9
Los viejos presentimientos comenzaron a tener visos de realidad. Una atmósfera pesada e inquietante flotaba en el aásmbiente como algo más que una amenaza. Se intuía en ella una malignidad que a todos atenazaba, y que hacía que los cortesanos se miraran con temor a la vez que demostraban más discreción de la que acostumbraban. Se veían enemigos por todas partes. En cada sala, en cada pasillo, podía haber alguien capaz de arruinar la carrera de cualquier palaciego. Los rumores se volvieron más vagos, y todos se observaban de soslayo, sin perder detalle, atentos a cualquier signo que pudiera poner en peligro su futuro.
Muerto Huy, la ruptura entre el clero de Amón y la Casa Real parecía inevitable; sin embargo, la amenaza parecía cernirse sobre el país entero. Ya nadie se encontraba seguro. La reina iba a salir triunfante de una partida que había comenzado un siglo atrás, y en aquella hora sus agentes espiaban cada movimiento de los aristócratas de la corte.
En realidad, la Gran Esposa Real nunca se había preocupado de desmentir los rumores que hablaban de ella. A la reina le gustaban los rumores, y ella misma se encargaba de propagarlos cuando así le convenía. Resultaba provechoso tener ocupados a los cortesanos con ambigüedades y chismes, y esto era lo que había ocurrido durante los últimos treinta años.
Pero ahora la situación era diferente. Todas las familias aristocráticas poseían intereses que se entremezclaban y les hacían ser protagonistas de intrigas sin fin. Estas habían llegado a complicarse de tal forma, que casi ningún cortesano era dueño de su situación. Los últimos acontecimientos habían dado claras muestras de ello, pues con la muerte del gran Amenhotep un buen número de altos funcionarios habían caído en desgracia sin que oficialmente nadie supiera el porqué.
El primero en ser defenestrado había sido el propio visir del sur, Ramose. Como gran amigo del difunto canciller, a nadie extrañó que lo cesaran y pusieran en su lugar a un hombre más próximo a la corona como era Amenhotep, que ya había cumplido funciones como ti-aty del norte desde Menfis. Todos sus allegados siguieron el mismo camino, para asombro de la nobleza, pero lo que en verdad les llenó de temor fue la forma en que se produjeron los hechos, pues se persiguió la memoria de muchos de los protagonistas.
Cuando el mayordomo del faraón en Menfis fue destituido, ya nadie dudó de que se avecinaba una gran purga. Era preciso sobrevivir, y las palabras comenzaron a medirse como los campos durante la recolección, hasta el último hekat.
—Te digo que Set en persona anda por palacio, y que Sekhmet recorre los pasillos entre pavorosos rugidos —señalaba Penw en voz queda, en tanto miraba a uno y otro lado, precavido.
A Neferhor los ademanes y aspavientos del hombrecillo le hacían gracia. Resultaba cómico el verle gesticular mientras entrecerraba sus ojillos en un gesto de verdadero ratón. Era un tipo astuto, de eso no le cabía duda, aunque sentía una gran simpatía hacia su persona. Desde que le sirviera en Malkata, Neferhor había coincidido con él en varias ocasiones, ya que Penw acompañaba al dios allá donde fuera, como pinche que era de su cocinero, el noble Neferrenpet.
El hombrecillo caía de bruces cada vez que se topaba con el escriba en palacio, ya que continuaba profesándole una auténtica devocióno" col. Penw estaba muy satisfecho por cómo había dirigido el banquete del hijo de Thot. «Ni en palacio lo hubieran mejorado», se repetía una y otra vez, muy ufano, y ahora que se había establecido en la corte, esperaba que algún día el gran Neferhor volviera a requerir sus servicios.
