13
El heraldo de la muerte entró en el palacio montado en su corcel de cascos de fuego. Había galopado desde las tierras de Canaán, para atravesar fértiles valles y estériles estepas, envuelto en la nube que su propio espanto provocaba. Nadie osaba interponerse en su carrera, ni hombre ni bestia, pues el jinete nada quería de los vivos más que pregonar su muerte. Ese era su cometido, y al avanzar hacia el faraón que aguardaba sentado en su trono no hizo ademán alguno por inclinarse, ni tampoco salieron de su garganta palabras de respeto. De donde venía no había más señor que aquel que se encarga de arrebatar el soplo de la vida, y ante él no existían los protocolos. Cuando se detuvo frente a Nefertiti, la observó un instante a través de los velos sutiles que lo envolvían, para acto seguido anunciarle su mensaje: el príncipe Zannanza había muerto.
La desesperación se apoderó de Smenkhara mientras el eco de la noticia se apagaba. El hijo del rey del Hatti había sido asesinado por unos bandidos al atravesar un estrecho valle. Junto a él todo su séquito fue pasado por las armas, sin que nadie pudiera determinar quiénes habían sido los criminales.
Ay abrazó a su hija e intentó calmar su consternación. Aquel desgraciado suceso cambiaba por completo la situación, al tiempo que dejaba al dios en una posición insostenible. Resultaba imposible que unos bandidos atacaran el séquito de un rey, y mucho menos si era del Hatti. Para el Divino Padre, estaba clara la mano que se escondía detrás de aquel ataque, y también las consecuencias. Los acontecimientos se precipitarían, y nadie podría contenerlos.
Nefertiti le miró a los ojos, como solo ella sabía, y después de dar un beso a su padre se marchó.
Aquella misma noche, una figura embozada se reunió con el Divino Padre en una lóbrega sala del apartado templo del Río. Acompañados tan solo por la luz de una antorcha, ambos se observaron en silencio durante un rato, antes de hablar sobre el futuro de Egipto. Los dos se conocían desde hacía años, y se aborrecían profundamente, aunque no ocultasen el respeto que se tenían. Sus intereses siempre habían corrido parejos y comprendían que en aquella hora el tiempo de Ankheprura-Smenkhara estaba cumplido. La nave en la que Nefertiti se había embarcado junto a su esposo hacía años llegaba al final de su viaje. Ya no podía seguir navegando por las hermosas aguas de la Tierra Negra, envuelta en su peplo de oro, ni reverberar como los rayos del sol al que adoraba y al que nunca renunciaría. Así eran las cosas.
Durante una hora, Paatenemheb y Ay discutieron sobre el destino de Kemet con la frialdad que les era propia. Ambos se veían respaldados por poderes que no podían ser ignorados, y sabían las consecuencias que traería una guerra civil. Kemet se hallaba exhausto, y un conflicto semejante lo hundiría en el caos para siempre. Debían llegar a un pacto para que aquello no ocurriese, una alianza que garantizara una transición pacífica hacia un Estado en el que pudieran convivir en paz todos los cleros. Era necesario reflotar la economía de las Dos Tierras después de todos aquellos años de abandono, y devolver a las gentes las viejas tradiciones a las que se encontraban tan aferradas.
Ambos estuvieron de acuerdo. Un nuevo dios debía alzarse en Egipto. Un faraón capaz de llevar a cabo aquella empresa en paz, y solo había uno en disposición de hacerlo: el príncipe Tutankhatón.
Durante aquellos meses, Neferhor coincidió con cierta frecuencia con el pequeño Tutankhatón. La amistad de este con Nebmaat hizo que tratara al príncipe, y ello le ayudó a forjarse una idea mejor de la personalidad del niño. Como ya percibiera la primera vez que hablara con él, Neferhor comprobó que detrás del enfermizo cuerpo del chiquillo se escondía una fuerza y determinación difícil de sospechar. Tutankhatón revivía a cada momento la gloriosa época de los faraones guerreros, y soñaba con un Egipto en el que sus fronteras se situaran en los límites del mundo conocido. Sin embargo, el escriba también pudo percatarse de lo arraigado que estaba en el niño el culto atonista que le inculcara su padre. No precisó mucho tiempo para convencerse de que aquel príncipe nunca renunciaría por completo al credo instaurado por Akhenatón. Por otra parte, el gran ascendiente que Ay ejercía sobre él resultaba definitivo, y en cierto modo moldearía su carácter al tiempo que influiría en sus decisiones futuras.
A Neferhor también le sorprendió el afecto que el pequeño mostraba hacia la figura de Paatenemheb. Siempre que hablaba acerca del general, al chiquillo le brillaban los ojos, y no ocultaba su admiración hacia él, quizá porque Paatenemheb representaba la consecución de todos sus sueños infantiles; los anhelos que un día pensaba hacer realidad.
—Someteré a los kushitas como hiciera el gran Menkheperre —repetía el niño una y otra vez—, y levantaré una estela junto a la suya, en los confines de la tierra. Paatenemheb me acompañará y juntos viviremos grandes aventuras.
—Serás un poderoso guerrero, mi príncipe, no tengo duda acerca de ello —solía animarle Neferhor.
Próximo a cumplir los nueve años, aquellas eran las conversaciones que podían esperarse de un niño al que le gustaban la acción y los juegos al aire libre.
—Combatiré a los viles asiáticos montado sobre mi carro, con las riendas atadas a mi cintura en tanto los acribillo con mis flechas —repetía el pequeño con frecuencia—. No hay arquero que me supere ya que el Atón guía mi brazo.
Siempre que el príncipe hacía referencia al dios de sus padres Neferhor se quedaba pensativo, a la vez que se preguntaba qué era lo que en realidad podía esperarse de aquel chiquillo en el futuro.
—Escriba, ¿crees que debemos volver a honrar a los antiguos dioses? —le interrogó un día Tutankhatón.
Neferhor se sorprendió por la pregunta y se quedó pensativo un momento.
—Los antiguos dioses forman parte de esta tierra —le contestó el escriba—. Ellos estaban aquí mucho antes de que llegáramos nosotros. Nos enseñaron cuanto necesitábamos para poder convertirnos en seres civilizados. No es justo darles la espalda cuando pensamos que ya no nos son de utilidad.
—Pero mi padre, eliW gran Akhenatón, me contó que muchos de esos dioses nos encadenaron a su ambición, y acapararon un poder desmedido.
—Los dioses no ponen cadenas a nadie, mi príncipe. Son los hombres los que acostumbran a practicar el abuso. Da igual a qué dios adoren.
—¡Abusos! —exclamó el niño en voz baja—. Si yo fuera el señor de las Dos Tierras, acabaría con ellos.
—Serías un gran faraón si hicieras eso —le animó el escriba.
—Tus palabras traen la paz a mi corazón. Ahora veo tu sabiduría.
Neferhor hizo una pequeña reverencia en tanto sonreía.
—Todos los dioses tienen cabida en Kemet, mi príncipe —matizó Neferhor—. Ellos y nosotros deberíamos convivir en paz, a la vez que seguimos el mismo camino, el del maat.
Tutankhatón se quedó pensativo durante un rato, y luego regresó a su mundo de aventuras para hablar de caballos y cacerías, como era usual entre la realeza.