Capítulo VII
La distancia del olvido
Pasó el tiempo. Los años se me hicieron un lustro después, y el tiempo llegó a borrar de mi memoria todos aquellos proyectos y deseos que un día rondaron mi atolondrada juvenil sesera.
Siete años aguardé un destino sin regresar a mi tierra viviendo en Durham House. Tan cerca del Támesis estaba que la humedad llegó a filtrarse por entre las losetas del suelo empapando aún más mis tristes e inciertos sentimientos.
La aquiescencia me ahogaba.
Tras los muros de esta mi olvidada prisión parecía existir una ciudad prohibida, en la que los ingleses procuraban no entrar. Era como un reducto pequeño y olvidado de España en York.
La lengua que hablábamos era la española; los bailes, los nuestros; y las costumbres, las que habíamos traído de nuestra tierra natal.
Don Juan de Cuero, el tesorero que tanta diligencia había puesto en el cuidado de la dote de la que en su día se había hecho cargo, se vio obligado a hacer malabares y magia para estirar, sin despilfarrarlo, el poco caudal que en nuestras arcas quedaba.
Con harto dolor de corazón, pero con mi permiso, abría aquel arcón e iba empeñando un día y vendiendo el otro parte de la plata y las joyas que en una época lejana había defendido incluso con el peso de sus posaderas. Todas ellas estaban destinadas a pagar el resto de mi dote en caso de que me casara con Enrique. El día en que ese momento llegase, Dios proveería. Al menos, no habrían muerto de hambre la Princesa viuda de Gales y todo su séquito.
Así fuimos poniendo remedio a nuestras penurias, lo cual todos agradecimos. Estábamos cansados de vestirnos con sedas y brocados remendados y de no tener ni para camisas, así como agotados de comer en vajilla de plata carne podrida en escabeche y pescado en salmuera, por no poder adquirir en el mercado alimento fresco, y de no tener más que agua para beber. Alimentos como el vino o las frutas normales se nos habían vuelto lujos raros y exquisitos. Había días en que comíamos incluso peor que un hidalgo hambriento. Recuerdo cómo, mientras masticaba duelos, quebrantos, lentejas o gachas, intentaba recordar el olor y la textura de un buen asado para así tornar la comida de un pobre en manjar exquisito.
Mi fiel amigo Juan de Cuero no puso reparo en ello y, gracias a su comprensión, mantuvimos al menos un ápice de nuestra dignidad. Ya no inspirábamos la piedad que todos los que nos veían promulgaban a los cuatro vientos. Pues no era piedad lo que mi orgullo quería inspirar sino el leve recuerdo de mi señor padre hacia esta Corte lejana.
Doña Elvira de Manuel dirigía el mermado cotarro cual la dueña diligente que pretendía ser. En defensa de su austera empresa se enfrentaba a unos y a otros sin rebajarse ante la posición de todos, y dado este caso, ponía sin temor a cada uno en su lugar. El estipendio superfluo era duramente castigado.
Fueron aquellos tiempos difíciles, durante los cuales me encontré inútil y desconcertada, esperando una orden de parte de mis señores padres que resolviese tanta incertidumbre ante el futuro.
Por entonces me notificaron la muerte de mi madre, acaecida un 16 de noviembre de 1504, y el nacimiento de mis sobrinos Leonor y Carlos, y un sinfín de noticias que llegaron a sonarme ajenas y distantes. Me sentía como una mera espectadora que, sentada a solas en el patio de una corrala, veía cómo todos aquellos personajes que un día habían estado en escena iban desapareciendo sin dejar rastro: unos, de la mano de la muerte, y otros, de la lejanía.
El maestro Geraldini fue tan solo el primero de una larga lista en regresar a España. Me sorprendió la rapidez con que nos abandonó, ignorando por siempre el motivo de ello. Supuse después que posiblemente había sido obligado a proceder de ese modo por el embajador De la Puebla por un lado y por doña Elvira por otro. Dada mi desidia, el embajador y mi dueña más veterana se habían hecho con las riendas del poder en nuestro pequeño palacio. El osado que discutiese cualquiera de sus determinaciones era destituido de inmediato, o trasladado según el puesto que ocupase en el ya de por sí mermado escalafón de mi Corte.
