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El grupo de medjays hablaba animadamente sobre asuntos de pendencias. Entre ellos había jugadores y gente sin escrúpulos que se habían enrolado para lavar su nombre en un cuerpo que siempre había sido sinónimo de honradez. Pero Egipto ya no era el de antes, y había mucho por hacer para que nunca volviera a serlo. Las persecuciones de los antiguos credos por pueblos y campos habían resultado muy provechosas, ya que se había cometido pillaje sin que nadie lo reprobara. El descontrol era absoluto, y eso ofrecía buenas posibilidades a cualquier tipo listo dispuesto a saber sacar provecho de ello.
Uno de los medjays escuchaba la conversación de sus compañeros sin apenas abrir la boca. Decían de él que era de pocas palabras, y que su carácter era agrio como el vinagre del Delta. Nadie sabía de dónde procedía, ni tampoco les interesaba, pero su impiedad había llegado a hacerse famosa entre sus compañeros, así como sus borracheras, que se habían convertido en memorables. Todos le conocían por Hebyu, el enviado, uno de los genios que personificaban a las temibles fuerzas bau con las que los dioses podían actuar a distancia, pues siempre tenía el cuchillo presto para rebanar cuellos. Su pasado, aunque no se conociera con certeza, debía de ser tan oscuro que a nadie le extrañaba que aquel hombre se hubiera alistado en los medjays del dios para así limpiar su nombre. Pero su reputación le precedía, y el resto de medjays evitaba tener conflictos con él.
Mahu, el jefe de la policía de Akhenatón, había organizado a sus hombres en parejas que se dedicaban a llevar a cabo los registros y las detenciones, y también en brigadas cuando era necesario acometer la destrucción de monumentos. Egipto se hallaba plagado de ellas, y también de recalcitrantes seguidores de Amón. Eran por tanto necesarios tantos hombres como fuera posible, daba igual la catadura que tuviesen.
Mahu enseguida reparó en aquel medjay al que llamaban Hebyu. Era tan feroz y parecía tan falto de escrúpulos, que su jefe le puso al mando de una de aquellas brigadas que tan tristemente famosas se habían hecho en todo el país. Ese era el tipo de hombre que necesitaba el dios para limpiar la escoria que todavía se ocultaba en la Tierra Negra, y Mahu le dio poder para que pudiera desarrollar sus cualidades. Sin duda aquel hombre resultaba ser un buen «enviado».
Hebyu escuchaba la cháchara de los otros medjays sin prestar atención. Como casi siempre se hallaba ausente, absorto en sus propios pensamientos, en su particular visión de las cosas. Había mucha gente aquella mañana en la Ciudad Central, y eso le incomodaba. A Hebyu no le gustaba la gente, ni poca ni mucha; es más, la detestaba, como a tantas otras cosas. Él era un vagabundo que no encontraría sitio en ninguna parte, ni en Akhetatón ni en el más mísero poblado que hubiera en Kemet. Hebyu tenía la peor opinión posible del ser humano, al que consideraba causante de todos los males que afligían a la tierra. Él mismo se consideraba un fiel exponente de cuanto pensaba al respecto, ya que vivía en permanente conflicto consigo mismo y con cuantos le rodeaban.
El parloteo de la muchedumbre le hacía apretar las mandíbulas para contenerse. Con gusto hubiera rebanado el cuello a todos aquellos funcionarios capaces de enredar la vida de cualquiera hasta destruirla. Se encontraban a cientos ese día, y como de costumbre hablaban en voz baja o se tapaban la boca con la mano para que nadie supiese sobre lo que intrigaban. Hebyu los detestaba más que a nadie.
Entre el revuelo que había en la plaza, Hebyu escuchó unas voces que vinieron a sacarlo de su abstracción. Al principio no reparó en ellas, pero cuando escuchó aquel nombre con más claridad enseguida buscó con ansiedad de dónde procedían las voces. Fue entonces cuando vio a un hombrecillo corraer como si le persiguiera la serpiente Apofis, dando alaridos y haciendo aspavientos, en tanto se abría paso por entre el gentío.
Por fin se detuvo junto a uno de aquellos santurrones tonsurados y se tocó el pecho, como si quisiera recobrar el aliento, luego departieron durante unos instantes. Hebyu los observó con atención, en tanto sentía cómo su pulso se aceleraba y un regusto a hiel le atenazaba la garganta. Fue en ese instante cuando, durante unos momentos, aquellos dos hombres miraron hacia donde se encontraba, como por casualidad, y Hebyu pudo ver sus rostros con claridad. Entonces el odio le invadió por completo.
No había duda, allí estaba el hombre que había causado su ruina, el que le había llevado a arrojarse en brazos de los peores demonios. Él había significado su perdición, a la vez que le había mostrado el camino de la traición y el engaño. Después de tantos años, Neferhor se cruzaba de nuevo en su camino, y Hebyu sintió el impulso de correr en su busca para acuchillarlo allí mismo. Mas se contuvo. Sus cuentas pendientes pronto podrían ser satisfechas en otro lugar. Lo había implorado tantas veces, que por fin los genios del Amenti a los que rezaba a menudo escuchaban sus súplicas, y justo en el momento que le resultaba más propicio.
