Capítulo III

Sucesores asolados por la muerte

De Granada nos encaminamos a Zaragoza. Allí fuimos recibidos entre vítores y alegría. Los súbditos del Rey de Aragón se desgañitaban repitiendo y ensalzando su nombre; era como si quisiesen demostrar más fervor por su lealtad al Rey que los castellanos hacia su Reina.

Las lecciones de historia nos habían enseñado que castellanos y aragoneses estuvieron en muchas ocasiones enfrentados y que, por el contrario, intentaron en muchas otras el avenimiento. Pero la unión de las dos Coronas ya era clara, y sobre las sienes de mi hermano Juan se asentarían para no separarse nunca. Al menos era esa la intención.

Procuraríamos que los recelos ancestrales que existían entre los habitantes de un Reino y el otro desapareciesen. Sabíamos que se trataría de una labor ardua, pero guardábamos la esperanza de que no fuese imposible. Muchos eran los que no estaban de acuerdo con la unión de los dos Reinos, y no tardaron en demostrarlo. Uno de los más arrojados en defensa de sus ideas fue Juan Conyamés, que no dudó en salir de entre la multitud cuchillo en mano para matar a mi señor padre mientras cabalgaba.

Aquel percance quedó en susto, y posteriormente en recuerdo, cuando el loco recibió su justo castigo.

Si no fuese por la cicatriz que la daga dejó dibujada en su cuello, aquel suceso ya estaría totalmente olvidado. Demostrado estaba desde hacía mucho tiempo que la unión hacía la fuerza y la segregación la debilidad, y por ello lucharíamos sin miedo.

Nuestro vagar por los Reinos de don Fernando, mi padre, continuó rumbo a Barcelona y por otras muchas villas y ciudades de sus heredades. Recorridos los suyos, nuestro camino regresó a Castilla para seguir transitando sin descanso.

La corte itinerante no cesaba en el viajar, con las acémilas cargadas de reposteros, lechos, almohadones y todo tipo de enseres que nos seguían para avituallar las casas que nos cobijaban. Los carros se tambaleaban al son del crujir y del chocar de sus ruedas contra las piedras del camino y nosotros leíamos con asiduidad el «Poema del Mío Cid», saboreando el masticar del polvo que había experimentado en sus andanzas.

A pesar del cansancio ante tanto movimiento, en la Corte se respiraba alegría. La sesera de mi señora madre no descansaba, y entre uno y otro lugar supo disponer las diferentes bodas de mis hermanos Juan, Juana e Isabel. Los dos primeros, Juan y Juana, ya habían partido y nos disponíamos a preparar a la tercera para su segunda boda.

Nos encontrábamos en Valencia de Alcántara. Isabel, a sus veintisiete años partiría en poco tiempo hacia Portugal, donde había sido prometida al rey don Manuel.

Mi hermana mayor fue en su día Reina de aquellos lares, pero el destino y una desafortunada caída del caballo del rey don Alfonso la habían dejado viuda a los pocos meses de su boda.

Hacía ya siete años que llevaba toca de viuda. Aquella mañana, en sus aposentos, todas disfrutamos destocándola de aquel negro luto y velándola de blanco como novia que era. Después de siete largos años podía de nuevo lucir su larga melena sin miedo a críticas.

María y yo la observábamos extasiadas. A las dos nos impresionaba el hieratismo y la entereza que demostraba ante un momento tan emocionante y desconcertante. La peluquera se disponía a prender el joyel de perlas y esmeraldas del velo cuando ella, dolorida, le dio un manotazo.

—¡Tened cuidado, por Dios! ¿Es que no os conformáis con decalvarme que además queréis torturarme a picotazos? Estaba malhumorada, pero nosotras éramos demasiado pequeñas como para comprenderla. Nos miró de reojo y frunció el ceño.

—¡Y vosotras, qué miráis! ¿Es fácil ser una mera observadora cuando es vuestra hermana la que se dirige al patíbulo? Tenéis suerte, ya que solo estáis prometidas.

No pude contenerme. Éramos sus hermanas pequeñas y la admirábamos, ella era para nosotros un ejemplo a seguir y por eso no queríamos perder ripio en las conversaciones, ni el detalle más nimio de su engalanamiento.

—Vuestras duras palabras nos conmueven, Isabel. Solo estamos fascinadas ante vuestra belleza y soñamos con el día en que nos casemos. Os prometo que daría cualquier cosa por estar tan hermosa como vos el día en que conozca a mi prometido, el Príncipe de Gales.

Sin quererlo, y con aire de soñadora, acaricié mi faltriquera. Dentro estaba la más reciente carta que había recibido de Arturo.

