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Los peores presagios pasaron de largo como las nubes empujadas por el viento del norte, y el cielo de Menfis quedó limpio de rumores y tan claro que ya nadie tuvo duda acerca del designio de los dioses.

Neferkheprura se presentó ante su pueblo en toda su majestad, entre música de sistros y cánticos de alabanzas, y rodeado por la formidable guardia que le protegía y veneraba sobre todas las cosas. Él se había ganado al ejército, al que había revelado cuál era el sublime cometido que la Tierra Negra les encomendaba, y a este se dedicaría. Ay, el Padre del Dios, suegro por tanto del faraón, llevaría las riendas de sus soldados como un mer mesy gran maestro de Caballería. Igual que ocurriera en tiempos con su padre Yuya, Ay ocuparía un lugar distinguido junto al soberano y la reina, su hija.

Además, el señor de las Dos Tierras había creado un cuerpo de policía únicamente para su protección; los mejores medjays de Egipto pasaron a su servicio y al frente de estos nombró a Mahu, un hombre feroz donde los hubiera, cuyos métodos e implacable carácter resultaban muy del agrado del faraón.

Así, el rey demostró ante Kemet aquella mañana que un verdadero dios se sentaba ahora en el trono de Horus, y que ni las maquinaciones más viles ni las intrigas más arteras podrían derrocarlo. No había mano en Egipto que pudiese alzarse contra él sin ser fulminada por el Atón, y en aquella hora proclamó que Neferkheprura había muerto para siempre, tal y como algunos deseaban, para dar vida a un nuevo señor de las Dos Tierras que atendería al nombre de Akhenatón, «aquel que sirve al Atón». Este sería el nombre del faraón en adelante, y todos se postraron ante él como una inmensa alfombra que se extendía por todo Menfis.

Casi un mes después, el día treinta del octavo mes de su quinto año de gobierno, Akhenatón se dirigió en su barca real, seguido por un cortejo de grandes dignatarios, al lugar que había elegido para que fuera centro del poder del Atón. Allí se levantaría la nueva capital: Akhetatón, el «Horizonte de Atón», desde la que el rey gobernaría la Tierra Negra.

El sitio había sido elegido con cuidado, pues se trataba de una zona situada en la orilla este del Nilo junto a un extenso semicírculo de elevados farallones que la protegían y que solo permitían el acceso al lugar por estrechos pasos situados al norte y al sur. Al otro lado del río se extendía una vasta zona de tierra de cultivo, con abundante agua, que resultaba ideal para extraer de ella las mejores cosechas. El enclave estaba situado a medio camino entre Menfis y Tebas, en el decimoquinto nomo del Alto Egipto, Went, o Neit del Sur, cuya capital Khemnu, Hermópolis, era una importante población y centro de trabajo.

La misma forma de los elevados acantilados que se alzaban al este constituyó un motivo fundamental para que el faraón eligiera aquel lugar, ya que, a la salida del sol, el paisaje recordaba al jeroglífico akhet, el horizonte por el que el sol renacía cada mañana.

Akhenatón ordenó levantar sus dos primeras estelas fronterizas, de las quince que llegarían a erigirse: una en los acantilados del norte y otra en los del sur. Eran enormes, y estaban flanqueadas por dos tablillas que mostraban imágenes de Akhenatón, Nefertiti y sus dos hijas mayores. Ambas se hallaban situadas en unos nichos de una altura de dos codos, lo que las hacía destacar sobremanera. En ellas se inscribieron los textos de la «primera proclamación», en los que el faraón explicaba su decisión de trasladaӀrse a la nueva capital y el deseo de su padre el Atón para que se llevara a efecto.

Entonces les dijo su majestad: ¡Alabado sea Atón! El Atón desea que se construya para él como un monumento con nombre eterno y perdurable. Ahora es el Atón, mi padre, quien me aconseja en relación a Akhetatón. Ningún funcionario me aconsejó jamás sobre ello, ni pueblo alguno de toda la Tierra me aconsejó sobre ello, diciéndome que construyera Akhetatón en este lejano lugar. Fue el Atón, mi padre, quien me aconsejó sobre ello, para que se pudiera construir para él como Akhetatón. He aquí que no lo encontré provisto de santuarios o cubierto de tumbas y pórticos, o con restos de otra cosa que hubiera sucedido allí… He aquí que es el faraón, ¡vida, prosperidad y salud!, quien lo fundó, cuando no pertenecía a ningún dios ni a ninguna diosa; cuando no pertenecía a ningún gobernante, fuese hombre o mujer; cuando no pertenecía a ningún pueblo que tuviese intereses aquí. Lo encontré abandonado… Es el Atón, mi padre, quien me aconsejó sobre ello, diciéndome: «Mira, llena Akhetatón con provisiones, ¡un almacén para todo!», mientras mi padre Atón me proclamaba: «Pertenecerá a mi majestad, será Akhetatón, para siempre y eternamente…»[32]

Así rezaba una de las estelas con las que se fundaba la ciudad. Akhenatón proclamaba ante los grandes de Egipto su nuevo dogma y estos se postraban como los primeros entre sus súbditos.