Al final este se había casado con la bellísima mujer que le acompañaba en la cena, con permiso de su antiguo marido, claro. Aquello le había hecho soltar algunas risitas. No era que se extrañara por ello, ya que el palacio estaba repleto de cornudos impenitentes, sino que no resultaba corriente que un ser tan elevado como era el hijo del dios de la sabiduría pudiera participar también en tales enredos. La joven, sin duda, merecía la pena. ¡Menuda belleza! Y él ya se había imaginado que pudiera ocurrir algo así al ver cómo el noble escriba se la comía con los ojos, y que ella le correspondía.
Cuando la doncella le contó la batalla campal que sostuvieron en el catre, Penw hizo esfuerzos por no reír, aunque en el fondo disfrutara con los pormenores, pues era muy chismoso.
—No había escuchado nada igual en mi vida —le aseguró la joven—. Gemían como posesos. Como ánimas del Amenti.
—¡Qué barbaridad! —repuso Penw, muy serio—. ¿Y el marido no se despertó?
—Roncaba igual que los leones del faraón.
—Mejor así —repuso Penw, categórico—. En estas cuestiones, lo mejor es enterarse cuando ya esté todo decidido. Así te evitas malentendidos. Cuento con tu discreción por la cuenta que te trae. Ya ves la mano que tengo con el gran Neferhor, amigo del dios.
Así se había desarrollado la conversación y no había circulado nada al respecto por los pasillos de la corte. Sin embargo, ahora estos se hallaban repletos de sombras y despropósitos, como nunca había visto el hombrecillo.
—Gran Neferhor, créeme —le repitió Penw con gesto asustado—. Nuestro mundo se derrumba y nadie puede hacer nada por evitarlo.
El escriba rio divertido.
—¿Y cómo sabes tú eso? ¿Quién puede asegurar cuanto dices? ¿Te das cuenta de lo que afirmas?
—¡Completamente! —exclamó el hombrecillo sin levantar la voz—. Soy un simple pinche, un miserable sin conocimientos —prosiguió entre lamentos—, y tú el hijo de un dios. ¿Cómo osaría yo mentirte? Lo que te cuento no es sino lo que repiten los cortesanos a diario; el sentir general de una corte en la que nadie se atreve a hablar abiertamente. Hay miedo, como nunca había visto antes, yo sé lo que me digo. Los funcionarios de palacio son capaces de oler el peligro como nadie.
Neferhor asintió a la vez que le daba unas palmaditas cariñosas. Penw se creyó bendecido por los dioses, y se estiró orgulloso.
—Ten cuidado, noble Neferhor, y no confíes en nadie —le aconsejó el hombrecillo. El escriba hizo un gesto de desdén—. Bueno, en mí siempre podrás confiar —se apresuró a decir Penw—. Si tú quieno cres puedo espiar para ti. Te tendré informado de todo lo que ocurra en palacio, que no es poco. Aquí las intrigas nacen con las personas y nadie se libra de ellas.
El joven lo observó con una media sonrisa, pero luego pareció considerar aquellas palabras. Penw se percató al instante.
—Puedes venir a visitarnos, como en Malkata, aunque ahora no vengas acompañado por los gatos.
Neferhor pensó en lo que le decían y al punto reparó en que, desde que se casara, los gatos habían desaparecido de su casa de una manera extraña.
—Iré a saludar a tu familia siempre que pueda.
Y así se despidieron; Neferhor debía viajar hasta Mi-Wer para rendir cuentas al faraón de un asunto que le preocupaba en extremo. Este había decidido retirarse tras la muerte de Huy, quizá para ahogar su pena en la intimidad de su palacio, o simplemente porque no deseaba ver a nadie. Nebmaatra había asistido al entierro, y Neferhor le había visto ahogar su dolor a duras penas.
Uno de los rumores que apuntaba Penw hablaba de la posibilidad de que Huy no hubiera fallecido de muerte natural. Neferhor ya lo había oído, como todo el mundo, y se estremecía al pensar que algo semejante pudiera haberle ocurrido al anciano. El escriba no creía capaz al dios de algo así aunque, como estaba comprobando, Nebmaatra se hallaba lejos de controlar la Tierra Negra como debiera. Huy tenía razón cuando le advirtiera de la paulatina desvinculación del faraón con muchas cuestiones de Estado.