Mentalmente recordé sus palabras en latín: «A mi muy ilustre y muy excelente señora, mi queridísima esposa». Siempre, todas comenzaban igual, pero a mí aquello no me importaba.

Ya hacía tiempo que, en Medina del Campo, el embajador inglés había cerrado el trato de mis desposorios con mis señores padres. Entonces yo solo contaba nueve años y no me costó asimilar el matrimonio; muy al contrario, lo anhelaba.

Isabel, comprendiendo mi inocencia, recogió de inmediato las velas de su temperamento y me abrazó tiernamente.

—Lo siento, Catalina. Siempre ha de pagar por todos el más débil. Esta vez os tocó a vos. Solo estoy un poco nerviosa ante mi nuevo estado, y tampoco alcanzo a entender el porqué de tanto sacrificio.

Suspiró profundamente decaída y continuó:

—Ya me entregué una vez al Rey de Portugal por mi Reino. ¿No es suficiente ese sufrir, que ahora he de sufrir otro casamiento repugnante? ¿Y si quedase viuda de nuevo? ¿Tendría que entregarme a un tercero por la sola voluntad de alianza de nuestros señores padres?

La voz de mi madre retumbó en el cuarto contestando a todas sus preguntas.

—¡Isabel! Impusisteis como condición a vuestro marido que expulsase a los judíos de sus Reinos. Él cedió a ello, sometiéndose a vuestro capricho; por ello vos cederéis al suyo. Eso, sin contar con que nacisteis para servirnos, y no quiero oír cómo inculcáis viles pensamientos en vuestras ingenuas hermanas. ¡Flaco favor les hacéis hablándoles en esos términos!

Isabel no musitó. Solo quedó cabizbaja, muda y presa de todas las doncellas que a su alrededor andaban vistiéndola. Aproveché un descuido de mi señora madre mientras elegía más joyas en el cofre para animarle (ni siquiera el brillo de rubíes, esmeraldas, perlas y diamantes lo conseguían). No dudé en susurrarle al oído:

—No os preocupéis, Isabel. Alentad vuestro ánimo recordando a Juana y a Felipe. Dicen que nuestra hermana adelantó la boda nada más verle pues los dos quedaron locos de amor al conocerse por primera vez, y si eso no os basta, escuchad lo que cuentan de Juan nuestro hermano.

Me miró anhelante ante el nuevo cotilleo. Bajé aún más el tono de voz:

—Según cuentan las damas allí en Salamanca, pasan días enteros tumbados el uno junto al otro sobre su lecho pues les es muy difícil saciar el hambre de amor que sufren. Decidme, Isabel, ¿quién os dice que no sentiréis lo mismo por don Manuel en cuanto le veáis?

Me tuve que callar. Mi madre se acercaba con un par de pendientes. Los puso cerca de la oreja de Isabel, y después de comprobar cómo le sentaban, no quedó muy convencida, por lo que regresó sobre sus pasos en busca de otros. Fue entonces cuando ella me contestó:

—Sois joven, Catalina. Dios quiera que vuestros sueños permanezcan inalterables y se cumplan cuando lleguéis a Inglaterra. Pero si os he de ser franca, os diré que no es lo habitual.

En aquel momento supuse que aquello era simplemente fruto del puro nerviosismo que la embriagaba.

Cuatro años después, cuando ella ya no habría de estar entre nosotros, yo comprendería mucho mejor lo que en ese momento quiso transmitirme. El capricho del destino quiso que mi vida transcurriese pareja a la suya en muchos de sus derroteros.

Isabel se levantó. La novia ya estaba lista. Ahora solo quedábamos María, mi madre y yo por ataviarnos. La Reina, sentada, observaba cómo Fernando de Torrijos, el sastre, y Juan de Sahagún, el zapatero, sacaban y desplegaban de roperos y baúles telas, pieles, sedas, brocados y tocados seleccionando los mejores y más ricos para cada una de nosotras.

Necesitábamos calzas, pantuflos, borceguíes, verdugos para aparentar las caderas más anchas, y corsés para la cintura estrecha. Sería la primera vez que yo elegiría estas dos prendas vedadas a las niñas demasiado pequeñas; sin embargo, ni aun así mi madre lograba captar mi atención. Me separé de mis hermanas y me encaminé a su biblioteca.

Yo era la pequeña. Por tanto, la última en elegir y ser vestida para las justas, los bailes y demás celebraciones.

Aguardando la elección de mi señora madre, el trasiego de personas en aquella sala era desordenado y desconcertante. Cada uno parecía dedicarse a un quehacer diferente sin importarle lo que los demás hiciesen. La música parecía estimular el ajetreo, meciendo a cada uno de los personajes que poblaban aquella repleta estancia.

