Capítulo XIII

Desolación

En el terreno afectivo, Enrique se mostró más feliz desde que se enteró de mi quinto embarazo. No lo celebramos por miedo a anticiparnos. Ya lo habíamos hecho tantas veces que temíamos volver a apresurarnos. Era tanto mi miedo que si me hubiesen solicitado permiso para hacerlo público siempre lo hubiese negado, pues nuestros súbditos celebran con júbilo demasiado pronto las minucias no fraguadas.

En los negocios de la política, todo amainó. Ante las ambiciones de Francisco de Francia, mi padre hizo de nuevo las paces con Enrique y firmamos una nueva alianza gracias a un nuevo embajador, llamado Mesa. Todo parecía ir enderezándose: mi señor padre y mi esposo caminaban otra vez de la mano y yo esperaba que esta fuese la definitiva.

En el campo del rezo y la correcta conducta cristiana, apostólica y romana, celebrábamos contentos el último reconocimiento que el Sumo Pontífice nos había concedido. Nos encaminamos solemnemente a la basílica de San Pablo para depositar allí el último presente que Enrique había recibido del Vaticano. Portaba el Rey con la mayor solemnidad la espada y el sombrero honorífico. No era para menos, ya que simbolizaba el reconocimiento mayor que un monarca había recibido de manos del Sumo Pontífice como defensor de la Iglesia en estos parajes terrenales. Uniría estos presentes a la rosa de oro que cuatro años antes había obtenido de manos del Papa, junto con su título de Defensor de la Fe.

Terminada la ceremonia, disfruté de nuevo de mi buen amigo Forest.

No pude dejar de hacerlo. Aquel hombre me había consolado muchos años atrás, cuando sufría el desconsuelo de mi primera viudedad y no sabía lo que me esperaba.

Fue él precisamente el primero que me hizo pensar en Enrique, por aquel entonces niño, como mi futuro marido, y de sus consejos disfruté en muchas ocasiones. Hacía muy poco que Wolsey había despedido a mi último confesor español enviándole de nuevo a Castilla, por lo que pensé en él como su sustituto ya que andaba necesitada de alguien en quien confiar.

Forest miraba consternado cómo Wolsey se había convertido en la sombra de Enrique. Mi buen confesor predicaba en San Pablo por orden del mismo Wolsey, pero empezaba a discrepar con él en muchas cosas. A la salida nos rezagamos, y entre susurros me alertó de la presencia del cardenal y de sus tendencias. La verdad es que esta vez no me vaticinó ni informó sobre nada que yo ya no supiese.

Pasado un tiempo, el 18 de febrero, en Greenwich, Juan Forest me ayudaba a levantarme del reclinatorio en el que, postrada y sumamente gruesa por el inminente parto, me había arrodillado para la confesión. La muerte de mi padre, acaecida el viernes de San Ildefonso, me hizo pensar y arrepentirme de muchos de los sentimientos que en su contra había tenido.

En ese preciso momento irrumpió en mi antesala un mensajero sudoroso y jadeante. Aquel lento y desdichado personaje portaba una carta del rey Fernando de Aragón, mi padre.

Despistado y falto de agudeza, me la tendió reverenciándome. Lo miré sorprendida al comprobar el sello del lacre.

—¿Qué camino tomasteis para llegar hasta aquí?

Aquel joven se puso nervioso y con voz temblorosa e inaudible me contestó:

—Crucé la frontera con Francia y desde allí tomé el primer barco que zarpó de uno de sus puertos con este destino.

Con el mismo suspiro acongojado que un moribundo emite al expirar, rasgué el lacre. Leí su contenido despaciosamente y con la certeza de estar otorgando a cada palabra mucho más valor que el que la mano de su autor le había dado al trazar sus letras.

No decía nada en especial. Simplemente, se alegraba del buen camino de las negociaciones entre nuestros Reinos y se despedía de mí con afecto.

Inspiré profundamente oliendo el pliego frente a mi nariz. Me pareció percibir aquel aroma a padre que antaño había añorado. Apretaba contra mi pecho las últimas palabras que mi señor padre había dedicado a «su pequeña».

El portador del billete hizo patente su presencia con un estornudo. Aprovechó el momento en que le miré para interrumpir:

—¿Su Majestad escribirá respuesta, o por el contrario puedo partir sin ella?

Aquel desdichado insensible me impacientó.

—¿Respuesta para quién?

Me miró con descaro y como si fuese idiota.

—Para quién va a ser. La señora ha recibido una carta de Su Majestad el Rey don Fernando. Como se me ha ordenado, le pregunto si he de esperar para regresar con la contestación.

Conté hasta tres para contener mi ira. Por fin contesté:

—Vuestra merced ve de qué color estoy vestida.

El negro teñía mi ropa. El irrespetuoso joven se limitó a asentir. Continué.

—Como súbdito de vuestro Rey deberíais de intuirlo. ¿Sabéis a quién se debe el duelo?

Aquel ingenuo negó de nuevo. Procuré no reprenderle por su ignorancia y lentitud.

—Se debe a la muerte de mi señor padre y vuestro Rey. El correo que portaba la noticia de esta desdicha llegó diez días antes que vuestra merced, y os puedo asegurar que no representaba tanto el cansancio como vos.