—Los demonios nunca abandonan a sus acólitos —se dijo Hebyu entre dientes mientras observaba cómo Neferhor se alejaba tranquilamente, acompañado por aquel ridículo hombrecillo—. Pronto volveremos a vernos, después de tanto tiempo.
Al cabo de los días, Neferhor tuvo nuevas noticias del nacimiento de Tutankhatón, que le llenaron de pesar. Al parecer el parto había sido muy complicado, y de resultas de ello la reina Sitamón había fallecido. Aquel suceso cambiaba el signo de los acontecimientos, pues de seguro el príncipe pasaría a estar controlado por su abuela, que sin ninguna duda influiría sobre él decisivamente, como ya había hecho con anterioridad con su propio hijo.
El escriba se lamentó en silencio, negándose a aceptar tanta desgracia. Definitivamente los dioses habían decidido abandonar su tierra, y los hombres poco podían hacer ante esto.
A partir de aquel momento, Neferhor decidió olvidarse de la situación política para dedicarse por completo a su familia; ni su trabajo le interesaba, ya que asistir a la descomposición diaria de lo que tantos esfuerzos había costado construir había llegado a deprimirle.
Nebmaat era ahora su centro de atención, y sobre el pequeño se concentraba todo el amor de sus padres. Él era el príncipe, y Tait lo mimaba como si se tratara de una nodriza real dedicada exclusivamente al niño. Era tanta la felicidad que resultaba imposible de creer, dados los tiempos que corrían. Pero Sothis gobernaba aquella nave como el mejor piloto, y su figura se agigantaba cada día a los ojos de su esposo, que la amaba profundamente.
Pero como a veces ocurría en estos casos, un día todo cambió, y la fortuna decidió darles la espalda sin previo aviso, como si las tinieblas se hallaran deseosas de cubrirlos de nuevo, quizá celosas de tanta ventura. Un peligro cierto se cernía sobre ellos, y el abismo al que parecían verse abocados amenazaba con conducirlos al Inframundo.
Atardecía cuando Paatenemheb a bordó a Neferhor cerca de su casa. Se le veía agitado, presa de una excitación que sorprendió mucho al escriba.
—Debéis marcharos hoy mismo —le dijo el oficial sin ocultar su inquietud.
Neferhor lo miró sin comprender, mas al ver la expresión del rostro de aquel hombre se preocupó.
—Corréis un gran peligro. Tenéis que abandonar vuestra casa inmediatamente —continuó Paatenemheb.
—Pero… no entiendo —balbuceó el escriba, intentando comprender lo que pasaba.
—Esta noche vendrán a por vosotros. La justicia del dios te ha señalado; debéis poneros a salvo lo antes posible.
—Pero… ¿por qué?
—Eso no lo sé, pero alguien te ha denunciado, y su acusación ha sido escuchada.
El escriba estaba tan sorprendido que era incapaz de entender nada.
—Debe de tratarse de una persona con cierta influencia, pero desconozco su identidad. Sin embargo tu suerte está echada. Es mejor que desaparezcáis cuanto antes. Todavía estáis a tiempo.
—Pero mi hijo… Mi familia no es culpable de nada y…
—Vienen por ti —le cortó el oficial—, y si te encuentran con los tuyos os destruirán a todos.
Neferhor pareció tomar conciencia de la situación.
—Sin duda tú podrás hacer algo por ayudarnos, Paatenemheb. Ocupas un alto cargo junto al dios y podrás aclarar este error. Tienes poder para evitarlo.
Paatenemheb negó con la cabeza.
—Ha sido una suerte que viera tu orden de detención junto con la de otros hombres. La leí por casualidad mientras esperaba verme con Mahu esta mañana.
—Entonces habla con él —le interrumpió el escriba, sin ocultar su excitación—. Tú le conoces y podrás hacerle ver el error que comete.
—Nadie puede hacer nada por ti, Neferhor. La orden venía firmada por el faraón en persona.
El escriba se quedó atónito, pero enseguida trató de sobreponerse a lo que le resultaba inaudito. Si había alguien cuyas palabras fueran dignas de crédito, ese era Paatenemheb, y lo mejor sería tomarlas en consideración, tal y como le advertían.
Neferhor mostró al oficial ambas palmas de sus manos en señal de gratitud.
—No es momento de hacer preguntas que no puedo contestar. Esto ocurre todos los días sin que muchos sepan el porqué; solo debéis pensar en salvar vuestras vidas. Mantente vivo y quizás algún día volvamos a vernos.
Con estas palabras se despidió Paatenemheb, mas Neferhor permaneció unos instantes junto a su casa, reflexionando acerca de cuanto le habían dicho. La tarde comenzaba a caer, y aquella noche la oscuridad amenazaba con engullirlos a todos.