León ha crecido y es consciente de su fuerza.

Sin duda se refería a Wolsey.

El Cardenal manipulaba a Enrique a los ojos de todos y sin el menor recato o disimulo. Esta vez había llegado demasiado lejos al conseguir que el propio Rey firmase la sentencia de muerte de uno de sus más cercanos parientes. Pronto caerían sus propios amigos.

Esta vez su mano tembló antes de firmar la orden de ejecución. No sería así en el futuro, pues desgraciadamente tuvimos que presenciar cómo se acostumbraba a ello con el tiempo. Llegaría a hacerlo con la mayor naturalidad y sin que le generase un segundo pensamiento.

No deseaba que os criaseis en un mundo de ejecuciones sangrientas. Sin embargo, fui incapaz de evitarlo, pues vuestro padre se empeñaba en que las vieseis. Decidí no discutir por ello, aunque nunca sabría cómo podría aquello influir en vuestra limpia e intacta mente.

Al fin y al cabo, todos nacíamos rodeados de muerte. Los ensangrentados que yo había visto cuando niña eran en su mayoría infieles o soldados de nuestras huestes muertos en el campo de batalla o en el sanatorio de Santa Fe luchando por una causa a la que eran fieles.

Eran muertes justas comparadas con las ejecuciones que presenciábamos en aquellos días sobre el patíbulo.

No debisteis de reparar demasiado en ello, porque ni siquiera fruncíais el ceño. Erais diminuta, pero observabais cada movimiento del verdugo con frialdad y parsimonia como sí fuese aquel un juego con el final marcado.

Mi querida María, si reináis en un futuro, tal como ha de ser, y os veis obligada a hacer algo que no deseáis por vuestro puesto y sumo rango, nunca olvidéis la reticencia inicial que tuvisteis en un principio, porque es precisamente ese sentimiento el que os librará de continuar ejecutando un mal.

A principios de diciembre recibimos noticias que calmaron las tendencias vengativas de Wolsey.

El Papa había muerto el día 2, conocedor de los triunfos de las tropas imperiales contra los franceses. Milán, Parma y Piacenza habían sido reconquistadas para la Santa Sede.

Al enterarse de la muerte del Papa, Wolsey anduvo dicharachero y feliz, asegurando que él sería el siguiente portador de la tiara pontificia ya que el Emperador se lo había prometido. Su gozo cayó en un pozo cuando Adriano VI le arrebató el tan ansiado puesto.

Siento reconocer que me alegré de su desdicha, y no pude más que utilizar el sarcasmo al dirigirme a él.

—Cardenal, ¿qué es lo que os inquieta? Habéis perdido toda vuestra alegría.

Me miró con odio y me lo transmitió sin tapujos.

—Vuestro sobrino, el Emperador, nos ha engañado al igual que vuestro padre lo hacía. La mentira debe de andar muy arraigada en los de vuestra sangre.

Apretó los puños y continuó.

—Me prometió la silla de San Pedro y me la ha negado por segunda vez. Después de la muerte de Julio de Médicis sube al trono Adriano.

Perdoné su ofensa, pues la rabia que reflejaba quedaba compensada en un silencio. Solo le pude contestar con sorna:

—¿Acaso pensabais que venceríais al papa Adriano, de Utrecht? Vos, el hijo de un carnicero de Ipswich… Por Dios, Monseñor, os creí menos ingenuo.

»El Sumo Pontífice fue el preceptor de mi sobrino Carlos, incluso el regente en Castilla durante sus ausencias. Calmaos. Pensad que Su Majestad el emperador Carlos pronto vendrá a cerrar el trato de dote y demás requisitos para su desposorio con mi hija María, la princesa de Gales. Aprovechando la ocasión, haré lo imposible por que os prometa la siguiente vacante en el Vaticano.

Wolsey miró al suelo pensativo y asintió en silencio mientras se alejaba con las manos cruzadas a la espalda. Pronto podría serenarse en persona con Carlos.

A los seis meses, la Armada Imperial recalaría de nuevo en nuestras costas. El Emperador visitó Greenwich y Londres, y, como era de esperarse ganó de nuevo a Wolsey con nuevas esperanzas y promesas.

