Capítulo XX
La prueba perdida
Discutir sobre mi virginidad era absurdo. Bastaba con demostrar la validez que en su día había tenido la bula emitida por Julio II a este respecto, y con ello todo quedaría probado. Además, dilataría el proceso y así ganaríamos tiempo para que Enrique se cansase de su amante de hecho, pues ya se comentaba que discutían con frecuencia.
Escribí otra carta a Carlos, mi sobrino. Sabía que desde que Mendoza le había transmitido mis problemas estaba volcado en buscar testigos y documentos que probasen la validez de mi matrimonio. Con manos temblorosas abrí una carta de don Íñigo, y quedé perpleja al ver lo que contenía.
Además de la bula que conocíamos, ¡existía un breve! Un breve previo que mi madre en su día debió de guardar en los archivos de Castilla en espera de la bula definitiva. Su contenido era muy diferente al de la bula, y podría ser utilizado en mi beneficio. Además, influiría en todo el factor sorpresa, dado que en Inglaterra se ignoraba la existencia de este documento. Pasé unos días disfrutando con las supuestas caras que en su día pondrían los miembros del tribunal al conocer la existencia de este breve.
La palabra quizá, o forsan en latín, en la que se escudaban los juristas de Enrique y que aparecía en la bula hablando de mi consumación con Arturo, no aparecía en el breve.
Apreté la copia del documento contra mi pecho y sonreí. Hacía mucho tiempo que no lo hacía abiertamente. El original del mismo quedaba custodiado por los archiveros de Carlos en Castilla. Aquel documento facilitaría la anulación de todas las diligencias practicadas y el comienzo de nuevo desde cero y desde Roma, pues el proceso en Inglaterra seguiría sin ser ecuánime para mi parte.
Fisher, More, Forest, Luis Vives y otros muchos hombres buenos de la Iglesia, asesores y humanistas, estudiaban mi causa con ahínco e interés; por fin me sentía levemente apoyada. Estudiando el breve llegaron a una conclusión.
Mientras solo tuviésemos una copia del breve y el original siguiese en los archivos del Emperador, quizá no nos creyesen. Necesitábamos el documento inédito en cuestión, a pesar de que fuese grande el riesgo de una posible destrucción o robo en el transcurso de su viaje a Londres por parte de nuestros contrarios. A más de uno se le pasaría esta posibilidad por la cabeza, y sin duda se ofrecería una sustanciosa cuantía a todo cazarrecompensas que se ofreciese a tan vil acción. Una copia autentificada bastaría para demostrar su contenido.
Al conocer su existencia, Enrique y Wolsey aseguraron que la dispensa otorgada a Enrique y a mí para casarnos después de haber estado casada ya con Arturo había sido manipulada por mi señor padre, don Fernando, junto a Enrique VII, mi suegro, y, por tanto, era nula. El papa Clemente les contestó tachando semejantes pretensiones de obrepticio por estar basadas en falsas reivindicaciones.
El Sumo Pontífice se encontraba entre la espada y la pared, y se sospechaba que debido a su debilidad manifiesta hubiese preferido enfrentarse al matrimonio consumado de Enrique con Ana Bolena que al dilema de la posible resolución nula del nuestro.
Al poco tiempo llegó la noticia de la liberación del papa Clemente. Ahora ya no existirían excusas para no llevar la causa a Roma y desistir de tanta discusión sobre la validez del breve pontificio que acabábamos de recibir.
Durante su estancia, Campeggio pudo comprobar cómo el pueblo me aclamaba y en cambio abucheaba a Ana cada vez que salía por un motivo u otro a recorrer las callejas de Londres. Aquello le hizo más tendente a mi favor, pues sabía que se me había prohibido salir a lugares públicos en donde estuviese el vulgo, ya que se me acusaba de incitarle a la oposición en contra del Rey. El embajador del Vaticano no entendía el empeño de Enrique por deshacerse de una Reina tan querida por el pueblo. Pero al mismo tiempo, mirando a lo alto de la Torre de Londres, comprendía el miedo existente a contradecir sus deseos. Los que expresaban demasiado abiertamente su posición en contra de Enrique acababan por perder sus cabezas, que una vez segadas eran clavadas en unas picotas sobre las almenas para que mejor quedasen expuestas ante el pueblo como advertencia a un posible escarmiento. El panorama intimidaba a cualquiera.
