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Los dioses ya no existían en Egipto, aunque Neferhor se viera obligado a reconocer que, en caso contrario, Shai debería ser coronado como el rey de los bromistas. Este había decidido encadenar el destino de los hombres para esclavizarlos a los pies de un megalómano, y a la vez ofrecer al escriba, del que en ocasiones se había mofado, el regalo más hermoso que este pudiera recibir.
En medio de aquel desorden, y cuando la Tierra Negra se abocaba al desastre, Sothis, la esclava a la que tanto amaba, le daba al escriba un hermoso hijo sin sufrir el más mínimo contratiempo.
En cuclillas, como de costumbre, apoyada sobre dos ladrillos, y ante la mirada de las comadronas, la nubia dio a luz con la misma facilidad con que lo había hecho hacía ya trece años. Aquella mujer era una fuerza de la naturaleza, capaz de traer al mundo a su prole como lo haría cualquier felino en la espesura; con la mayor naturalidad.
El niño parecía tan fuerte como su madre, y cuando Neferhor lo alzó entre sus manos, sintió una emoción indescriptible, como nunca antes en su vida, y todas las penas y preocupaciones desaparecieron puesto que ahora tenía un nuevo motivo para la esperanza. Donde fuera que se encaminara Kemet, este tendría un nuevo hijo, y eso era cuanto importaba al escriba.
Como era costumbre, Sothis tuvo que permanecer apartada los catorce días preceptivos necesarios para la purificación de cualquier parturienta que hubiera dado a luz, y cuando regresó de nuevo a su casa, su señor la esperaba impaciente, deseoso de abrazarla, de besarla y de agradecerle la inmensa felicidad que ella le había procurado.
Sothis le escuchó con lágrimas en los ojos, orgullosa de haber concebido de aquel hombre al que tanto amaba. Él era su señor, aunque ella nunca se hubiera sentido su esclava.
—¿Cómo se llamará? —preguntó Neferhor, sin ocultar su ansiedad.
Ella lo miró con su acostumbrado magnetismo y permaneció unos instantes en silencio, para hacerse de rogar. La nubia conocía la importancia que tenía el nombre para los habitantes del valle, pues formaba parte de su propia personalidad, y lo había pensado mucho hasta dar con el más adecuado.
—Su nombre será Nebmaat, si a mi señor le parece bien.
—¡Nebmaat!
A Neferhor se le iluminaron los ojos, pues era un nombre magnífico. Nebmaat era uno de los cuarenta y dos jueces que acompañaban a Osiris en el Gran Tribunal que juzgaba las almas, y ante los cuales el difunto proclamaba su inocencia durante su «confesión negativa», en la que manifestaba no haber cometido determinados pecados. Nebmaat ocupaba la decimoquinta posición dentro del tribunal y, junto a Nehebkau, era el único de los jueces al que podía verse representado en solitario, casi siempre con un bonete y un faldellín con una cola de toro, a la vez que portaba un cuchillo y una palma en cada mano.
—Nebmaat —volvió a repetir el escriba. Significaba el «señor del maat», y Neferhor pensó que era un nombre perfecto para un gran magistrado, y que él mismo no lo hubiera elegido mejor.
Penw se presentó en su casa para darle la enhorabuena en compañía de su mujer y su hija, que ya era una mujercita. Esta había heredado las habilidades de su madre en la cocina, y había preparado unas tortas de miel y dátiles que, aseguraba, ayudarían a recuperarse a la esclava. Sothis quedó muy complacida, abrumada por el cariño que siempre le había demostrado aquel curioso hombrecillo con ojos de ratón. Él tampoco la había tratado nunca como a una sierva, y ahora se lo volvía a demostrar al presentarse en casa de su señor tal y como si fuera la esposa de este quien hubiera alumbrado, y no una insignificante nubia del desierto oriental.
—Está hecha con miel del dios —le confió Penw al escriba, como en secreto, con aquel gesto astuto que solía mostrar—. La cogí de las cocinas reales para que mi hija hiciera las tortas.
Neferhor le dio una cariñosa palmadita y pensó que sería una buena idea que Hesat, que era como se llamaba la hija del pinche real, trabajara por un tiempo en su casa hasta que Sothis pudiera valerse por sí misma.
—¡El hijo de Thot nos hace un gran honor! —exclamó Penw con teatralidad.
El escriba le hizo una seña para que bajara el tono de su voz.
—No debes nombrar a los antiguos dioses o te castigarán —le advirtió.
Penw abrió los ojos desmesuradamente.
