8

Un murmullo de inquietud saturó el ambiente, y el viento se encargó de extenderlo hasta transformarlo en zozobra. No hay nada capaz de propagarse con mayor rapidez. Una suerte de plaga contra la que no existe remedio.

Cuando Neferhor se enteró de lo ocurrido acudió a palacio tan rápido como pudo. En sus pasillos los dignatarios formaban corrillos en los que hablaban en voz baja, y sus miradas huidizas apenas le saludaron cuando le vieron pasar. En una de las salas se encontró a Maya, el supervisor del Tesoro, que parecía muy afectado.

—Ha ocurrido algo terrible, noble Neferhor —se lamentó en cuanto le vio—. El infortunio anida en esta casa, no hay duda.

El escriba no ocultó su ansiedad, ya que no conocía los detalles. Maya le miró sin ocultar la emoción.

—El dios se ha caído del carro cuando cazaba cerca de Guiza. Un accidente terrible, pues al parecer iba a gran velocidad.

—¿Y cómo se encuentra el faraón? —preguntó Neferhor con ansiedad, pues se temía lo peor.

—Una de sus piernas se rompió de mala manera. Yo no le he visto, pero el Divino Padre me ha dicho que el fémur sobresalía por encima de la rodilla. Trajeron al dios desde Guiza en medio de grandes dolores, y los médicos han tenido que darle amapola tebana para que se tranquilizaƀoEra —señaló Maya, abrumado.

Neferhor se quedó lívido, y enseguida se hizo una idea de la gravedad del caso.

—Muchos advertían que algo así podía ocurrir —suspiró Maya—. En las condiciones en que tenía el pie, era una temeridad galopar como lo hacía el faraón. En los últimos días no podía mantenerse erguido sin su bastón, y el pie izquierdo aparentaba ser más largo que el derecho.

El escriba bajó la cabeza, ya que hacía mucho que él mismo había vaticinado un accidente como aquel.

—Pero ¿quién podía oponerse a que el dios cometiera semejante temeridad? Me resisto a pensar en las consecuencias —continuó Maya.

Neferhor miró al supervisor del Tesoro; a él también se le velaron los ojos, pues se acordaba de su difunto hijo Antef. Hubo que esperar a que Ay saliera de las dependencias privadas del rey para enterarse de la magnitud de la desgracia. El Divino Padre les miraba sin poder ocultar su tristeza, y les habló con la voz quebrada.

—Los sunu se temen lo peor. Han intentado reducir la fractura, pero la herida es muy mala. Hacen lo que pueden, y los heka han ido al templo de Sekhmet a implorar su ayuda. Rezad por el dios.

Esa misma tarde, Neferhor escribió a Horemheb para informarle de las malas noticias. Cuando el mensajero partió, el escriba se quedó un rato pensativo. Los acontecimientos tomaban un curso inesperado, y en Kemet el que más o el que menos sacaba sus propias conclusiones. El clima de velada inquietud que el sehedy sesh tan bien conocía se presentaba de nuevo, como ya ocurriera antaño, y muchos se preguntaban si en verdad la Tierra Negra no se hallaba maldita. La herejía había traído consigo a los demonios, y estos no se marcharían hasta que el último vestigio del apóstata desapareciera de Egipto.

El escenario cambiaba como por ensalmo. Nadie parecía dar ninguna oportunidad al joven faraón, que correría la suerte que los dioses hubieran determinado para él. Así eran las cosas, y solo cabía prepararse.

A los pocos días del accidente, Tutankhamón entró en una especie de delirio. Sufría una fiebre muy alta, y los sunu se veían incapaces de controlar la infección de la terrible herida de la pierna. Las convulsiones que el dios sufriera con anterioridad aparecieron de nuevo, y el pesimismo se apoderó de palacio y de todos los corazones que amaban al faraón. Ankhesenamón apenas se separaba de su lado, y Ay pasaba gran parte del tiempo junto al soberano, que había terminado por entrar en un estado de inconsciencia del que apenas salía.

Neferhor recibió un escueto mensaje de Horemheb, por el que se daba por enterado, eso fue todo; mientras, Kemet se encaminaba otra vez hacia las sombras.

