22

Niut se casó con su príncipe, como siempre había ambicionado, entre vítores, felicitaciones y grandes fastos. La celebración duró varios días, y toda la corte asistió a ella para honrar a los novios como se merecían. «No hay una pareja igual en todo Egipto», aseguraban las damas, que en el fondo no estaban muy seguras de lo que podría durar aquel enlace. El hombre más apuesto de la Tierra Negra se bebía la vida a grandes tragos, y en los corrillos muchos dudaban de que aquella beldad pudiera reconducir sus costumbres.

Pero Niut conocía de sobra tales detalles, y desde el primer día inoculó su enfermedad en el corazón de su marido, como acostumbraba. La sed que atenazó la garganta de este resultó bien diferente a la de antaño, y su joven esposa lo amarró al lecho con los hilos más poderosos que pudiera tejer nunca Hathor. Ella no podía impedir al príncipe que conservase sus concubinas, pero decidió que la vida de estas resultaría más estéril que las arenas del desierto oriental. Niut era el único oasis del que Kaleb bebería agua, y esta le llegaría impregnada con el sutil veneno que su esposa le proporcionaría; un elixir embriagador del que Kaleb ya no podría prescindir.

Sin embargo, Shai volvió a demostrar lo voluble que podía llegar a ser cuando se lo proponía. A menudo, los dioses parecían divertirse al enviar a los simples mortales pruebas imposibles, o fatalidades, cuando mayor resultaba su felicidad. Eso fue lo que le ocurrió a Niut el día en que le informaron de que, sin conocerse las causas, sus propiedades en Ipu habían ardido hasta quedar calcinadas. Al parecer el fuego se había iniciado una noche para extenderse con una furia inaudita, sin que nadie hubiera sido capaz de apagarlo. Su hermosa villa había amanecido entre cenizas, y sus tierras no eran más que una triste extensión de matojos quemados, de campos fértiles que habían sido devorados por las llamas de forma misteriosa.

Niut recibió la noticia mientras se hallaba rodeada por los lujos que siempre había deseado y, al enterarse, su semblante se crispó de manera terrible, al tiempo que la ira la poseía por completo. Allí mismo ordenó azotar a uno de sus esclavos y, en su cólera, destruyó todos los frascos que contenían valiosos ungüentos para cosmética que tenía a mano.

La princesa respiraba con dificultad, pues aquellas eran las únicas posesiones que administraba. De Neferhor poco se había podido llevar, ya que la casa no era de su propiedad, y había renunciado a sacar partido del hijo que le diera por otros intereses. De su antiguo esposo, Heny, no había vuelto a tener noticia desde que se separaran y, según decían, nadie conocía su paradero. El próspero negocio de vinos había pasado a la historia, y ella no había recibido ni un solo deben de lo que le correspondía por ley después de su divorcio.

Sin poder evitarlo, Niut se estremeció. Todo lo que poseía lo había perdido de forma tan súbita como extraña, casi por ensalmo. Ahora era una princesa de Egipto, sí, pero cuanto tenía se lo debía a su esposo. Aquel pensamiento la sumió en la desesperación, ya que la independencia económica de la que había gozado en los últimos años desaparecía. Kaleb era su único apoyo y si este, algún día, se cansaba de ella, quedaría expuesta a una situación que le resultaba imposible de calibrar. Era necesario quedarse encinta cuanto antes, pues en un hijo estaría la salvación. Su marido era un hombre poderoso, y cuando ella envejeciera tendría amantes donde elegir entre las jóvenes más hermosas del país.

Así fue como una especie de irrefrenable obsesión se apoderó de su alma. Día tras día, Niut buscó con frenesí aquel hijo que tanto deseaba. Para ello imploró a Tueris, la diosa hipopótamo patrona de las embarazadas, e incluso se la volvió a tatuar en el vientre, pero todo resultó inútil. A pesar de que el príncipe la poseía cada día en una afrodisíaca atmósfera cargada de embriagador olor a canela, que invitaba al amor, Niut no pudo concebir, y su carácter calculador se tornó exasperado hasta alcanzar una crueldad que aumentó con el tiempo.

En palacio su fama cobró auge y, como ya le ocurriera antaño, sus sirvientes la rehuían en lo posible. Con veinticinco años recién cumplidos, Niut había sobrepasado la mitad de la esperanza de vida de sus paisanos, y al no llegar aquel retoño tan deseado, la dama se examinaba a diario en busca de las arrugas que tarde o temprano comenzarían a aparecer, y a las que temía sobre todo lo demás. Conservar un marido como el que tenía no era una misión fácil. Kaleb pasaba la mayor parte de su tiempo en los cuarteles, entre caballos y fieros guerreros, derrochando su energía a la vez que engrandecía su figura, como soldado apuesto y arrojado; entonces Niut comenzó a tener la sensación de que se encontraba más sola que nunca.

Para Neferhor, la vida transcurría de forma bien diferente. A él la soledad no le asustaba. Esta había sido su fiel compañera durante la mayor parte de su vida, y ahora que su esposa le había abandonado, su sentimiento era de profunda tristeza, aunque no exento de resignación. A lo que se resistía era al hecho de perder a su hijo y, así, cada día acudía a visitarlo con discreción al kap, donde se emocionaba. El niño se abrazaba a él en cuanto lo veía, y soltaba algunas lágrimas con las que rompía el corazón de su padre.

—Algún día volveremos a estar juntos —le animaba este—, ya lo verás.

—¿Cuándo, padre? —respondía el chiquillo.

—Muy pronto. Pero ahora debes estudiar y aplicarte en cuanto tu maestro te diga. Recuerda que el conocimiento hace diferentes a las personas. —El pequeño asentía sin mucha convicción, ya que echaba de menos a su padre—. Dime, hijo, ¿eres feliz en tu nuevo hogar? —le preguntaba el escriba.

