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Shemu, la estación de la cosecha, saludaba jubilosa a la Tierra Negra. Se encontraba en pleno apogeo y el día era tan luminoso que parecía que Ra se hubiera decidido a tumbarse un rato sobre su amado Kemet para descansar entre sus palmerales. Los campos lucían magníficos, suavemente arropados por aquella luz que el padre de los dioses les regalaba desde hacía milenios, y a la que ya nunca podrían renunciar. La cosecha estaba lista para ser recogida y los campesinos se aprestaban a liberar la tierra de aquellas espigas cuyos granos parecían a punto de reventar. A lo largo de todo el valle del Nilo se elevaban las alabanzas de sus gentes, que daban loas a los dioses por tan magnífica cosecha. ¿Acaso no eran el pueblo elegido?, se decían jubilosos. ¿Acaso no habían sido los dioses quienes les mostraran cuál era el camino hacia la civilización?
Justo era reconocer que todo aquello parecía un milagro, obra de quien solo puede estar por encima de los hombres. Aquel angosto valle, estrangulado por implacables desiertos, se abría a la vida al compás de las aguas sagradas que lo atravesaban. Ellas se apiadaban de su sed y lo empapaban con su bendición para hacerlo feraz como pocos.
En Ipu, aquella suerte de milagro resultaba aún más manifiesto, por razones que solo a los dioses competían. Algunos decían que era debido a que Min, el dios de la abundancia y la fertilidad, habitaba en el lugar, y por ello sentía predilección por aquellas tierras. Otros, sin embargo, aseguraban que era a Renenutet, su sagrada esposa divina, a quien había que agradecer tanta magnanimidad, pues no en vano era conocida como la Señora de las Cosechas.
Para Neferhor, tales cuestiones tenían poca importancia. Los doce seshat de tierra que poseían se encontraban repletos de trigo, y aquella estación se recogerían de sobra los frutos de todo un año de trabajo. Esto significaba que durante el siguiente año no pasarían necesidades, e incluso pudiera ser que tuvieran excedentes. Él ya había calculado el volumen de su cosecha, y ahora que los escribas del catastro adscritos a los dominios de Amón habían llegado para determinar el grano que se recolectaría, se encontraba en un estado de excitación difícil de imaginar.
Bajo la sombra de un frondoso sicómoro, los escribas garabateaban sus cifras sobre los papiros a una velocidad que asombraba a Neferhor. Aquello era verdadera magia, se decía el chiquillo, y no la que pregonaban los hekas. Con los ojos muy abiertos observaba a los funcionarios tomar sus notas con gravedad mientras sus ayudantes los abanicaban. Aquel sí era un oficio digno, pensaba el niño. El más digno de cuantos pudiera realizar el hombre, pues en su opinión el dios Thot en persona guiaba aquellos cálamos por los pergaminos para plasmar su sabiduría.
Los escribas conocían ya a aquel chiquillo de mente despierta con el que, en ocasiones, condescendían a hacer ejercicios mentales. A veces se sorprendían de la perspicacia que les demostraba y hacían no pocas bromas sobre él, en particular con el nombre por el que era conocido, Neferhor, sobre todo porque había sido gente sin ningún conocimiento la que así le había bautizado. Mas sentían simpatía por el pequeño, y pensaban que era una lástima que tuviera que dedicarse toda su vida a la dura tarea de labrar los campos; pero así lo había decidido Shai, el dios del destino, y contra esto poco se podía hacer.
Antes de que comenzara la siega, como de costumbre, los escribas determinaban el volumen de grano que se recogería a fin de evitar posteriores irregularidades; la exactitud de sus cálculos era pasmosa, ya que apenas se equivocaban en algunas gavillas.
—Acércate, Neferhor, y dinos cuántos khar de cereales recogeremos aquí este año —le invitó a decir uno de los escribas.
El niño apenas tardó en responder.
—Esta finca tiene un área de doce seshat de la mejor tierra. Cada seshat produce unos cinco khar de trigo, aunque una tierra como esta puede proporcionar el doble, así que yo creo que recolectaremos ciento veinte khar de cereal este año.
—¿Y cuántos sacos son esos? —quiso saber otro.
El niño caviló durante unos instantes.
—Bueno, cada saco contiene un khar, así que es fácil; llenaremos ciento veinte sacos de trigo.
—¿Y cuál será entonces nuestro beneficio?
El niño había hecho aquel cálculo tantas veces que contestó al instante.
—Al Templo le pertenece la tercera parte de la cosecha de la tierra arrendada, por lo que le corresponderán cuarenta khar de trigo.
Los escribas rieron divertidos.
—Tienes bien ganado tu nombre, Neferhor —dijo uno de ellos—. El «bello Horus» nada menos viene en persona a ayudarnos en nuestro trabajo; algo que agradecemos.
El comentario levantó nuevas carcajadas.
—Bueno, bello tampoco es que seas mucho —apuntó otro—. No creo que Horus tuviera unas orejas como las tuyas.
Los escribas volvieron a reír, y el pequeño se llevó inconscientemente las manos a las orejas, pues eran generosas y las tenía de soplillo.
—Dejémonos de chanzas —intervino el que parecía llevar la voz cantante—, que tampoco es cosa de burlarse del pequeño. Hay que reconocer que ha hecho los cálculos correctos sin escribir ni una línea. Acércate —le invitó con un gesto—. Mira, estas son las cifras que tú has averiguado.
Neferhor observó con atención aquellos símbolos incomprensibles para él, y en ese momento sintió unos deseos irrefrenables de aprender a descifrarlos. El escriba lo miró un instante a la vez que adivinaba lo que pensaba.
—No desesperes —le dijo en tanto le frotaba el cabello—. El destino de cada cual está determinado por la diosa Mesjenet, junto a su ka, ya en el vientre materno, pero no olvides que Renenutet puede variarlo durante nuestra vida y Shai también.
En ese momento Kai se aproximó hacia el grupo para mostrar la mejor de las sonrisas que su boca desdentada podía ofrecer. Sin embargo, al ver a su hijo disimuló su disgusto ya que no le gustaba que se mezclara con los funcionarios. En su opinión estos eran demasiado puntillosos, y no había amistad que valiera con ellos. Además, podían ser causa de desgracias ya que eran implacables a la hora de aplicar los castigos, como bien sabía él.
—Mañana vendrá el sehedy sesh, el e K
El comentario levantó las sonrisas maliciosas de los escribas, ya que el sehedy sesh era famoso por su severidad.
Kai se abstuvo de responder. Conocía de sobra cómo se las gastaba el escriba inspector y al pensar en él no pudo evitar sentir un estremecimiento.
—Huelga decirte que debéis tener todo listo. Los segadores están a punto de llegar y no podéis demorar vuestro trabajo. Dentro de pocas semanas se anunciará la crecida.
Kai volvió a mostrarles sus encías en una mueca con la que se daba por enterado.
—Espero que hayas entendido cuanto te acabo de decir, y que todo esté a satisfacción del muy alto Pepynakht.