Una fría mañana de meshir, segundo mes de Peret, finales de diciembre, la tragedia se consumó. No supˀh]uso ninguna sorpresa para nadie, aunque cuando un faraón partía Egipto perdía su nexo de unión con los dioses, y el pueblo se creía vulnerable. Toda suerte de desgracias podían suceder hasta que el nuevo rey se sentara en el trono, y por ello los llantos y el luto cubrieron la Tierra Negra al saber que el joven Tutankhamón había muerto.

—El halcón ha volado —le dijo Maya a Neferhor cuando le dio la noticia.

Al parecer había fallecido empapado por un sudor que cubría la piel con una pátina macilenta, como de muerto en vida. Anubis se lo llevaba para rendir cuentas ante Osiris, como si fuera un paisano más, y como de costumbre el juicio siempre esperaba al final del camino, daba igual que se tratara de un faraón o de un pobre meret.

Neferhor se apresuró a escribir a Horemheb. Durante los días que Tutankhamón había permanecido inconsciente, Ay se había movido con cautela, y en medio del secretismo que envolvía cada paso que daba el Divino Padre, el escriba se temía lo peor. Esta vez sus palabras estaban llenas de incertidumbre y preocupación. El dios había muerto, y el general debía regresar de inmediato para hacer valer sus derechos al trono de las Dos Tierras. Se hallaba en juego nada menos que la doble corona, y si Horemheb no volvía antes de que se celebraran los funerales, otro se apoderaría de ella. El destino de Egipto era más incierto que nunca, y el escriba no dudaba de que los chacales que durante años habían estado esperando su oportunidad se lanzarían a su conquista como carroñeros. El triunfo siempre era para los audaces, y Horemheb perdería sus opciones si no llegaba a tiempo.

Sin embargo, como en la anterior ocasión, el general se limitó a darse por enterado y contestar con una misiva que desconcertó al escriba.

Mi presencia en Retenu se hace necesaria. Permaneceré al frente de mis tropas hasta asegurar nuestras actuales fronteras. Espero poder regresar antes del verano para rendir pleitesía al nuevo dios.

Horemheb

Neferhor se quedó sin palabras. Después de todos aquellos años el escriba trataba de entender las razones que impulsaban al general a tomar una postura semejante. No le cupo duda de que debía de tenerlas, pero no acertaba a adivinarlas. Shai le ofrecía el reino de Egipto en aquella hora, y Horemheb lo desdeñaba de manera sorprendente; el general prefería quitarse de en medio como si no le interesara en absoluto el poder de la Tierra Negra. Ese era el mensaje que enviaba a la corte, y los dignatarios se miraron asombrados ante el desinterés que mostraba el hombre más poderoso de Kemet.

Sin embargo, otros no desaprovecharon una oportunidad como aquella, y el Divino Padre hizo valer sus derechos al trono como único miembro con vida de la antigua familia real. Ay se movió con rapidez, en tanto su sobrino nieto permanecía en coma, para asegurarse el poder de forma definitiva. Se hizo nombrar Hijo del Rey, de manera que no hubiera dudas acerca de la importancia que su corregencia en la sombra había tenido durante los últimos tiempos. Se entrevistó con los sacerdotes de Karnak, que incluso consintieron en que Ay inscribiera su nombre junto al de Tutankhamón en algunos alquitrabes del templo para formalizar su control del país. El Divino Padre habˀƀía obtenido el poder antes de que su antecesor muriese. Amón le daba su beneplácito, y a cambio Ay prometió abandonar por completo Akhetatón, como si nunca hubiera existido. Él era el heredero por ley, y nadie se atrevió a disputar el poder al antiguo maestro de Caballería.

Ay ofició los funerales de Tutankhamón, y de esta forma se convirtió en legítimo sucesor del fallecido faraón. Él sería el nuevo señor de las Dos Tierras, a pesar de que ya fuera un anciano.

