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Egipto abrió sus puertas a un nuevo dios, y los peores presagios tomaron cuerpo para que todos supiesen que un faraón llegaba a Kemet dispuesto a cambiar su milenaria historia. El pasado no importaba, pues había sucumbido al poder de la ambición en todas sus formas. Una nueva visión de lo humano y lo divino aguardaba, agazapada, el momento en el que la historia le tendiera la mano para hacerse por fin corpórea, y sacudiera los cimientos de la más grande civilización que conocieran los tiempos. Habría un antes y un después de aquel momento para la Tierra Negra, aunque muchos prefirieran ignorarlo.
Cuando el príncipe Amenhotep se unió a su divino padre en el gobierno de las Dos Tierras, apenas contaba con veintiún años. El joven había accedido al trono después de que el primogénito, Tutmosis, hubiera fallecido de forma inesperada poco antes de que Nebmaatra celebrara su primer jubileo. El nuevo heredero siempre se había mostrado como un joven introvertido, alejado de los círculos del poder, al que le interesaban sobremanera los antiquísimos ritos solares llevados a cabo por los sacerdotes de Heliópolis, de cuyo clero fue nombrado primer profeta. Estudioso de los textos antiguos, Amenhotep sentía predilección por los tiempos en los que se levantaron en Egipto las grandes pirámides. Una época sin parangón en la que la esencia de la cultura de Kemet se mantuvo pura en todas sus formas, y durante la cual los dioses gobernaron con mano de hierro, alejados de los mortales como correspondía a su auténtica naturaleza.
Aquel misticismo desarrollado en el interior de los templos había impreso en él un carácter ciertamente reservado que había terminado por forjar una personalidad difícil, que no dejaba de proclamar el profundo abismo que le separaba del resto de los hombres. Amenhotep poseía una inteligencia brillante, pero también una arrogancia que superaba con mucho la de cualquier miembro de la familia real. Su carácter era imprevisible, y a su paso gustaba de que sus súbditos cayeran de bruces, con la nariz bien pegada al suelo, hasta que no dispusiera lo contrario.
Su aspecto era un tanto afeminado. Aunque de estatura media, Amenhotep tenía el vientre algo abultado y los muslos redondeados como sus hermanas, con las caderas ligeramente más anchas de lo que le correspondería a un varón. Sin embargo, había heredado de su augusto padre la afición por las mujeres, y aquel apetito sexual en el que le superaría con creces.
Nebmaatra llevaba reinando en Egipto treinta y seis años cuando su hijo ascendió a la corregencia, y todo el mundo se alegró por este motivo ya que un nuevo dios velaría por ellos a la muerte del gran Amenhotep III, sin tener que esperar a que finalizaran los funerales de rigor.
Por su parte, Tiyi se encontraba eufórica. Su última jugada había llevado la figura de su hijo hasta el trono de Horus, en el momento más adecuado. Había sido una lucha titánica, pero al final todo había salido tal y como la reina deseaba para su vástago. Este podría gobernar las Dos Tierras sin la presión permanente de los poderes fácticos que tanta ambición habían demostrado durante siglos. Las permanentes intrigas de la reina habían logrado relegarlos a una mera representación, sin capacidad para decidir nada. Las purgas llevadas a cabo durante los últimos años habían resultado definitivas, aunque para ello se hubiera tenido que prescindir de hombres capaces, como su último visir, Amenhotep, que había sido relevado por Aper-El, un hombre de origen extranjero. Pero la reina conocía muy bien cuáles eran las servidumbres que se ocultaban detrás de cada uno de ellos; raíces que parecían abarcarlo todo y de las que su hijo debía sentirse libre antes de que gobernara. Solo así podría este llevar a efecto su proyecto a su debido tiempo.
A partir de aquel momento Tiyi no sería únicamente hemet-nisut-weret, Gran Esposa Real, sino que se convertiría en mut-nisut, Madre del Rey; un puesto privilegiado que la mantendría lejos de la lucha que las mujeres del faraón sostendrían permanentemente en busca de un lugar preeminente para ellas y, sobre todo, para sus hijos.
La vejez de la reina sería tan dorada como los tiempos que esperaba llegaran a Egipto, y vería a su divino hijo brillar sobre cuanto le rodeaba.
Como era costumbre en ella, Tiyi había pensado en todos los detalles. Cuando Amenhotep portara la doble corona necesitaría una reina, una mujer acorde con la naturaleza de su hijo, que tan bien conocía, capaz de poder manejar los hilos del poder de forma apropiada cuando así lo exigiera la situación, y que lo supiera acompañar en toda su magnificencia. A Tiyi no le fue difícil encontrar a la candidata, ya que esta se hallaba muy próxima a su persona, pues formaba parte de su casa.
La elegida no fue otra que su propia sobrina, una joven de inmensa belleza y fuerte carácter que resultaba idónea para llevar el ureus sobre la frente en los tiempos que se aproximaban. Era hija de Ay, hermano de Tiyi y maestro de Caballería del dios, y tenía un nombre tan sugerente como apropiado: Nefertiti; «la bella ha llegado».
