Capítulo XI

Primeros desengaños

Pasó el tiempo. Enrique, inquieto e impulsivo, no tardó mucho en querer demostrar a su Reino la valía que le caracterizaba.

¿Qué mejor manera de hacerlo que recuperando aquellos territorios que le habían sido recientemente arrebatados a Inglaterra por sus enemigos, los Valois? Las huestes anglicanas, y sobre todo sus arqueros de Agincourt, estaban dispuestas y debidamente entrenadas para encomendarse a la causa sin rechistar. En su cabeza bullía un plan perfectamente trazado. Para nuestros propósitos sería un gran aliado el papa Julio II, y por ello prestaríamos nuestra ayuda en la recuperación del Véneto, recientemente invadido por nuestros comunes enemigos los franceses.

Anduve preocupada escuchando los pormenores del ataque. Sabía que, por aquel entonces, mi señor padre estaba aliado con Francia. Constituiría aquello una buena oportunidad para el ejercicio de mis funciones como embajadora. Intentaría el avenimiento de Aragón con la Santa Liga, para así procurar la total ruptura de mi padre con los reyes franceses. El cruce de la correspondencia dio su fruto. El Rey don Fernando, después de considerar las ventajas que mi proposición podría otorgarle, cambió de opción y se nos unió.

Eran tiempos felices y mi estado de gestación estaba avanzado. El día en que firmamos el tratado angloespañol lo celebramos con una mascarada. Aquel festejo fue sonado. Danzamos, cantamos y brincamos todos juntos. La euforia e inconsciencia que la alegría provocó en mi estado de ánimo me hicieron olvidar irresponsablemente mi embarazo. Aquella misma noche sufrí las consecuencias de tanto movimiento y me arrepentí de la conducta díscola y distraída que había manifestado.

El peso de mi vientre no soportó el desasosiego a que se vio sometido. A finales de enero me vi postrada en cama, intentando por todos los medios impedir lo inevitable.

Los dolores del parto se hacían cada vez más constantes. Sudorosa y asustada, me concentraba en detenerlos. Rogaba a Dios por que cesasen ante su intercesión, al menos hasta que la criatura que adveraban mis entrañas estuviese completa y hubiese cumplido la última falta desde su concepción.

Todos los presentes me miraban angustiados contando con los dedos.

El bebé no debía nacer aún, pues de ser así resultaría tan prematuro que nadie podría hacer nada por su vida.

Fruncí el ceño ante otra contracción. La opresión y dureza de todo mi vientre me estrangulaba la respiración. Falta de resuello, empujé al tiempo que extendía la mano buscando el contacto de la de Enrique. Este acudió presuroso, la tomó y me la besó. El nítido azul de su mirada se tornaba grisáceo ante la penosa situación. Tomó asiento a mi lado y me enjugó el sudor de la frente.

La partera, desesperada ante mi actitud, me reprendió una vez más.

—Mi señora, si no os relajáis, solo conseguiréis expulsar a la criatura.

Enrique la apoyó.

—Creo que lo mejor para que os tranquilicéis será hablar sobre algo totalmente distinto a lo que nos ocupa.

Le miré sorprendida y cerré los ojos procurando no hacerle caso.

Al fin y al cabo, Dios castigó a la mujer al condenarla a parir con dolor.

No pudo siquiera pensar en un tema idóneo que lijase las asperezas del momento cuando el suplicio retornó. Casi encadenado a un dolor brotaba el siguiente, enlazándose estrechamente al primero. Fui incapaz de diferenciarlos, e inmediatamente sentí el indicio más evidente del desarraigo en mis entrañas. Estas se vaciaron, expulsando de su interior al ser que albergaban. Sentí el calor abrasador que manó de su último hálito de vida en mi entrepierna junto al frío congelado de la muerte en mi corazón.

Enrique se separó de mi lado para permitir que los médicos procurasen un milagro imposible. Al despertar del desmayo no pregunté a nadie. Todo a mi alrededor estaba limpio y ordenado. La simple expresión desolada del Rey hablaba por sí misma.