—Pero… Si ya no existe Osiris, ¿qué será de nosotros cuando muramos? ¿Cómo alcanzaremos el Más Allá? —preguntó el pinche.
Neferhor le sonrió con dulzura, pues el pueblo, en general, no entendía nada de lo que estaba ocurriendo con los antiguos dioses. Todo resultaba extraño. Las necrópolis, siempre construidas en la orilla occidental del Nilo, se habían trasladado ahora al margen oriental, como bien había demostrado Akhenatón al excavar su tumba en los acantilados situados al este de la capital. La creencia en el Más Allá, tal y como la habían entendido los egipcios durante siglos, había sido eliminada.
—Me temo que hayamos abandonado a Osiris —respondió el escriba con pesar.
—¿Entonces? ¿Qué será de nuestras almas?
—Eso lo decidirá Akhenatón. Él y su real esposa serán los que juzguen quiénes alcanzarán la vida eterna.
Penw acabó por rascarse la cabeza, pues no entendía nada.
En realidad, los habitantes de la capital intentaban acomodarse a las nuevas corrientes impulsadas por el dios. Aunque muchos no las comprendieran, la mayoría se amoldó a ellas, igual que habían hecho antaño con las antiguas. En Akhetatón había trabajo y magníficos salarios, y la vida les parecía mucho más fácil que antes. Había comida y bebida abundante y, en el fondo, eso era cuanto importaba. Poco tardaron muchos de los ciudadanos en colocar imágenes de la nueva tríada atonista en los sagrarios de sus casas. Algunos incluso llegaron a sustituir a los antiguos dioses protectores del hogar, como Bes o Tueris, por figuras de Akhenatón y Nefertiti, a quienes rezaban. Las estatuas votivas del dios y su esposa se vendían por doquier, y las pequeñas estelas que representaban a los reyes junto a sus hijas en un ambiente familiar mientras el Atón los vivificaba con sus rayos llegaron a formar parte de muchos de los hogares de Akhetatón.
La pareja real, acompañada por las princesas, se aficionó por otra parte a los desfiles públicos, rodeados de gran aparato, y a recompensar a los súbditos más leales desde la ventana de las apariciones, situada en la Ciudad Central.
Los reyes surgían como parte de la luz procedente del Atón, y regalaban oro con magnanimidad entre loas y alabanzas.
Ay, el Padre del Dios, y su esposa Ty fueron agasajados por el faraón en público, de manera especial, y ahora que los tesoros de los templos llegaban a la ciudad, esta terminaría por convertirse en un emporio sin parangón en el país de Kemet, o al menos eso era lo que opinaban sus habitantes.
Paatenemheb también acudió una tarde a casa del escriba para felicitarle, y aunque permaneció poco tiempo, Neferhor le invitó a compartir una pequeña ánfora de vino de Buto que había adquirido para celebrar el acontecimiento.
—Te creía abstemio, noble Neferhor —le dijo Paatenemheb con su habitual sorna mientras brindaban.
—Una ocasión así lo merece.
—En eso tienes mucha razón. Horus, el patrón de mi ciudad natal, nunca tuvo en consideración mis ruegos, y la buena de Amenia no ha podido darme aún ningún hijo.
—El tiempo para implorar a los antiguos dioses ha pasado —le dijo el escriba, sorprendido por la franqueza del oficial; pero este no se inmutó.
—Seguro que me guardarás el secreto —le confió su invitado.
Neferhor le sonrió y volvieron a brindar. Luego hablaron de la mala situación militar en Siria, y del desagradable conflicto producido por el rey de Mitanni, de quien nada quería saber Akhenatón. Harto de sus quejas, el faraón había ordenado detener a sus mensajeros, Pirissi y Tulubri, a los que había encarcelado en celdas separadas, y Tushratta, como represalia, había hecho lo propio con el bueno de Mane, el enviado egipcio a su corte, al que Neferhor tenía en gran estima. El rey mitannio no entendía la actitud de su yerno el faraón, y le pedía encarecidamente que permitiera a sus mensajeros regresar a su reino para así dejar que Mane volviera a Egipto; pero Akhenatón hizo caso omiso del asunto, como si no fuera con él.
—Mal oficio el de mensajero real en los tiempos que corren —se limitó a comentar Paatenemheb, en tanto se despedía.
Neferhor no dijo nada, y mientras el oficial abandonaba su casa pensó en que ambos habían evitado hablar acerca del edicto promulgado por el dios, seguramente porque no hacía falta.