Durante los setenta días que duró la preparación del cuerpo del difunto rey, antes de que este fuera depositado en su tumba, Egipto vivió una gran actividad. Era necesario tener todo a punto para el sepelio; los sarcófagos, ajuares, capillas..., y sobre todo el sepulcro. Este fue el mayor problema, ya que la tumba que inicialmente había ordenado construirse Tutankhamón se encontraba lejos de estar terminada. Maya, como canciller de la necrópolis real, se encargó de preparar en aquel breve período de tiempo un sencillo hipogeo que pudiera acoger los restos reales. Un pequeño túmulo con tan solo cuatro cámaras situado en el Valle de los Reyes fue dispuesto para salir del paso. Ese sería el lugar elegido para el eterno descanso del joven faraón; un discreto enterramiento para un niño que había tenido que gobernar durante un tiempo de convulsiones políticas como no se había conocido. Maya y su ayudante Tutmosis adecentaron lo mejor que pudieron la cripta, y la llenaron con todos los enseres personales de Tutankhamón; sus cosas más queridas. Recuerdos de sus padres, e incluso de su abuela, fueron colocados con cuidado junto a sus arcos, carros y bastones, que necesitaría para poder caminar en la otra vida. Nada fue omitido, pues hasta se depositaron semillas de diversas hierbas por si el faraón las precisaba para bajar su fiebre. El mismo Maya, en compañía de Nakhmin, fue elegido para dejar ushebtis en la tumba antes de que se sellara para siempre. Al fin Ay se había convertido en faraón, y para gobernar Kemet eligió el nombre de Kheperkheprura, «perpetuas son las manifestaciones de Ra», lo cual no extrañó a nadie.

Neferhor asistió a las ceremonias con el corazón aún compungido por la irreparable pérdida, y también confuso por cuanto había ocurrido. Junto a él, su hijo lloró amargamente la pérdida de su amigo, el faraón niño, con quien había compartido sus juegos desde la infancia. Sus peores presagios se habían cumplido, pues Nebmaat sabía que el fatal accidente había rondado a Tut en demasiadas ocasiones. La vida había reservado al monarca un reinado ilusorio en un escenario de hienas. Sin embargo, él nunca le olvidaría, y siempre guardaría en su corazón aquella sonrisa franca y el coraje de un muchacho que quiso ser dios.

Al final Ay se había alzado en el trono, después de permanecer en la sombra durante toda su vida. Al escriba aquel detalle se le antojaba otra broma del destino, y una prueba más de hasta dónde podía llegar la ambición humana. El Divino Padre había enseñado a todos lo que la habilidad y los pasos bien medidos podían proporcionarle, y al enterarse de su visita a Karnak no dio crédito a lo que allí aconteció. Un personaje como Ay, que había estado detrás del antiguo régimen y sus persecuciones, así como de la traición de la bella Nefertiti, terminaba por conseguir las bendiciones de Karnak para gobernar Egipto. Ay, un anciano que, Neferhor estaba convencido, mantenía en su fuero interno la fe en el Atón, era dios de Kemet entre las alabanzas generales. De nuevo el Oculto volvía a sorprenderle con sus decisiones, a la vez que llenaba su corazón de confusos pensamˀientos.

Para Wennefer, las cosas eran distintas. La sabiduría del padre Amón iba más allá de la comprensión humana y él se regocijaba por ello.

Los hechos se habían precipitado de forma inesperada y había que extraer las conclusiones correctas. Los faraones iban y venían, pero solo Amón permanecía incólume. Su clero se recuperaba poco a poco de los tiempos oscuros y también sus posesiones, que empezaban a producir los primeros rendimientos. Era preciso continuar por aquel camino, pues el recuerdo de la fatal herejía se hallaba aún próximo, y también el de los que la hicieron posible.

El Oculto conocía bien a Ay, como conocía al resto de los corazones. Para él no había secretos, y si sonreía al Divino Padre en esta ocasión era porque convenía a sus intereses.

Ay era un hombre anciano cuya función no había acabado aún. Amón lo necesitaba antes de poder mostrarse, por fin, en toda su gloria.

Desde Karnak se enviaron mensajeros. Ahora más que nunca los impulsos debían permanecer adormecidos. Las razones solo a Amón pertenecían, y había que cumplirlas, aunque resultaran difíciles de entender.

Para Ankhesenamón su vida terminó con la de su amado Tutankhamón. En cierto modo sus destinos habían corrido parejos, entre convulsiones políticas, intrigas y recuerdos de los felices tiempos vividos en Akhetatón. De repente, todo se había disipado hasta hacerle pensar que en verdad había formado parte de un sueño. Una quimera de la que Ankhesenamón despertaba, perdida en cuanto la rodeaba, horrorizada al entrever cuál era el futuro que le esperaba.