Mientras mi llanto empapaba la almohada, escuché cómo la comadrona, entre susurros, le comentaba al médico el mal agüero que da un primer embarazo frustrado.

Di un respingo recordando la maldición del Levítico referente a la infertilidad de la mujer que se casase con dos hermanos. Enrique me consolaba en ese momento. Fue él quien, ante mis reiniciados sollozos, despidió enfurecido a la inoportuna deslenguada.

Con la mirada hicimos un pacto de silencio. No hablaríamos de ello, ya que hacerlo, más que brindarnos consuelo, ahondaría en la llaga abierta. Éramos jóvenes y tiempo tendríamos de enmendar nuestro fracaso. Desgraciadamente, a lo largo de mi existencia habría de sufrir más de un desengaño propiciado en semejantes circunstancias.

Pronto olvidamos el mal trago.

Solo tardé dos meses en quedar embarazada de nuevo. Cinco días antes de Epifanía vio la luz de este mundo, por vez primera, el futuro Príncipe de Gales.

A pesar de la insistencia de muchos, no llamé a ningún astrólogo para que interpretase su porvenir.

El número uno predominaba en la fecha de su nacimiento, que aconteció el 1 de enero de 1511. Llevaba la señal de su futura posición ante el mundo: sería el primero de entre todos.

Era un niño hermosísimo. El vivo reflejo de su padre. Enrique no cabía en sí de gozo. Tomó al niño aún ensangrentado y lo alzó para que todos lo admirasen. Dos pelusillas rojizas ondeaban sobre la cabeza del pequeño mientras su padre lo zarandeaba mostrándolo a todo el personal de Palacio. Actuaba como si en la Tierra no existiese otro hombre capaz de ser padre de semejante criatura.

El ama de cría corría tras él desesperada, portando una mantilla y rogándole por Dios que abrigase al niño. El recién nacido lloraba demostrando su fornida salud.

En el exterior las campanas repicaron, y los festejos conmemorativos comenzaron en las callejas.

Cuando salimos al balcón por primera vez a mostrar el retoño a sus futuros súbditos, todo el pueblo de Inglaterra celebraba las albricias aclamándonos sin cesar. Los vítores de «¡Viva El Rey Enrique!», «¡Viva la Reina Catalina!» y «¡Viva el Príncipe de Gales!» asolaron las callejas de Londres hasta altas horas de la madrugada.

Inglaterra tenía un nuevo sucesor. Agradecimos aquella alegría y, en un alarde de generosidad, repartimos entre la muchedumbre todo lo que portábamos aquel día: lazos, brocados, telas, joyas y ropas; algunos caballeros de nuestro séquito, secundándonos, quedaron en calzones.

La voz que publicaba nuestra dádiva se divulgó con rapidez, y todo el populacho acudió raudo a llevarse su parte. Ya no nos quedaba nada que entregar sin quedar desnudos, y todos seguían pidiendo. El clamor que nos profesaron nuestros súbditos fieles se acalló con las súplicas de los pobres.

A pesar de ello, no perdimos el ánimo y la alegría. Reímos como descosidos al observar cómo los soldados de la guardia de Palacio se vieron obligados a doblegar a los pedigüeños pinchándoles con las lanzas en sus partes pudendas.

Entre carcajada y sonrisa devolví al niño al regazo del ama de cría. La gruesa mujer, contenta de verlo de nuevo entre sus brazos, lo besó al tomarlo. Repentinamente, se tornó pálida y lo tocó de nuevo, posando su mejilla sobre la frente del Príncipe como para asegurarse de un temor. Cerciorada, me miró asustada.

Posé la palma de mi mano sobre su cabeza y atónita comprobé que ardía. Sin duda, tanto paseo por los corredores en los brazos de su padre no le había sentado bien.

El príncipe Enrique estaba muy enfermo. Velé por él día y noche.

Y recordé la misma escena que en su día viví junto a Miguel, mi sobrino, en la Alhambra.

Sin que nada se pudiese hacer, el día en que cumplió cincuenta y dos días murió irremediablemente.

Ni siquiera la figura de Nuestra Señora de Walsingham, que presidía su aposento, le pudo ayudar.