Situado en el corazón de She-Resy, nombre con el que se conocía a El Fayum en los tiempos antiguos, Mi-Wer, o el «gran lago», era una enorme área de grandes palacios y exuberantes jardines que había fundado Menkheperre, el gran Tutmosis III, como centro de retiro para su recreo y el del harén. Amenhotep III había mejorado las instalaciones para hacer de aquella ciudad palaciega un lugar al que le gustaba escaparse a la menor oportunidad. Aquella región bendecida por los dioses formaba una extensa depresión con un gran lago comunicado por brazos fluviales con el sagrado Nilo.
Era aquella una comarca de extremada fertilidad, y entre su lujuriante vegetación abundaba una gran diversidad de especies animales entre las que señoreaba el cocodrilo. Las marismas que festoneaban la zona eran el lugar ideal para aquellos reptiles, ya que proliferaban las aves acuáticas y había mucha caza. No era de extrañar, por tanto, que el dios tutelar de aquella provincia fuera Sobek; el patrono del vigésimo nomo del Alto Egipto que atendía al nombre de Naret-Khent, o lo que es lo mismo, «el árbol del sur».
Hasta allí se dirigió Neferhor a rendir visita al señor de las Dos Tierras. El joven se quedó fascinado ante la belleza de un territorio que parecía hallarse perdido en el tiempo. Al navegar por las marismas tuvo la impresión de que aquel lugar representaba la tierra virgen en la que vivieran sus antepasados milenios atrás. Las garzas volaban majestuosas, y los marjales rebosaban de especies que ofrecían un espectáculo único, pletórico de vida. La visión de los cocodrilos le hizo experimentar extrañas emociones. Era imposible explicarse por qué se sentía atraído por ellos, pero así era, y cuando los vio nadar entre las aguas tuvo la impres experión de que volvía a hablar con ellos como hiciera tantas veces en su niñez.
Toda aquella esplendorosa depresión que se adentraba en el oeste hasta una distancia de más de seis iteru, unos sesenta y tres kilómetros, había sido un lugar muy apreciado por los dioses que gobernaron Kemet durante la XII dinastía. La proximidad de su capital en Ijtawi, El-Lisht, les animó a ganar terreno a las aguas para aprovechar la fertilidad de aquella tierra. La caza abundaba por doquier, y no fue extraño que el gran Tutmosis III eligiera She-Resy como residencia de descanso. Allí podría dedicarse a practicar su deporte favorito, y a disfrutar de sus esposas; lejos de unos funcionarios que en la mayoría de las ocasiones llegaban a agobiarle.
Nebmaatra siguió sus pasos, y mejoró las instalaciones construidas por su bisabuelo para levantar un palacio acorde a su grandeza. Allí era feliz. Rodeado de espléndidos jardines y de las mujeres que tanto le gustaban.
Cuando el faraón lo recibió, Neferhor se encontró con un hombre que parecía ausente de cuanto le rodeaba. Tenía la mirada perdida y daba la impresión de haber engordado desde la última vez que lo viera. Su alopecia era galopante, aunque seguía regalando aquella sonrisa que le daba un aspecto bondadoso.
—¿Traes buenas noticias? —le preguntó con interés, sin más preámbulos.
Neferhor, que se hallaba postrado, levantó ligeramente la cabeza para contestar.
—Las mejores, divino Atón Dyehen.
Nebmaatra dio un saltito de contento.
—¡Oh, magnífico, magnífico! —exclamó alborozado—. ¿Entonces ya está todo hecho? ¿Se derramó aceite sobre su cabeza?
—Aquí traigo la carta que así lo atestigua, divino Atón Dyehen.
—Bueno, bueno. Con tan buenas noticias hoy puedes ahorrarte el protocolo. Pero léela, que estoy en ascuas. Llevo varios días que no descanso bien pensando en este asunto.