El proyecto se hallaba perfectamente estudiado, y entre aquellas dos primeras estelas se trazó un punto medio que significaría el eje central de la capital. Allí mismo erigió un altar de ofrendas de caliza, y arengó a los dignatarios con encendida pasión para explicarles cuanto se iba a construir y la superficie que ocuparía.

—Aquí se levantará el futuro Pequeño Templo de Atón y en su cara norte la Casa del Rey. Más al norte construiré el Gran Templo de Atón y dos palacios más, con dos grandes barrios separados por la Ciudad Central, donde situaré el Gran Palacio donde mis vasallos podrán rendirme pleitesía. Una Vía Real atravesará la ciudad de norte a sur, en toda su extensión, más de dieciséis kilómetros, y en los acantilados del este construiremos la necrópolis, adonde seré trasladado dondequiera que haya muerto. Mi tumba en Akhetatón acogerá mis restos, y ella servirá de foco desde el que se levantará la ciudad. Todos cuantos sirváis con lealtad a mi majestad construiréis vuestros propios sepulcros en la necrópolis para que constituya vuestra morada de eternidad. Akhetatón rebosará de todo lo bueno para el hombre, y en ella todos serán iguales bajo los rayos de mi padre el Atón —continuó el rey—. Que su realeza gobierne desde Akhetatón. Que conduzcáis a todas las tierras hacia el Atón. Que cobréis los impuestos a las ciudades y a las islas para él…[33]

Todos alzaron sus voces al cielo entusiasmados por las palabras del faraón. Una nueva era nacía aquel día de la mano de Akhenatón, que parecía dispuesto a terminar para siempre con los rancios poderes que habían asfixiado a Kemet desde la sombra. El Horizonte de Atón les ofrecía un futuro libre de las viejas servidumbres, en el que era posible iniciar una nueva vida y construir una sociedad mejor. Los dignatarios se felicitaron y pronto todo Egipto se hizo eco de aquel hecho sin precedentes.

En realidad, aquel paso había sido estudiado con cuidado por el faraón. La constante oposición a sus ideas, que percibía a diario, y el peligro que gravitaba sobre toda su casa le habían impulsado a tomar aquella decisión que, en el fondo, era más política que religiosa. En Tebas el aire se le hacía irrespirable, y en Menfis la vieja nobleza lo miraba con recelo y antipatía. Era preciso librarse de aquel lastre para poder reinar con independencia, lejos de las intrigas de unos enemigos que no cejarían de acosarle como chacales.

Akhetatón resultaba el lugar idóneo en el que empezar a construir el reino en el que el rey creía. Se hallaba lo suficientemente alejado de las dos capitales más importantes del país, y allí su influjo podría ser controlado con facilidad. La ciudad crecería así apartada de los sacerdotes y la antigua nobleza que todo lo controlaba, y el Atón expandiría libremente su universalidad.

La mente brillante del faraón había diseñado la capital que había intentado en un principio esbozar en el mismo Karnak y, como era de esperar, le fuera imposible. Todo quedaba focalizado desde su propia tumba real, que construiría al este de los grandes farallones. Desde ella proyectaría su luz cada mañana con la salida del sol sobre toda la ciudad, como si de una resurrección se tratara. Representaba la piedra angular desde donde se manifestaría su nueva teología. Desde ella no solo resucitaría cada día, sino que también lo harían los reyes que habían gobernado Egipto, pues todos formaban ya una sola entidad fusionada con el sol. Aquella tumba era la prueba de que el culto al Atón era, en sí mismo, una exaltación del poder de todos los soberanos de Kemet; esa era la esencia de su religión, tal y como muchos habían adivinado desde hacía ya tiempo.

Desde su emplazamiento, minuciosamente elegido, la monarquía enviaría su luz unida al ente solar sobre los doscientos kilómetros cuadrados que ocupaba Akhetatón como una verdadera fuente de vida. Ese era el auténtico interés de Akhenatón, más allá de la condición o destino del hombre.

El gasto necesario para acometer aquella empresa resultaría enorme, y para ello el faraón no repararía en utilizar su poder con el impulso que le caracterizaba. Todas las obras que se estaban ejecutando en Kemet se pararían para poder utilizar, de este modo, cuantos recursos estuvieran a mano. Se necesitaban albañiles, canteros, escultores, jardineros, campesinos, carpinteros… Egipto entero se disponía a involucrarse en una obra colosal de la que se hablaría durante milenios, y a la que no dudó en unirse el propio ejército, que envió a sus soldados a construir la ciudad del Horizonte de Atón como si de una misión en Retenu se tratara. Como bien había arengado Akhenatón a sus dignatarios, era necesario que se cobrasen todos los impuestos, allí donde se encontraran, pues la capital no debía carecer de nada.

El secreto del Nilo
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