Cantaba un tenor acompañado por el clavicordio, la flauta y el arpa en manos de nuestro director de ceremonias, Juan de Archieta. Ensayaban para la canción de apertura de un teatro que se haría en conmemoración de las bodas de Isabel.

Estuve a punto de recitar mis dos únicas estrofas en aquel momento, pero me contuve a tiempo y decidí atenuar la espera con lectura.

Buscaba algo entretenido, una tarea difícil entre los libros de la Reina, mi señora madre, pues casi todos eran demasiado doctos. Detenidamente, recorrí la vista por los estantes que andaban repletos desde que Gutenberg inventara la imprenta.

La Biblia políglota en sus seis tomos traducida al latín, griego, caldeo y hebreo; Tito Livio, Plutarco, san Agustín, Boccaccio, Plinio, Aristóteles, la historia de los linajes y un sinfín de títulos desconocidos para mí.

Me detuve en uno en particular: De las claras y virtuosas mujeres. Era de Álvaro de Luna y estaba forrado de azul en papel romance. Lo tomé para ojearlo y me senté cerca de donde mi padre jugaba, concentrado, al ajedrez.

El cardenal Mendoza entró entonces con sigilo y se dirigió directamente a mi padre, inclinándose hacia él e interrumpiendo la partida. El Rey le pidió silencio con la mano y movió el alfil. El contrincante cantó jaque mate y mi señor padre se incomodó por haber perdido.

—Espero, don Pedro, que tengáis una buena razón para irrumpir sin previo aviso.

El Cardenal no disimuló y le tomó de la manga tirando de él para levantarle.

—Señor, habéis de acompañarme presto. Vuestra presencia en Salamanca se hace precisa.

Mi padre le apartó de un tirón.

—Muchas licencias os tomáis, mi Cardenal. ¿Es que no sabéis que lo más preciso en estos días es entregar a la infanta Isabel a Portugal?

Don Pedro me miró con recelo.

Yo no levanté la mirada del libro que estaba leyendo, pero mis otros cuatro sentidos estaban en aquella conversación cercana. El Cardenal de España, suponiendo que yo andaba distraída, continuó entre susurros:

—Su Alteza Real, el príncipe don Juan, anda enfermo. Las fiebres se lo llevan, mi señor, y los médicos y doctores no aseguran su salvación.

Mi padre empalideció y a mí se me cayó el libro de las manos, golpeando estrepitosamente el suelo.

La voz de mi madre resonó al fondo de la estancia a través de una fina gasa que guardaba levemente su intimidad de los que la estaban engalanando.

—Tened cuidado, Catalina, con los libros. Son demasiado valiosos como para tirarlos o jugar con ellos.

Todos disimulamos de inmediato.

Mi padre pensó y ordenó rápido.

—No ha de enterarse la Reina. Una simple enfermedad no puede alterar la alianza con Portugal. Inventaré alguna excusa para ausentarme. Mientras urdo una medianamente creíble, preparad todo para partir de inmediato.

Diciendo esto se agachó y me susurró al oído. (Yo había recogido el libro y fingí seguir leyendo, pero mi señor padre no era tonto).

—Espero, Catalina, que guardéis el secreto.

Yo solo asentí sin apartar los ojos de aquella página emborronada y al revés. Él me besó en la frente haciéndome la señal de la cruz, y volteándome el libro se fue.

Me costó guardar el secreto mientras todos andaban de aquí para allá atareados en preparativos, banquetes y fiestas. Esperaba de corazón que Juan se recuperase y rogué a Dios que se curase prontamente.

Hacía menos de un año que mi señora madre había recibido desde Arévalo la noticia de la muerte de mi abuela doña Isabel; aquello, unido a la partida de Juana rumbo a Flandes, la mantuvo por aquel entonces bastante compungida. Sería mala cosa que tales noticias se repitiesen, pues la tristeza se reflejaría de nuevo en sus ojos entre verdes y azules.

Pasados unos días, les vi regresar. La boda culminó, e Isabel había ya partido hacia Portugal.

No hizo falta que mi señor padre hablase. Su demacrado rostro reflejaba las noches en vela pasadas a los pies del lecho de Juan con la impotencia clara de ir viendo cómo la tortura lenta le apretaba.

Su único heredero varón fallecía sin remedio antes de cumplir la veintena. El frío manto de la muerte ya le había cubierto casi por completo cuando el Rey llegó a Salamanca.