Caímos en la más profunda tristeza.

Dos fracasos eran demasiado para la impaciencia de Enrique. Nuestros ánimos pasaron de la máxima dicha a la tristeza más atroz. Todo en cuestión de días.

Así como la primera vez el Rey me consoló, esta vez comenzó a distanciarse de mi lado. Sin quererlo ni premeditarlo, empezaba inconscientemente a culparme de tanta desdicha. Recé para que su actitud fuese temporal. Cada vez desaparecía más asiduamente sin dar explicación al respecto. Anteriormente nunca lo había hecho. Me sentí desplazada.

Las noches sin sentir su cuerpo a mi lado se me hacían cada vez más insufribles. Hacía ya tiempo que no me leía ninguno de sus poemas, ni me dedicaba alguna de sus canciones o me sacaba a bailar.

Una noche de soledad, sin él, que se había marchado a cazar durante cuatro días, nos sentamos unas a bordar y otras a hacer encajes de bolillos. Entre puntada y puntada, doña María me insinuó el verdadero motivo de su distanciamiento.

—Su Majestad debería de haber acompañado al Rey.

La miré sorprendida.

—Estoy cansada, y bien sabéis que no puedo seguir a don Enrique a todas partes. Es tan vital que puede cansar a un caballo en una carrera.

Di otra puntada pensativa y continué:

—Además, esta vez no ha requerido mi presencia, por lo que yo no hube de forzarla.

Doña María titubeó.

—Lo… ¿lo encontráis lógico? Levanté la cabeza de la labor, intrigada.

—¿El qué? Una de las hijas del duque de Buckingham la miró desafiante, como ordenándole que se callase. Era el empujón que necesitaba doña María para soltar la lengua.

—¿Encontráis acaso normal que el Rey no os pida que le acompañéis y se lleve en cambio a otras damas? Preguntad a la pequeña Buckingham, ya que está aquí, dónde se encuentra su hermana.

Miré indignada a doña María.

Mi amiga más fiel se estaba propasando con tan secretas confidencias en un entorno tan concurrido. La hermana de aquella otra, nerviosa, interrumpió para esclarecer lo que hasta el momento eran solo suposiciones entrecomilladas.

—No es cierto lo que decís. Es de todos sabido que el Rey le es fiel a la Reina.

Se levantó desesperada, me reverenció y desapareció azarada. Ella era el único baluarte fiel a mí en su familia. Su intervención dejó muy en claro a qué se refería doña María con tanto misterio.

Todos quedamos en silencio. Recordé los consejos que en su día había dado a Juana y preferí mirar al lado contrario. Enrique holgaba con más mujeres. ¿Por qué habría de preocuparme? Al fin y al cabo, todas y cada una de ellas eran simples pasatiempos, tan fugaces como sus contrincantes en las justas.

Una vez conseguida la rendición más absoluta de cada una de ellas, serían olvidadas por Enrique de inmediato. Conocía muy bien las virtudes y los defectos de mi marido. Era caprichoso por excelencia y no olvidaba sus obsesiones hasta conseguirlas. Una vez saboreada la victoria sobre ellas, de inmediato perdía interés por lo que hasta el momento le había desvelado. Obtenidos los deseos, estos ya no implicaban lucha ni contienda.

Cualquier mujer complaciente pasaría en un abrir de ojos del lecho de mi marido a un listado de barraganas indignas de recordar para cualquier mujer íntegra y virtuosa.

Cuando Enrique regresó, cumplí mi propósito sin mentarle ni una sola vez sus devaneos. No se los reproché. Ni siquiera le hice saber que estaba enterada de ellos.

Para mí, el Rey, mi marido, simplemente se tomaba alguna licencia con respecto a la fidelidad conyugal. Si no lo hiciese, sería señalado por muchos como la excepción. Yo no sufriría como Juana ante un problema tan absurdo como el de los celos. Muy al contrario, compadecería a aquellas pobres mujeres como medios indudables del pecado carnal. Las más bellas tendrían suerte al encontrar un marido cornudo y consentidor que por orden del Rey las desposase; otras, sin embargo, pasarían a engrosar los ya concurridos conventos acogedores de almas perdidas. ¡Qué triste fin para un ser humano! Mientras sus constantes devaneos no le impidiesen cumplir con el débito conyugal, todo era aceptable.

