Capítulo II

La Alhambra: un pozo de sapiencia

Pasaron semanas hasta que mis señores padres obtuvieran un descanso entre despachos y audiencias y decidieran visitar nuestros aposentos.

Aquella mañana, Beatriz Galindo, dama de mi madre, repasaba con mis hermanas Isabel y Juana las últimas lecciones impartidas. Isabel, viuda de su primer marido el Rey de Portugal, y a sus veintiún años cumplidos, repetía las declinaciones malhumorada y sintiéndose fuera de lugar. Sabía que debía esmerarse y ampliar su cultura.

Teníamos suerte y contábamos con doctas mujeres que perseveraban en su propósito mejorando nuestra educación: la hija de Lebrija, María Pacheco, «La Latina», que en ese momento nos deleitaba con el recitar de un verso, o incluso Lucía Medrano.

María y yo andábamos rezagadas en prosa y latín, por lo que nos limitábamos a bordar junto al alféizar de la ventana, cuando entraron los Reyes, mis padres.

No les vi. Estaba distraída mirando fuera. Una familia de seis judíos cargaba todos sus enseres en un carro y cuatro mulas. Se despedían de sus casas, tierras y muertos. Al igual que todos los tercos compañeros de herejía que no quisieron bautizarse para abrazar la verdad de la religión.

Desde mi discreta posición pude observarles con detenimiento sin ser descubierta. Lo que más me llamó la atención de aquella lamentable situación fue ver cómo cosían disimuladamente parte de las monedas, joyas y plata que poseían en los jaretones de los bajos de sayos, vestidos, jalmas e incluso aparejos de los mulos.

Pero fue aún más sorprendente observar cómo engullían con gula hogazas de miga de pan. Pronto lo comprendí. Lo que no les había cabido en los escondrijos se lo tragaban; así, si les descubrían a las puertas de salida de la ciudad, no les podían confiscar lo escondido; después, al defecar, siempre tendrían un remanente para sobrevivir.

Estaba claro que delinquían intentando sacar de los Reinos aquello que les había sido prohibido.

Pensé en delatarles, pero la expresión de una niña de mi edad me detuvo. Callada, llorosa y a punto de morir engollipada, aguardaba a seguir los pasos de sus equivocados padres. Me resultó patética y digna de compasión. Solo ella se merecía un poco de comprensión, ya que obedecía órdenes sin saber el porqué. Me hubiese gustado bajar y convencerles de su conversión al catolicismo, pero aquella escena se había vuelto algo demasiado cotidiano. Ya no impactaba a nadie.

Don Fernando, mi señor padre, me giró la cara obligándome a olvidar lo que estaba aconteciendo en el exterior con aquellos judíos.

Me besó en la frente y me sentó sobre sus rodillas. Casi siempre lo hacía, y yo me alegraba de ello.

Alguna ventaja habría de tener el ser la más pequeña de los cinco.

Muchas veces he recordado el regocijo que sus caricias me proporcionaban y el orgullo que me daba oírle decir frente a mis hermanas que yo era su preferida. Su tono de voz es difícil de olvidar. No era presuroso, ni espacioso. Al igual que en su templanza, siempre al actuar se mostraba calmado y meticuloso.

Fue mi madre la primera que interrumpió la lección de latín de mis hermanas.

—Doña Beatriz, ¿por qué mis pequeñas no siguen la lección y se limitan a hilar, bordar, remendar o incluso distraerse mirando a la lontananza? Su gran amiga y profesora se encogió de hombros.

—Está claro, mi señora, que rezagarían a Isabel y a Juana.

Mi madre sonrió.

—Estáis de acuerdo madre y suegra.

Las dos asintieron orgullosas, aunque todas sabíamos que Isabel, ya viuda, y mucho mayor que Juana, andaba cansada de tanto aprender junto a nosotras. Yo no pude reprimir mi descontento ante el apodo que nos dedicaba a María y a mí.

