Capítulo IV

Partida hacia el horizonte

Abracé a mi señora madre tan fuertemente que ella misma me separó de su lado. La Reina Isabel estaba vieja y cansada, pero aun así procuraba mostrarse altiva e imperturbable ante todos los presentes.

Con esta partida y mi consecuente matrimonio culminaba otra de sus ya conocidas cruzadas. Todas ellas constituían un conjunto de anhelos cumplidos gracias al sacrificio.

Con los ojos vidriosos me signó con la señal de la cruz en la frente y me besó.

—Id con Dios, hija mía. Bien sabéis que me hubiese gustado acompañaros como en su día lo hice con vuestra hermana Juana, pero los asuntos del Reino me requieren en el sur; y aunque mi semblante aparenta fortaleza, aún me siento convaleciente de esta mi última enfermedad.

Se puso la mano en el pecho como si le doliese. No era de extrañar, ya que cada muerto de la familia era como una daga atravesada y sedienta de lamentos angustiosos.

Solo pude asentir ante su disculpa. Le besé y, reverenciándola, subí a la silla de manos.

Aquel caluroso 21 de mayo me desprendía de todo lo que había conocido. La Alhambra se iba haciendo pequeña en el pasado; y el horizonte, inmenso a cada paso que avanzábamos rumbo a La Coruña.

Nos alejábamos despacio calleja abajo rumbo a la puerta de salida.

No pude despegar la mirada del semblante de la Reina. Aquella figura solitaria alzaba un brazo aireando con un pañuelo blanco en la mano un adiós. Con aquel gesto solo dedicaba una despedida cargada de amargura hacia la última hija que partía de su lado.

La alegría que se vivió con la partida de cualquiera de mis hermanos no se respiraba por ninguna parte; la algarabía era silencio, y los vítores, apenas una leve efusión. A pesar de ello, no me sentí celosa.

Muy ciega habría de estar para no comprender a una reina y madre que después de haber parido y criado a cinco hijos se desprendía de la más pequeña. Arrancaba de su lado con el corazón en un puño y la sensación de soledad a su ya enquistado dolor.

La sentida despedida hizo aún más patente la ausencia de mi señor padre. Don Fernando andaba demasiado ocupado como para venir a despedirme. Cumplió con el cometido enviándome una carta excusando su ausencia. En aquel legajo, que guardé junto a mi pecho, me llamó «su pequeña» por última vez. Ni siquiera pude despedirme de él como Dios manda y como hubiese querido pues lo más probable era que nunca más nos volviéramos a ver.

El avanzar de mi séquito resonó entre las casas. Al completo, mi cortejo salió de Granada cargado de ilusiones y deseando, si no olvidar, sí al menos dejar a un lado tanta desdicha. Los condes de Cabra, el arzobispo Fonseca y Pedro Manrique encabezaban la larga hilera, siendo ellos algunos de los que tenían encomendada mi entrega sana y salva.

Nos seguían muchos carros cargados de los enseres más variopintos e insospechados. Vajillas de oro, tapices, muebles, vestimentas, joyas y plata. Don Juan de Cuero, el tesorero, había escrito todo en las listas sin olvidar ni un alfiler, y permaneció durante el viaje sentado sobre dos arcas de piel repujada. Al parecer, aquellas cajas llenas de cerrojos y candados contenían la dote acordada con los ingleses. Sin dote no habría desposorio y el contable lo sabía, por lo que prometió defenderla y cuidarla hasta entregársela a Enrique VII, Rey de Inglaterra y mi futuro suegro.

Me distrajo el verle reservado y desconfiado en semejante posición cuando mi silla pasó junto a él.

Era cómico observarle, y no pude reprimir el dirigirme a él simulando ignorancia.

—¡Cuero! Vuestra merced pone mucha cautela en vigilar esas arcas. Parecéis una gallina incubando sus huevos. ¿Qué es lo que guardáis que no podéis delegar en la guardia?

El infeliz miró a un lado y a otro posándose el dedo sobre los labios en señal de silencio.

No pude reprimir una carcajada y con un gesto le indiqué que se acercase a la ventana de mi silla de manos para susurrármelo al oído.

Aquel pobre diablo debió de dudar. No sabía si cumplir con mi indicación a rajatabla y dejar al socaire su tesoro o enviar a alguien con un mensaje. Insistí.

—¿A qué esperáis? ¿Se os quedó adherido el calzón al arcón?

