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La muerte de Tiyi trajo consigo oscuros nubarrones al país de las Dos Tierras. El horizonte se tiñó de negro y tenebrosas fuerzas se cernieron desde el norte, procedentes del mismísimo Amenti. Eran sombras de muerte, de desdicha y sufrimiento las que llamaban a las puertas de la Tierra Negra, y estas abarcaban hasta donde la vista alcanzaba, como si cubriera la tierra toda. No había nada que Kemet pudiera hacer.
El luto se extendió por Egipto como impulsado por el aliento de los genios infernales. De forma paulatina el mal se arrastró por el valle para cubrirlo con su ponzoña, sin que nadie pudiera evitarlo. Sekhmet corría desbocada para mostrar su cólera a aquel pueblo de impíos que había dado la espalda a los padres creadores. La enfermedad avanzaba lenta pero implacable entre el llanto y la desesperación, pues no había sunu capaz de expulsarla de las Dos Tierras.
Al parecer aquella peste se había iniciado en las lejanas islas del Egeo, y desde allí había extendido su mal por toda Siria hasta llegar al Jpaís de los faraones. Los puertos del norte habían supuesto el principal foco de entrada, y en Menfis la gente moría en medio de altas fiebres y grandes padecimientos. A no mucho tardar la epidemia alcanzó Akhetatón, donde se desarrolló con especial virulencia. La ciudad del Horizonte de Atón sucumbía a manos de la ira de Sekhmet para cobrarse las vidas de sus habitantes sin reparar en ninguna condición. Los paisanos se miraban entre impotentes y desconcertados, sin saber a qué atenerse. ¿Cómo podrían calmar la cólera de la diosa leona después de que los dioses hubieran estado proscritos durante tanto tiempo? ¿Quién se atrevería ahora a hacer ofrendas a Sekhmet?
Hasta Tebas llegaron aquellas terribles noticias envueltas en lamentos y malos presagios. La muerte se había cernido sobre la misma familia del dios, y su segunda hija, Meketatón, había fallecido con tan solo once años de edad. Decían que el dolor de sus reales padres había sido tan grande que el funeral se había visto acompañado por sus desgarradores sollozos, entre el pesar general de cuantos asistieron a él.
Meketatón fue enterrada en la tumba real de su padre, en tanto los ciudadanos se estremecían ante el mal que se cernía sobre ellos. Los dioses nos castigan por nuestros pecados, se decían algunos en secreto. Pero Akhenatón continuó fiel a su política más unido al Atón que nunca, en tanto Nefertiti lloraba amargamente.
En Karnak, Sothis escuchaba las malas nuevas en silencio, con la mirada perdida en las imágenes de un pasado no muy lejano.
—¡Oh nebet sapientísima! —exclamó Penw como acostumbraba una tarde que fue a visitarla—. Bes iluminó mi corazón cuando atendí a tus consejos. Todos te debemos la vida —señaló, al tiempo que hacía un ademán por besarle la mano. Pero la nubia la apartó al momento—. Aseguran, mi señora —continuó el hombrecillo—, que hay más princesas enfermas, y que en palacio caen como moscas; que no queda un solo pinche en la cocina con vida.
Sothis miró a Penw con su acostumbrada ternura, aunque bien supiera ella lo dado que este era a la exageración.
—Mi esposa y mi hija te deben la vida, y no hay día en el que no alaben tu nombre. ¡Cuánta razón tenías! ¡Quién hubiera podido suponerlo!
La nubia se limitó a asentir sin dejar de mirarlo.
—Debes comprender que nuestras entendederas no son capaces de dar explicación a un hecho semejante —se lamentó Penw, que se hallaba preso de la excitación—. Tu poder escapa a nuestra razón.
Ahora Sothis sonrió, ya que las representaciones teatrales que solía hacer el hombrecillo mientras hablaba le resultaban graciosas.
—Pero dime, oh reencarnación viviente de la gran maga Isis, ¿qué ocurrirá en el futuro? ¿Todavía corremos peligro? —inquirió con mirada astuta.
—El mal habitará en Akhetatón durante años. Allí encontrará su morada, pues ese lugar está maldito. El desierto terminará por devorarlo y nada crecerá. Donde hoy se levantan hermosos jardines mañana solo habrá olvido que HՔvaticinó la nubia con la mirada ausente.
—Bes bendito —murmuró Penw, atemorizado.
—Pero tú y tu familia no debéis temer nada —le tranquilizó ella, en tanto volvía a sonreírle—. Dentro de estos muros la enfermedad no encontrará cobijo.
Penw sacudió la cabeza como si se quitara un gran peso de encima, y acto seguido sacó unos panecillos del zurrón que llevaba y se los ofreció a la mujer.
—Toma, gran nebet. Están horneados hoy mismo. Rellenos con un poco de miel que he conseguido. Un manjar digno de ti que espero aceptes.