Quedé preñada dos veces más. El tercero de mis embarazos, al igual que el primero, se frustró truncándose en aborto.

Todos tuvimos la esperanza silenciosa de que diese fruto, pero el día anterior a San Carlos nació un niño muerto al que no quise ver. Hacía cinco años que nos habíamos casado, éramos jóvenes y en teoría no había nada que nos impidiese cumplir con la procreación.

¿Qué era lo que nos sucedía? ¿Quizá los que habían profetizado nuestro fracaso estaban en lo cierto? Todos, desde el más villano hasta el más noble, se hacían la misma pregunta. Incluso yo misma me lo cuestionaba.

La tormenta de pasiones y divertimientos que había regado los inicios de nuestro desposorio fue amainando con el tiempo y las desilusiones. Transcurrían los años y nuestras vidas se fueron separando.

Ya no hablábamos de todo lo acontecido a lo largo de la jornada. No nos preguntábamos el uno al otro por nuestros pareceres sobre las empresas que nos podrían ocupar. Ya no nos mirábamos a los ojos al parlamentar, ni podíamos sorprendernos por nada que el otro nos brindase. Llegamos a la monotonía más precaria. Limitábamos nuestro contacto al simple respirar en una misma estancia.

Una noche Enrique acudió a mi antesala después de cenar. Frente a la chimenea pasaba yo una y otra vez los hilos de mi tablero de bolillos formando un encaje negro.

Uno de los alfileres que los sujetaban se desprendió del terciopelo y tuve que detener mi labor para ajustarlo de nuevo.

Aproveché ese instante para mirar a Enrique. Estaba leyendo muy concentrado los escritos de santo Tomás de Aquino. Quise romper el silencio, pues había un tema importante que me preocupaba.

—¿Sabéis algo de los diez mil arqueros de Agincourt que aguardan en San Sebastián los refuerzos para atacar? ¿Habéis recibido algún correo sobre la adhesión de Navarra a la Santa Liga?

Frunció el ceño contrariado por la interrupción, limitándose a negar con la cabeza, y pasó una página sin levantar la mirada del libro. No me di por vencida e insistí.

—La guerra contra Francia está en ciernes, pero su inicio se prolonga demasiado y creo sinceramente que eso no es bueno. ¿Creéis viable el mantener esa actitud? Sé que Wolsey insiste en ello, y que el tratado que firmasteis con mi padre y el Papa para recuperar los territorios invadidos por el francés en el Véneto nos obliga a ello. Pero ¿os habéis detenido a pensar en las dificultades que la negación a la firma del tratado por parte de Navarra nos supondrían? Las huestes del Duque de Alba nunca podrán llegar a San Sebastián para unirse a los nuestros sin pasar por los territorios rebeldes.

»Entre artilleros y caballería suman diecisiete mil hombres, y son demasiados para moverse con facilidad dando un rodeo. Según creo, nuestros hombres están ya borrachos y desentrenados debido a la larga espera, y andan faltos de motivación. Quizá lo deberíais de pensar mejor y no dejaros influir tanto por Wolsey. Al fin y al cabo, por muy cardenal que sea, es solo el hijo de un carnicero de Ipswich y nadie duda de su afrancesamiento.

»¿No os parece extraño que ahora aconseje la contienda en contra de sus preferidos? Enrique únicamente gruñó. No levantó la mirada de los escritos, pero percibí cómo su mirada se había quedado en un punto fijo y no recorría ya los renglones.

Continué. Estaba dispuesta a que me dedicase al menos una explicación.

—No os dais cuenta, Enrique. Wolsey ha ascendido tan vertiginosamente que intimida a muchos de los que a su alrededor se mueven.