La Gran Esposa Real iba a conservar su título, pues tomaría por esposo al nuevo faraón, Ay, que era su propio abuelo. Era lo lógico, ya que de este modo Ay ratificaba sus derechos al trono al casarse con una mujer de linaje real. Ankhesenamón tenía sangre de dioses en sus venas, y de este modo otorgaría al anciano la divinidad.

Para aquella joven de veinticinco años la vida dejó de tener sentido, y a partir de aquel funesto momento entró en un estado de desolación del que nunca podría salir. El viejo Ay era su marido, pero ella jamás podría darle un hijo.

El nuevo dios ni tan siquiera consideró aquella opción. Él había estado felizmente casado con la dama Ty durante más de cincuenta años, y ambos habían sido muy dichosos. Ay ya tenía un hijo en el que depositar sus ambiciones, y una hija por la que sentía debilidad.

Nakhmin era general de los Ejércitos del Sur, y su Divino Padre reforzó su figura ante los militares para declararle oficialmente su heredero.

Tal y como había prometido, Ay ordenó el cierre de las pocas oficinas que quedaban en Akhetatón y el traslado de los medjays que aún las custodiaban. Era el fin del Horizonte de Atón, y el saqueo de tumbas que empezó a producirse le animó a transportar los restos de algunos miembros de su familia a un lugar más seguro. Como supervisor de la Necrópolis, Maya se encargó de la empresa, y de este modo Akhenatón y su madre,ˀ,Z la reina Tiyi, fueron enterrados de nuevo en una pequeña tumba en el Valle de los Reyes, próxima a la de Tutankhamón, donde podrían ser mejor vigilados. El olvido se cernía ya de forma inexorable sobre la vieja capital. Era el precio que Ay estaba dispuesto a pagar por convertirse en dios.

El nuevo faraón mantuvo a la mayoría de los cargos anteriores. Ay estaba decidido a que el suyo fuera un reinado sin sobresaltos, incluso mantuvo unas aceptables relaciones con Horemheb, quien durante casi todo el gobierno del viejo rey permaneció en Menfis, junto a las tropas de los acuartelamientos del norte.

Egipto se sumió en una calma que resultaba engañosa, y que no obstante sirvió para que la restauración iniciada por Tutankhamón se viera casi completada. Muchos de los seguidores recalcitrantes del Atón ya habían muerto, y los que quedaban se habían amoldado a los tiempos, dispuestos a conservar las prebendas que poseían, como había hecho el propio faraón.

La figura de Nakhmin se hizo cada vez más señera, y aunque no cumpliese ninguna función como corregente, a nadie se le escapaba que su padre lo estaba preparando para sucederle. Su hermana, Mutnodjemet, cobró relevancia en la corte, donde se paseaba como una verdadera sat nisut, Hija del Rey, aunque ya no lo hiciera en compañía de sus enanas, que habían pasado a mejor vida. Era una dama que levantaba miradas concupiscentes allá donde iba, y a todos continuaba extrañando que nunca se hubiese casado, lo cual levantaba no pocos chismes en la corte. Próxima a la cuarentena, Mutnodjemet era una mujer mayor para la época que, no obstante, se mostraba en lo mejor de la madurez. Las señoras de la corte se hacían lenguas al respecto, y muchas aseguraban que la princesa debía de tener tratos ocultos con hechiceras, pues no era posible conservarse tan lozana.

Con su padre como señor de las Dos Tierras, Mutnodjemet oficiaba como hija del dios allí donde se encontrara. Aquel era su momento, y aunque no poseyera la belleza de su hermana, la inolvidable Nefertiti, tenía unas formas que para sí las hubiera deseado la difunta. Ahora la corte le pertenecía, y no había banquete o fiesta que se preciara a la que no estuviese invitada. Sin duda la princesa estaba decidida a ir con los tiempos, y no tuvo ningún inconveniente en ser nombrada cantora de Amón, como correspondía a las antiguas damas reales que se preciaran. Ella había utilizado a los hombres a su conveniencia, y siempre había pensado que la vida era un regalo que no debía desaprovechar. El destino le había dado el privilegio de disfrutarla, y su carácter autoritario y caprichoso había hecho todo lo demás. Con su padre como faraón, la sangre divina de este corría por sus venas, y la princesa se encargaba de recordárselo a todo aquel que se cruzara en su camino.