Sin duda Geraldini midió mal sus fuerzas, y por ello fue condenado a un claro destierro disfrazado de voluntaria renuncia. En un principio, aquello me dolió al ignorar las artimañas de los que me rodeaban. Cuando al fin supe la verdad, le eché de menos. Aquel hombre había vagado junto a mí desde que tuve uso de razón, y su ausencia me perjudicó pues era casi el único miembro de aquella Corte ficticia que comprendía mi aflicción y me procuraba consuelo. Su partida me obligó a desempañar mis ojos y a estar más alerta ante infidelidades, envidias, conspiraciones, traiciones y luchas de poder.
Desde aquel momento procuré mantenerme al margen de tanta rencilla entre los cortesanos, sin llegar a desinformarme sobre sus problemas.
Era la manera más diplomática de actuar sin ser engañada. Alguna que otra vez tuve que arrepentirme, dado que paulatinamente menguaba el número de cortesanos españoles que me rodeaban dejando su lugar a extraños a los que apenas conocía.
Como no sabía qué hacer y mis padres no me reclamaban, seguí viviendo en Inglaterra. Arduas penurias y necesidades alteraban el ánimo de todos aquellos que, como yo, habían acudido a esos Reinos con las esperanzas forjadas.
Las arcas de mi dote estaban prácticamente vacías. Solicité una y mil veces a mi suegro la asignación de una dote como Princesa viuda de Gales; y cuando finalmente me la negó, le pedí la devolución de las cien mil coronas que en su día había aportado como dote para mi desposorio con Arturo. Solo obtuve el silencio por respuesta, por lo que tuve que vender parte de mis vestidos; ya no quedaban joyas sin empeñar.
La más severa austeridad se impuso en mi modus vivendi. Predicaba con el ejemplo ante los cortesanos y ante las damas menos sufridas, e incluso prohibí las quejas en mi presencia. A la espera de un destino totalmente incierto, pasamos meses en la más pura indigencia. Pero fue precisamente la necesidad de lo más precario lo que nos enseñó a apreciar los bienes materiales cuando los había, y a echarlos en su justa falta cuando escaseaban.
La notificación de la muerte de mi señora madre colmó el vaso de la tristeza en la que me vi sumida.
De la desesperación pasé a la apatía. Ya nada me alteraba ni me interesaba. Llegué a perder esa ansiedad que había experimentado un día por saber qué me sucedería.
Oía sin escuchar, de boca de mis damas, las noticias que del otro lado del muro acontecían. Aquel día las campañas tañían su luto.
Doña Elvira entró dispuesta a hacernos partícipe de su crónica a pesar de que nadie le había preguntado al respecto.
Isabel de York, la Reina, había muerto al dar a luz una niña.
Esta había sido la séptima de sus hijos. De haber sobrevivido a su madre, hubiese sido bautizada con el nombre de pila de vuestra Alteza. Desgraciadamente, la párvula ni siquiera tuvo tiempo de recibir su nombre al modo cristiano.
Aquella mujer me miraba esperando una respuesta. No lo pude evitar: tan habituada estaba a mi tristeza que, lejos de afectarme la muerte de mi suegra, llegué a bromear comparando la similitud.
—¿Lo veis, doña Elvira? Ha muerto una reina llamada Isabel y su hija Catalina la ha secundado. ¿No lo encontráis curioso? Quizá sea una premonición que ironiza con tocayas. Mi madre no ha mucho que murió, y quién sabe si los designios de Dios quieren que yo la acompañe.