Me rebelé de nuevo. Enrojecida por la furia y la infantil arrogancia, no pude remediar gritar irrespetuosamente:

—¡Madre!, os he dicho una y mil veces que odio que me llaméis pequeña. A Isabel la llamáis madre, a Juana suegra, a Juan mi ángel, y a nosotras, vuestras pequeñas. A María ya le llamasteis pequeña en su momento. ¿No tengo derecho yo a un apodo propio? Simplemente, os limitasteis a llamarme igual que a ella. Para eso, llamadme Catalina y se acabó.

Todos sonrieron esperando la consabida respuesta. Mi madre me acarició la nuca y me dio explicaciones pacientemente. En el fondo le hacían gracia nuestras preocupaciones párvulas y tontas.

—A todos les puse nombre por sus parecidos, pero Vuestra Alteza siempre será mi pequeña. De todos modos, os diré, Catalina, que hay algo que me preocupa más que eso, y es que no encubrís vuestra ira. Eso es malo. Sois dada a exteriorizar vuestro sentir, y esto os hace vulnerable. Estoy cansada de repetíroslo a Juana y a Vuestra Alteza. Al igual que el hombre de armas ha de estar en el campo, el obispo ha de vestir pontifical, la dama ha de estar en el estrado y el ladrón en la horca. Vosotras sois infantas de España.

Cuanto antes sepáis lo que esto significa, menos duro será el sacrificio que conlleva vuestra posición. Se me seca la boca de repetíroslo una y otra vez.

Agaché la cabeza ante tan solemne rapapolvo. Mi señor padre, cariñoso como siempre, se apresuró a susurrarme al oído:

—No deis importancia; ya sabéis que vuestra madre es muy exigente consigo misma, y a la postre con Vuestras Altezas.

Aquello era cierto. Mi señora madre en nada expresaba la dulzura de su tez rubia y sus ojos claros.

Era estricta y humana a la vez.

Siempre hablaba pausada y en tono solemne e imperativo.

En ese mismo instante Marcuello, el juglar, dio tres zapatazos en el suelo y comenzó a recitar mientras Juan tocaba la vihuela, acompañándole:

Infanta cumplida de virtudes fornecida y en muy tierna edad prudente mucho seguís a la luciente grande Reina de Castilla que es de las virtudes fuente y de esta conquista puente de la bondad la caudilla.

Mi señora madre frunció el ceño enfadada por la interrupción, y entonces Marcuello aprovechó para recitar cómicamente arrodillado frente a ella unos versos de fray Apaga de Mendoza, homónimo y pariente de Tendilla:

O alta fama viril de dueña maravillosa.

Que el estado, feminil hizo fuerza varonil con cautela virtuosa.

No pudimos contener una carcajada. Aquel cuasi bufón sabía normalmente cómo destensar los ambientes. Esta vez erró el tiro. Mi madre, enfadada, le ordenó que se fuese. Ella continuaría con su clase de moralidad y buenas costumbres y no estaba dispuesta a admitir interrupciones, por muy jocosas que fuesen. Para cada sentimiento había un momento y estaba claro que aquel no era el de reír.

La interrupción hizo al menos que se olvidase de mí en exclusiva, por lo que se dirigió a todas las hermanas:

—Sois mis hijas quienes pacificaréis los Reinos, y es vuestra obligación poner toda vuestra fuerza moral, espiritual y física en ello. Os rendiréis a Castilla, y todo lo que Dios os otorgó lo pondréis al servicio de vuestro Reino.

Sin duda se tomaba en serio su propia cruzada y nos quería hacer partícipes de ella. Aquella aula improvisada de la Alhambra rezumaba su propia doctrina.

Cambió repentinamente el tono y nos puso a todos en pie.

—Levantaos, porque ahora os presentaré a los que serán vuestros nuevos preceptores; durante unos días colaborarán con vuestras ya conocidas e inmejorables maestras. Ellos os conducirán por los caminos de la música, la religión, el latín, el griego e incluso las buenas costumbres.