Al poco tiempo de reinar Ay, su joven esposa y nieta, Ankhesenamón, murió inesperadamente. Unos argumentaban que había fallecido a causa de un extraño mal, y otros que por melancolía. A la reina no le quedaba nada por hacer en el mundo de los vivos, más que añorar un pasado al que ella misma ansiaba regresar cuanto antes. Librarse de los lazos que le habían impuesto desde su propia familia se convirtió en su máximo anhelo, y Anubis se apiadó de ella para llevársela en silencio en busca del amor de su vida. Para alguien como ella, el pesaje de su alma se convertía en un mero trámite. Más allá, en los Campos del Ialú, el joven Tutankhamón la aguardaba junto a su carro para llevarla a cazar, como tantas veces hiciera en vidˀnta. Ya no se separarían jamás, y grabadas en su trono de oro quedarían sus imágenes, y el amor que se profesaron, quizá para que algún día los tiempos dieran fe de ello. Ankhesenamón por fin volvería a ser feliz.

Para Neferhor, los años de reinado de Ay supusieron un período de tranquilidad como no había conocido. Los archivos de Akhetatón se habían cerrado definitivamente, y toda la actividad de la Casa de la Correspondencia del Faraón se hallaba centralizada en Menfis, igual que ocurriera antaño. Los conflictos y desavenencias con los reinos del norte de Siria continuaban, como de costumbre, y Nakhmin, el general preferido del faraón, había pasado a ocuparse de las tropas acantonadas en Retenu, así como de salvaguardar unas fronteras que eran atacadas sistemáticamente. Los hititas no olvidarían nunca la muerte del príncipe Zannanza, y Suppiluliuma instigaba a sus hombres, una y otra vez, para que penetraran en tierras de Retenu y cometiesen pillaje. Las frecuentes derrotas del ejército egipcio a manos de sus enemigos llegaron a crear un cierto grado de desmoralización, y también de malestar entre los mandos militares. Kemet parecía batirse en retirada de su maltrecho imperio, y la labor de los embajadores se hizo más delicada que nunca.

Zalmash miraba con resignación a su superior. La maquinaria bélica del Hatti resultaba imparable para Kemet, y veía difícil que este pudiera mantener su menoscabada influencia durante mucho tiempo.

Neferhor observaba cómo los hititas aumentaban su poder en la región, al tiempo que consolidaban el reino de Amurru como un estado vasallo que cumplía las funciones de tapón para cualquier intento de invasión de su país por parte egipcia.

Horemheb escuchaba sus razones con atención, pero se abstenía de realizar ningún juicio. Su esposa Amenia había fallecido, y el general parecía sumido en una especie de postración desconocida para su amigo.

—Solo me ocupo de su recuerdo —se lamentó Horemheb—. Ella ha sido la única mujer para mí.

—Me hago cargo —respondió Neferhor, que no sabía cómo consolarle.

—En fin. Los dioses nos dan y también nos arrebatan. Cuando vienen por nosotros lo hacen contra aquello que más queremos.

El escriba asintió, y como siempre que hablaba de aquellos temas se acordó de su difunto hijo.

—Ahora me ocupo de mi tumba de Saqqara, ¿sabes? —continuó el general—. Ya está terminada, y es hermosa y muy apropiada para pasar en ella la eternidad que aguarda a mi alma. Mi esposa me acompañará, y así podremos continuar juntos.

—Yo también poseo una tumba en la necrópolis. El gran Nebmaatra me permitió construirla hace muchos años. Es agradable a mis ojos, y en ella reposa mi hijo Antef —apuntó el escriba.

—A eso nos veremos reducidos tarde o temprano. Un buen lugar de descanso es todo cuanto deberíamos anhelar.

Neferhor asintió en silencio. El general se hallaba en verdad pesimista, y el escriba prefirió no abrumarle con las malas noticiˀ[as de Siria. Sin embargo, Horemheb, perspicaz como de costumbre, adivinó sus pensamientos.