Neferhor hizo una pequeña reverencia, y a continuación desenrolló el papiro.
De Tushratta, rey de Mitanni, a su hermano Amenhotep, faraón de Egipto:
Tu mensajero vino a buscarla para hacer de ella la señora de Egipto. Leí una y otra vez la tablilla que me trajo y escuché sus palabras. Tus palabras eran muy agradables, hermano mío, y me alegré ese día como si te hubiera visto a ti en persona. Hice del día y la noche una ocasión festiva. Ahora la entregaré para que sea tu esposa, señora de Egipto, y ese día seremos como uno solo. Que Ishtar, mi diosa, señora de todos los países y de mi hermano, y Amón, el dios de mi hermano, hagan de ella, Tadukhepa, la imagen del deseo de mi hermano. Notarás que está muy desarrollada, y seguramente su tipo será del agrado de mi hermano.
Cuando terminó de leer la carta, el dios continuaba mirándolo, con los ojos muy abiertos, y una expresión de felicidad que a Neferhor le recordó a la de los niños cuando obtenían un juguete.
—Dicen que es muy hermosa, y que posee el misterio de los de su pueblo. Si es la mitad de habilidosa de lo que era su tía, me hará inmensamente feliz los años que resten hasta que me una a los dioses como un igual —murmuró el faraón. Súbitamente esbozó una sonrisa y miró al escriba con picardía—. ¿Sabes cuántas doncellas la acompañarán? —preguntó.
Neferhor hizo un gesto ambiguo.
—El noble Tutu, tu embajador, no ha precisado la cifra, aunque de seguro que el cortejo será grande. No tardaremos mucho en averiguarlo.
Nebmaatra se golpeó los muslos.
—Ardo en deseos de conocer este detalle —señaló el rey—. Imagina un séquito rebosante de juventud y belleza, ¡sin defecto alguno! Qué más se puede pedir. Muchachas de piel suave dispuestas a agasajarme como corresponde.
Neferhor hizo un ademán con el que daba a entender que se hacía cargo.
—El rey Tushratta es un verdadero hermano para mí —aseguró Amenhotep III.
—Y generoso con mi señor —intervino el joven—. Te envía una dote con cuantiosos regalos: oro, lapislázuli, armas y varios tiros de hermosos caballos, blancos como la nieve que dicen se halla en las montañas del Líbano.
El faraón asintió satisfecho. Se le veía contento, como si se hubiera quitado un gran peso de encima.
—Tushratta es un hermano en condiciones, y no el mequetrefe de Kadashman-Enlil. Seguro que continúa con su perorata.
—Su majestad el rey de Babilonia nos escribe con frecuencia, es verdad.
—No hace falta que me lo jures por la enéada heliopolitana. Conozco bien a ese mercader de tres al cuarto. No he visto a nadie tan codicioso como él. Además, no tiene ni idea de lo que es el maat.
Neferhor asintió, pues en este asunto el faraón tenía razón. Kadashman-Enlil era un poco pesado.
—No habrás traído alguna de sus últimas cartas por casualidad, ¿verdad? —preguntó de repente Nebmaatra.
Tras rebuscar entre los rollos, el escriba mostró uno de los papiros al dios.
—Acaba de llegar. El rey de Babilonia parece desesperado.
—¡Espléndido! —exclamó Amenhotep—. Léemela. Quiero saber lo que dice.
Neferhor desenrolló el papiro y leyó su contenido.
Pues bien, respecto a lo que te escribí del oro, mándame el que tengas a mano, tanto como puedas, para que pueda terminar los trabajos en los que estoy ocupado. Si durante el verano, en los meses de tammuz o ab, me envías el oro te entregaré a mi hija, así que, por favor, mándamelo. Si no lo haces y yo no puedo acabar mis obras, ¿qué sentido tendría mandarlo después? Podrías mandarme, entonces, cien toneladas de material y yo no las aceptaría. Te las devolvería y no te daría a mi hija en matrimonio.