Entraron entonces el cardenal Mendoza junto a Cisneros, que en sus manos llevaba un libro y reparé en su título: «El carro de las donas». Su autor era un franciscano llamado Francesc Eiximenis. Fue a este último a quien mi señora madre se dirigió:

—¿Qué consejo se os ocurre dar a mis hijas que no sea de uso habitual entre las damas de esta corte? El franciscano contestó sin dudar.

—Habéis de amamantar a vuestros hijos, porque a través de vuestra leche aprenderán todo lo que a vuestras mercedes tanto os costó con esfuerzo y sudor. Si de todos modos Dios no os hubiese dado la leche que necesitáis, escoged con mucho esmero, cuidado y recato a las nodrizas que deberán suministrar a vuestros retoños.

La Reina, mi señora madre, le interrumpió:

—Eso siempre y cuando vuestro Reino no necesite descendencia masculina. Que bien sabido es que la mujer que amamanta no se queda preñada. María de Santisteban bien os amamantó a los cuatro pequeños y gracias a ella aquí estáis todos sanos y fuertes.

La Reina, mi señora madre, se encaminó hacia mi hermano y le besó en la frente. Juan rechazó aquel abrazo, demasiado maternal como para ser dirigido a un hombre hecho y derecho como él creía ser.

Lo miré con melancolía y envidia. Al igual que todos los niños, sentí celos de mi hermano. Era cierto que él sería el futuro Rey de España. Que en él convergerían las Coronas de Castilla y Aragón. Que él era el único varón de mi casa; pero aquello no le legitimaba para monopolizar el cariño de mi madre. Yo era la hija pequeña, y por tanto creía merecer el mismo cariño, o más, que el que en realidad recibía. Las caricias esporádicas de mi padre no me bastaban.

El preceptor no quiso contradecir a la Reina y prosiguió con otra regla para que fuésemos decorosas y discretas:

—Habéis de alejaros del infiel.

»Y por supuesto, nunca deberéis comer de manos de ellos, y ni siquiera de manos desconocidas o ajenas, porque nunca se sabe qué pueden esconder estas y qué pretensiones puedan tener. Con precaución nunca seréis envenenadas. Siempre habréis de llevar la cabeza cubierta al entrar en la iglesia, tal como ordenó san Pablo, y habréis de rezar al menos una vez al día. El que no lo hace corre el grave riesgo de olvidar al que todo le debe.

»Las que ya tenéis doce o trece años sois doncellas y habéis de saber que lo que para Vuestras Altezas antes era condescendencia es hoy disciplina. Esta orden os obliga a ayunar cuando vuestros padres lo hagan. Sé que contáis con bulas para no hacerlo, pero el sacrificio os vendrá bien. Tenéis ya edad de escoger a vuestro santo o santa. Al electo, le rendiréis toda vuestra devoción.

»Si no cumplís bien, ya sabéis qué castigo os espera. La vara es un medio bastante contundente y convence con bastante rapidez del correcto comportamiento. Si incumplís, se os castigará hiriéndoos y no precisamente en la cabeza, sino en las espaldas. Porque Salomón ya dijo que la verdad es medicina para las alocadas doncellas. No habéis de hablar, o si a pesar de todo lo hacéis, hacedlo poco y solo si os preguntan. Siempre en tono pausado y sin gritos, risotadas o de manera disoluta. A partir de este momento no habéis de jugar con muchachos. No tomaréis nada que estos os den, que otra intención diferente puede esconderse en la dádiva. Ante ellos, siempre la mirada baja y sin ahincar los ojos en ninguno, aunque sea pariente o hermano. El descaro no es bueno en una dama y la humildad se alaba.

»Ya sabéis, y nunca me cansaré de repetir: que la disciplina hace buena y digna a la mujer que la practica e impide que las almas caigan en la demencia.

Aquel padre hablaba y hablaba.