Una mañana me sorprendieron ante la posibilidad de que la causa de mi nulidad fuese avocada a Roma: habían adelantado la constitución de un tribunal que juzgaría el caso. El monasterio dominico de Blackfriars albergaría a partir del 18 de junio de 1529 a todos los que habían de decidir sobre mi matrimonio. Aquellas piedras de dos siglos de antigüedad serían las únicas testigos mudas del proceso.
¡No podía ser! Estábamos ahora más cerca que nunca de alcanzar un proceso justo en Roma y todo se iba al traste. No pude hacer otra cosa que pedir audiencia a vuestro padre. Estaba dispuesta incluso a suplicarle dejando a un lado mi orgullo, ya demasiado quebrado.
Ante mi sorpresa, me recibió pero se mostró dogmático y engreído.
Llegué incluso a dudar si realmente le conocía. ¡Había cambiado tanto! Ni siquiera se atrevió a dialogar conmigo a solas. Como siempre, Wolsey andaba agazapado tras un tapiz. Intuí su presencia y no dudé en dirigirme a él sin siquiera girarme hacia donde se encontraba. Solo un extremo de su vestimenta escapaba de su escondrijo.
—Enrique, sé que vuestra desvirtuada conciencia anda cerca y oídos traicioneros nos espían. Ducho y ladino, el disimulado muestra su hábito cardenalicio. No le bastaron al ambicioso las mercedes y los títulos concedidos. Como legado pontificio en Inglaterra, y arzobispo de York, se muestra indigno ante su benefactor, ya que tras la palabra de Dios esconde todas las intrigas imaginables. Como buen fariseo, lucha ahora por nuestra anulación a pesar de que no hay en el Reino nadie más versado en la veracidad de nuestro matrimonio.
Enrique miró sin poder evitarlo hacia el tapiz. No pude disimular.
Tiré al suelo indignada los encajes que tenía sobre las rodillas y me levanté a descubrirle, levantando el paño de su improvisada guarida. Wolsey se quedó hierático frente a mi mirada inquisitiva.
—Ni siquiera respetáis la dolorosa intimidad de un matrimonio. Solo sois un zorro disfrazado de cordero. Podéis enviar a Roma a Night o a quien os plazca, pero nunca podréis engañar al Santo Padre, y menos cuando anda prevenido por el mismo Emperador, que a bien tiene el escucharme. Seguid así, Wolsey, porque el Demonio se revuelve contra sus propios ángeles negros, y lo pagaréis caro. Salid de aquí y respetad al menos a vuestro Rey, ya que hacia vuestra Reina poco tenéis ya que brindar.
Wolsey no se inmutó. Se irguió recuperando su habitual y altiva postura y me contestó irrespetuosamente:
—Me voy, señora. Estoy cansado de que me culpéis de todos vuestros infortunios. Recordad que es Thomas Cromwell quien aconseja a Su Majestad don Enrique el divorcio. Ha llegado a tanto que incluso lo somete a debate en las universidades, para ver su parecer al respecto. Andaos con cuidado porque este hombre no tiene ni conciencia ni escrúpulos.
Se alejó sin esperar mi respuesta. Sabía que Wolsey se sentía desplazado y celoso ante Cromwell, y haría cualquier cosa por menospreciarle. Me dirigí de inmediato a Enrique, que escuchaba nuestra discusión.
—¿Es cierto lo que dice? No puedo creer que oséis permitir que unos simples súbditos se permitan deliberar y poner en tela de juicio nuestro matrimonio. ¡No están capacitados ni son nadie para pronunciarse al respecto! Me someto al tribunal de Blackfriars, que ya es de dudosa valía, pero ¿al criterio de las universidades? Debéis de estar enloqueciendo.
Enrique procuró calmarme.
—Qué más os da, Catalina. Cromwell es el mejor contable que he tenido. Sanea el tesoro real con gran habilidad, y eso es lo que más me importa en este momento.
Enrique me creía ajena a todo, sorda y ciega. Me desesperé y gesticulé frente a su mirada para captar su atención.
—¿Dónde está el rey Enrique, mi esposo? Ha debido de volar, porque en nada reconozco al hombre que está frente a mí. Podéis mantenerme alejada del bullicio, pero no convertirme en inocente. Sabéis como yo que Cromwell solo desvía el caudal de la Iglesia a vuestras arcas. Consiguió que el Parlamento aboliese las enatas, más tarde las primicias y finalmente el óbolo de San Pedro. La Iglesia se ha visto en muy poco tiempo privada de todo el peculio de que se nutría.