El día 28 de junio todos celebraron el cumpleaños del Rey, vuestro padre. Todos menos yo.

Andaba presta por el corredor, con un nudo en el estómago y los lagrimales hinchados sin poder retener aquel líquido salado que luchaba por emerger.

Mi matrimonio experimentaba otra crisis. Se tambaleaba una vez más, y yo andaba demasiado cansada como para luchar por él. Quería a Enrique, y siempre le querría. Al menos eso era lo que un día había admitido al desposarme ante un altar y eso sería lo que moriría pensando.

Hasta el momento le había tenido más o menos cercano, a mi lado, pero abrigando siempre la esperanza de un nuevo embarazo. Que Enrique había desistido en su intento era ya evidente dadas sus constantes e irrespetuosas infidelidades ante el deber conyugal. Yo, la Reina, pronto quedaría incapacitada para ciertos menesteres como mujer, y mi vientre jamás volvería a ser colmado con otra criatura.

Una lágrima resbaló por mi mejilla. La enjugué rápidamente, para que pasase inadvertida ante las damas que corrían alteradas y sin rumbo fijo detrás de mí. No tenía intimidad ni para dar libertad al llanto y la frustración.

Tenía que soportar incluso la presencia de indeseables, como las hermanas Bolena, que me seguían junto a las demás, sonrientes y expectantes como si se alegrasen de mis desdichas y el simple hecho de presenciarlas las animase a proseguir con sus desatinos e infidelidades.

Al salir al jardín frené en seco sin darme la vuelta, pero ansiosa de quedarme a solas. Las múltiples sombras que acostumbradamente me seguían estuvieron a punto de atropellarme, pero la sensibilidad hacia mi pesar debió de rozar sus ánimos y se detuvieron aguardando mis indicaciones en silencio.

Cerré los ojos ante el sol deslumbrante que aparecía momentáneamente entre dos nubes. Una ráfaga de viento sopló sobre mi rostro, secándolo, y sentí el calor de su luz amarillenta. La misma a la que nunca había dado importancia en mi infancia por andar sobrada de ella, y a la que echaría de menos con frecuencia en el país del que era Reina, ya adoptado como mío. El olor a hierba mojada filtró al instante mis resquemores como un colador de infusiones.

Esa misma claridad fue la que me indicó una solución a mis desvelos.

Debía entretener mi mente en algo que me mantuviese más ocupada y distraída. Un quehacer más profundo e interesante que unos meros bordados, o mi participación en las tertulias de gallinero que las damas muy cercanas solían provocar.

Lo tenía muy claro. A partir de ese momento me dedicaría de lleno y por entero a vuestra educación. Mi único objetivo se bifurcaba en dos. Silenciar cualquier rumor de destrozo en mi matrimonio, oponiéndome a ello, y demostrar a todos vuestra adecuada aptitud como mi hija, la Princesa de Gales, para suceder al Rey.

Te busqué a mí alrededor. Al localizarte, corrí hacia ti. Cabalgabais sobre un caballo de madera a través de un laberinto de chaparros y flores bajo la cautelosa mirada de vuestra dueña.

Soltasteis el juguete y me reverenciasteis para luego abrazarme con fuerza. Sentí el olor de vuestros cabellos y la presión de vuestros pequeños brazos a mi alrededor, y guardé ese placer en mi interior. Dado que no podría quedar embarazada de nuevo, al menos os educaría como a la futura Reina de Inglaterra que debíais ser.

Recordé el modo en que mi madre nos había educado a nosotras. Localicé en primer lugar al mejor profesor de teología. El maestro Fernando de Vitoria, que andaba por la corte cuidando a vuestro padre de su última dolencia, antes de partir rumbo a París fue mi elegido. No puso reparo en enseñaros y así lo hizo.

No pudiendo contar con Beatriz Galindo, mi antigua profesora de latín, sir Thomas More me presentó a Linacre. Este escribió de inmediato un libro de gramática latina con el que iniciaros. Su trabajo resultó ser el mejor escrito para este fin.