Era un monólogo aburrido e inquisitivo cuajado de amenazas y órdenes que a nadie importaban. En ese momento ya andaba perdida, e intuí que María y Juana solo fingían escuchar a pesar de aparentar estar ensimismadas con la charla. Isabel bostezaba sin el menor recato. Por un momento se me quitaron las ganas de crecer ante tanta responsabilidad y deber.

Los demás profesores, Beatriz Galindo, el doctor Andrés Miranda, la hija de Lebrija, los hermanos Geraldinis, Lucio Marineo y otros muchos hombres y mujeres doctos, asentían con la cabeza como si estuviesen de acuerdo con tanta directriz.

En un momento dado me esforcé por escuchar atentamente, pero cuanta más atención ponía, más difíciles de cumplir me parecieron las recomendaciones. Sobre todo recordando el doloroso castigo por incumplimiento. En lo que a la vara concernía, no pude sino echarme las manos a las nalgas imaginando el mismo dolor en los lomos.

Todos me miraron y rieron. El Rey, mi señor padre, me tranquilizó:

—No os preocupéis, Catalina, que al igual que hay castigo hay premio, y si vuestra conducta es ejemplar, demostráis buenos modales y la piedad y la caridad mana de vuestro espíritu, recibiréis como recompensa azúcar rosada, miel y dulce de membrillo.

Sonreí y seguí escuchando distraída lo que cada uno de los siguientes preceptores había de enseñarnos. Parecía atenta, pero mis pensamientos se centraban en un extraño personaje que se hallaba exactamente al lado del cardenal Mendoza. No era la primera vez que lo veía. Me había fijado en él antes en Córdoba y en Sevilla portando mapas y artilugios marinos que yo ignoraba para qué servían.

Aguardaba sin duda el momento idóneo para hablar con mis padres y exponerles sus propósitos.

La voz ronca del cardenal dio fin a la reunión:

—Creo que sería buena idea que finalizásemos la lección de hoy con una historia fantástica que bien se podría hacer realidad. Si Cristóbal Colón accediera a contarnos la aventura de su proyecto, todos nos deleitaríamos escuchándole.

Pedro Hurtado de Mendoza miró de inmediato a mis señores padres pidiendo el consentimiento y estos asintieron.

No perdió un segundo aquel extraño personaje vestido de negro y polvoriento. Desplegó un gran papel, y con una paleta que había a nuestro lado comenzó a dibujar cada uno de los desconocidos y fantásticos lugares que pensaba visitar.

Pintó de colores vivos la riqueza de los reinos de Cipango y de Cathay según descripción de Marco Polo en sus escritos. Cada punto del mapa era explicado y razonado convincentemente. Aquel hombre, armado de una esfera millar, una brújula y un astrolabio, estaba muy seguro de seguir un rumbo acertado y desconocido a la vez. Impresionó a todos con su congruencia en el hablar y su poder de oratoria.

Según el marino, la India estaba más cercana por Occidente. Algo que sonaba a despropósito hasta el momento, pero que empezaba a ser confirmado por algunos náufragos y aventureros de dudosa cordura que llegaron a las playas de Canarias jurando haber estado en otras, desconocidas y hermosas.

La conjetura final de tan descabellado viaje resonó en cada sillar de la sala en la que nos encontrábamos.

—Si Sus Majestades me permitiesen demostrar lo aquí expuesto, sin duda las arcas del Reino se verían repletas. El comercio con estas tierras se libraría de piratas y sería mucho más asiduo ya que el camino a estos mundos lejanos mermaría en mucho por esta ruta.

Aquel hombre rezumaba confianza en sí mismo. Era tan locuaz y persuasivo que convenció a todos los presentes. A todos menos a mi señor padre, que se limitó a fruncir el ceño.

Terminada la exposición, se hizo un silencio expectante. Aquella voz grave parecía haberse filtrado en nuestras mentes, lavándonos la sesera con tanto sueño y desbarajuste. A mí me embaucó su imaginación desbordante. Esta bien podría bailar entrelazada con alguna de mis fantásticas historias artúricas, caballerescas o de dragones.