Tiyi estaba convencida del ascendiente que, andando el tiempo, la joven ejercería sobre su hijo. No había que olvidar que Nefertiti llevaba la sangre de la gran reina de la que procedía su familia, Amosis Nefertari y, en su opinión, aquello representaba una garantía. Ella misma había manejado con habilidad al príncipe en múltiples ocasiones, pues pensaba que los hombres no siempre saben lo que les conviene.
Tal y como la reina esperaba, Nebmaatra había considerado su sugerencia como una decisión acertada. El dios se encontraba enfermo, y el hecho de que su heredero lo acompañara en el gobierno de la Tierra Negra le dio nuevos bríos y arrojó luz en su ánimo maltrecho. Él pasaría a la historia como Amenhotep el Magnífico, y se le ocurrió que se hacía necesaria la celebración de un nuevo jubileo, el tercero, para el año siguiente. Su hijo le acompañaría en su nueva regeneración para que contemplase la magnitud de su divinidad junto a su templo funerario. Per Hai resplandecería como antaño, entre música y fastuosas celebraciones. En ellas se representarían las antiguas liturgias por tercera vez en su reinado. Nunca había ocurrido nada semejante en la historia. Él era Nebmaatra, el más grande de los faraones de Egipto.
Que el dios se hallaba enfermo era algo bien conocido hasta en los confines de la Tierra Negra. Neferhor fue testigo directo de ello al recibir una tablilla enviada por Tushratta, rey de Mitanni, en la que se prestaba a ayudarle con el envío de una imagen de la diosa Ishtar de Nínive, que tenía fama de milagrosa y de ser capaz de ahuyentar las enfermedades. La carta estaba fechada el primer día del cuarto mes del invierno del año treinta y seis del reinado del faraón, y comenzaba con las habituales muestras de cariño que siempre le demostraba el monarca mitannio.
Digo a Mimmureya —modo en el que los mitannios transcribían el nombre de Nebmaatra—, el rey de Egipto, mi hermano, mi yerno, a quien amo y por quien soy amado…
Acto seguido el rey se extendía en las habituales formalidades por las que deseaba que todo estuviera bien en la casa del faraón, desde sus mujeres hasta el último de sus caballos, para terminar por hacer hincapié en la diosa milagrosa.
Así habla Shaushka de Nínive, señora de todas las tierras: yo deseo partir hacia Egipto, un país al que amo, para luego retornar. Ahora yo te envío esta carta; ella está en camino.
La tablilla finalizaba con el deseo de Tushratta de que el faraón se recuperara.
Shaushka, la señora del cielo, nos proteja tanto a mi hermano como a mí cien mil años y que nuestra señora nos otorgue gran alegría y nos permita continuar como amigos.[25]
Oriente Próximo se preparaba para recibir a un nuevo dios de Kemet, y en la Casa de la Correspondencia del Faraón se palpaba una gran actividad epistolar con los distintos países que conformaban el imperio. En todos estos territorios había una gran expectación, pues dudaban de que el sucesor de Nebmaatra pudiera alcanzar su grandeza, lo cual traería irremediablemente consecuencias políticas.
Sin embargo el tiempo pasó, y el Atón Dyehen celebró su tercer Heb Sed rodeado del habitual esplendor que le había acompañado toda su vida. Él era más luminoso que nunca, y el brillo del oro no hacía más que acompañarle como correspondía a su tan alabada naturaleza divina. Como antaño, Nebmaatra se fusionaba con Ra en su barca celestial para recorrer los cielos convertido en un ser glorificado por su pueblo.
Neferhor lo vivió en la distancia, en su pequeña casa junto al río, en el barrio de los alfareros. La corte hacía mucho que había terminado para él, y ya no le interesaban sus banquetes ni celebraciones. Solo participaba de las festividades locales, y honraba a los dioses de la ciudad como correspondía a un buen creyente. En el barrio en el que vivía, Ptah era su patrón, como el de todos los artesanos, y el escriba lo honró con respeto ya que se trataba de un dios muy antiguo y misterioso que formaba tríada en la capital junto a su esposa Sekhmet y su hijo Nefertum.
Mas Najawy fue apartado poco a poco de los pasillos del palacio hasta que su recuerdo apenas tuvo valor para los cotilleos. La que permanecía en boca de los cortesanos era Niut, que continuaba esplendorosa, ya que su relación con Kaleb daba origen a los habituales rumores y comidillas. Ambos vivían una pasión que amenazaba con devorarlos, pues los dos se encargaban de alimentarla hasta límites difíciles de sospechar. Niut no había podido quedarse encinta, y buscaba a su esposo a cada momento, como una leona desesperada en pos de sus cachorros.
Los problemas llegaron cuando el príncipe dejó en estado a una de sus concubinas, y esta alardeó de ello ante Niut, con altanería. Hubo un altercado de consideración entre ambas, y de resultas de ello la amante a punto estuvo de perder el niño. Kaleb montó en cólera cuando se enteró y apartó a Niut de su lado, a la vez que la amenazó, enfurecido, por su atrevimiento.