El estudio de todas estas materias, incluidas la retórica y la filosofía, sin olvidar las lecturas de clásicos como Platón, Plutarco y Tito Livio, os proporcionarían la perfecta educación de la mujer cristiana que debíais demostrar ser mediante vuestra recta y virtuosa conducta.

Haciendo memoria, recordé muchos de los títulos que mi madre tuvo en la biblioteca y ordené que los buscasen para la nuestra propia.

Por último, y conocedora de los gustos de vuestro señor padre, no olvidé estimular vuestros conocimientos en canto y música, pues el Rey nunca me lo hubiese perdonado.

Con el tiempo tañeríais el laúd y la espineta con soltura.

Erais una niña inteligente y perspicaz. Muchas veces sorprendíais a vuestros profesores con preguntas nada asiduas para una niña de vuestra edad, y aquello me enorgullecía. En ciertos momentos, la duda lógica sobre un posible fallo en vuestra educación me preocupó como madre diligente a este respecto; pero inmediatamente vuestra propia actitud desvanecía el temor.

Reaccionabais con interés a todo lo que os mostraban y enseñaban.

Vuestras ansias por mejorar eran casi tangibles.

El día que reinaseis demostraríais a todos vuestros súbditos vuestra capacidad para ello, sin que nadie pudiera acusaros de inepta o irresponsable. En este mundo de traiciones e inseguridades solo una cosa es cierta, y es que con sangre la letra entra y con sufrimiento el intelecto se ejercita y expande. Se lo deberíais a vuestro Reino, y este mismo había de ser el beneficiario de vuestra sapiencia cuando debieseis gobernar sin tacha ni yerro.

No todo fueron esfuerzos. Como vuestra madre comprendía que erais aún muy niña, y que los juegos también habían deformar parte de vuestros entretenimientos. Desgraciadamente, no teníais, como yo tuve en su momento, hermanos con los que crecer, y por ello traje a la corte a varias hijas de los nobles que con vuestra edad os acompañarían en todo momento.

Aquella misma mañana, en la que paseando de vuestra mano por el jardín simulaba escucharos mientras organizaba mentalmente el más mínimo pormenor concerniente a vuestra ordenada educación, os mostrasteis parlanchina y alegre y conseguisteis disipar la tristeza que mi talante portaba. Al terminar de recorrer un camino bordeado por un seto vimos a un grupo de hombres discutiendo acaloradamente, sentados bajo la sombra de un árbol centenario. La mayoría eran doctos, sabios y valientes, que luchaban por una reforma en todos los ámbitos de nuestra defectuosa forma de vida.

Me tirasteis de la mano y os fuisteis corriendo a preparar el campo para una partida de críquet.

Intuíais que junto a los maestros solo hallaríais una tertulia demasiado aburrida y complicada para una niña. Sonreí ante vuestra huida y me dirigí hacia aquel lugar.

Sabía que allí, precisamente, era donde más información podría encontrar sobre vuestra educación.

La discordia entre ellos era clara porque un extranjero llamado Erasmo de Rotterdam pateaba la hierba alzando el tono de voz en contra de Wolsey. Si por un momento llegué a pensar en no interrumpir, aquello estimuló mi curiosidad. Aquel holandés cerraba el puño en defensa de sus ideas con aire satírico e irónico. Todos los demás le escuchaban con interés.

En su conjunto constituían el grupo de pensadores, filósofos y humanistas más reconocidos en nuestro continente, que recalaban en Inglaterra por un motivo u otro.

Los más jóvenes, para obtener una cátedra, y los mayores, para compartir e impartir sus conocimientos con el resto de los librepensadores que pudiesen encontrar. Oxford o Cambridge solían ser sus templos del saber.

Mientras me acercaba, pensé que Enrique podría haber estado sentado junto a ellos en vez de emborrachándose en el almuerzo de celebración por su aniversario. Con la edad parecía estar perdiendo interés por la cultura, dejándose llevar por placeres más mundanos. Todos habían leído el libro escrito en su día por el Rey en contra de los improperios luteranos. Se titulaba Assertio Septem Sacramentorum, y fue su manera de agradecer al papa León X el título de Defensor de la Fe que le había otorgado. En estos escritos apoyaba a la Iglesia católica y divulgaba sus enseñanzas en relación con los sacramentos, la misa y la defensa del Sumo Pontífice en contra de Lutero.