—Se trata de una guerra que no podemos librar —dijo de repente—. Es preferible mantener el tipo con algún que otro alarde inocuo y esperar a mejores tiempos.

—Como tú bien vaticinaste, los dioses no parecen dispuestos a darnos su favor en este particular.

Horemheb hizo un gesto de impotencia.

—Continúan reacios a regresar a su tierra —señaló—. A ellos no se les puede engañar.

—Temo por ello, amigo mío. Muchos hubiéramos deseado verte en el lugar que te corresponde.

El general miró al escriba un instante.

—Ese es el que ocupo en la actualidad, aunque tú no lo creas. Junto a mis hombres soy feliz. Deseo apartarme de todo lo que pueda recordar al gran hereje.

Neferhor no pudo disimular un gesto de sorpresa, puesto que Akhenatón había nombrado general a aquel hombre.

—Sí, ya sé lo que piensas —se apresuró a decir Horemheb—. Yo serví con lealtad a Neferkheprura-Waenra, aunque luego se cambiara el nombre. Para mí su ideal murió con él; luego no tuvo razón de ser. Las ambiciones surgidas alrededor de su revolución hace tiempo que debieron desaparecer; no han traído más que miseria a esta tierra.

—Pero Ay les dará continuidad en la persona de su hijo. Nakhmin se pasea como si se tratara de un verdadero corregente. El anciano faraón está achacoso y todo apunta a que podría convertirse en el próximo Horus viviente.

Horemheb le miró con malicia.

—No conviene apresurarse, querido escriba. No olvides que Horus es mi patrono.

Para Neferhor, su familia era todo cuanto le quedaba después de una vida salpicada de caminos sinuosos. En este aspecto Shai lo había favorecido, y él se sentía dichoso de haber conseguido un tesoro como aquel. Sus hijos habían cumplido cualquier expectativa que pudiera albergar. Nebmaat trabajaba como escriba judicial en uno de los tribunales de Menfis, y Muthotep había ingresado en la Casa de la Vida de Ptah para convertirse en sunu. Según ella, la medicina era la única ciencia en la que se podía dar cabida a la sabiduría de los hombres y a la de los dioses. La joven ansiaba el conocimiento por encima de todo, y Neferhor se sentía orgulloso por ello, pues le recordaba a él mismo en su juventud. La magia que poseía su hija la ayudaría a convertirse en una reputada médico, ya que Muthotep parecía haber heredado todas las virtudes de su madre.

Sothis... Su esposa continuaba encendiendo la pasión del escriba después de treinta años juntos. Por las noches ambos se amaban envueltos en el misterio que la nubia llevaba consigo como si se tratase de una segunda piel. El tiempo no parecía pasar para su amada, y cuando él desfallecía entre sus piernas agotadoˀsi por el frenesí, ella le sonreía para dar paz a su ka y hacerle ver lo que en verdad importaba en la vida. Su amor era un bastión tan grande, que ni todos los ejércitos de la tierra podrían mancillarlo.

—Pronto nuestros hijos partirán para seguir su camino —le susurró Sothis una noche tras hacer el amor—. Así debe ser.

Neferhor se movió inquieto, pues aquella idea no le gustaba en absoluto.

—Estaremos solos —susurró él.

—No, estaremos juntos.

El escriba se incorporó ligeramente, pues siempre se sorprendía por los juicios de su esposa.

—Tienes razón, como siempre. Volveremos a sentirnos como los amantes que se encuentran en la soledad de la noche.

—Será toda para nosotros. No olvides que nuestros kas son solo uno. Viviremos con plenitud lo que la vida nos tenga reservado.

—La vida... Qué gran misterio.

—Somos hijos de él, y eso es cuanto debemos aceptar. Cuando ya no estemos aquí formaremos parte de otro mucho más profundo.

—Ya sé que no crees demasiado en nuestros dioses; pero no me importa. Siempre has vivido rodeada por un velo de hermetismo que nadie puede penetrar. Cualquiera que sea el dios al que te encomiendes, es tan poderoso como todos los que se adoran en Kemet.

Sothis rio con suavidad.

