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La embarcación se deslizaba por las aguas casi como un susurro. La corriente era tan suave que la nave avanzaba perezosa, río abajo, como envuelta en los velos de la lentitud. Navegaba con desgana, como si quisiera dejarse embriagar por el paisaje que la flanqueaba, empapada de magia y ensueño. Olores, sonidos, sensaciones que solo allí se percibían y que llevaban milenios acompañando al Nilo en su viaje a través de la tierra de los dioses. Se respiraba una quietud cargada de misterio y a la vez de vida, y Neferhor atiborraba sus pulmones con ella después de tantos años sin gozar de su presencia. ¡Cuánto amaba aquella tierra! Capaz de hacer discurrir las aguas en meandros sinua oitesposos y cubrirse en las orillas con el manto verde de la vida, lamido a su vez por doradas arenas donde nada crecía.
Aquel viaje le acercaba de nuevo a ella, tal y como siempre la había conocido, como un don que se ofrecía a todo aquel que estuviera dispuesto a aceptarlo. Era la estación de la siembra, Peret, y en los campos los agricultores enterraban las semillas en la tierra negra que cubría las fincas después de que las aguas se hubieran retirado. Toda la familia, junto con su ganado, pisoteaba la simiente entre aquel preciado barro antes de que se endureciese, hasta dejarla bien plantada. Neferhor lo había hecho tantas veces, que al ver a unos niños que jugaban sobre el limo recordó los tiempos en los que él hacía lo mismo, rodeado por los suyos, y sintió añoranza.
Ahora que el Nilo bajaba con menor caudal, volvían a formarse las habituales islas y los bancos de arena, tan apreciados por los cocodrilos, en los que gustaban de sestear al sol mientras vigilaban el río. Siempre había sentido fascinación hacia ellos, y ahora entendía por qué. Muchos reyes lo habían experimentado antes que él, e incluso llegaron a incluir el nombre de Sobek en su titulatura real. El cocodrilo representaba la fuerza y la tenacidad, aptitudes que ansiaban poseer los faraones, aunque también existieran aspectos maléficos y las más oscuras leyendas acerca de ellos.
Al pensar en esto, Neferhor se sonrió. Siempre tan aficionado a investigar en los antiguos papiros, el joven halló uno de aquellos relatos que tanto le divertían. En él se narraba cómo, tras asesinar a su hermano Osiris, Set cortó su cuerpo en catorce pedazos y los diseminó por el Nilo, para que Isis no pudiera encontrarlos. Mas la divina esposa de Osiris, ayudada por Thot y su hermana Neftis, encontró todos los miembros menos uno, el falo, que había sido devorado por Sobek, ya que este no tenía noticia de a quién pertenecía. Como castigo por semejante acto, a Sobek le cortaron la lengua; este era el motivo por el cual los cocodrilos tenían dicho apéndice tan corto.
Aquella fábula le gustaba particularmente, más que las otras que aseguraban que no fue Sobek quien devoró el miembro de Osiris, sino un pez pargo o un oxirrinco.
Al pensar en tales cuestiones sus recuerdos viajaban hasta Karnak, el templo donde las había aprendido, y que ahora que navegaba por el Nilo le parecía un lugar extrañamente lejano.
En realidad era como si se despertara de un sueño y se encontrara de nuevo en el Egipto donde siempre había vivido. En él se escondían su niñez y la remembranza de unos años en los que se había sentido feliz rodeado de aquella naturaleza que volvía a mostrarse ante él tal y como la evocaba.
Sin embargo, el chiquillo que un día correteara por las orillas había quedado atrás; incluso su nombre, Iki, había sido enterrado; perdido, quizás, entre los frondosos palmerales que se apretujaban más allá de los márgenes del río. Ahora era Neferhor, escriba real, y por ello un hombre poderoso que se deslizaba sobre las aguas en una embarcación del faraón, acompañado por funcionarios a sus órdenes. Era curioso que aquellas gentes sencillas que lo habían bautizado con semejante sobrenombre se postraran ahora al paso de la nave, pues era un barco del dios. Él, que tantas veces había hecho lo mismo, se sentía extraño ante esta circunstancia pues no en vano su almen Niloa continuaba siendo la de un meret, un vulgar campesino, como tantas veces le habían recordado.