Doña Elvira se desesperaba ante mi tétrico estado de ánimo:
—Su Majestad se muestra patética. Mejor haríais en preocuparos de lo que acontece que ignorarlo y bromear con ello. Es buen momento para escribir un pésame a vuestro suegro y a vuestros cuñados. Quizá así les recordéis de una vez por todas que sois parte de su familia a pesar de estar aislada.
Aquella mujer sabía muy bien cómo atacar. Ya fuese para herir o halagar, contaba en su haber con la labia como un don. La rebatí.
—Eso, doña Elvira, habría de hacerlo mi señor padre, que es a quien hemos de someternos y de quien podemos esperar ayuda.
Me quedé pensativa un segundo.
—Pronto atenderá a mis demandas. Ahora anda atareado con las conquistas de Nápoles, y Orán, Bujía y Argel en la costa africana, por lo que la distancia le hace imposible el dedicarnos al menos una mirada. Todos tenemos que entenderlo.
Lo cierto era que ni yo misma me creía lo que estaba diciendo. De algún modo necesitaba excusar el olvido que el rey Fernando de Aragón mi padre demostraba ante su pequeña. Doña Elvira me miró escéptica y no se mordió la lengua:
—Su Majestad es muy libre de creerse sus propias mentiras. Lo cierto es que vuestro señor padre no tiene ni la más leve intención de enviar el resto de la dote para que os desposéis con el príncipe Enrique de Gales, amén de lo mermada que ha quedado la parte que guardamos nosotros. Desde que vuestra madre murió, ni siquiera se han mantenido los tratados comerciales que existían entre Inglaterra y Castilla. ¿Es ese el modo que tiene de asegurar una alianza por la que se muestra interés? Podéis seguir soñando. Pero de sueños no se come, y con ellos tampoco se pagan dotes. Cuanto antes lo aceptéis, menor será el dolor al asimilarlo. Sobre todo ahora, que corre el rumor de que el mismo Príncipe de Gales, vistos los quebrantos comerciales que existen entre vuestros Reinos, ha jurado no ratificarse en la promesa que en su día os hizo de matrimonio.
Me tapé los oídos. No quería escuchar ni una palabra más de aquella deslenguada. Se puso en jarras y alzó el tono de voz como una simple sirvienta:
—Su Majestad ha tenido incluso que demostrar su virginidad a Inglaterra. ¡Se ha debido de someter a vejaciones vergonzosas! ¿Y todo para qué? ¿Para seguir aguardando? Todos estamos cansados de esperar un imposible.
Salí corriendo ante semejante falta de respeto. Me siguieron las cuatro damas jóvenes que, como yo, no se daban por vencidas. María de Salinas me abrazó, mientras Inés Venegas, María de Rojas y Francisca de Cáceres me alentaban con palabras cariñosas. También ellas estaban cansadas, pero me eran fieles y estaban dispuestas a seguir conmigo hasta el final incluso envejeciendo solteras si fuere menester.
Así me lo aseguraron una y mil veces. Eran conscientes de que mientras yo no subiese al trono no accederían a un buen partido matrimonial, y yo me sentía culpable por ello. Aun así, en tanto que compañeras inseparables, se mostraban vivaces y alegres. Ellas sabían que si los rumores eran ciertos, su consecuencia inmediata sería nuestra reclusión más absoluta. Ni siquiera podríamos contar con las visitas fugaces que de Richmond a Greenwich o a Westminster nos permitíamos de vez en cuando para alentar y entretener nuestras pesarosas ánimas.
Desconsolada, las miré a todas.
—Decidme la verdad. ¿Es cierto lo que doña Elvira asegura? Todas quedaron calladas. Doña María, como siempre, habló sinceramente.
—Corre el rumor, mi señora, pero solo es eso, una hablilla. Dicen incluso que vuestra cuñada Margarita, la que en su día fue la viuda de vuestro hermano Juan, y luego del duque de Saboya, puede casarse con el rey Enrique; y en segundo término, que Leonor, la primera hija de vuestra hermana Juana, se desposará con el príncipe Enrique. El artífice de tanto desbarajuste no es otro que el viejo rey Enrique. Desde que está viudo anda desequilibrado y ansiando una mujer mucho más joven que él. Es él, mi señora, y no su hijo el Príncipe de Gales, el que ha perdido la sesera. Os aseguro que hoy dice una cosa y mañana cambia de opinión.