Aquel desdichado se inclinó cabizbajo y se encogió de hombros.

—Regresad, pues, sin notificación alguna.

Me reverenció y salió sonrojado del cuarto.

No pude menos que comentar mi pesar con Forest.

—Pobre desdichado. ¿Cómo iba a saberlo? Posiblemente, no contaba con los recursos necesarios para cubrir los gastos de su viaje. Cómo podría ser rico el vasallo de un Rey que falleció pobremente, a las cuatro de la madrugada, en una casa rústica a las afueras de Madrigalejo. Según me han comunicado, los muchos que le llamaron avaro, codicioso y mezquino han tenido que tragarse la lengua, pues murió tan pobre que casi no se hallaron dineros para costear sus funerales. Y pensar que más de una vez, durante mi viudedad, me cisqué en él pensando en que era voluntario su proceder al mantenerme pobre ante la miseria. Creo, mi buen Forest, que nunca hemos de juzgar premeditadamente, y me arrepiento de haberlo hecho con mi señor padre. A Castilla llegan barcos procedentes de las Indias cargados de tesoros, y en cambio Aragón se empobrece por días. Si hubiese escuchado y secundado a mi señora madre cuando consintió en la empresa de Colón, todo hubiese sido diferente.

Un fuerte pinchazo me obligó a inclinarme y Forest alertó a todos. Las sábanas y la cama estaban ya preparadas, y me dispuse a enfrentarme de nuevo al dolor de parir con una plegaria adherida a los labios que nada más detenía para morder un paño entre los dientes.

Me despojaron de las vestiduras enlutadas y en bajo sayo vi nacer a María. La niña lloraba con fuerza y estaba viva. Enrique no cabía en sí de gozo a pesar de que hubiese sido una niña. Me excusé ante él.

—Rogué por que fuese varón y naciese vivo. Dios me concedió al menos una de las dos peticiones.

Me besó alegre.

—No os preocupéis, Catalina, porque por su misma gracia si esta vez ha sido niña la próxima será un varón.

Exhausta, sonreí.

—Enrique, mientras quede aire en mi pecho, os juro que lo seguiré intentando y a mi señor soberano adoraré. No lo olvidéis.

María era una niña hermosísima, de tez blanca y pelo rojizo. Enrique se pasaba las horas con las narices metidas en la cuna sorprendido ante la diminuta figura de su hija.

Sus padrinos de bautismo fueron Wolsey, muy a mi pesar, y la duquesa de Norfolk, tía de dos de mis damas más jóvenes, María y Ana Bolena. Después de siete años, al fin dábamos un sentido a nuestro matrimonio.

Eufórico, Enrique me abrazaba y besaba como desde mucho tiempo no lo hacía, y sentí que una brizna de aquella pasión que un día habíamos experimentado regresaba a nuestro interior. Wolsey parecía haber pasado a segundo plano, aunque no se resignara a desaparecer, y la Blount dejó de ser la preferida en las noches del Rey. Tanto fue así que quedé muy pronto preñada de nuevo, y Enrique pregonaba a los cuatro vientos que el siguiente sería el futuro Príncipe de Gales.

Durante aquel año disfruté de la compañía del Rey con asiduidad, y por un momento pensé que todas nuestras diferencias estaban olvidadas. Mi sobrino Carlos viajaba hacia España para hacerse cargo de las Coronas de Castilla y Aragón, ya que su madre seguía enclaustrada en Tordesillas. Había pactado con Francia.

A principios de noviembre de 1518 me sentí débil y enferma.

Tuve que enfrentarme a otro aborto. Enrique pasó de un carácter ardiente al más gélido de los talantes. Al parir y no oír llanto alguno, vi su expresión y solo tuve fuerzas para preguntar en pasado.

—¿Qué fue, niño o niña? En sus claros ojos solo vi desprecio, y lo demostró.

—Qué más da. Ya no está y nunca vivirá. Vuestro deformado y cansado vientre es incapaz de dar vida a nada ni a nadie. Todos tenemos un límite, Catalina, y yo lo he rebasado con creces al desafiar una y otra vez a la impaciencia que me atenaza. Me rindo, y admito la imposibilidad de conseguir algo inalcanzable —y después de un largo suspiro me apuntilló—: Muy probado ha quedado que con Vuestra Majestad será imposible.

Se levantó, y arrastrando los pies salió de la habitación rumbo a la capilla pues seguía siendo un hombre sumamente piadoso. Sin embargo, no alcanzaba a entender por qué Dios le había dado un matrimonio maldito que no le recompensaba con un varón. La desesperación y el cansancio se reflejaban en su caminar y su semblante. Me sentí vacía e inservible para ser mujer.

El Rey no intentaría ya preñarme de nuevo. Daba por saldada la pretensión más larga, ansiada, frustrada e imposible por la que más había luchado.

Mi dolor se vio acrecentado cuando un año más tarde Elizabeth Blount, su amante apodada Bessie, parió un hijo vivo. Era un secreto a voces que se trataba de un bastardo real, aunque no fue reconocido hasta seis años más tarde. Enrique exhibía orgulloso al niño en la Corte, e incluso se dieron festejos en su honor. Le bautizaron con el nombre de Enrique Fitzroy.