—Soy solo una parte del todo que nos da la vida. De niña fui consagrada a la Gran Madre y siempre me he atenido a sus leyes.

—Desde el primer día te tuve por una especie de sacerdotisa de Geb.

Sothis volvió a reír.

—Eres incorregible. Escucha; más allá de los dioses existe un gran enigma del que todos formamos parte, como tantas veces te he dicho. No podemos comprenderlo porque nos es imposible descifrar su significado. Este resulta mil veces más hermético que los textos secretos que tanto te gustan, por eso tratamos de acomodarlo a nuestra ignorancia y buscar respuestas que nos convengan.

—Hablas de los dioses como si se trataran de seres insignificantes.

—Ja, ja... El más sabio de todos ellos bebió de las fuentes de las que te hablo.

—Desde luego que estoy casado con una heka —murmuró Neferhor mientras se apretaba más contra ella—, aunque lo haya sabido desde el primer momento.

—Soy una hechicera llegada del lejano sur. La tierra de laˀ magia oscura, ¿verdad?

—Que me enardece con el olor de su piel y el tacto de sus manos. Me rendí a tu poder desde el principio; nunca hice nada más acertado.

Ella le sonrió y comenzó a acariciarlo con suavidad, y al poco sintió su miembro de nuevo enhiesto.

—Dentro de poco volverán a desatarse las iras para que todo resulte completo —le susurró la nubia.

—¿Qué quieres decir? —murmuró él sin comprender, pues se encontraba encendido—. En ocasiones tus palabras me resultan indescifrables.

—No importa, mi amor, ahora solo quiero que me tomes de nuevo.

El secreto del Nilo
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
cita.xhtml
libro_primero.xhtml
senor_cosechas.xhtml
1.xhtml
2.xhtml
3.xhtml
4.xhtml
5.xhtml
6.xhtml
7.xhtml
8.xhtml
9.xhtml
10.xhtml
11.xhtml
12.xhtml
ciudad_santa_Amon.xhtml
13.xhtml
14.xhtml
15.xhtml
16.xhtml
17.xhtml
18.xhtml
19.xhtml
poder_gloria.xhtml
20.xhtml
21.xhtml
22.xhtml
23.xhtml
24.xhtml
25.xhtml
26.xhtml
27.xhtml
28.xhtml
29.xhtml
30.xhtml
31.xhtml
32.xhtml
33.xhtml
34.xhtml
35.xhtml
camino_Maat.xhtml
36.xhtml
37.xhtml
38.xhtml
39.xhtml
40.xhtml
41.xhtml
42.xhtml
43.xhtml
44.xhtml
45.xhtml
46.xhtml
47.xhtml
48.xhtml
49.xhtml
50.xhtml
51.xhtml
52.xhtml
53.xhtml
54.xhtml
55.xhtml
56.xhtml
57.xhtml
58.xhtml
libro_segundo.xhtml
residencia_dorada.xhtml
59.xhtml
60.xhtml
61.xhtml
62.xhtml
63.xhtml
64.xhtml
65.xhtml
66.xhtml
67.xhtml
68.xhtml
reino_proscritos.xhtml
69.xhtml
70.xhtml
71.xhtml
72.xhtml
73.xhtml
74.xhtml
75.xhtml
76.xhtml
77.xhtml
78.xhtml
79.xhtml
80.xhtml
81.xhtml
82.xhtml
83.xhtml
84.xhtml
85.xhtml
llanto_de_los_dioses.xhtml
86.xhtml
87.xhtml
88.xhtml
89.xhtml
90.xhtml
91.xhtml
92.xhtml
93.xhtml
94.xhtml
95.xhtml
96.xhtml
97.xhtml
98.xhtml
99.xhtml
venganza_de_Amon.xhtml
100.xhtml
101.xhtml
102.xhtml
103.xhtml
104.xhtml
105.xhtml
106.xhtml
107.xhtml
108.xhtml
109.xhtml
110.xhtml
111.xhtml
112.xhtml
113.xhtml
114.xhtml
anexos.xhtml
personajes.xhtml
terminologia.xhtml
mapa1.xhtml
mapa2.xhtml
mapa3.xhtml
mapa4.xhtml
mapa5.xhtml
bibliografia.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml