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Por fin llegó el día en el que los dioses le dispensaban el mejor regalo que un hombre podía esperar. Niut, la dama de sus anhelos, su gran amor, su sueño hecho realidad, venía a él para convertirse en su esposa; la mujer con quien pensaba envejecer y a la que colmaría con todo lo bueno que pudiera ofrecerle. Con ella llegaba su hijo, y al abrazarlo por primera vez sintió una dicha indescriptible; su corazón se quebraba de alborozo para dar salida a una ternura que le era desconocida.
—Es igual que tú. Tal y como te recuerdo de niño —le dijo Niut mientras él la abrazaba.
Su madre tenía razón, el pequeño era la viva imagen de su padre. Los mismos ojos, la misma mirada inteligente, por no hablar de las orejas, que las tenía de soplillo y tan grandes como su progenitor. El niño estaba ya próximo a los cuatro años, y llevaba la cabeza afeitada con la trenza lateral propia de los príncipes y aristócratas, como le gustaba a su madre.
—Es tan tímido como tú —le dijo ella en tanto le mordisqueaba el lóbulo de la oreja.
Él la atrajo contra sí con más fuerza. Se habían estado amando durante horas, con la desesperación del náufrago que nada en pos de la tabla salvadora. Había verdadera necesidad en aquellos actos, un deseo que poco tenía que ver con lo físico y en el que estaban implicadas sus propias energías vitales.
Niut se entregaba a él con la misma pasión que su amante. Su naturaleza ardiente, oculta durante todos aquellos años, se mostraba con una fuerza que la empujaba en pos de dar satisfacción a sus sentidos. Ella misma se había llegado a sorprender por ello, aunque pronto llegó a la conclusión de que su auténtica identidad había permanecido dormida durante años; quizá disimulada por las circunstancias. De repente, alguien inesperado la había despertado, y ya no estaba dispuesta a renunciar a ella. Neferhor le daba placer, y Niut se dejaba llevar como un barco a la deriva, a merced del oleaje o las corrientes con que le envolvía aquel ardor que, en ocasiones, parecía quemarla. El escriba la hacía vibrar y ella sentía que en su interior se abría una puerta que ya nunca se cerraría, y que la conducía por caminos en los que le resultaba difícil saciarse.
Neferhor participaba de aquel deseo como si se trataran de dos almas gemelas dispuestas a socorrerse en su delirio. Cuando la madrugada se anunciaba, esta los hallaba tendidos en el lecho, abrazados como si fueran un solo cuerpo, compartiendo el mismo hálito. Él amaba a aquella mujer sin máscaras ni adornos. Se mostraba a ella sin ambigüedades, pues era su ka el que se manifestaba en cada encuentro, en cada mirada. Allí no había engaño posible, y ambos amantes disfrutaban de cada momento, convencidos de que serían felices para siempre.
El escriba tomó a Niut por esposa, como le prometiera una noche, y ella entró a vivir en aquella pequeña villa rodeada de jardines y tan próxima al palacio del dios. Menfis le parecía el centro del mundo civilizado; un lugar donde una dama podría encontrar cuanto se le antojase; una ciudad que rezumaba embrujo y en la que habitaba la más rancia aristocracia, aquella a la que ella siempre había deseado pertenecer.
Antes de compartir el mismo techo y dar validez así al matrimonio, ambos cónyuges firmaron un documento por el cual Niut salvaguardaba sus intereses pasados bajo cualquier circunstancia futura, a la vez que advertía de lo que ocurriría si la engañaba.
—Todo lo hago por nuestro hijo. Él es lo que importa —le dijo ella.
A Neferhor le pareció bien. Él no poseía nada, ni siquiera la casa en la que habitaban, por lo que creyó que los requerimientos de su adorable esposa eran justos. Él mismo redactó el papiro y lo firmó, convencido de que poco importaba lo que hubiera escrito en él.
Acostumbrada a la lujosa villa de Ipu, a Niut pronto la casa le pareció pequeña, aunque la cercanía del palacio la invitara a permanecer allí. Era como si la morada del faraón despidiera efluvios que ella necesitaba respirar a cualquier precio. Pero no por ello dejó de quejarse. Si el gran salón tenía seis columnas, ella aseguraba que por su dignidad le correspondía uno de doce. Y si el baño apenas disponía de adornos, la joven pretendía cambiarlo para decorarlo con motivos minoicos, iguales a los que había visto en casa de un alto funcionario de la corte durante una velada. Las habitaciones le resultaban pequeñas, el jardín exiguo, y el estanque carente de vida, por lo que fue necesario poner algunos peces en él. Sin embargo la terraza sí le gustaba, seguramente porque desde ella podía divisar el palacio de Nebmaatra en toda su magnitud, y ello la invitaba a soñar.
A no mucho tardar Neferhor tuvo que comprar un palanquín y el servicio de dos porteadores. A Niut le complacía pasear por la ciudad con arreglo a su rango y, según ella, ya estaba preparada para convertirse en la esposa de un visir. Sus cuidados pies no se hallaban dispuestos a pisar las concurridas calles de Menfis más que para visitar los bazares que tanto le agradaban.
No obstante, al escriba no le importunaban los deseos de su bella esposa, y le concedía la mayoría de sus caprichos, aunque le fuera imposible añadir seis columnas al salón de una casa que no le pertenecía.
Niut le hizo ver que, con los años, sería conveniente cambiarse de vivienda; quizás una de las fastuosas villas que se levantaban cerca del río, ya que era lo que les correspondía.
Él asentía mientras se perdía en la mirada de su esposa y acariciaba aquella piel suave y pálida que parecía de alabastro.
Tampoco le importó que ella eligiera a las doncellas de la casa, y mucho menos que insistiera en la necesidad de comprar una esclava que estuviera criando, ya que le sería de gran utilidad a la hora de atender a su hijo. Este era demasiado pequeño para darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor, aunque su padre ya tuviera pensado para él su futuro. Cuando cumpliera los cinco años ingresaría en el kap, la escuela donde se instruían los príncipes y notables. Allí comenzaría a forjar su futuro, a trazar alianzas que, como Neferhor bien sabía, duraban toda la vida y eran esenciales para conseguir un lugar preponderante dentro de los poderes de la Tierra Negra. La alta sociedad era un círculo muy cerrado, y el kap proporcionaba la llave para ingresar en él.
A Niut semejantes planes le parecían muy apropiados. No necesitaba mucho para imaginarse a su pequeño rodeado por los hijos del dios, y participando en sus juegos. Con seguridad que se relacionaría con las princesas, y cabía la posibilidad de que se casara con alguna de ellas. Sí, eso era posible. Entonces ella emparentaría con el mismísimo faraón.
Tal y como deseaba, Niut compró una esclava para que criara a su pequeño. Se trataba de una chiquilla de poco más de trece años que había sido madre de una niña hacía apenas seis meses. Madre e hija le costaron una fortuna, pero Niut no lo dudó y las adquirió casi sin regatear. La muchacha era esbelta y espigada, y procedía del lejano país de Kush. Su piel era suavemente oscura y sus rasgos algo salvajes pero elegantes, con un cuello alto y grácil y unos ojos negros como el khol. Mientras amamantaba a su pequeña, el cabello le caía sobre los hombros peinado en infinitas trenzas, que tan de moda estaban. Nadie conocía el nombre del padre de la criatura, y a Niut poco le importó semejante detalle. De haber sido núbil, aquella muchacha hubiera podido alcanzar un precio desorbitado, y no habría sido posible adquirirla. Además, la niña también le sería útil con el tiempo, por lo que se sentía muy satisfecha.
La muchacha nubia apenas despegó los labios durante el trayecto al que sería su nuevo hogar. La llamaban Sothis, como la estrella que anunciaba la crecida.