La imperativa y serena voz de mi señora madre rompió el gélido silencio.

—Después de haberlo meditado con cuidado, haber escuchado el parecer de mis asesores al respecto y haber leído con atención el meticuloso dictamen que me llegó desde el convento de San Esteban en Salamanca, he llegado a una tan difícil como arriesgada decisión basándome en la intuición y la de mis doctos consejeros. Ya digo: todo ello tras haber estudiado detenidamente la exposición de vuestras teorías.

Mi madre decía mirando desafiante hacia el interior de las pupilas de mi padre, como si a la par que vocalizaba estuviese manteniendo una conversación muda, secreta y mental con él.

Colón esperaba la respuesta con anhelo. Contuvo la respiración y apretó tan fuertemente su puño que el mapa de todos aquellos lugares inexplorados se arrugó como la cara de un nonagenario anciano. Parecía derrengado y cansado. Todos sabíamos que no era la primera Corte que visitaba en busca de ayuda. No hacía mucho que había sido el hazmerreír en Portugal, y ahora quemaba la última posibilidad de ver cumplido su sueño.

Mi señora madre tragó saliva y por fin manifestó lo que su mente guardaba, sin apartar la mirada del rostro de mi padre:

—Según tengo entendido, Luis Santángel, Juan de la Cosa y los hermanos Pinzón confían en vos.

Todos ellos son hombres cautelosos, grandes marinos y saben lo que hacen.

El silencio se repitió. Mi madre parecía estar aún dubitativa, y esto hacía desconcertante el ambiente. Cristóbal Colón ya tenía la palma de la mano blanca de tanto apretar. ¡Al fin se pronunció!

—Tomaré esta empresa a cargo de la Corona de Castilla, y cuando esto no alcanzare, empeñaré mis alhajas para cubrir sus gastos.

Giró la cabeza hacia mi padre, que sin darse cuenta me apretaba la mano enfurecido.

—No habéis de preocuparos, Fernando; no os pido que expongáis el tesoro de Aragón.

Colón se relajó de inmediato.

Solo sonrió y la reverenció con todo el sentimiento que un hombre sumamente agradecido puede brindar a su benefactora.

Una vez más, el cardenal Mendoza se había salido con la suya.

Era conocido en la Corte por conseguir imposibles concesiones y honores de la mano de mi señora madre. ¡No solo había conseguido legitimar a los hijos habidos con Mencía de Lemos, sino además que los titularan! Ahora lograba que mi señora madre se implicara de lleno en una utópica empresa confiando en un extranjero desconocido. La mirada inquisitoria de mi padre se dirigió de inmediato hacia la sotana cardenalicia.

Este saludó y se retiró sin poder disimular la alegría ante un triunfo por el que nadie hubiese apostado. El intrépido marino siguió acariciando el collar que la Reina le había regalado, una carta de presentación para el Gran Kan y las bendiciones de todos.

En el mismo momento en que quedamos solos, mi padre estuvo a punto de escupir hacia mi señora madre toda la bilis que había tragado en público, pero ella se adelantó:

—Solo espero que Dios me haya guiado lejos de errar en esta arriesgada decisión, y que no tenga que lamentarlo.

Mi madre acababa de terminar una cruzada, la de la reconquista de España, y en ese preciso instante comenzaba otra. María y yo, como párvulas inocentes y ajenas al sufrimiento de la lucha por lo deseado, no éramos conscientes de ello.

Colón partió aquella misma tarde rumbo al puerto de Palos para disponer la partida en tres carabelas, dejando a su hijo Diego como paje de Juan, mi hermano. El resto es bien sabido.

La «Pinta», la «Niña» y la «Santa María» partían rumbo a la aventura. Siete meses después arribarían al mismo puerto cargadas de ilusiones, objetos, hombres semidesnudos y engalanados salvajemente con plumas y con historias increíbles que contar que pasaron de ser utopía a realidad.