2

Corría el año veintiuno del reinado de Nebmaatra, vida, salud y prosperidad le fueran dadas, y Egipto había sido bendecido por la abundancia. Todos los dioses benefactores parecían haberse confabulado para otorgar su favor a la Tierra Negra, y esta vivía en paz, para ofrecer todo lo bueno que los hombres pudieran desear. Incluso Hapy, el señor de las aguas del Nilo, se había mostrado particularmente propicio al desbordar el sagrado río en su justa medida. Nadie recordaba un período tan largo en el que se hubieran producido crecidas tan favorables. Durante aquellos veintiún años el Nilo no se había desbordado en demasía ni una sola vez, y mucho menos había faltado a su cita milenaria, como a veces ocurría, para sumir el valle en la terrible sequía. Ambas eventualidades resultaban desastrosas para Kemet y traían consigo, indefectiblemente, el hambre y las penalidades al país. No era, por tanto, de extrañar que por doquier se alzaran voces para dar loas al faraón que gobernaba aquella tierra con mano tan prudente como benefactora. Desde que este se sentara en el trono de Horus, las buenas cosechas no habían faltado a su cita ni una sola estación, hasta llegar a ser tan habituales que ya nadie se acordaba de las épocas de hambruna por las que tantas veces habían tenido que pasar.

Con el estómago lleno, los campesinos cantaban alegres a la vez que invocaban a Min para que diera larga vida al faraón. Este los había protegido como ningún otro rey desde hacía más de mil años, para desterrar la escasez del valle del Nilo y permitirles vivir en paz. Hasta los enemigos ancestrales de Egipto se habían rendido ante su poder para someterse de buena gana. El oro, la plata, el cobre, el ébano, el marfil, el lapislázuli… entraban a raudales en Kemet para cubrir el país con una pátina dorada desconocida hasta entonces. El lujo había prendido entre la alta sociedad, y esta se había aficionado a las costumbres asiáticas, al derroche y a la celebración de grandes fiestas en las que los invitados alardeaban de sus riquezas sin medida. Gloria pues al Horus viviente Nebmaatra. Gloria al faraón Amenhotep III.

Claro que para Neferhor las cosas resultaban bien distintas. La abundancia que se había instalado en Egipto había evitado que su familia pasara las habituales penurias a las que estaban expuestos los campesinos. Siempre tuvo una hogaza de pan que llevarse a la boca, y hortalizas y lentejas con las que acompañarla. Pero ahí terminaban sus lujos. Para poder vivir necesitaba trabajar la tierra en la que habitaba, desde que Ra-Khepri salía por el horizonte hasta que se ponía como Ra-Atum al anochecer, cuando el astro se disponía a iniciar su viaje por el Mundo Inferior. Además debía ayudar a su hermana a ordeñar las vacas y a cuidar de los dos bueyes y el pollino de los que dependían para la labranza. Sin embargo, el chiquillo se sentía afortunado de poder deambular por aquel vergel y respirar el aire con el que habíahas crecido. Disfrutar de todo lo que su vista le regalaba y sentir el poder de aquel río capaz de darles o quitarles a su antojo. Este era el auténtico señor de la Tierra Negra, y él lo reverenciaba como tal.

Neferhor y su pequeña familia vivían en una finca que pertenecía al clero de Amón. Era un lugar hermoso, sin duda, rodeado de palmerales y frutales, que ofrecía todo lo bueno que el hombre pudiera desear, pues la proximidad del río les proporcionaba agua en abundancia, y la tierra era tan fértil que no había ninguna mejor en todo Egipto.

Aquella era una de las pocas fincas que no estaban subordinadas a la familia de la reina, ya que en Ipu, el lugar donde habitaban, casi todas las granjas eran de su propiedad. Mas a pesar de que Tiyi señoreaba en la región, los sacerdotes de Tebas habían conservado allí sus antiguos dominios, que continuaban explotando como antaño. Amón era dueño de gran parte de la tierra del país de Kemet, y su influencia era tal que incluso la reina no tenía otro remedio que resignarse a tenerlos por vecinos.

La familia del chiquillo había vivido en aquella hacienda desde hacía generaciones y, según aseguraba el viejo Kai, formaban parte de ella desde el mismo momento en el que nacían, independientemente de que fueran personas libres. Sin embargo, el sello del Oculto estaba grabado en su piel, aunque no fuera visible, como si se tratara de una más de las posesiones del todopoderoso dios tebano.