»Vuestro asesor financiero confisca sin escrúpulos cada corona, casa o bien que los condenados de Lesa Majestad o traición dejan tras de sí. Así es fácil sanear una economía mermada. Cada condena de muerte que firmáis conlleva un buen caudal con el que beneficiaros, ya sea de un noble o de un clérigo.
»Es fácil enriquecerse confiscando colegios y monasterios, y aboliendo toda exención de impuestos o privilegios otorgados previamente y que perjudique al erario de la Monarquía.
Enrique comenzó a sonrojarse preso de ira. Continué. Ya que había empezado, no me iba a detener.
—Es curioso que el mismo Wolsey le tema. Dicen que Cromwell os ve desesperado y cansado de aguantar las dilaciones del Papa sobre nuestro asunto y la insistencia de vuestra amancebada al respecto. Por ello aconseja al Parlamento que vote por abolir el imperium in imperio y descartar así la supremacía de Clemente. Aquello dejaría vía libre a todos para retomar la antigua ideología de la Iglesia anglicana y haceros a Vuestra Majestad cabeza de la misma. ¿No es solo eso la muestra más evidente de la locura de vuestro asesor? Le observé esperando respuesta.
Para mi sorpresa, permaneció callado y una leve sonrisa se atisbó en sus labios. Aquella reacción me aterró.
—¡Es un majadero, Enrique! Si os mantenéis a su lado solo conseguiréis perder todas las virtudes que un día tuvisteis. Sin duda, la lectura de las notas de Tyndale y otros libros de tendencia herética que deberían de haber sido quemados según la ley os han trastornado el juicio.
Se encogió de hombros, mostrando frivolidad ante mis conjeturas.
Aterradores pensamientos surcaban mi asustada mente. Si pensaba separarse de la Iglesia católica no necesitaría la declaración de nulidad del papa Clemente para dar por finalizado nuestro matrimonio. La voz me tembló.
—Decidme, ¿en qué fundamentaréis entonces vuestra absurda pretensión de nulidad? Tomó aire y me miró con autosuficiencia.
—Lo sabéis bien, Catalina. Nuestro matrimonio es nulo porque la dispensa que permitió nuestro desposorio atenta contra el mandamiento ¡divino! de casarse con la mujer de un hermano. Por tanto, a mis ojos el Papa no puede juzgar sobre las cosas de Dios.
—Esa excusa es absurda, Enrique. Parece mentira que acudáis aún a la iglesia tres veces al día, comulguéis devotamente y participéis de los mandamientos. Sois pío y zoquete a la vez. Vuestra Majestad no es nadie para juzgar qué es lo divino y lo humano; y menos para desacreditar lo que un representante de Dios aseguró en su día. Recordad que por aquel entonces lo admitisteis con gusto, y ahora en cambio…
Me senté desconsolada, aturdida y a punto de derrumbarme. Tenía que mantener como fuese mi postura, pero chocaba con un muro infranqueable. Podría llorar, era el último recurso que me quedaba, y sabía que antaño las lágrimas ablandaban su aparentemente fuerte y caprichoso ánimo; pero no pude. Tomé aire, me tranquilicé y proseguí tornando el seco tono de voz en súplica. Su mirada permanecía indiferente.
—Por Dios, Enrique, Ana es solo una más de vuestras concubinas. En poco tiempo os cansaréis de ese nuevo capricho. Es tan traicionera que no padece repulsión al ocupar el hueco aún caliente que dejó su propia hermana en vuestro lecho. ¿Qué os dio? ¿Con qué os engatusó? ¿Qué es lo que la diferencia de todas las demás? Nunca os he preguntado sobre vuestros devaneos y jamás me han importado, pero no dejéis que interfiera una mujer en los caminos dictados por Dios. Os conozco desde que éramos niños y jamás os comportasteis de modo similar. Es como si Ana hubiese envenenado vuestra tenaz voluntad. O… quizá sea por vuestra obsesión lógica de tener un varón. Yo no os lo puedo dar ya, pero una cosa sí sé. María será una gran Reina para Inglaterra, al igual que mi madre, su abuela, lo fue para Castilla y yo procuro serlo, también.