Al finalizar la lectura de la carta, Nebmaatra se desternillaba de risa.
—¡Asegura que tiene trabajos y necesita mi oro para terminarlos! —exclamaba entre carcajadas—. ¡A cambio de su hija! Ese hombre es extraordinario. No tiene ni idea de lo que es la moral.
Neferhor rio con suavidad. El dios tenía razón; el soberano de Babilonia podía pasar por caravanero.
—Además afirma que si no hago lo que me pide es capaz de rechazar cien toneladas de oro. ¡Inaudito! ¡Los tiempos nunca vieron nada igual!
Ahora las carcajadas resonaban en toda la sala.
—Contéstale —señaló el dios sin dejar de reír—. Prométele lo que te parezca, pero de modo ambiguo. Eso hará que se consuma por la avaricia. ¡Es el rey más ansioso que he conocido nunca! Verás cómo conseguiré casarme con su hija por tan solo una pepita de oro. ¡Una pepita! ¡Je, je, je!
El joven continuaba sonriendo, pues seguramente el dios se saldría con la suya.
—Me es muy grata tu presencia, Neferhor, muy grata. Siempre eres portador de buenas noticias. Debería llamarte más a menudo. Creo que debo recompensarte adecuadamente. Aunque eres joven todavía, no hay que perder de vista al taimado Osiris. Él siempre se encuentra esperándonos en el Más Allá, y es conveniente estar preparado como corresponde. Te doy licencia para que te construyas una tumba en el lugar que tú elijas de la necrópolis de Saqqara, si te parece bien el sitio.
Neferhor se quedó boquiabierto. Aquello suponía el más alto honor que se podía esperar por parte del dios. Muchos altos funcionarios pasaban toda su vida sin conseguirlo, y el joven no supo qué responder.
—No hace falta que digas nada, me hago cargo, je, je… —intervino el faraón—. Supongo que desearás reposar para siempre junto a alguno de los templos solares construidos por los reyes de las primeras dinastías, ¿no es así? Tú los estudiaste bien en la preparación de mi jubileo. Estarás rodeado por los grandes faraones de la V dinastía; cuando los dioses gobernaban realmente esta tierra.
—Mi señor, el Atón Dyehen, seguro que comprende la sorpresa que me causa su generosidad —apenas acertó a decir el joven.
—Ya, ya. Pero dime, Neferhor, ¿notas mi esencia divina? ¿Crees que el jubileo la ha renovado?
—Completamente, gran Atón. Tus efluvios llegan hasta mí con facilidad —respondió el escriba, mientras adoptaba uno de sus característicos gestos impenetrables.
—Estaba seguro, pero quería escuchar la respuesta de un alma noble. Por cierto, antes de que te vayas, tengo para ti un nuevo encargo de la máxima importancia. Quiero que te adelantes y vayas al encuentro de la real caravana que viene desde Mitanni, para que veas con tus propios ojos su magnitud. Póstrate ante mi futura reina, y luego vuelve tan rápido como puedas para contármelo. Te esperaré impaciente.
Esta había sido la conversación mantenida con el señor de Kemet. Neferhor tenía un extraño regusto en su boca, como de abatimiento por lo inevitable. El dios parecía encontrarse muy lejos de los problemas que amenazaban a Egipto. Ausente en un mundo de egoísmo al que únicamente él accedía. A Nebmaatra solo le interesaban las mujeres que pudiera coleccionar en su harén, y su propia esencia divina.
Hacía tiempo que el escriba había decidido hacer uso de su perspicacia natural. Al final había descubierto que la vida, dentro de la quietud de los templos, no tenía nada que ver con la realidad del mundo que los rodeaba. Se había convencido, por fin, de las palabras que tantas veces recibiera de Huy. Sin poder remediarlo, su imagen se le aparecía de vez en cuando como para recordarle que nunca moriría en su corazón. La mera sospecha de que el anciano hubiera fallecido por la mano del hombre desasosegaba a Neferhor sobremanera. Representaba una atrocidad de tal magnitud que le era difícil darle pábulo. Sin embargo, el joven era capaz de ver a su alrededor con mayor claridad. Los sabios consejos dictados por el anciano canciller no caerían en saco roto y él los seguiría con la prudencia que le era natural.