Al doblar un recodo del río, Neferhor notó cómo su pulso se aceleraba. Una gran emoción lo embargó al reconocer el que durante años había sido su hogar. Los campos se extendían ante su vista igual que los recordaba; nada había cambiado. La pequeña casa en la que vivió se presentaba a sus ojos como si regresara de nuevo a ella a la hora de la cena para comer las lentejas que solía preparar su hermana. Los establos anexos parecían igual que cuando los dejara años atrás, y las vacas y los bueyes pastaban despreocupadamente. Reconoció a una de estas, a la que había ordeñado muchas veces de niño, y sintió deseos de detener la nave y bajar a abrazarla, como solía hacer. Próximos a la casa, un buen número de chiquillos jugaban y gritaban alborozados, desnudos como vinieron al mundo. Al ver la embarcación aumentaron sus gritos a la vez que movían las manos para saludarla. Para ellos no había protocolo, y Neferhor sonrió feliz en tanto les devolvía el saludo. Ahora había una nueva familia ocupando el hogar que le vio nacer, y el escriba les dio su bendición mientras luchaba por no dejar escapar ninguna lágrima. Aquel año el Nilo había vuelto a ser pródigo y se conseguiría una buena cosecha; otra más de un ciclo benefactor que ya duraba mucho tiempo. La finca conseguiría superar los sesenta y seis khar de grano que necesitarían para alimentar tantas bocas, y él se alegró por ello.
Cuando llegaron al gran lago que el dios había construido para su reina en el undécimo año de su gobierno, Neferhor dejó vagar su imaginación y se extasió entre la abundancia de vida que atesoraba el lugar. Muchas tardes había acudido a él para pescar o jugar con sus amigos, a los que deseaba ver de nuevo, y al atracar en el embarcadero de la cercana Ipu se acordó de ellos. ¿Cómo estaría Heny? ¿Y Niut? Al pensar en ella sintió un estremecimiento, pues su recuerdo permanecía vivo. Ahora sería una mujer, hermosa sin duda, y suspiró sin poder evitarlo.
Al poner su pie sobre el que había sido su hogar durante años, la imagen de Hekaib se le presentó de improviso, como si estuviera agazapado en algún lugar de su conciencia. Sin pretenderlo, el déspota se hizo corpóreo en toda su vileza para traerle recuerdos de miseria y muerte. El sehedy sesh había abandonado su vida pero no su recuerdo. Este continuaba vivo, pues el propio Neferhor había jurado no olvidarlo nunca. Los años transcurridos en Karnak no significaban nada en aquel asunto. Él sabía que sus mentores habían tratado de que el tiempo jugara sus bazas. Hekaib no había sido llevado ante la justicia, simplemente porque no había justicia para él. Neferhor se percató ya de ello siendo muy niño, y no eran necesarias las explicaciones.
Al mezclarse entre sus paisanos miró con curiosidad sus rostros. Sin proponérselo buscó el del escriba, como si este fuera a acudir a recibirle, pero no había rastro de él. Quizá Nebamón creyera que el paso de los años lo curaba todo, pero él no. Neferhor sabía que Hekaib estaba vivo, y que algún día rendiría cuentas con él, pero aún no. Estaba convencido de que Shai, el destino, le avisaría en el momento oportuno, mas ahora el señor de las Dos Tierras había puesto en sus manos una tarea de gran importancia que suponía para él un motivo de inmensa alegría, como también lo sería visitar a sus viejos amigos.
Neferhor decidió pernoctar en la falúa, pero a la mañana siguiente el joven se dirigió a la necrópolis situada en la otra orilla para ver el lugar en el que su padre y su hermana habían sido sepultados siete años atrás. El paraje hacía honor a lo que se esperaba de él, pues se mostraba solitario y baldío, cubierto por un océano de arenas de fuego, muy apropiado para el deambular de Anubis y sus tenebrosas huestes. Bajo aquella tierra se hallaban enterrados los difuntos desde tiempos inmemoriales. La mayoría recubiertos únicamente por aquella arena capaz de secar al propio Nilo, sedienta de cualquier atisbo de humedad. De este modo se habían conservado los cuerpos desde las épocas más remotas, ya que solo unos pocos podían permitirse el ser embalsamados adecuadamente y poseer una tumba propia. Al menos Repyt y el bueno de Kai tendrían una, cuan si fueran personas principales, y descansarían como nunca pudieron vivir.
El divino Amón había sido pródigo al acogerlos bajo su protección, y el joven escriba estaba convencido de que el Oculto habría intercedido por ellos ante Osiris, que los declararía justificados de voz.