Por aquellos días se hablaba de reforma. El estado de bienestar en la Iglesia hacía demasiado proclives al pecado a sus miembros, y ello alimentaba las ideologías del infiel con más facilidad. Estaba claro que cualquier cambio habría que hacerlo con cuidado, o se corría el riesgo de que todo se desmandase inclinándose hacia otros intereses que no fueran los procurados.

Me acerqué, indicando silencio y discreción a todas mis damas. Doña María de Salinas, mi predilecta y de las pocas españolas que quedaban en mi casa a pesar de estar ya casada, se rio, descubriéndonos.

Mi gran amigo Thomas More fue el primero en verme, e hizo amago de levantarse de inmediato. Le rogué silencio posando mi dedo sobre los labios, y quietud con la otra mano para que se mantuviese sentado. Fue entonces cuando pude oír claramente lo que Erasmo predicaba:

—¡No lo entendéis y nunca lo entenderéis! La mayoría de los miembros de la Iglesia hicisteis voto de pobreza y castidad. Sin embargo, es bien sabido por todos que pecáis en exceso quebrantando estas dos promesas. Vuestra ignominia acabará por afrentaros. ¿Cómo pretendéis que las almas puras no se envilezcan con el ejemplo que les dais? No es de extrañar que corran ríos de tinta atacando a todos los hombres que trabajáis en nombre de Dios. Quizá engañéis a los más jóvenes, pero yo ya pasé de los cuarenta y no os creo en absoluto. Ha llegado el momento de una reforma. Desde que Lutero clavó sus noventa y cinco tesis en la iglesia de Wuttenberg y fue convocado a la dieta de Augsburgo rehusando retractarse de lo allí afirmado, todo se tambalea sin remedio. Ese hombre ha cuestionado la autoridad del Papa, y León X ya ha declarado heréticas muchas de sus tesis. ¿Qué más necesitamos para intuir el caos?

Casi exhausto por la ira se sentó, falto de resuello, y simuló concluir su exposición.

—Muy señores míos, si vuestras mercedes optan por seguir cruzados de brazos ante tanto desbarajuste, adelante. Yo no pienso secundaros.

»Podéis actuar como determinéis más conveniente, pero es evidente que Martín Lutero es el inicio de un descontento general. El libertinaje y el pecado se palpan en todos los conventos, y la miseria mata de hambre mientras los padres de la Iglesia hacen ostentación de lujo, placeres y pecados. Conozco a este monje contestatario, y él puede asegurar lo que dice pues lo ha vivido a su alrededor viendo cómo sus superiores jerárquicos quebraban sin pestañear aquellos votos de castidad que en su día juraron, olvidando el rezo diario y la disciplina requerida por la orden. Se equivoca el que menosprecia a Martín Lutero, porque tiene seguidores incondicionales y no le importa el haber sido excomulgado y desterrado; si sigue en sus trece, hará mucho daño a nuestra Iglesia.

»Claro que…

Se rascó el mentón antes de proseguir con su monólogo.

—También existe un contrapunto a esta posición. He oído hablar de un español de Azpeitia. Se llama Ignacio de Loyola y, según dicen, es un hombre comedido y cortés, que huye del boato como ha de ser en los hombres de la Iglesia. Es pobre de ropas y lleva zapatos sin suela; pero eso no parece importarle porque es bienhechor de todas las almas que ve. Según me contaron, aquel cura leyó mis obras y quedó impactado por mi «Elogio de la locura», pero me cogió tanta ojeriza y aborrecimiento que no quiso releerla y prohibió a su Compañía que lo hiciese si no era con mucha cautela y defecto. Me acusa de peligroso y de satirizar e ironizar por placer. Dice que así alimento ideologías que surgen en contra del catolicismo. Loyola es sabio de veras.

