Capítulo XVIII
Sinceridad maternal
Abrí los brazos y os acercasteis a mí. Habíais crecido mucho desde la última vez en que nos habíamos visto. A pesar de ser alta y bien formada, os abrazasteis a mí y os sentasteis en mi regazo como antaño. Me resultó extraño no poder rodearos por entero con mis brazos. A vuestros once años poco os quedaba de infanta, y muy pronto seríais una mujer como Dios manda.
Vuestro cariño colmó de afectividad aquel cálido momento tan distante de la asidua y escalofriante soledad.
Os así con aún mayor fuerza, como si quisiera fundir vuestra alma con la mía y dejar a ambas tan unidas que nunca más pudiesen alejarse. Casi sin respiración, os separasteis de mí con delicadeza.
—Lo siento, madre, pero me hacéis daño.
Me excusé.
—Os eché tanto de menos, María. Ya solo me acompaña la soledad y he olvidado el afecto. Son raras las veces que el Rey, mi señor y vuestro padre, viene a mi encuentro. Cuando al fin lo hace, tiemblo y tirito porque siempre trae algún despropósito en la cabeza, inculcado la mayoría de las veces por Wolsey. Es su manera de pagar al hombre que torna con destreza en propósitos ejecutables los deseos más inverosímiles que puedan ocurrírsele. Fuere cual fuese su dificultad, el Cardenal no se detiene ante nada, y poco le importa el daño que a su Reina pueda causarle la obstinación del Rey. Un capricho del Rey es lo principal a cumplir.
Ordené a mis damas que nos dejasen. Únicamente a María de Salinas le permití quedarse con nosotras. Las demás me reverenciaron y sin rechistar se retiraron. Una vez solas, continué informándoos.
—Hay ciertos rumores que corren por los pasillos de Palacio. Me preocupan, María. Ya casi sois una mujer y ha llegado el momento de que os inicie en algunas asignaturas que los maestros no enseñan, y que os serán de mucha utilidad si os conciernen en el futuro. Son rumores a los que una Reina ha de hacer oídos sordos e ignorar si no quiere sufrir en demasía.
Asentisteis intrigada.
—Estas dañinas habladurías no son dignas de ser comentadas con las damas que a nuestro lado viven, y menos si estas están impuestas por el ojo derecho de vuestro padre, el cardenal Wolsey, que se ocupó de despedir a mis confidentes.
Me interrumpisteis.
—Es verdad, madre, que hay muchas caras que faltan a vuestro alrededor. ¿Qué fue de las que más os querían y a las que más apreciabais?
Te contesté.
—Wolsey las ha alejado de mi lado para sustituirlas por sus más afectas intrigantes. Sin duda, de algún modo me teme y quiere tenerme vigilada. Vuestro padre, como bien sabéis, siempre ha compartido el lecho con muchas mujeres de muy diversa condición. El tiempo limaba su deseo hacia ellas y pronto las reemplazaba por otras.
Me mirasteis sorprendida.
Aquello no era nada nuevo, y hablamos madre e hija de la poca importancia que habría que darle a aquello. La voz me tembló al proseguir.
—Esta vez es diferente, María. La pequeña de las Bolena parece haberle hechizado. No cede del todo a sus propósitos, pero alentada al mismo tiempo por su padre, le tiende una red sinuosa e incitante. Es joven, pero conoce muy bien el arte de conquistar sin conceder. El Rey se muestra aniñado, ciego e idiota ante tan clara evidencia. Cada vez se enreda más en sus hilos, y ya come de su mano como un cordero sin criterio ni sesera.
Os sorprendisteis más aún.
—No lo entiendo, madre. ¿Por qué no la ignoráis como hicisteis con las demás?
No pude contener una lágrima de desesperación.
—No lo entendéis, María. Estáis lejos y no vivís el día a día. Es denigrante para mí ver cómo corre tras ella sin orgullo ni voluntad. Las lenguas de la Corte se sueltan, y comentan los partidarios de la Bolena que ella le ha dicho que no será suya si no la desposa. ¡Ha enloquecido! ¡Y aconseja al Rey que pida la nulidad de nuestro matrimonio al Papa! Tras ello, capaz es de intentar declararos bastarda, ya que nulo significa no existente.