Indudablemente, vivir bajo la protección del señor de Karnak tenía sus ventajas, sobre todo a la hora de evitar litigios con los vecinos. Todas las parcelas colindantes pertenecían a la familia de Tiyi, y los campesinos que las trabajaban acostumbraban a mirarlos por encima del hombro y a hacer no pocas burlas de Kai y su hijo, al que veían algo extravagante para su edad.

—Dinos, Neferhor, ¿cuántos khar[1] de cebada producirá mi campo este año? —solían preguntarle entre risas.

El chiquillo no les hacía caso, aunque en ocasiones tuviera que sufrir los golpes de otros niños más fuertes que él. Pero las peleas eran algo habitual, y poco tenía que ver que a él le gustara hacer cálculos sobre las cosas.

Sin embargo, cuando el nivel de las aguas del río descendía después de que la crecida hubiera anegado la tierra, sus vecinos se abstenían de intentar ganar terreno a sus fincas. Estas debían ser medidas de nuevo y delimitadas con mojones, y los agrimensores que pertenecían al templo de Amón no cedían ni un palmo de su terreno, por muy reales que fueran las de sus colindantes. A Neferhor le parecían tan precisos y puntillosos, que se extasiaba al verlos calcular las áreas de nuevo, sin errar ni un solo codo[2] cuadrado.

Ahora se aproximaba el momento de la recolección, y muy pronto los campos se llenarían con las voces y cánticos de los labradores dedicados a la siega, y también con la presencia de los inspectores y escribas de los graneros dispuestos a no pasar por alto ni una espiga de cereal.

Para Neferhor esta era su época del año preferida y aquella tarde, mientras pescaba en compañía de su amigo Heny, no podía ocultar su satisfacción.

—Si sigues moviendo la caña de esa manera no picará ni un pez —le advirtió Heny—. Cualquiera diría que es la primera cosecha que vas a recoger.

Neferhor se encogió de hombros en tanto continuaba absorto en váyase a saber qué.

—Seguro que estás pensando en los sacos de harina que obtendrás y en los panes que se podrán amasar con ella —apuntó Heny molesto—. Hoy volveremos a casa con las manos vacías. ¡Con la cantidad de mújoles que hay en este lago!

—Claro, por eso pertenece a la reina. El dios lo hizo para ella y por ese motivo hay tanta pesca. Mide tres mil setecientos por seiscientos codos —apuntó Neferhor sin poder contenerse.

Heny lanzó una carcajada.

—No me extraña que te apoden Neferhor —señaló su amigo todavía entre risas—, aunque, en confianza, te diré que me gusta más tu sobrenombre que el de Iki.

—Ya estoy acostumbrado; además, me da igual como quieran llamarme. Mi nombre no lo elegí yo.

—Pero ya sabes lo importante que es tener un buen nombre —se apresuró a decir Heny con los ojos muy abiertos.

—En ese caso, creo que el de Neferhor resulta insuperable.

Ambos amigos rieron mientras volvían a lanzar los aparejos.

—Qué lugar tan hermoso —dijo Heny—. No hay ninguno en Ipu que se le pueda comparar.

Neferhor asintió en tanto observaba cómo una carpa nadaba alrededor de su anzuelo.

—¿Crees realmente que el dios construyó este lago por amor? —preguntó sin apartar la vista del pez.

—Claro. Por qué si no —se apresuró a contestar Heny.

—Bueno. Con toda esta agua estancada la reina mejorará la irrigación de sus campos. Las cosechas que obtiene de ellos son insuperables —dijo Neferhor convencido.

—Nunca se me hubiera ocurrido pensarlo —señaló Heny en tanto se rascaba la cabeza.

—Eso es porque tu familia no tiene que arar la tierra. —Heny no supo qué contestar—. Mira a tu alrededor. No hay espigas tan altas como estas en todo Egipto —continuó Neferhor—. Mi padre me lo dice a menudo.

Durante unos instantes ambos amigos volvieron a fijar su atención en la pesca. Era la suya una curiosa relación, pues los chiquillos pertenecían a estratos sociales diferentes. Mientras que Neferhor era un simple campesino, Heny procedía de una familia de comerciantes que había prosperado con la venta de vinos de los oasis. La bonanza económica que sonreía al pa Conrdía deís durante los últimos años había hecho aumentar el consumo de vino en una sociedad que se había aficionado al derroche y a la buena vida. Así, de haber tenido que ganarse el sustento comerciando con las peores casas de la cerveza de la región unos caldos infames, la familia de Heny había pasado a hacer negocios con los burócratas de la administración del nomo, a los que proporcionaba un vino aceptable a muy buen precio.