Sir Thomas More le escuchaba, atento y a la vez cansado de no poder intervenir dada su prepotencia.

Estaba a punto de rebatirle cuando un joven desconocido para mí me delató levantándose ruborizado a reverenciarme. Me habló en perfecto castellano, algo que a mí me gustó.

—Soy Juan Luis Vives, para servir a mi señora. Vengo de Brujas, aunque nací en Valencia y estoy presentando mi tesis en Oxford.

Tembloroso, se metió la mano en el chaleco en busca de algo. Un miembro de mi guardia ya había desenvainado la espada velando por mi vida ante el desconocido. Con un cabezazo imperativo le ordené envainar de nuevo; había que ser poco sensible para mirar a aquel hombre y no intuir su nerviosismo histérico. Vives dudó y yo le animé:

—Ya que habéis interrumpido la conversación de vuestros maestros derrochando ímpetu, ahora no iréis a dejarnos con la duda de qué es lo que guardáis. Mostrádnoslo.

Sudando, aquel hombre empezó a tirar del bolsillo pero aquello que escondía parecía no querer salir.

Al fin, de un tirón sonó el resquebrajar de la entretela y sacó un pequeño libro que me tendió con la mano temblorosa.

Le sonreí. Y leí el título: Instituciones cristianas femeninas.

—Sosegaos y explicádmelo.

Tomó aire para tranquilizarse y prosiguió, más pausado:

—Se trata de un libro que escribí para la correcta educación de las niñas y mujeres cristianas. Recuerda en cierto modo a El carro de las donas, que os sirvió de guía en vuestra infancia cuando estuvisteis en España. Por ello, y por ser Vuestra Majestad el vivo reflejo de una perfecta Reina cristiana, os lo traje de Brujas. Allí, gracias a la imprenta de Gutenberg, podemos imprimir y hacer más ejemplares.

No pude evitar el agradecérselo, pues su adulación me fue grata.

—No dudéis de que lo leeré con suma atención junto a la princesa María. Ahora, si no os importa, me gustaría seguir escuchándoles. La polémica siempre es buena para discernir.

Me senté, dispuesta a deleitar mis sentidos con tanta sapiencia, pero el silencio fue absoluto. Los hombres no estaban acostumbrados a hablar de ciertos temas de Estado frente a las mujeres. Creo que nunca nos creyeron capaces de entenderlos.

Comprendí de inmediato que jamás dialogarían ante mí sin sentirse coartados, y menos de un tema tan delicado como la puesta en entredicho de los miembros de la Iglesia católica.

Una de mis damas me ofreció un bate de críquet y la bola para sacar.

—Mi señora, Su Alteza, la Princesa de Gales, os espera para iniciar una partida. Las diez damas de vuestro equipo están dispuestas y los críquets están ya clavados en la hierba.

Decepcionada, dejé a humanistas y pensadores y me fui a jugar. Sin duda, aquellos hombres me creían incapaz de leer «Elogio de la locura» de Erasmo, o «Utopía» de sir Thomas More. Muchos de ellos ignoraban que ya conocía estos textos, y no creían posible que cubriese las ambiciones intelectuales de ellos. Solo les quedaba reunirse con Maquiavelo para satirizar a gusto sobre todo lo humano y soñar con un mundo armonioso y en paz, en el que sus pobladores no fuesen presos de intereses, en espera de que nuestros sucesores aprendiesen de todo aquel imposible.

Tomé el palo, y mientras me alejaba defraudada ante el rechazo silencioso de aquellos sabios no pude evitar desahogarme.

—Os dejo, señores, intentando arreglar el mundo, soñando una libertad, una armonía y un orden aún más utópico que el de la obra de More. Pondría la mano en el fuego, y no me quemaría, asegurándoos que es más probable que vuestras bocas se tornen desecadas y sin saliva que lleguéis a una solución viable. Seguid dándole al ingenio, que yo me entretendré con unos aros y unas pelotas.

La lectura del libro de Vives me complació tanto que no solo la indiqué como necesaria en la educación de María sino que, además, le nombré tutor de mi hija para que le inculcase los principios de sus escritos.