Vuestro padre se levantó sin contestarme y se limitó a acariciarme la toca.
—Adiós, Catalina.
Cabizbaja, arrastré mi nuca empujándola hacia su mano como un gato que procura la caricia olvidada de su amo. El Rey se dio media vuelta y se dispuso a retirarse.
Pero yo no quería que se marchase dejando las cosas así. Pensé rápidamente. La sumisión demostrada no le había retenido. Procuraría que entrase en razón por el camino menos delicado. Ardiendo de furia ante la impotencia de su indiferencia, no pude sino insultarle.
—¡Sois lerdo y vanidoso! ¿Cómo podéis decir que nuestro matrimonio no fue válido porque yací con vuestro hermano y que eso atenta contra la ley de Dios? Sois el único hombre en esta Tierra que tuvisteis en su día la prueba más fiel de que fuisteis el primero en holgar conmigo, y lo sabéis. Solo puedo pensar que de tanto mentir os trastornasteis. Pero ¡ay del ladrón, que cree que todos son de su condición! Decidme, Enrique, ¿qué es lo que vos hicisteis antaño con María, la hermana de Ana Bolena? ¿Jugar al ajedrez durante noches enteras hasta el amanecer? El que Vuestra Majestad yazga con hermanas no significa que los demás lo hagamos. Al menos sed sincero, y aceptad que lo único cierto en este negocio es que por una ramera abandonáis a vuestra mujer, a vuestra hija e incluso a vuestra Iglesia.
»¿Por qué no hacéis lo mismo con vuestro Reino? Quizá porque sin él ya no seáis nadie. El hombre que no sabe apreciar lo que tiene es una bestia, y eso es lo que representaréis a mis ojos y a los de muchos de vuestros súbditos si persistís en vuestro estúpido propósito.
Las lágrimas de pesar se tornaron furiosas, y sentí cómo se me abultaban las venas de las sienes bajo la toca. Hervía en mi interior a punto de estallar.
—¡No os dais cuenta! ¡Seréis bígamo ante todos los católicos! Pasaréis a la historia como un hombre despreciable, que desechó a la mujer que le entregó más de veinte años de su vida para reemplazarla por una joven y fértil mujer capaz de parir un bastardo. Y todo por qué, por la obsesión de poseerla. ¿Quién os asegura que es virgen como yo lo fui al entregarme a vos? Las malas lenguas dicen que la muy ladina ya entregó su virtud a otro hombre. Interrogad si no al Conde de Northumberland; él parece conocerla más profundamente que Vuestra Majestad. De la virginidad de ella no dudáis, y a la mía osáis ponerla en entredicho cuando sabéis que la obtuvisteis como mi esposo que sois.
Enfurecida, tomé el «Libro de las horas» que en su día me había regalado y había estado ojeando y se lo coloqué sobre las manos.
—Dios os acompañe, Enrique. Recordad el pasado y leed la última oración. Posiblemente os ahogue la contradicción en la que vivís.
Enfurecido, Enrique arrojó el «Libro de las horas» al suelo sin siquiera abrirlo. Mientras cerraba la puerta gritó:
—¡Solo habláis vos! ¡Os preguntáis y contestáis sola, y eso no está mal! Seguid así, Catalina, porque ese será vuestro futuro.
Un segundo antes de cerrar gritó de nuevo:
—¡La soledad!
La última palabra que pronunció me trepanó el tímpano. Me dolió tanto que corrí a aferrarme a un almohadón que María me había enviado con mis iniciales y la Corona bordadas por él. Su olor estaba impregnado en la tela, y esto apaciguó mi ánimo.
Al bajar la mirada nublada lo vi. En el suelo quedaba abierto por la tercera página el «Libro de las horas». Enrique había escrito en él algo digno de recordar.
Lo tomé en las manos y lo leí en voz alta con tono pausado y solemne.
Aquí lo repito, mi querida María, para que lo retengáis en la memoria con tanto celo como yo lo había custodiado desde aquel día en que Enrique me lo entregara cual símbolo de la unión indisoluble de vuestros padres:
Si vuestra memoria es tan fiel como lo es mi cariño, sé que jamás seré olvidado en vuestras cotidianas oraciones, ya que soy tuyo.
Enrique, Rey, para siempre.