—Tengo todo cuanto deseo, pero nadie juega conmigo. ¿Por qué no le dices a Tait que venga a visitarme?

—Tait no pertenece a esa casa, y no la dejarían entrar —trató de explicarle Neferhor, con un nudo en la garganta—. Pero el príncipe te mostrará cosas nuevas que te gustarán.

—Me ha prometido llevarme en su carro a cazar leones al desierto. ¿Sabías que posee leopardos?

Neferhor hizo un gesto de resignación.

—Algo he oído al respecto, hijo mío.

—A veces me gustaría jugar con ellos, pero madre me lo tiene prohibido. Se pone de mal humor si me ve acercarme a ellos.

—Debes hacer caso a tu madre, y protegerla cuanto puedas. ¿Me prometes que lo harás?

—Te lo prometo, padre. Ven mañana a buscarme. Quiero verte todos los días.

Estas solían ser las conversaciones que mantenían. Escuetas, si se quiere, pero al menos tenían lugar casi a diario.

Neferhor decidió olvidarse del resto de recuerdos que le ataban a Niut. Ese fue el motivo por el cual abandonó la residencia real para trasladarse a una mucho más modesta, situada en el barrio de los alfareros, junto al río. La visión del Nilo le resultó como un bálsamo para su espíritu maltrecho, y le ayudó a recuperar los escenarios que le acompañaron durante una niñez en la que fue feliz. Sothis se ocupaba de cuanto necesitaba, y como la casa era pequeña su presencia era más que suficiente. El escriba no precisaba grandes lujos, y al poco de vivir allí se había ganado el respeto y consideración de sus vecinos, que le tenían por un hombre sobrio y cabal.

Neferhor acabó por estrechar lazos con la pequeña Tait, que resultó ser muy espabilada. La chiquilla recordaba hasta el más mínimo detalle de cada una de las historias que a veces le contaba, y un día el escriba decidió enseñarle los símbolos que a él mismo le habían subyugado desde niño.

—¿Es esta la escritura sagrada? —le preguntó la chiquilla con su vocecilla la primera vez que vio los jeroglíficos.

—La misma que verás grabada en los muros de nuestros templos. Los dioses nos la legaron.

Tait lo miró boquiabierta, ya que los dioses resultaban inalcanzables para ella.

—Thot es el más sabio de todos. En él reside el conocimiento.

—¿Y yo podría aprender los símbolos de Thot?

—Si quieres, podrás.

Así fue como la pequeña se inscribió en su Casa de la Vida particular. Un kap situado en uno de los barrios más populares de Menfis cuyo maestro, Neferhor, era docto en los textos mistéricos y en las antiguas enseñanzas.

Sothis se sentía dichosa como nunca, pues aquel distrito le acercaba a la gente y le hacía recuperar la sensación de libertad que un día le arrebataran. El río le traía el reflejo de la luz que Ra desprendía de sus aguas, así como la munificencia que se desparramaba por las orillas. La vida diaria resultaba bulliciosa, y a la joven le gustaba escuchar el cántico de los aguadores, de los alfareros y de los pescadores que regresaban con las capturas del día. El sol salía y se ponía cada día para mostrarle lo mejor de la vida, y eso era todo cuanto le importaba.

La relación con su nuevo amo apenas existía. Él la trataba con deferencia y ella sabía lo que correspondía en cada momento. Sus conversaciones se limitaban a las habituales para llevar una casa como aquella, aunque en ocasiones el señor le hablara de Tait, a la que se veía que quería.

Sothis, sin embargo, se mantuvo a una prudente distancia. Ella conocía cuál era el papel que le había correspondido vivir, y a él se atendría, pues su destino estaba sellado desde que el escriba la rescatara de la desgracia. Cuando el silencio de la noche caía sobre la casa, la nubia se acurrucaba en la estera sobre la que dormía, junto a su hija, y pensaba en todo cuanto le había acontecido, y también en el hombre que convivía con ellas. A veces creía escuchar sonidos que llegaban desde su habitación, como gemidos entrecortados, o quizá solo fueran los lamentos del alma. Cada cual debía recorrer solo el camino que tuviera designado, y esa era una verdad inexorable. Solos nacíamos y solos moriríamos; independientemente de todo lo demás.

Neferhor no se preocupaba de tales consideraciones. Cada mañana saludaba a Ra-Khepri, la salida del sol, camino de la Casa de la Correspondencia del Faraón, donde había terminado por convertirse en un funcionario más, gris y sin otra relevancia que la que le proporcionaba el trabajo bien hecho.

En los últimos tiempos, su cometido se limitaba a contestar cartas sin importancia a reyezuelos empeñados en emparentar con el dios. Si alguna de las tablillas recibidas no eran comprendidas, Neferhor se encargaba de revisarlas para traducir su significado, pues el escriba se había convertido en todo un maestro de la escritura acadia. Pero, fuera de estos casos, su labor pasaba desapercibida, sin apenas importancia.

Desde hacía algún tiempo, Tutu, el escriba inspector al cargo de aquel departamento, le había ido apartando paulatinamente de sus anteriores funciones, relegándole al lugar que ahora ocupaba. Por motivos que Neferhor desconocía, el embajador real le demostraba su antipatía a la menor oportunidad, al tiempo que le insinuaba que su concurso no era imprescindible. Neferhor tenía pocos amigos allí, y algunos aseguraban que cuando Nebmaatra pasara a mejor vida el joven acabaría sus días estampando sellos en cualquier papiro sin trascendencia. El escriba se sentía ajeno a cuanto le rodeaba, y comenzó a sospechar que una mano poderosa controlaba su destino.

El secreto del Nilo
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