Ya no necesitaban recorrer los polvorientos caminos con las ánforas a cuestas. Ahora se habían establecido como personas principales, e incluso se habían hecho construir una bonita casa cerca del río. Hacía tiempo que no tenían que aguantar los toscos modales propios de los locales de mala nota, y se habían aficionado a mirar por encima del hombro a aquellos que antaño les criticaban. Heny, por tanto, sería vinatero como lo era su padre y lo había sido su abuelo, y a sus diez años ya se había iniciado en el negocio para acompañar a su progenitor en el trabajo, como solía ser habitual en aquel tiempo.

No obstante, a Heny lo que de verdad le gustaba era correr por los campos, zascandilear por las riberas en compañía de Neferhor, y lanzar piedras a los cocodrilos. Ambos se habían conocido una tarde mientras jugaban en los palmerales, y enseguida se habían hecho amigos inseparables. Poco importaba la ocupación de sus mayores, ellos eran como hermanos, y siempre que podían quedaban para pescar, cazar patos o jugar con otros niños del lugar junto al río. Allí hacían planes, aunque estos formaran más parte de un sueño que otra cosa.

—Algún día mi vino se servirá en la mesa del dios —solía decir Heny, con los ojos entrecerrados—. Entonces seré una persona principal y vendré a cazar patos cuando me plazca. Tú te convertirás en un gran escriba y viviremos cerca el uno del otro, para así poder ir a pescar juntos.

A Neferhor le hacían gracia los sueños de su amigo, y se limitaba a sonreír en silencio con la mirada perdida. Ni el concurso directo del sapientísimo dios Thot podría hacer de él un escriba. Debería resignarse a ser campesino, como su padre, o al menos eso creía el rapaz.

Por fin uno de los hilos se tensó, y al momento Neferhor sacó del agua una carpa que luchaba frenética por desprenderse del anzuelo.

—¡Qué suerte! —exclamó Heny—. Es de buen tamaño.

—Por lo menos podré cenar pescado —dijo su amigo en tanto depositaba el pez en el interior de un zurrón—. Hoy me libraré de comer lentejas.

—¿Hoy tienes lentejas?

—Casi todas las noches hay lentejas. Parece que es el único plato que sabe preparar mi hermana. Claro que a mi padre le gustan mucho.

—Donde estén unos buenos pichones asados, que se quite todo lo demás —apuntó Heny, categórico.

—Y que lo digas —se apresuró a decir su amigo—. Ese sí que es un plato digno de la mesa del dios.

—Pues en mi casa lo comemos siempre que mi padre regresa de algún viaje —se ufanó Heny sin pretenderlo.

Durante unos instantes se hizo un embarazoso silencio y Neferhor pareció abstraerse de nuevo en sus habituales reflexiones. A él no le molestaban las palabras de su amigo, pues sabía que no había malicia en ellas. Simplemente reflejaban una realidad a la que hacía ya tiempo se había resignado. Neferhor pertenecía al estrato más bajo de aquella sociedad, y así debía aceptarlo.

Un codazo de su amigo vino a sacarle de sus pensamientos.

—¡Mira quién viene por allí! —exclamó Heny sin ocultar su excitación—. ¡Es Niut!

Neferhor dio un respingo, justo para ver cómo la niña se detenía un poco más allá, como si no los hubiera visto. Como de costumbre venía acompañada por su hermano pequeño, un verdadero diablo.

—Niut —musitó Neferhor sin poder evitarlo.

Aquella era una de las pocas palabras capaces de hacerle perder la concentración, pues a pesar de su corta edad se sentía tan irremisiblemente atraído por aquella jovencita de apenas diez años que le parecía tan bonita, que a veces perdía la noción del tiempo mientras la miraba, embobado, sin saber qué decir. Niut era hija de uno de los capataces al cargo de los campos que pertenecían a la reina, y se daba mucha importancia por ello. Además era consciente de la influencia que su persona ejercía sobre los otros niños, a los que gustaba de zaherir siempre que podía.

La jovencita se disponía a bañarse cuando oyó cómo la llamaban.

—¡Eh, Niut, estamos aquí!

Ella hizo un gesto de sorpresa, aunque ya supiera dónde se encontraban sus amigos, y con un mohín de fastidio se dirigió hacia ellos.

—¿Y vosotros qué hacéis aquí? —quiso saber por toda salutación.

Ambos niños se miraron perplejos.

—Qué quieres que hagamos. Hemos venido a pescar —dijo Heny como si fuera lo más natural.

—¿Ah, sí? Pues aquí no podéis estar. Este lago pertenece a la reina y vosotros no tenéis derecho a pescar en él.

Los chiquillos no supieron qué decir, y enseguida dirigieron sus miradas hacia el hermano de Niut que se entretenía lanzando piedras a todo lo que se movía.

—Él es diferente porque viene conmigo —se apresuró a decir la niña, que había adivinado al momento el significado de aquellas miradas—. Yo sí puedo disfrutar de este lugar, y bañarme en el lago si lo deseo.

—Claro, olvidaba que tu padre es capataz en estas tierras —se burló Heny—, y que él decide quién puede o no venir a pescar.

—Así es. Bueno, por esta vez quizás os permita estar aquí, pero en la próxima ocasión deberéis pedirme permiso —señal Cisouieres ó la niña al tiempo que se sumergía en el agua.

—Vas a ahuyentar la pesca —dijo Heny muy serio.

—Mejor —contestó Niut, haciendo uno de sus característicos mohínes de niña mimada.

En ese momento, una piedra pasó silbando sobre sus cabezas para caer muy cerca de una garza real que emprendió el vuelo asustada.

—¡Je, je! Esta vez casi le doy.

Ambos amigos observaron al pequeño con disgusto.

—Dile a tu hermano que se esté quieto si no quiere llevarse un sopapo —dijo Heny.

—Espero que no os atreváis; por vuestro bien —respondió ella con desdén.

Los pequeños se sentían fascinados ante el dominio de la situación que siempre demostraba aquella niña con carita de princesa. Así era como Neferhor la llamaba cuando pensaba en ella, pues creía que las princesas debían de ser las mujeres más bellas del valle, y aquella niña bien le parecía digna de ser hija de Hathor, la diosa de la belleza.

De nuevo silbaron los pedruscos en tanto Anu, el hermanito de Niut, no dejaba de proferir bravuconadas. Mas, por mucho que ambos amigos le miraran amenazadoramente, él continuaba lanzando proyectiles a diestro y siniestro.

—Yo que tú me estaría quieto —dijo al fin Neferhor, mirándolo muy serio.

—Yo hago lo que quiero —contestó Anu, al tiempo que le sacaba la lengua.

—Allá tú —señaló Neferhor—. Pero hace poco vimos una cobra justo donde te encuentras. Creo que debe de tener su nido cerca.

Aquellas palabras fueron como un bálsamo llegado de manos del más reputado sunu, y el pequeño se quedó lívido.

—Mi amigo tiene razón, es mejor que no te muevas —intervino Heny divertido.

A Niut aquello no le hizo ninguna gracia.

—Dejadle en paz o se lo diré a mi padre, y os molerá a palos.

—Solo tratamos de protegerle —dijo Neferhor muy serio—, pero ya deberías saber que es mejor no molestar a las cobras.

Esto hizo que Anu empezara a hacer pucheros, y al poco se puso a llorar. Asustada, su hermana lo llamó e hizo que se sentara en la orilla hasta que se le pasara el berrinche.

—Si queréis podéis bañaros conmigo —dijo Niut, cambiando de tono—. Os doy permiso para ello.

Los dos chiquillos lanzaron una carcajada y con gran estrépito se lanzaron al agua.

—Dime, Iki, ¿cómo es que no estás junto a tu padre preparando la recogida de la cosecha? —preguntó Niut, maliciosa—. Según dicen, los inspectores de los campos llegarán esta semana.

A Neferhor no le molestó el tono de la niña, ni tampoco que esta le llamara por su verdadero nombre, aunque comprendía que con ello intentaba fastidiarlo. De sobra sabía él que el momento de la siega había llegado y que durante las próximas semanas trabajaría de lo lindo.

—Todo está preparado para la recolección —contestó con timidez.

—Es una suerte para Kai el poder contar con tu ayuda —aseguró Niut, ladina—. Mi padre dice que no entiende cómo podéis seguir labrando vuestra tierra. También vaticina que, tarde o temprano, pasará a manos de la reina. En Ipu todo le pertenece. —Neferhor se encogió de hombros—. Entonces mi padre tendrá que echaros —continuó Niut mientras chapoteaba—, aunque puede que yo interceda para que os dejen vivir allí. Mi padre me concede todo lo que le pido.

Neferhor la escuchaba embobado, sin saber qué decir, como le ocurría de ordinario.

—Tu padre no tiene poder para hacer lo que dices —intervino Heny con sorna—. Él solo se encarga de manejar el látigo.

Aquellas palabras enfurecieron a Niut, a quien no le gustaba nada que la contradijeran, y menos que se burlaran de ella. En su opinión, Heny era un desvergonzado y Neferhor un pobrecito atolondrado al que dominaba a su antojo. En apenas dos años Niut sería ya mujer, y veía a sus amigos como niños que ya no estaban a su altura. Ella tenía grandes expectativas, pues se veía bonita y era capaz de intuir el poder que podía llegar a tener sobre los hombres.

—¡Ja! Eso ya lo veremos. No sois más que mosquitos insolentes —señaló muy digna en tanto trataba de ver lo que hacía su hermano, que zascandileaba por entre unos cañaverales.

—Algún día el dios alabará nuestros vinos y seré un hombre poderoso —dijo Heny muy serio—. Poseeré tierras aquí y tú te casarás conmigo.

Niut abrió los ojos desmesuradamente a la vez que lo fulminaba con su mirada. Heny tenía la facultad de enojarla, y no había ocasión en que no le recordara que algún día la desposaría.

—¡Ja! —respondió ella con aquella coletilla a la que era tan aficionada—. ¿Casarme contigo? ¿Con un vinatero? Ni lo sueñes. Seré la mujer de un gran personaje, o puede que de un príncipe.

Heny lanzó una carcajada y al momento se oyeron gritos y un gran alboroto, pues Anu se había caído al agua, entre un bosque de papiros.

—¡No puedo salir! ¡Sacadme de aquí! —gritaba despavorido—. ¡Algo me ha rozado el pie!

—Será una cría de cocodrilo en busca de la cena —dijo Neferhor, que llevaba un buen rato sin habla.

Aquello no hizo sino enardecer más al pequeño, que comenzó a chillar con todas sus fuerzas.

—¡Sacadme de aquí! ¡Libradme del cocodrilo!

Niut salió del agua al momento y, asustada, increpó a sus amigos.

—Pero ¿es que no vais a ayudarle? ¿No veis que se lo va a comer un cocodrilo?

Heny hizo un gesto de impotencia.

—No querrás que nos ataque a nosotros, ¿verdad? —dijo categórico—. Además, un hermano de Neferhor ya fue devorado por uno, y no es cuestión de que se repita la cosa.

—En eso tienes razón —apostilló Neferhor muy serio—. El viejo Kai se quedaría sin ayuda y no podría recoger la cosecha.

Entonces Niut comenzó a hacer pucheros, y al momento se puso a llorar desconsoladamente. Los amigos se sonrieron con malicia.

—Bueno, si nos lo pides por favor puede que te ayudemos —indicó Heny, saliendo del agua.

Niut apenas acertó a musitar algunas palabras inconexas mientras su hermano lanzaba unos alaridos que daba miedo oírlos.

—Ten en cuenta que vamos a tener que arriesgar nuestras vidas. A cambio tienes que prometernos algo —señaló Heny al tiempo que disimulaba lo divertido que le parecía todo aquello.

—¿Qué queréis que haga? —dijo la niña entre hipidos, en tanto se aproximaba a los cañaverales.

Al verla tan próxima, Anu redobló sus chillidos como si fuera un cochinillo el día de matanza.

—¡Creo que me han devorado un pie! —gritaba el infeliz—. ¡Sacadme de aquí!

—Parece que el asunto no va a resultar fácil —convino Neferhor mientras observaba al pequeño atrapado entre los papiros—. Tendremos que enfrentarnos con el animal.

Al oír aquello, Niut se sentó en el suelo llorando con desesperación.

—Bueno, bueno, no llores más —trató de consolarla Heny—. Quizá podamos salvarlo. Pero nos tienes que prometer que si lo hacemos te casarás conmigo algún día.

La chiquilla afirmó con la cabeza en tanto trataba de secarse los lagrimones con el dorso de la mano. Neferhor miró a su amigo con el ceño fruncido.

—Está bien. También puedes casarte con Neferhor si lo deseas. Pero solo podrás elegir a uno de los dos. Me parece que es lo justo. ¿Lo prometes?

—Lo prometo —apenas acertó a decir la niña—, pero salvad a mi hermanito.