El contacto con las gentes de palacio y la propia administración había aguzado aquella perspicacia hasta hacerle mucho más astuto. Ningún cortesano podría sobrevivir sin ella, y él la desarrolló largamente, para su propia sorpresa. Dentro de la administración la necesitaría en generosas cantidades.
Cuando salió a uno de los jardines se tropezó con un heraldo. Pareció un encuentro casual, aunque no lo fuera; el paje lo estaba esperando desde hacía rato, y le pidió que le acompañara.
—La hemet-nisut-weret aguarda para hablar contigo, y no debemos demorarnos —le señaló.
El escriba se limitó a seguir al heraldo a través de los jardines que rodeaban el lago, hasta alcanzar el palacio donde vivía la reina. Por el camino le asaltaron las dudas. Si la Gran Esposa Real deseaba verle era porque, de algún modo, guardaba intereses hacia él. Quizá formara parte de sus planes, por lo que decidió extremar su cautela ante ella. Nadie podía competir en astucia con Tiyi.
La reina se encontraba distendida, sentada en un pequeño sillón mientras unas doncellas le cepillaban su hermoso cabello y le hacían la manicura. Al reparar en su presencia le hizo un gesto para que se acercara, y al momento Pimiu, su gato, salió de detrás de un gran cesto y corrió a saludar al recién llegado.
—Pimiu te da la bienvenida de nuevo —dijo Tiyi con socarronería—. Habrá que confiar en su intuición. Ellos no suelen confundirse con las personas.
Neferhor se postró ante la Gran Esposa Real y esta tardó unos instantes en permitir que se levantara.
—Has cambiado desde la última vez que nos vimos. Ya eres un hombre y, a lo que se ve, inteligente. Espero que Pimiu y yo no nos equivoquemos contigo —indicó la reina con suavidad.
—Sirvo a tu casa, como bien sabes, lo mejor que puedo.
—Muchos han sido los que han servido bien para acabar en las garras de la Devoradora —señaló Tiyi al tiempo que endurecía el gesto.
Neferhor disfrazó el semblante lo mejor que supo bajo su máscara, y durante unos instantes la reina lo observó con interés.
—El dios, mi esposo, está muy satisfecho contigo —dijo Tiyi, al cabo—. Da la sensación de que Shai te tiene en estima.
—El destino no tiene sentimientos, gran reina.
A esta le agradó aquella respuesta.
—En eso tienes mucha razón. Un día estás en palacio y al otro puedes acabar en las minas del Sinaí.
—Así es Shai.
Tiyi lanzó una carcajada.
—La Tierra Negra necesita nuevos hombres. Después del fallecimiento del muy noble Amenhotep, que Osiris haya justificado, Egipto ha quedado huérfano de mentes preclaras. Seguro que te has dado cuenta de ello. Muchos funcionarios se aferran a ideas que entorpecen la buena marcha del Estado. Hoy, más que nunca, Kemet precisa de hombres que no se encuentren comprometidos con poderes que ya no tienen cabida. ¿Comprendes adónde quiero llegar?
—Perfectamente, majestad.
—Estaba segura de ello. Tú podrías llegar a ser una de esas personas de las que te hablo. El difunto Amenhotep te tenía en gran estima.
Neferhor tuvo mucho cuidado al responder.
—Lloré su pérdida como un hijo. Su sabiduría me resultaba inalcanzable. Eso era lo que más buscaba en él. Huy se percató enseguida de cuáles eran mis anhelos. Por eso me envió a la Casa de la Correspondencia del Faraón, el mejor regalo que podía recibir. Soy feliz entre papiros y cálamos; estudiando documentos y antiguos legajos, lejos de otros intereses que no sean los del dios.