Inspiré consternada. Mi propia sobrina me desplazaba.
Bien podría aprender mi padre de la rapidez y constancia con la que se movían los Habsburgo. Su desidia acabaría enterrándome en vida a los ojos de los ingleses.
Me derrumbé; no comprendía de qué servían nuestros embajadores.
Estaba claro que andaban anquilosados en la lucha por mi causa. El interés por mantener mi matrimonio intacto había quedado desierto. Mi propósito a partir de aquel momento no sería otro que salvar del hundimiento una unión necesaria y buena para ambos Reinos. Tendría que actuar con rapidez o me ganarían en la carrera. No podía seguir esperando el apoyo de nadie, por lo que procedería yo sola.
Aquella fuerza del instante se esfumó pronto, ahogada por todas las dificultades añadidas que fueron surgiendo. Cada despertar se me hacía cuesta arriba. Perdí el interés por levantarme, vestirme, reírme, llorar o incluso vivir. No encontraba una salida a mi sentir ni un porqué a mi subsistencia.
Desde que nací me inculcaron una sola idea. La de que mi existencia servía a un Reino y a unos propósitos. A mis veintidós años, llevaba siete de viuda y nadie parecía acordarse de mí. Llegué a sentirme como estorbo en tierra ajena. Un día escuché desde mi lecho cómo los médicos me desahuciaban. No me importó aquello; solo quería dejar de sufrir lo antes posible, y rezaba a Dios para que me ayudase a conseguirlo. Debió de escuchar mi plegaria únicamente en parte, pues solo sanó mi cuerpo, dejando mi alma igual de maltrecha.
Esa tarde, las cuatro damas rodeaban mi lecho con la preocupación sellada en sus rostros. Doña María abrió un poco más el cortinaje y se coló dentro del dosel. Me giré para no tener que reprenderla y ni siquiera mirarla.
—Señora, hay tres personas que han anunciado su visita.
Gruñí sin articular palabra. De sobra sabían que no quería ver a nadie. ¿A qué venía importunarme con tal sandez? Ella insistió, susurrándome en el oído con gran delicadeza:
—Su Majestad debería de levantarse y empezar a acicalar su presencia pues solo tenemos dos horas para ello.
Me impacientó. Con gran esfuerzo levanté la cabeza de la almohada y la giré para que captase claramente la mirada furibunda que le regalaba. Gran parte de mi rojiza melena quedó adherida a mi rostro por las lágrimas, pero no me molesté en apartarla de delante de mis ojos. Así me serviría de velo para esconderme.
—Os he dicho que no quiero ver a nadie. ¡Dejadme en paz! No se dio por vencida.
—Está bien, mi señora. Mandaré un billete excusándoos ante las tres únicas personas que parecen no haberos olvidado en esta isla.
La escuché indiferente. Junto a mí se dirigió a su compañera:
—Doña Inés, ¿podríais llamar al escribano?
Sentí a mi espalda cómo se dirigía a la puerta cuando la voz de doña María la detuvo de nuevo.
—Decidle que acuda rápido y armado con los sellos y el lacre de la casa. El Príncipe de Gales y sus hermanas han de saber lo antes posible que la visita se suspende.
Pegué un respingo y me senté en el lecho.
Las dos sonrieron ante mi actitud.
Salté de la cama como si toda la vitalidad perdida hubiese acudido de inmediato a mi semblante y me senté frente al tocador. Mi aspecto era desastrado, y mi pelo andaba en un estado tan deplorable como mi esperanza. Sería difícil adecentarme en tan poco tiempo, pero contaba con mi juventud.