Todos los que andaban alrededor sonrieron; esto le hizo pegar un brinco, e inmediatamente saltó del carro para correr al lado de mi ventana y contármelo. El rubor le tiñó las mejillas y el sudor comenzó a surcar sus sienes debido a que tenía que caminar al mismo paso que mis porteadores y su gruesa barriga le pesaba demasiado.

Cansino y muy raudo comenzó a hablar sin apartar un ojo del carro de los tesoros:

—Su Alteza, siento haberos impacientado, pero habéis de comprender que lo que cuido es vuestro salvoconducto hacia Inglaterra. Las arcas guardan muchos miles de maravedís para la preparación de la boda, además de doscientas mil coronas como dote.

Miró al cielo contando mentalmente y tomándose los dedos cuajados de anillos para no errar. Sin perder un segundo continuó:

—Cien mil tendremos que entregarlas en pago antes de la boda; otras cincuenta mil a los seis meses de vuestro desposorio, y las últimas cincuenta, al cabo del año.

Jadeando por el esfuerzo, dio un cabezazo en señal de despedida y regresó a su carro sin esperar respuesta. No pude reprenderle por ello. Bastante castigo había sido el convertirle en el hazmerreír del cortejo por un instante.

No le di un segundo pensamiento a las finanzas. Para eso nos acompañaba el tesorero. Estaba claro que en aquel momento ignorábamos las venturas que aquella forma de pago nos traería.

Continuó el viaje, y la quietud de mi cuerpo inmerso en el movimiento del cortejo dio rienda suelta a mis pensamientos. La tristeza que me sobrecogió al despedirme de mi madre se fue disipando, y al poco tiempo del ajetreado viaje mis pensamientos regresaron al punto de partida.

Mis hermanos habían cumplido en su día con su deber sin rechistar, y yo me sentía orgullosa de poder hacerlo tal como se había acordado.

Gracias a nuestra perseverante voluntad, las alianzas con otros Reinos quedarían selladas y bien atadas.

María era Reina de Portugal.

Por otra parte, Juana sería la futura Reina de Castilla y Aragón ciñendo algún día sobre las sienes de su hijo Carlos las coronas de sus Reinos, y si los príncipes electores así lo decidieran, las de su suegro Maximiliano. De hecho, la corte castellana ya la esperaba para ser jurada como sucesora. Me hubiese gustado haberle dado mi enhorabuena antes de la partida, pero desconocíamos por entonces la fecha de su llegada y no podíamos esperar.

También yo llegaría a reina, como mis hermanas. Lo sería de Inglaterra. Imaginaba la espera del Príncipe de Gales aguardando mi llegada para la boda. Ya había sido desposada con Arturo, y sin embargo no me sentía la Princesa de Gales. Ahora que se acercaba el momento de conocerle, mil demandas acudían a mi mente. Eran preguntas de incertidumbre y temor a lo desconocido. Prefería no pensar que, quizá, jamás regresaría a mi reino de nacimiento.

Cada vez que me detenía a pensar sobre mi preparación para el viaje, me sentía atemorizada. Estaba claro que no había sido precavida, pues solo dos consejos habían llegado desde las tierras de mi destino para ayudarme a adecuarme a ellas. El que me acostumbrase al vino y que, además de latín, aprendiese francés e inglés.

Nada sobre modas, costumbres, manjares, bailes o músicas. Nada que me indujese a pensar que los ingleses fueren muy parecidos a nosotros, o muy distintos… En definitiva, nada que sosegase mis ánimos. Parecía mentira que nuestra señora madre pusiera tanto esmero en nuestra educación y, sin embargo, nos catapultase a lo desconocido tan ignorantes como un párvulo ante lo ignoto. De todos modos, nunca se lo podría echar en cara pues siempre veló por nosotros.

Cruzamos los Reinos del sur al norte, arribando a La Coruña antes de lo esperado. Agradecí la rapidez con que embarcamos y partimos. El 17 de agosto levaba anclas, mientras el pueblo nos despedía con cariño y un contento en general muy distante del que se nos había mostrado en la Alhambra.

En el mismo momento en que dejé de posar el pie en tierra firme se me hizo un nudo en el estómago.

Muchos de los que me habían acompañado en el trayecto desde Granada quedaban despidiéndome en el puerto, y mi séquito quedaba tan mermado que no se podía siquiera comparar al grueso que siguió a Juana, mi hermana, rumbo a Flandes.