Tiyi asintió levemente, como si ya se esperara una respuesta como aquella. Sin duda el escriba no se había significado, y eso le interesaba a la reina.
—Recuerdo que me hablaste de tu se paso por Karnak, pero no me contaste por qué lo abandonaste. Es obvio que podrías haber hecho carrera entre su sacerdocio. Hay quien dice que te expulsaron por impiedad, aunque me resulte difícil de creer.
Neferhor disimuló su desazón con una maestría propia del mejor de los hierofantes. Apenas se inmutó, como si le hablaran del precio que obtendría el grano en el mercado aquel año.
—Karnak me enseñó las palabras de Thot y siempre le estaré agradecido por ello. Pero su clero pretendía hacer de mí un hombre sin alma. El ba de los acólitos se pierde por entre los oscuros corredores del templo. Ya nunca puede reconocer a su dueño, y este se convierte en alguien sin voluntad.
Tiyi se quedó impresionada por la respuesta, y durante varios segundos observó al joven sin parpadear, como si se tratara de una suerte de aparición.
—El Atón Dyehen utiliza a sus siervos allí donde le son de mayor utilidad. Seguro que lo entiendes. —El joven hizo una profunda reverencia—. Nebmaatra, vida, salud y prosperidad le sean dadas, desea que permanezcas en la Casa de la Correspondencia del Faraón, donde desarrollas un trabajo de gran importancia para los intereses de Kemet. Además, y según tus propias palabras, eres feliz en ese departamento, en Menfis, junto a tu familia.
—Sabes leer mi corazón sin dificultad, majestad. Nunca he sido tan feliz.
—Ya veo. Entonces es hora de que sepas lo que espero de ti.
Neferhor se estremeció.
—No hace falta que te diga el estado por el que atraviesa el dios. La muerte de Amenhotep le ha afectado profundamente. El que Anubis viniera a buscarle mientras dormía no ha supuesto ningún consuelo para él. Quizá también pensara que podría alcanzar la edad de ciento diez años, como aseguraba el difunto que ocurriría. Pero como verás tales aspectos no dependen de uno, y menos cuando existe por medio un trabajador tan infatigable como es Anubis. Además, la renovación de sus poderes divinos ha hecho que el faraón se distancie un tanto de todo lo terreno, a excepción de su harén, claro.
Neferhor la escuchaba en silencio.
—Dado tu conocimiento de nuestra política exterior, seguro que eres consciente de lo delicado que es el equilibrio que mantenemos con los países extranjeros. Cualquier acción equivocada puede resultar lesiva para nuestros intereses. Es preciso evitar a toda costa que algo así pueda suceder. Supongo que estarás de acuerdo.
—Completamente, mi señora.
—Tú mismo conoces de primera mano el uso que el dios está haciendo, en los últimos tiempos, de la Casa de la Correspondencia.
—Él es el dios de Kemet, señor de las Dos Tierras —contestó Neferhor sin dudarlo.
Tiyi lo miró altiva, pero decidió pasar por alto su insolencia.
—No quisiera que malinterpretaras mis palabras. El gran Nebmaatra lleva comprando carne joven toda su vida. Esa es su potestad y así debe suceder. Pero no olvides nunca que yo soy hemet-nisut-weret, Gran Esposa Real, desde hace treinta años. Mi corona es la única que porta la cobra y el buitre. El resto de esposas se deben contentar con una gacela. Ninguna jovencita advenediza ha podido desbancarme hasta ahora, y tampoco lo hará en el futuro. Mas los asuntos de Kemet son cosa bien distinta. Es por eso por lo que te pido ser informada de todo aquello que pueda afectarnos, por nimio que te parezca.
Neferhor no daba crédito a lo que escuchaba. De repente su vida se complicaba y su corazón se llenaba de dudas.