Margarita, la viuda de Juan, le seguía y dejaba clara la ausencia de Juan.

Rompí a llorar sin remedio y mi madre se sorprendió ante tan repentina tristeza; sabía que Juan estaba enfermo, pero nadie le había transmitido realmente la gravedad de su dolencia.

—¿Qué sucede, Catalina, por qué lloráis? Estamos en días de fiesta.

Fue entonces cuando vio a mi señor padre. Junto a él aguardaba Margarita. Impresionaba su clara y joven tez en contraste con la toca negra de viuda. Su vientre abultado señalaba su embarazo.

Mi madre, la Reina, se tornó blanca. Sus manos temblorosas se aferraban a los hombros de mi padre, y con la poca fuerza que le quedaba debido a la sorpresa lo zarandeó mostrando todo su temperamento.

—¿Qué sucede? ¡Soy la Reina y he de saberlo! ¿Qué es lo que me ocultáis? ¡Ni siquiera mi pequeña lo ignora!

Mi padre fue incapaz de arrancarse. Fue la primera vez que le vi vacilar entre el cansancio y el abatimiento. Mi madre me tomó con cariño y me suplicó:

—Decidme, Catalina, qué ocurre, por lo que Dios quiera.

Arranqué a llorar con los ojos cerrados pues era incapaz de mirarla directamente a los suyos. Entre balbuceos se lo dije.

—Madre, Juan ha muerto de amor. Yace en el monasterio de Santo Tomás de Ávila.

Me empujó tan asustada que caí al suelo de nalgas.

La ira cubrió sus ojos y se dirigió a mi padre de nuevo:

—Has sido capaz de negar a una madre cerrar por última vez los ojos de su hijo, de darle una caricia con el cuerpo aún caliente, de enjugarle el sudor y de arroparle el cuerpo inerte. ¡Has negado a una Reina el derecho a despedirse de su príncipe heredero!

Se tranquilizó derrumbándose en una silla. Fue entonces cuando advirtió la presencia de Margarita.

—Ven a mí, hija mía.

Margarita aguardaba al fondo, silenciosa y gimoteante. Se abrazó a ella dándole la noticia.

—Mi señora, vuestro hijo al menos dejó su herencia.

Mi madre observó su vientre abultado y la abrazó consolándose.

No pude hacer más que unirme a aquel abrazo cubierto de tristeza y permanecer junto a ellas durante largo tiempo.

Aquella muerte fue la triste calamidad que como una cuchillada deterioró en mucho la salud de mi madre. La eterna e inesperada desaparición de Juan constituyó el primer eslabón de una cadena tan gélida como el hielo y tan negra como el luto.

Pronto llegó la noticia de la rotura del siguiente eslabón. La niña de Margarita nació muerta, por lo que la rama heredera de Juan quedaba extinta. Inmediatamente se procedió a reclamar la urgente presencia de la recién despedida Isabel. Esta sería jurada como sucesora y princesa de Asturias. A los Reyes, mis señores padres, solo les quedaban hijas para heredar el reino.

Pasaron los meses y, con ellos, el consecuente y asiduo vagar por reinos e infortunios. Aquella mañana, en nuestra adorada Granada el sol se filtraba a través de la fina cortina que habían colgado del zaguán de la ventana para preservar a Miguelito de la luz.

Un imperfecto vidrio aislaba la habitación de cualquier ventilación posible. Habían dado órdenes del médico, que tomamos al pie de la letra dado que la deteriorada salud de mi madre no podría soportar una muerte más en la familia.

En menos de tres años, la sucesión de la Corona cambió demasiadas veces de sienes. Primero Juan, como ya os narré. Después su hija póstuma, y por último la propia Isabel, mi hermana, que después de ser jurada como sucesora a los tronos de Castilla y León murió del parto que nos trajo a este su hijo que ahora velábamos con tanto celo.

No quería ni siquiera plantearme la posibilidad de que aquella enfermedad pudiese acabar con la vida de nuestro pequeño. Saqué el pañuelo de mi manga y me sequé una gota de sudor que corría por mi frente. El calor abotargaba el aire, y las veladuras que cubrían nuestros escotes y mejillas se adherían a nuestras pieles por la humedad que generábamos.

María, mi hermana, se mecía medio dormida junto a la cuna del niño, sin despegarse ni un instante de su lado. Aquella diminuta y débil criatura no solo era nuestro sobrino. También era su hijastro desde que unos meses antes María se había casado con su padre; el mismo que hasta la muerte de Isabel había sido nuestro cuñado. Miguel era además el futuro Rey de Castilla, León, Portugal y demás Reinos que, por avatares del infortunio, habían llegado a su heredad.