Una tormenta nos sorprendió a los cuatro días de travesía. Nunca había llegado a imaginar que el mareo pudiese constituirse en una enfermedad tan desagradable e imposible de remediar. Me tumbé en un coy para que fuese este el que se balancease en vez de mi persona.

Semejante solución, según comentario de un hombre de mar, me mantendría en la recta posición con respecto a lo que debía ser la tierra.

Pero ni por esas.

Cuando ya no me quedó en el estómago nada que vomitar, seguí sufriendo espasmos. Solo recuerdo que mi dama y amiga doña María de Salinas acudió entre tropiezos y los golpes de los bandazos a ver cómo andaba todo en cubierta.

Regresó pálida. Me encontraba a morir, y asocié el mareo y el malestar de estómago con la muerte.

¿Quién podría decirme que no andaría descaminada el día que ella me recogiese? Miré a doña María y no fui capaz de preguntarle por la verdad.

En realidad, nada me importaba.

La cabeza me daba vueltas y solo ansiaba que aquello terminase de uno u otro modo. Ella, sin embargo, insistió en comentarme la situación precipitadamente.

—Mi señora… El barco está desarbolado y prácticamente destrozado. Los mástiles, partidos, cruzan la cubierta de proa a popa. El velamen ondea al viento, rasgado y empapado. Solo los aparejos sujetan todo el lastre. Lo único que me ha dicho el capitán es que, al parecer, la tormenta amaina, por lo que podremos regresar a la costa.

Di una arcada de nuevo. No me interesaba a qué costa. Con amargor en la boca le contesté:

—Doña María, no me importa nada de nada. Rogad al capitán únicamente que esto cese pronto. No quiero saber cómo. Quizá tengamos que naufragar para recuperar la paz; pero, por Dios, suplicadle para que, si está en su mano, esta tortura toque a su fin.

Me miró ella con desaprobación, pero consciente de que todo era provocado por mi estado enfermizo.

Al poco, exhausta, conseguí conciliar el sueño, y al despertar, la quietud total se había hecho. De nuevo oí la voz de mi dama que, con un paño húmedo, me limpiaba la comisura de los labios.

—Su Alteza puede seguir durmiendo, pues hemos fondeado en Laredo y estamos a salvo. Ni siquiera el traicionero golfo de Vizcaya consiguió hundirnos.

Sonreí más tranquila y seguí durmiendo.

Tuve tiempo de recuperarme. Los destrozos eran cuantiosos y tardamos más de seis semanas en reiniciar la marcha rumbo a Inglaterra.

El aburrimiento de la espera me hizo observar detenidamente lo que en aquel puerto acontecía.

Aquella villa tan querida de mi señora madre lo era por ser la capital de las cuatro villas más cercanas y principales que daban a esa costa. Facilitaba en mucho el atraque y fondeo de barcos de grande envergadura; por eso era muy comercial y Real, desde que todos los miembros de la familia recalábamos en él para hacernos a la mar.

Por avatares del destino, las aguas embravecidas nos empujaron allí. Partiríamos de nuevo una vez arreglados los destrozos y avitualladas las bodegas de las naves con los víveres necesarios.

Ese momento al fin llegó. El amanecer de aquel 27 de septiembre fue especial en Laredo.

Muy cerca de la Puerta del Merenillo y de la iglesia de Santa María estaba la casa torre del condestable de Castilla, donde nos albergamos y dormimos plácidamente.

Pero la última noche en tierras cántabras no pude dormir. Desde una de las troneras de la casa torre estuve expectante contemplando la quietud de las aguas del puerto, el silencio y la oscuridad. Mis criadas dormían a pierna suelta, y alguna de mis damas, como doña Elvira o mi amiga María de Salinas, roncaban sin preocupaciones. Serían ellas algunas de las que me acompañarían.

Mayordomos, caballerizos, camareras, e incluso mi capellán y confesor, despertaban y salían a los pantalanes dispuestos a ultimar los preparativos para la partida. Un mozo de cuadra luchaba para que mi yegua pasase sobre el puente y fuese introducida en el barco. Se resistía esta, y relinchaba enfurecida como si, conforme con lo conocido, se negase a aceptar un cambio.