—Como te dije antes, yo estoy aquí para servir a tu casa, aunque me temo que como espía no pueda serte de mucha utilidad, majestad.
—Eso seré yo quien lo juzgue —respondió Tiyi, autoritaria—. ¿Tienes algo más que decirme?
—Nada en absoluto —señaló el escriba, que se sentía apesadumbrado.
—Cuando así lo considere te haré llamar. Confío en tu discreción, Neferhor, pareces inteligente; espero que sepas lo que te conviene. Ahora puedes irte.
La reina observó al escriba mientras abandonaba la estancia. Este había sido leal en sus anteriores servicios, pero ya era el momento de que supiera quién gobernaba en realidad Egipto. El joven se retiraba compungido por sus palabras, y eso le gustaba. Sin embargo, la cuestión era mucho más compleja de lo que el escriba se imaginaba. Su augusto esposo se encontraba acabado. La larga vida de placeres sin fin que había disfrutado comenzaba a mostrarle las consecuencias de sus proverbiales excesos. Nebmaatra siempre había sido proclive a la lascivia, aunque en los últimos tiempos parecía reconcomerle con renovados bríos, hasta el punto de que el faraón solo pensaba en fornicar y satisfacer sus apetitos con varias mujeres en el lecho.
A Tiyi le importaban poco aquellas prácticas. Ella había mantenido su posición en medio de una lucha feroz contra el resto de contrincantes que vivían en el harén. Se había enfrentado a tantas que se ufanaba de conocer el corazón femenino como nadie. Ella gobernaba sobre la voluntad de su esposo desde hacía muchos años, y eso era lo que contaba. El resto de sus esposas podrían luchar para conseguir sus caricias en interminables contiendas, pues siempre llegaba una nueva con la que se encaprichaba el dios. Incluso Tiyi le aconsejaba en tales asuntos sin ningún resquemor. Nebmaatra confiaba en quien había sido su compañera durante más de treinta años, y la amaba profundamente. Las palabras de la reina nunca caían en el olvido, y esta lo había aprovechado para influir sobre las decisiones del faraón siempre que se lo proponía.
Tushratta enviaba al dios una nueva diversión, y ella lo felicitaría por esto, pero debía estar atenta a todo lo que rodeara a aquella unión. No podía olvidar que el difunto primogénito real nació de una tía de la nueva esposa mitannia. Tiyi continuaría en la sombra, ejerciendo su influencia, y preparando Kemet para el día en que este fuera gobernado por su hijo. Esa fecha se encontraba próxima, y era necesario que el príncipe Amenhotep recibiera un E tantas qustado libre de obstáculos y fuerzas ocultas para emprender el reinado más glorioso que recordarían los tiempos. Ella tendría el título de mut-nisut, Madre del Rey, y los dioses gobernarían la Tierra Negra de nuevo, libres de la ambición desmedida de los hombres; entonces Tiyi habría triunfado.
Cuando Neferhor se marchó, la reina volvió a pensar en el escriba durante unos momentos. Parecía leal, y había esquivado con habilidad las trampas que le había tendido. Sin embargo conocía su pasado, y los sórdidos acontecimientos que tuvieron lugar en Ipu; además, el hecho de que los sacerdotes de Amón lo rescataran de la miseria para acogerlo en Karnak le hacía desconfiar de él. Ella conocía mejor que nadie a aquel clero, maestro entre los maestros de la intriga. Todo era posible en el nombre de Amón.
No obstante, el joven había demostrado tener sus debilidades. Neferhor era manejable, como la mayoría de los hombres, y manifestaba cierta candidez. Aquel detalle la había hecho sonreír. Su esposa, Niut, era una mujer hermosa, como muchas de las que habían pasado por la corte, que deseaba brillar por encima de las demás. Tiyi las conocía bien. La ambición las devoraba, aunque hicieran todo lo posible por ocultarlo, pero a ella no podían engañarla.
—Niut —se dijo—. Quizá pueda serme de alguna utilidad.