—¡Yo soy príncipe de Egipto, y puedo repudiarte cuando me plazca! —le gritó encolerizado—. Jamás interfieras entre las mujeres de mi harén o serás castigada.
Niut permaneció recluida en su lujoso palacio, ahogando su rabia, hasta que su esposo consideró oportuno llamarla a su presencia. El príncipe la deseaba como el primer día; sin embargo, aquella relación distaba de hallarse envuelta por otros sentimientos que no fueran estos. Allí no había amor, y seguramente nunca lo había habido, aunque ellos mismos se hubieran empeñado en convencerse de lo contrario. Niut quería retener a su esposo solo para sí, pero únicamente para satisfacer sus ambiciones, y Kaleb era una permanente tea encendida por una lujuria que lo consumía sin remisión.
La hermosa dama, nacida para ser princesa, tuvo que soportar desaires continuos al ver cómo el príncipe cortejaba a cuantas mujeres habitaban en su casa. El carácter despótico de este no admitía réplica alguna. Él había nacido para ordenar, y los demás solo debían obedecer.
Kaleb dejó embarazadas a más concubinas, y entonces Niut se sintió desesperada. Tramó intrigas sin fin, pero a la postre ella no era sino una más de entre el ramillete de doncellas que siempre estaban dispuestas a calentar la cama de su señor.
El día que la princesa observó la primera arruga en su rostro, lloró amargamente en sus aposentos en tanto hizo azotar a una de sus esclavas. Pronto nuevas arrugas aparecieron en su semblante; era la forma en que la vejez empezaba a presentarse, y resultaba irremediable. Niut decidió cambiar de estrategia. Era imposible luchar contra una situación que, con los años, empeoraría, y por ello comenzó a mostrarse ante su esposo dulce y considerada para así ganarse su confianza por completo.
Si llegado el día Niut no podía competir con las más jóvenes, al menos podría controlarlas y, lo que era más importante, conservar a su esposo a su lado para poder continuar beneficiándose de su posición.
Los planes de la hermosa dama se fundamentaban en la pasión desbocada de su marido. Niut podía sacar provecho de esto, y para ello comenzó a conducir con habilidad los pasos del príncipe, aconsejándole en cuestión de amores. A Kaleb le excitó sobremanera el hecho de que su mujer participara de su lascivia, y no tardó mucho en entregarse a aquel juego que le proporcionaba tan morbosos goces. De esta forma Niut obtuvo el poder sobre el resto de las amantes, a las que controlaba como si fuera una Gran Esposa Real gobernando el harén del faraón.
Ya que Niut no pudo ser madre por segunda vez, al menos contribuyó a los excesos de su esposo como nunca sospechó que ocurriría. El corazón de Kaleb estaba tan podrido como el suyo, y en él solo había cariño para sus caballos.
Neferhor no supo de su gran amor más que por lo poco que le contaba su hijo. Cuando se enteró de que su madre le había cambiado el nombre, apenas fue capaz de articular palabra, y se sumió en un estado de melancolía difícil de explicar. Ahora se llamaba Antef, y su padre no tuvo más remedio que soportar el nuevo desaire. Antef había crecido mucho, y apuntaba con ser un joven estudioso y respetuoso para con los dioses. Él quería ser escriba, como su padre, y llegar a conocer todo aquello que se guardaba en los templos, a los que consideraba lugares misteriosos repletos de textos mágicos y enigmáticos conjuros.
El escriba sobrellevaba la pena que le producía no estar con su hijo lo mejor que podía, pues cada vez le resultaba más difícil verlo. Antef pasaba casi todo su tiempo en palacio, en el que se educaba junto a otros príncipes.
—Madre me ha dicho que mi verdadero padre murió cuando nací, y que tú te ocupaste entonces de mí —le contó una tarde el chiquillo.
A Neferhor se le saltaron las lágrimas, y estrechó al pequeño con fuerza.
—No hagas caso a tu madre, hijo mío. A veces su corazón se confunde de forma extraña.
Por otra parte, para Sothis todo lo que rodeaba al escriba parecía tocado por alguna mano perversa. Ella estaba convencida de que un heka sin escrúpulos le había estigmatizado con los peores conjuros. Allí había magia, ya que de otro modo no se comprendía semejante cúmulo de adversidades. Claro que su amo no se encontraba solo. La tenía a ella, y también a Tait, que lo quería mucho. Solo la pequeña era capaz de arrancar alguna sonrisa a aquel rostro que, a menudo, parecía impenetrable.
En la soledad de su habitación Sothis invocaba a su magia, a las fuerzas que habitaban en el desierto baldío; poderes que solo su pueblo conocía y que les ayudaban a ser fuertes, a soportar la dureza de la vida que les había correspondido llevar, a sobrevivir. Algún día, la nubia descargaría de piedras el corazón de su señor, y entonces le quitaría aquella máscara para verle sonreír.