13
Djoserkheprura-Setepenra le recibió en el palacio de Per Hai rodeado de la magnificencia de un verdadero dios. Cuando entró en la sala del trono, Neferhor cayó de bruces, como dictaba el protocolo, para mostrar su espalda al faraón. Este le invitó a alzarse al momento, y se aproximó al escriba.
—Quiero felicitarte por tu nombramiento, viejo amigo —le dijo el rey—. Ya ves las sorpresas que nos depara Shai. Todos danzamos ante él, al son que nos toca.
—Así es como ocurre, majestad, y en esta hora me maravillo ante lo que ha acontecido.
—Todo sigue su curso, aunque convendrás conmigo en que la empresa no ha resultado fácil.
El escriba asintió, ya que el camino de Horemheb hacia el poder había estado repleto de inconvenientes y sobresaltos. En cuanto al suyo, solo podía referirse a él como a un milagro.
—Hoy Kemet se levanta de nuevo orgulloso de su nombre —apuntó el faraón—, dispuesto a recuperar la gloria de antaño. El país necesita de todos sus hijos para salir adelante, y los mejores deben ser recompensados. ¡Pero ay de los traidores! —Neferhor se le quedó mirando, impertérrito, como si se encontrara ausente—. Es mi deseo que permanezcas a mi servicio para ayudarme a llevar a cabo la tarea que me he propuesto. Expulsaré la injusticia de esta tierra y castigaré duramente a todo aquel que cometa abusos. Mi padre Amón me ha hablado para decirme lo bueno que resulta para su corazón tu nombre, y me ha convencido para que obre en consecuencia. Por ese motivo me complace nombrarte escriba real y portador del Abanico a la Derecha del rey. Tus palabras siempre resultarán gratas a mis oídos.
De esta forma, Neferhor fue elevado a uno de los mayores rangos que podía esperar un funcionario. Portar el abanico a la derecha del faraón significaba convertirse en uno de sus consejeros y hombre de confianza. Un gran honor que convirtió al escriba en una de las personas más influyentes de Egipto.
Pero Horemheb tenía muy claro hacia dónde dirigir sus pasos y lo que deseaba de su amada Tierra Negra. Todo el rencor oculto durante decenios, que nadie había podido nunca sospechar, salió de su escondrijo, furibundo, para convertirse en venganza ciega. El antiguo general estaba dispuesto a aplicar la ley marcial si con ello eliminaba definitivamente a los partidarios del viejo régimen. Deseaba borrarlos de la faz de la tierra, aunque para ello tuviera que recorrer cada circunscripción y entrar en cada casa. Ni uno solo dejaría de recibir su castigo, pues les hacía responsables de toda la corrupción que asolaba al país de las Dos Tierras.
Nada más subir al trono, Djoserkheprura legitimó su corona a la vieja usanza; tomando por esposa a una princesa de sangre real. El general la encontró en la figura de la única hija que le quedaba al difunto Ay con vida, Mutnodjemet, que continuaba soltera. Aunque su linaje no fuera de rancio abolengo, la princesa cumplía con el requisito, y eso era cuanto importaba al viejo militar quien, además, encontró a su esposa de muy buen ver, aunque dudaba de que pudiera darle un heredero, dada su edad.
A Mutnodjemet ser Gran Esposa Real le pareció muy bien, y apenas tuvo en cuenta el que su hermano hubiera muerto a consecuencia del enfrentamiento con aquel que se convertía en su cónyuge. Ella sobresaldría sobre el resto de las mujeres del reino, y si le complacía podría volver a tener tantas enanas como le pareciese.
Así fue como el faraón comenzó a gobernar Kemet; con sus derechos legitimados y el beneplácito del dios Amón.
Al poco dio orden de iniciar las persecuciones contra todos aquellos a quienes Horemheb hacía responsables de la ruinosa situación del país. En su opinión los últimos cuatro reinados habían sido culpables de cuanto había ocurrido en Egipto, y contra estos desató su ira.
Como ya sucediera antaño, los guardias del faraón recorrieron la Tierra Negra, desde el Delta hasta Asuán, en busca de los traidores, y legiones de obreros fueron enviadas a destruir cualquier vestigio de aquella época maldita. De este modo, Akhetatón fue desmantelada por completo, y todas las tumbas de los nobles que habían apoyado aquella revolución imposible fueron saqueadas sin piedad. Los nombres de sus ocupantes fueron borrados con escoplos y martillos, como si nunca hubieran existido, para que jamás encontraran el descanso, y sus estatuas acabaron mutiladas.
Grandes personajes como Huy, el que fuera virrey de Kush en tiempos de Tutankhamón, también quedaron expuestos al rencor del dios, que tampoco respetó la memoria de sus antecesores. En Ipu, la cuna de Tiyi y su familia, el nuevo dios se empleó a fondo para acabar con cualquier vestigio de sus nombres, y todos los monumentos que guardaran alguna relación con los herejes quedaron devastados.
Horemheb envió a sus huestes a la tumba de Ay para que la expoliaran y desfiguraran las imágenes de sus paredes en las que se representaba al viejo rey y a su esposa. Nada que recordara a aquella religión infame sería perdonado, y por ello también atacaron la pequeña tumba donde reposaban Akhenatón y su madre, la reina Tiyi. Las figuras y representaciones del «faraón perverso», como Horemheb le llamaba, acabaron destrozadas, y su nombre borrado allí donde se encontrara. Sin embargo, Horemheb no se atrevió a profanar sus restos, y los cuerpos de los antiguos reyes quedaron en sus sarcófagos.
El joven Tutankhamón se libró de aquel saqueo. Su túmulo fue respetado, en un extraño gesto de compasión que le dedicó Horemheb. Al fin y al cabo, el faraón niño había demostrado poseer más coraje que el resto de los herejes que habían gobernado, y eso salvó su tumba, aunque no el resto de su memoria.
Horemheb se apropió de todas las estatuas y monumentos de sus predecesores, incluido el templo funerario construido por Tutankhamón, para borrar sus nombres y escribir el suyo sobre ellos. Estaba decidido a eliminar de la historia a los faraones malditos, y ordenó que no constasen en los anales de la Tierra Negra, y que su nombre fuera suprimido de las listas reales. Horemheb se convertía de esta forma en el heredero de Amenhotep III, en su sucesor ante los dioses, y así quedaría escrito en la piedra para la posteridad. Los reyes de Akhetatón serían sinónimo de abominación.
Todos los templos erigidos al Atón se desmontaron, y el nuevo dios aprovechó sus bloques de piedra para levantar sus propios monumentos. Él era el nuevo adalid del clero de Amón, y dedicó todos sus esfuerzos a este dios. El faraón inició las obras del segundo pilono y construyó el noveno, al tiempo que usurpó diversas obras de sus antecesores. Este plan metódico de destrucción fue llevado a cabo como si se tratara de una campaña militar. Horemheb se mostró implacable con sus enemigos, y no quiso que quedara de ellos ningún vestigio que pudiera hacer renacer algún día la semilla de otra revolución. Hasta las imágenes de Nakhmin se persiguieron con saña.
Neferhor asistió, horrorizado, a aquella brutal represión del recuerdo de cuanto había ocurrido en Egipto durante los últimos treinta años. Sin poder evitarlo evocó los tiempos en los que tuvo que huir de Akhetatón por culpa de la intransigencia. Los hechos se repetían en la historia, una y otra vez, porque son los hombres quienes la hacen, y estos se comportan siempre de la misma manera.
Para el escriba, el largo período iniciado por Akhenatón había significado una desgracia para su país. Se trataba de una época que debía ser olvidada, pero se hallaba lejano a compartir la persecución sistemática de la memoria de nadie. Neferhor pronto cumpliría cincuenta y nueve años. Demasiados para comenzar un futuro basado en el resarcimiento. Un día le expuso sus razones al dios, que lo escuchó con atención.
—Me siento cansado de los asuntos de palacio, majestad. Son demasiados años, y a mi edad todo hombre aspira a disfrutar de sus sueños.
Horemheb hizo uno de sus habituales gestos mordaces.
—Vives el sueño que todos quisieran tener, amigo mío.
Neferhor negó con la cabeza.
—No me refiero al brillo del triunfo, ni al poder entre los hombres, gran faraón. Conoces bien mis anhelos. Los que en el fondo siempre he perseguido y que, por uno u otro motivo, no me ha sido posible alcanzar.
El dios se incorporó un poco para mirar fijamente al escriba, y este sintió por primera vez la fuerza que el faraón poseía en su interior. Sus ojos le parecieron dos bujías de inusitado fulgor.
—¿Qué es lo que deseas entonces?
—Si en algo consideras a este escriba, majestad, permíteme retirarme a Karnak, para cumplir así con mis funciones de gran celebrante y servir a nuestro padre Amón. Entre los muros de Ipet Sut encontraré lo que siempre he buscado.
—¿Y qué es eso que buscas?
—El conocimiento.
Horemheb observó a su amigo en silencio durante unos momentos. Luego se levantó de su asiento y se dirigió hacia el escriba.
—Será como desees, buen Neferhor. Pero antes me ayudarás a inmortalizar mi nombre para la posteridad. Tu mano quedará también grabada en ella, y todos sabrán que un hombre sabio y de corazón recto me ayudó a hacer justicia en la tierra de Egipto. Juntos sentaremos las bases para que Kemet tenga leyes que eviten los abusos, aquellos que nosotros hemos sufrido alguna vez, y que tan bien conocemos. Redactaré un edicto que será gloria del género humano, y que otros pueblos copiarán para crear sus propias leyes. Tú lo transcribirás junto a mí, viejo amigo. Esa es mi palabra, y así ha de cumplirse.