Ese pequeño ser que, inconscientemente, había conseguido avivar la mirada de mi señora madre después de tanto infortunio, se debatía ahora irremediablemente entre la vida y la muerte.

Recordé la cadena de desgracias que veníamos padeciendo de un tiempo a esta parte. Mi imaginación se activó mientras velaba, y todo empezaba a encajar en mi torturada mente. Suponiendo que mi hermana me escuchaba, alcé un poco la voz:

—Sabéis, María, no puede ser que sea Dios el que nos castiga con tanta desgracia sin solución.

Creo que este mal ha sido invocado por todos los infieles unidos. Sin duda es obra de los vengativos herejes que andan vagando sabe Dios por qué lugares, y presos de sus propios errores e infortunios se desquitan en nuestra contra. ¡Nos han afrentado con un maleficio y han forjado esta cadena de muertes en la fragua del Diablo! El niño comenzó a llorar. Me acerqué presta a él, puesto que al mirar a mi hermana comprendí que estaba dormida y no me escuchaba.

No quería que Miguel despertase a María. Su madrastra se merecía un descanso dado que le había acunado durante toda la noche hasta caer exhausta y agotada.

El diminuto rostro del pequeño, enrojecido por las fiebres, irradiaba aún más calor que el del cuarto. Era como un pequeño brasero incrustado en una cuna. Le tomé la mano y él se aferró a mi dedo tranquilizándose de inmediato y sonriéndome con la mirada vidriosa.

No pude evitar asustarme. Su mano estaba gélida a pesar del calor de su frente. Le destapé y le quité los patucos para ver si todos sus miembros reaccionaban igual.

¡Sus pies eran témpanos! Los friccioné con fuerza para que entrasen en calor, pero fueron sus claros ojos los que me congelaron la sangre en un segundo. Su dulce mirada andaba perdida y ya no se fijaba en mí. Era como si hubiese dejado de respirar justo en ese preciso momento.

Asustada, no pude más que dar la voz de alarma cogiéndole en mis brazos. Lo apreté con todas mis fuerzas contra mi pecho; quizá su corazón escuchase mis latidos y aquello le animase a continuar. Lo separé un segundo de mí, y al ver cómo sus brazos, piernas y cabeza languidecían inertes, lo abracé con mayor fuerza.

María, junto a los médicos, luchaba por arrebatármelo. Pero la impotencia de verlo marchar y no poder retenerlo lo aferraban a mi pecho.

La histeria solo me dejó oír, entre todo el bullicio, la voz autoritaria y desesperada de mi señora madre.

—¡Dejadlo en la cuna! El silencio más absoluto se hizo en la cámara. Todos quedaron inmóviles frente a mí y yo, asustada, lo acosté en la cuna y lo tapé.

Solo su médico se abalanzó sobre él, no pudiendo hacer nada mejor que certificar su muerte a todos los presentes. Aquel ser desvalido no había llegado a cumplir los dos años; yacía inerte mientras su ardiente y dulce rostro se tornaba blanquecino.

Allí, en Granada, sería enterrado aquel niño que bien pudo unir todos los Reinos de la Península Ibérica bajo su Corona. María se fue a Portugal junto a don Manuel, su marido, y yo quedé a solas junto a mis padres preparando la partida hacia Inglaterra. Echaba de menos a mis hermanos y recordaba con añoranza aquellos lejanos días en que todos juntos vivimos en la Alhambra. Era tan triste mi entorno, y se respiraba tanto el luto, que incluso hubo días en los que ansiaba adelantar mi partida hacia tierras desconocidas.

En las Alpujarras se encendía la llama de la rebelión y la insurrección. Mi señor padre iba y venía por razones de guerra unas veces, y por cuestiones de faldas las otras. ¡Hasta cuatro hermanos ilegítimos teníamos repartidos por diferentes tierras! Mi madre nunca llegó a ser la misma después de aquello. Su preocupación por el futuro minaba paulatinamente su ya mermada salud.

Juana tendría que venir desde Flandes para ser jurada en Cortes como la sucesora a la Corona, como no hacía mucho tiempo había hecho Isabel desde Portugal.

Muy a pesar nuestro, y a través de los embajadores, llegaban billetes que insinuaban su inestabilidad emocional. Ni siquiera el recordar a mi madre la existencia de Leonor, la hija mayor de Juana, o de Carlos, el niño que tuvo en febrero de aquel mismo año, parecían alegrarle.

El año de 1500 fue para mí un año de frustradas esperanzas, en el aspecto sentimental, y de victorias cosechadas por el Gran Capitán rumbo a Nápoles.