Junto a él, una sirvienta aguardaba el libre paso cargada con una cántara de a ocho azumbres de vino yana baladí. Pude distinguir su sayo y lo reconocí: era uno de mis antiguos y viejos vestidos que había mandado repartir entre los pobres.

Otras ciento cincuenta personas trajinaban en el puerto cargando en otros barcos agua, cecina, vacas vivas, gallinas, huevos, quintales de manteca, arrobas de vinagre, pescadas aciales; y sardinas y arenques en salmuera, como si no pudiésemos pescarlos durante la travesía.

Todos preparaban frenéticamente la salida. Los fui enumerando en voz baja para no sucumbir ante el miedo de sufrir una nueva tormenta.

—Nobles, cortesanos, damas, dueñas, amos, amas, ayos, pajes y mozos.

Tomé aire y proseguí:

—Escuderos, espingarderos, ballesteros, arqueros, palafreneros, clérigos, letrados, reposteros, músicos, aposentadores, mariscales, maestresalas, correos, cantores, músicos, monteros y boticarios.

Eran parte de mi séquito y, por tanto, el recuerdo más vivo de mi tierra natal que podría portar conmigo. Me hubiese gustado contar con más, pero mi futuro suegro no lo estimó oportuno.

Una mano se posó en mi hombro y me acercó la candela de sebo a la cara. Era mi amiga más querida, María de Salinas.

—Si continuáis, acabaréis atragantándoos y perdiendo el resuello.

Sin duda mi dama andaba desvelada. Las dos, pensativas, contemplábamos el bullicio. Quebré el silencio:

—Os habréis percatado de que nuestra armada y provisiones distan en mucho de las catorce naos, las dos carracas y las cuatro carabelas que acompañaron a Juana en su travesía hacia Flandes. Ella contaba con más de tres mil hombres entre tripulación, cortejo y servidumbre. Mi séquito no llega a la mitad y nadie me despide en el puerto.

Asintió con resignación y la abracé, deshaciéndome de los pensamientos melancólicos.

—¡No sé de qué me quejo, doña María! Os tengo a vos junto a mí, doña Elvira de Manuel, mi dueña, al profesor Alejandro Geraldini y a mi buen asesor espiritual Diego Fernández. ¿Qué más puedo desear? Ella se encogió de hombros, satisfecha de mi elogio, y me acarició la mejilla con cariño.

—Deberíais dormir, mi señora. El viaje será largo, y a pesar de que aseguran el buen tiempo, muchos son los que se marean, y quizá no durmamos otra vez en cuatro noches.

—Dios no lo quiera, doña María. Estoy pensando en que tomaréis estado al igual que yo, y aún no sabéis con quién. Prometo desposaros con el noble que más os convenga, pero habréis de ser paciente.

María no dijo nada. Solo asintió. Repentinamente, sentí un escalofrío.

—Allá, al otro lado del mar, cruzando el horizonte nos aguardan muchos cambios. Otra organización de la casa, con otras lenguas, costumbres y rostros. Todo será nuevo y desconocido para nosotras. Quizá nunca volvamos a ver a los nuestros; a mi madre, mi padre o mis hermanos. Puede incluso que olvidemos sus rostros, el contorno de sus faces o el color de sus ojos al igual ellos pueden olvidar los nuestros.

Quedé silenciosa. El pavor me abrigó y recordé aquellas palabras que desde niña mi señora madre tantas veces nos había repetido; aquellas normas que hasta el momento me habían resultado absurdas y carentes de todo fundamento.

María me miró asustada y decidí tranquilizarla cambiando de actitud.

—Puesto que la completa entrega en cuerpo y alma al servicio de nuestro Reino ha comenzado a tornarse en sacrificio, es mejor tomárselo con alegría y rendirse a él.

Inspiré, llenando los pulmones, cerré los ojos y sonreí al futuro.

—Con el amanecer todo despierta, y nuestro estado de obnubilación se disipa. Inspirad conmigo, doña María. La brisa marina y el olor del mar nos adormecen y, sin embargo, nos llaman. Una escolta de más de cien barcos y varios miles de hombres nos aguardan en el puerto para formar nuestra escolta.

»Miradlos, como hormigas afanadas luchan para culminar los preparativos, y nosotras nos permitimos la lamentación. ¡No ha de ser así! Debemos ansiar vivir nuestro destino mirando al frente sin recordar nada más que lo bueno del pasado.

Embarcamos inquietas, pero dispuestas a cumplir con nuestro cometido.