—¿Qué dice mi señor padre?
Sollocé sin poderlo remediar.
—Eso es lo peor. En vez de ignorar tan grave infundio, se plantea la posibilidad de ello.
Me consolasteis como pudisteis.
—No es cierto, madre. Sin duda hablan los partidarios de Ana Bolena, y por más gritar acallan a los cabales. No puedo creer que los asuntos del yacer entre hombre y mujer traigan la locura a la mente de mi señor padre.
Me encogí de hombros. No podía explicaros cuántos hombres cabales llegan a perder el juicio ante el pecado carnal y la tentación. Menos si el mentado era vuestro padre. Tenía que buscar otra excusa, y de hecho existía.
—La Bolena parece conocer bien las debilidades de vuestro señor padre, y le promete además darle un varón que pueda sucederle en el trono.
Me limpié el rostro y alcé la cabeza reconociendo mi yerma falta ante vos, mi propia hija.
—Aprovecha la desdicha del ajeno en su propio beneficio, puesto que yo ya no puedo brindárselo.
No hubo respuesta, permanecisteis callada ante la confesión y decidí alentaros. Erais muy niña aún y no tenía ningún derecho a haceros partícipe de mis congojas.
—No estoy dispuesta a admitir semejantes majaderías. El Rey de Inglaterra morirá siendo mi marido en la Tierra y en el Cielo. Eso es algo que nadie podrá cambiar. No os preocupéis, hija mía. Me adelantaré ante cualquier acción. Escribiré a vuestro primo Carlos para que apoye mi posición y obligue al Papa a pronunciarse en mi favor. No le será difícil, ahora que lo tiene preso en Sant’Angelo. Sería absurdo por parte del Santo Padre contravenir sus deseos. Es cierto que estuve en desacuerdo con el saqueo de Roma por parte del Emperador, y de la masacre que allí se perpetró. Pero también lo es que en nuestra propia causa podremos jugar con ventaja dado el acontecimiento. No desaprovecharé la ocasión.
Suspiré cansada. Pero segura de mí misma.
—El caso, María, es que el cardenal no termina con una de sus trapisondas y ya está pensando en otra. Ante el deseo de su Rey de engendrar un varón, es capaz y está dispuesto a atentar contra la ley de Dios para conseguirlo. A él es a quien deberían de comparar con el reciente fallecido Maquiavelo más que con mi señor padre. ¡Que lo intente! ¡No me asusta! Dios me ampara en el Cielo y el mayor Emperador del mundo en la Tierra.
»Vuestro padre es solo una víctima a merced de sus garras. Si cree que no tiene enemigos, está equivocado. Muchos piensan que es un ser egocéntrico, obeso, caprichoso y testarudo. Solo un hueso difícil de roer, pero no indestructible. A sabiendas del dolor que me causa, todos sus enemigos buscarán mi complicidad en su contra. No la hallarán nunca, y se equivocarán porque tanto Vuestra Alteza, mi hija, la Princesa de Gales, como yo nos mantendremos fieles y moriremos si es preciso defendiéndole a capa y espada. Por ello quizá guardo todo mi rencor hacia el Cardenal.
Tomé aire para proseguir ante vuestra mirada expectante. No serviría ya de nada esconderos algo al respecto.
—Escuchadme, María, porque no ha de haber contradicción entre nosotras. El partido de los Bolena quiere argumentar que la dispensa otorgada en su día para casarme con vuestro padre después de haberlo estado con Arturo, vuestro tío, era defectuosa. Tienen miedo y lo presiento. Hablan de ello en secreto, y sé que han encargado a los juristas y a los teólogos que estudien el propósito de Enrique con la máxima discreción y buen criterio. Dos cualidades imposibles en estos Reinos. Recemos, María, para que estos sabios se pronuncien como deben y no den más cuartos al pregonero. Confío en ello, pero no hemos de engañarnos, ya que es bien sabido que un hombre preparado, falto de escrúpulos y cosechador de sobornos siempre puede interpretar un escrito según convenga a sus propósitos. Juraré ante todos que nunca estuve casada con Arturo puesto que no consumé el matrimonio. Muchos lo saben y lo aceptarán, otros muchos serán comprados en sus voluntades y mentirán sobre ello. Cada uno actuará y declarará la farsa o la verdad, según la limpieza de conciencia que tenga.