—Lo acepto —contestó Sothis, agradecida, ya que le gustaba mucho la miel.
El hombrecillo no pudo ocultar su satisfacción. Neferhor le había conseguido trabajo en la panadería del templo y Penw había dado muestras bien pronto de su pericia para hacerse cargo de un empleo como aquel. Controlaba hasta el último hekat de harina que había en los almacenes, y aunque el grano escaseaba se las arreglaba muy bien para sustraer algún que otro pan cuando era necesario, como había hecho durante toda su vida en las cocinas del faraón porque, eso sí, su familia nunca había pasado hambre.
—¡Gracias, gracias! —exclamó Penw—. Rezaré a Bes para que proteja a tu hijo y nazca sano.
—Será una niña —le contestó Sothis, en tanto volvía a sonreírle.
Sothis dio a luz una niña, como ella misma había predicho, para henchir de felicidad el corazón de su esposo y el de toda su casa. La vida había terminado por reservarle fortuna, y aquel regalo colmó todo lo que la nubia esperaba de ella. En una de las centenarias glorietas de nacimientos, Sothis trajo al mundo a su pequeña ante el estupor de las comadronas que porfiaron en atenderla, ya que la nubia se las bastó para parir ella sola, como siempre había hecho, aunque fuera ya una «vieja» de treinta años.
El padre de la criatura fue el encargado de elegir el nombre, como era costumbre cuando se tenía una niña, y la llamó Muthotep, algo que resultó lógico para la madre. Ya que Amón les había acogido como si fueran hijos pródigos, qué mejor nombre que el de su divina esposa Mut. De este modo ofrecían su hija al que fuera rey de los dioses como agradecimiento por su generosidad. ¿Cabía mayor prueba del poder del Oculto?, se decía una y otra vez Neferhor, arrepentido de los años en los que había dudado del dios de Karnak y su clero. «Hubo un tiempo en el que me sentí abandonado —se lamentaba—, y sin embargo ahora... solo tengo alabanzas para mi padre.»
Una mañana, un ilustre visitante se personó en Karnak de forma inesperada. Embozado para ocultar su identidad, el desconocido requirió la presencia de Wennefer, quien en los últimos tiempos se ocupaba del buen funcionamiento del templo, y también la de Neferhor, para tratar asuntos de la máxima importancia.
Wennefer supo disimular muy bien su sorpresa, aunque no Neferhor, por motivos que bien conocía.
—¡Paatenemheb! —exclamó el escriba, sorprendido de encontrarlo allí.
—Me alegro de verte de nuevo, después de todos estos años, noble escriba.
—El general nos hace un honor inesperado al visitarnos —intervino Wennefer con cortesía, pero sin ocultar el recelo que le causaba aquella visita.
—Es grato a mis ojos el que Ipet Sut vuelva a la vida —se apresuró a contestar el general—. Para un mer mes como yo, la guerra solo representa el fracaso de los que no se entienden. Siempre he sido un hombre piadoso de los dioses.
Wennefer esbozó una leve sonrisa al tiempo que cruzaba su mirada con la de Neferhor, que todavía parecía sorprendido.
—Sin embargo, he de deciros que hoy visito Karnak como general que soy al servicio del dios Ankheprura, vida, salud y protección le sean dadas. Es el faraón quien me envía a vosotros con este mensaje de amistad. Ankheprura se encuentra en su palacio de Tebas, complacido por mirar hacia Karnak, y desea que el muy noble Neferhor se presente ante él.
—¿El señor de las Dos Tierras me reclama? —inquirió el escriba sin ocultar su desconfianza.
—Como servidor suyo que siempre has sido. Su corazón se alegra al saber que te encuentras bien, como me ha ocurrido a mí. Mas es preciso que comprendáis lo delicado de la situación, y la discreción que el dios espera de todos nosotros. Nadie debe hablar de mi visita, ¿comprendéis?
—Perfectamente, noble Paatenemheb —se apresuró a decir Wennefer, que ocultaba su excitación sin ninguna dificultad.
—Eso esperaba yo también. Confío en vuestro tacto y buen juicio.
—Pero... ¿qué es lo que el dios desea de mí? —preguntó Neferhor, desconcertado.
Paatenemheb le miró divertido.
—Eso no me lo ha dicho. Pero, créeme, te hace un gran honor, y también a este templo.
Cuando Paatenemheb abandonó el santuario, Wennefer permaneció un buen rato en silencio, pensando en cuanto había escuchado. Con el tiempo todo tendía al natural equilibrio, y se congratuló por ello. El sacerdote no pudo evitar el esbozar una sonrisa para, seguidamente, mirar a Neferhor. Él era la llave que abriría los caminos, como ya había sido augurado hacía muchos años.