Disimulando su alborozo, ambos amigos se metieron en el agua entre los cañaverales.

—Ahora ni te muevas, Anu —señaló Neferhor—. Si te han devorado un pie, por lo menos conservarás el otro. —Anu hizo caso omiso a aquellas palabras y empezó a chapotear como enloquecido—. Sujétale, Heny —dijo Neferhor—. Yo me sumergiré para librarle de la bestia.

Dicho esto el chiquillo se sumergió y, tal y como sospechaba, enseguida descubrió que el pie del pequeño se había enredado entre unas raíces. Al punto lo liberó y Heny pudo sacar a Anu del agua en medio de un griterío ensordecedor.

—Mira, Niut, ha habido suerte, parece que Neferhor ha librado a tu hermano sin daño alguno. Puede caminar.

Niut fue corriendo a abrazar a Anu y se cercioró de que se encontraba bien. Sin embargo, Neferhor había desaparecido.

—No te preocupes —se apresuró a decir Heny—. Él es un buen nadador. Estará luchando con el cocodrilo.

Niut lo miró despavorida, pero al poco su amigo apareció de entre las aguas resoplando.

—Me ha costado deshacerme de él. Aunque era una cría, tenía muy malas intenciones —aseguró Neferhor, mientras se sacudía el agua.

Niut fue corriendo hacia él para darle un beso en la mejilla; luego se volvió hacia su hermanito, al que dio un pescozón.

—Menudo susto nos has dado, Anu. No quiero que te muevas de mi lado —le amenazó. El pequeño se sentó un momento junto a su hermana mientras se le pasaba el susto—. A ti también te lo agradezco, Heny —dijo ella a la vez que le daba otro beso.

Este sonrió abiertamente mientras miraba a su amigo, que parecía alelado después de recibir la caricia.

—No debes olvidar lo que nos prometiste —le recordó Heny—. Sobek, el dios cocodrilo, ha sido testigo de ello, y si no lo cumples tarde o temprano te castigará.

Ella volvió a su habitual pose de desdén e hizo una de sus características muecas.

—Podrás vivir como una princesa —continuó Heny—. Seré un hombre principal en la corte, y seguro que Neferhor se convertirá algún día en un gran escriba —señaló en tanto miraba a su amigo.

—Ya veremos —dijo ella muy digna.

En ese momento volvieron a oír el silbido de una piedra, y un proyectil pasó por encima de sus cabezas. Anu se había vuelto a escapar, y desde unos matorrales cercanos les hacía burla, y daba saltos de acá para allá.

—Mira lo que tengo, Neferhor —gritaba el condenado. Ambos amigos lo observaron sin comprender, pero al punto Anu les enseñó la carpa que habían pescado y que sujetaba por la cola—. Mira lo que tengo, ¡je, je, je!

Al verlo, Neferhor se levantó de un salto con cara de muy pocos amigos; entonces Anu salió corriendo hacia la orilla gritando de contento.

—¡Mira lo que hago con ella! —exclamó entre risas, y antes de que se lo pudieran impedir lanzó la carpa tan fuerte como pudo al río.

Aguantando su rabia, Neferhor lo agarró del cuello y le dio una patada en el trasero.

—La próxima vez dejaré que te devoren —le amenazó mientras lo conducía hacia donde estaba su hermana.

Esta lo cogió de la mano y se despidieron de sus amigos.

—Recuerda lo que nos prometiste —le recordó Heny en tanto se alejaba.

Niut se volvió un instante.

—Quizá lo piense —contestó lacónica.

Mientras la observaban desaparecer por el sendero, ambos amigos permanecieron en silencio, saboreando el rato tan divertido que habían pasado. Además, habían conseguido arrancar de Niut una promesa de amor, y eso era algo nuevo para ellos que les hacía sentir exultantes.

—¡La princesita Niut será nuestra esposa! —gritaba Heny sin ocultar su alborozo.

—¿Tú crees que cumplirá su promesa? —le preguntó su amigo, que no parecía muy convencido.

Heny frunció el ceño, pues bien sabía lo aguafiestas que podía llegar a ser Neferhor.

—Sin ninguna duda. De una u otra forma, Sobek ha sido testigo de ello —dijo convencido.

Neferhor se rascó la cabeza y luego sonrió a su amigo para mostrarle el zurrón vacío.

—Será mejor que regrese a casa si no quiero que se me enfríen las lentejas.

El secreto del Nilo
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