Dos horas y media después entraban en mi antecámara Enrique y sus hermanas Margarita y María. Intenté peinarme un poco mejor, pero no pude hacerlo. Habían pasado años desde la muerte de Arturo y, sin embargo, aquello que una vez me había aventurado a disponer para mi destino no se cumplió en absoluto.
Esa visita inesperada daba visos de una luz incipiente al túnel oscuro en el que nos movíamos.
Reverencié al Príncipe de Gales y tiré de mi toca para esconder, avergonzada, ni descuidado rostro, atisbando de reojo su semblante. Era el único que se aventuraba a visitarme junto a sus hermanas a pesar de la prohibición expresa que tenían de su padre. También él había cambiado mucho.
La barba y el bigote asomaban de entre su faz, y su pelo rojizo brillaba más que nunca. Medía casi siete pies. Era un hombre en ciernes mucho más vital y fuerte que lo que nunca había llegado a ser su hermano Arturo. No pude evitar la comparación.
La diferencia de edad conmigo ya no parecía tanta dada su madurez física, y hubo un momento en el que olvidé que yo era mayor que él.
Nuestra conversación se hizo rápida y fluida a pesar de que llevábamos mucho tiempo sin vernos. Fue todo tan fácil como aquel baile que nos permitimos el mismo día en que me casé con Arturo.
Se mostró sagaz, perspicaz, sensible, audaz, tímido y, en algunas discusiones, terco como una mula.
Era sobre todo el rey de la última palabra sin dar posibilidad a la contradicción. Me confundió con sus constantes caprichos y cambios de humor; pero he de reconocer que me atrajeron cada una de sus caras y estados de ánimo.
Buscando temas de unión, hablamos de nuestros hermanos mayores; de la admiración que sentíamos por ellos y de cómo ansiábamos tener todo lo que ellos tuvieron.
Después de recordar un millón de anécdotas de la infancia, me vino a la mente el caso de Isabel mi hermana. Las dos princesas me miraban extasiadas mientras narraba su vida.
—De niña admiraba a Isabel. Mi hermana mayor se casó con el Rey de Portugal. Quedó viuda a los pocos meses y años después se casó con el sucesor de su marido. Fueron precisamente aquellos años interregnos entre sus dos matrimonios, cuando regresó a casa, los que más disfruté de su presencia.
Una voz ronca me interrumpió:
—Es una bonita historia, y sería bueno que se repitiese, pero sin existir un regreso a Castilla entre tanto. Para qué, si la viuda posiblemente conozca ya a su próximo esposo.
Enrique clavaba sus claros ojos en mi rostro, en mis manos e incluso en mis chapines. Estudiaba detenidamente y con sumo respeto cada centímetro de mi cuerpo, y lo peor es que yo sentía cómo lo hacía.
Aún recuerdo lo azarada que me sentí ante aquel escudriñar.
A mi sonrojo se le unió cierto palpitar. Hice oídos sordos a aquel sinuoso comentario y mi voz tembló: regresé a la historia de Isabel para suavizar el nerviosismo.
—Ella murió al parir su primer hijo. Aquel niño que hubiese unido los Reinos de Castilla, Aragón y Portugal.
Enrique no me escuchaba. Solo sonreía, divertido ante mi apocada actitud.
Pasada una hora, que pareció un segundo, se despidieron de mí.
Cuando Enrique me besó en la mejilla, lo hizo despacio e inspirando mi olor.
—Si en mi mano estuviese, viviríais como la princesa que sois y no sometida a la mezquindad a la que vuestro padre y el mío os someten.
Comprendí que nada podía hacer él al respecto, aunque sus palabras le salían del corazón. Enrique, como yo, estaba obligado a la voluntad real. Agradecí sus intenciones y tomé sus velados comentarios como alentadores, aunque ya había sufrido demasiado como para repetir una boda. Entre tantos dimes y diretes, ya no confiaba en que los deseos se hiciesen realidad, ni los suyos ni los míos. Si su padre el rey Enrique le ordenaba casarse con otra, él no podría negarse a ello.