»Sabe cómo convenceros con solo cuidar con esmero el cumplimiento de cualquier voluntad o capricho que acuda a vuestra mente. Casi gobierna más que ningún otro consejero, y Vuestra Majestad no es consciente de ello. Mirad el caso de Francia. A todas luces vuestro consejero sigue una política ambigua. Al igual que se alía hoy con mi padre, lo hace mañana con su enemigo francés. ¿No os hace desconfiar tanto cambio de bando y tan poca fidelidad?

Enrique cerró el libro dando un golpe y se levantó indignado.

—Ni siquiera me dejáis leer tranquilo, Catalina. Respecto a Wolsey, no quiero escuchar una palabra más en su contra. Es el mejor y más fiel consejero que nunca he tenido. Si tuviese que desconfiar de él por cambiar de opinión con respecto a una alianza, también habría de hacerlo de vuestro padre, que es conocido en estos Reinos por no mantener un pacto más tiempo del que dura un suspiro. Como temíais, el Duque de Alba se ha visto forzado a desviarse en los Pirineos y rechazó de sus proyectos el paso por San Sebastián.

»La peste, la insubordinación y la deserción empezaron a hacer mella entre los que aguardaban cansados un imposible. Solo tenían fuerzas para implorar ante su general el regreso a Inglaterra. Les he dado el permiso que pedían. Sin duda tendrán que pagar por su desidiosa conducta. A pesar de este fracaso, la Santa Liga vencerá a los franceses en Guinegatte. Mataremos dos pájaros de un tiro, porque de paso patearemos a los escoceses que con ellos se han aliado. ¡No hay más que discutir al respecto!

Dejó el libro sobre una escribanía portátil que le había regalado con nuestras iniciales grabadas en piel y salió pegando un portazo y sin despedirse. Aquella noche, como tantas otras, tampoco visitó mis aposentos.

Enrique se mostraba cada día más irascible e irritado. El nerviosismo por entrar en combate contra Francia producía en él una inconmensurable desazón en su inestable carácter, y no era para menos.

Teníamos noticias de que en Bayona se reunían cada vez más tropas y hombres franceses dispuestos a la defensa.

La escena del desembarco de aquellos soldados que habían estado a punto de luchar y que nunca lo hicieron fue patética. Tuve que interceder para que Enrique no colgase a todos los oficiales que dirigían el combate en San Sebastián. La larga espera de aquellos hombres sin un ataque solo había beneficiado a una persona, a mi señor padre.

El Rey de Aragón había aprovechado el miedo que los navarros tenían de ser sorprendidos por las huestes inglesas. Gracias a ello, habían atacado por sorpresa a los desprevenidos en la frontera sin apenas menguar el contenido de las arcas y con un mínimo de pérdidas.

Esta vez me indigné. No era la primera vez que mi padre me engañaba para conseguir sus propósitos.

Con la edad se mostraba cada vez más sibilino y desconfiado, pero además me había utilizado para convencer a Enrique del ataque guardando sus verdaderas cartas bajo la manga.

Quise dejar mi cargo como embajadora de Aragón, y me prometí a mí misma procurar el bien de Inglaterra y la paz de esta con España si ello fuese compatible.

Hasta el momento siempre había defendido a mi tierra natal. A partir de entonces, y después de aquel desafortunado desengaño, todo cambiaría. Al fin y al cabo, solo era una infanta en España, mientras que ahora era la Reina de Inglaterra.

Pedí las explicaciones precisas, y don Fernando aseguró que lo único que había hecho mientras los ingleses estaban tumbados desprevenidos había sido asegurar los flancos para que los franceses no atacasen sus Reinos. Enrique aceptó las excusas con cierto resquemor.

Calmadas las aguas, Enrique decidió zarpar hacia Francia convencido por mi señor padre. En la mente de los dos estaba el prorrogar la alianza que mantenían en contra del Rey de Francia.

Fernando invadiría Guyena y controlaría los mares hasta Finisterre, mientras que Enrique en persona defendería el Canal partiendo desde Calais.

Maximiliano le esperaba en Thérouanne. Enrique tenía dinero para pagar a todos los mercenarios que necesitase, y Maximiliano había puesto la artillería que a él le faltaba a sus pies. Después de todo, el rompecabezas parecía empezar a encajar en todas sus piezas.