Me escuchabais en silencio, lo que me hizo cesar en la verborrea pues me di cuenta de mi monólogo.
Hasta entonces no os habíais pronunciado al respecto, y sin duda querríais opinar. Os incité a ello, pero permanecisteis callada. Como si algo os impidiese arrancar. Esto no me extrañó, ya que siempre habíais sido reservada. Os pregunté:
—¿Qué es lo que me ocultáis?
Por fin rompisteis el silencio.
—Todo lo que me contáis más parecen conjeturas que evidencias. Habláis sobre lo que haréis convencida de que tendréis que recurrir a ello como única salida. Solo contestadme a una pregunta: ¿creéis posible que ya se haya interpuesto la demanda de nulidad o son únicamente suposiciones vuestras?
Me encogí de hombros, estaba tan asustada que ni yo misma llegaba a diferenciar ya la verdad de la amenaza.
—Solo un hombre imparcial podría contestar sin tapujos a vuestra pregunta, querida hija.
Ordené que llamasen a don Íñigo, el embajador de Carlos. A los pocos minutos entraba en los aposentos.
—Don Íñigo, Su Alteza la Princesa de Gales pregunta si tenemos noticia de una demanda de nulidad ante el Vaticano. Quizá vuestra merced conozca la respuesta, ya que el papa Clemente permanece bajo la custodia del Emperador.
Se sorprendió ante la pregunta.
—Sabéis, mi señora, que no tengo constancia evidente de ello, pero los rumores son fuertes y espero la notificación que lo verifique de un momento a otro.
Tomé aire profundamente. Estaba claro que todos nos agarrábamos a un clavo ardiendo con tal de no reconocer lisa y llanamente la verdad.
—De ser ciertas nuestras sospechas, ¿el Emperador, mi sobrino, apoyará mi causa? El clérigo contestó sin titubear:
—Siempre apoyará vuestra causa. Hoy mismo recibí una carta de su puño y letra que deja en claro su desacuerdo e indignación para con Su Majestad, el Rey Enrique. Asegura que apoyará vuestra causa sin condiciones. A pesar de todo, me gustaría cerciorarme de ello y llevar yo mismo las peticiones que Vuestra Majestad tenga en mente para el señor mi Rey.
Quedé pensativa. Sin duda Mendoza quería abandonarnos. Era lógico: todo aquel altercado estaba manchando su impoluto expediente y no ansiaba otra cosa que huir dignamente de semejante atolladero.
—No os preocupéis, don Íñigo. No sois el primer embajador que acojo y despido en estas tierras, y bien sabe Dios que no seréis el último. Partid con mi bendición.
»Transmitid reiteradamente a mi sobrino todas las protestas que para mi marido guardo, así como la necesidad que albergo de su apoyo para que convenza al Papa. Clemente ha de avocar a Roma la causa del posible juicio que sin duda querrán.
»Sabéis que mi triunfo va en ello, pues todos intuimos que si se hiciese aquí, en Inglaterra, estaría amañado de antemano y no existiría la imparcialidad total del tribunal. Está claro que la balanza de la justicia se inclinaría en mi contra.
Creía concluida mi exposición, cuando me eché la mano a la frente recordando un último e importante ruego.
—Don Íñigo. Vuestra merced parte cargado de mensajes, pero engrosó vuestro equipaje con un último deseo a pesar de que soy consciente de la dificultad de su tramitación.
Don Íñigo se detuvo. Proseguí:
—Los dos sabemos cuál es mi mayor enemigo e instigador en esta Corte, al igual que comprendemos la situación de poder que mi sobrino tiene en este momento sobre el Papa. Rogadle de mi parte que haga lo imposible por destruir, o al menos menguar, la autoridad legataria de Wolsey en este mi proceso. Conociéndole bien como le conocemos, es probable que ya esté moviendo influencias para obtener plenos poderes en cualquier juicio que se pueda fraguar en Inglaterra.
Don Íñigo me reverenció, y asintiendo con la cabeza se retiró.
Sabía que cumpliría a la perfección con su cometido. Le echaría de menos, al igual que a Vuestra Alteza, pues pocos días después regresasteis a Gales. Ya estaba acostumbrada a ello.