Cuando Neferhor abandonó la necrópolis lo hizo con un sentimiento de alivio. No había nada que preocupara más a un egipcio que su viaje después de la muerte, y el joven estaba convencido de que los suyos le estarían esperando en los Campos del Ialú cuando le llegara la hora, si sus actos le permitían alcanzarlos.
Antes de proseguir su viaje hacia el norte, Neferhor visitó a Heny, su viejo amigo de la infancia, que se había convertido en un próspero comerciante de vinos. Vivía en las afueras de Ipu, en una bonita casa rodeada de palmeras y verdes campos en los que se cultivaba el lino. Su padre había conseguido introducir sus productos en la administración del nomo, y no había mesa de preboste ni fiesta que se preciara en la que no estuvieran presentes sus vinos. Para alcanzar esta posición había sido necesario comprar voluntades con algún que otro soborno, y asegurar una pequeña parte de los beneficios a un alto funcionario muy allegado al nomarca local. Ahora que se aproximaba el jubileo del dios, Heny y su padre albergaban grandes esperanzas de que sus caldos pudieran abrirse paso en las muchas mesas que deberían ser atendidas, ya que los fastos que se avecinaban prometían ser memorables, y los banquetes y celebraciones se extenderían por doquier. Padre e hijo habían aprendido bien a manejarse entre los ambiciosos, y sabían reconocer a uno allá donde se encontrara. Estos les proporcionarían la oportunidad de llegar a la mesa del faraón, aunque para conseguirlo fuera preciso que Heny y su padre vendieran su dignidad.
Después de todos aquellos años Neferhor regresaba a su tierra convertido en un hombre. A punto de cumplir los dieciocho años, el escriba era un joven de mediana estatura y complexión robusta que le hacía parecer saludable. Sus manos eran fuertes, y sus dedos resultaban resortes capaces de cerrarse con inusitado poder, debido quizás a los años que pasara en la labranza. En cuanto a su rostro, sus facciones resultaban corrientes, ni feas ni hermosas, capaces de hacerle pasar desapercibido si no fuera por las generosas orejas que poseía. Neferhor siempre había tenido que soportar bromas pesadas por este motivo, y si de niño las tenía de soplillo ahora se le habían desarrollado aún más, hasta el extremo de que era imposible no fijarse en ellas; por mucho que lo quisiera disimular.
El afeitarse la cabeza no le ayudaba lo más mínimo a paliar el efecto que producía el tener unas orejas r ufont como aquellas, pero al escriba no parecía importarle y cuando sus amigos se burlaban él les aseguraba siempre que oía muy bien con ellas.
Pero con todo, lo que daba verdadera personalidad a aquellos rasgos era su mirada. Sus ojos oscuros y penetrantes reflejaban una luz capaz de indagar en el corazón de los demás, que surgía de su propia naturaleza como parte de aquel afán que siempre había demostrado en la búsqueda del conocimiento. Había quien aseguraba que, en ocasiones, resultaba incómodo mantenerle la mirada y que su voz poseía el embrujo de la razón pura, ya que su acento era perfecto y sus palabras siempre fluían envueltas en la mesura y la lucidez; suaves, como la caricia del mejor de los amantes.
Sin lugar a dudas Neferhor no era plenamente consciente de lo anterior, aunque con el tiempo hubiera quien llegara a aseverar que utilizaba aquella facultad en función de sus conveniencias. Quizá fuera debido a la máscara con la que escondía sus emociones. Neferhor era capaz de ocultarlas sin dificultad, tal y como había aprendido en Karnak, donde durante años le habían enseñado a no mostrar ante los demás los sentimientos que nos hacen vulnerables.
Sin embargo, aquella tarde, mientras abrazaba a su amigo, el escriba dejó que estos afloraran con naturalidad, como correspondía en una ocasión como aquella.
—¡Cuánta alegría! —exclamó Heny, alborozado—. El hijo de Thot regresa a su tierra convertido en un sabio. Pero dime, ¿eres en verdad Neferhor, con quien paseaba en el río? ¿No serás una suerte de aparición? —inquirió sonriente.
—Venida desde Per Hai para abrazarte —contestó Neferhor, divertido—. Dime, ¿continúas tirando piedras a los cocodrilos? ¿O te has convertido en una persona seria?
—¡Ja, ja! A fe mía que eso será difícil de lograr. Aunque ya apenas visito el lago. Viajo junto a mi padre por toda la región para vender nuestros vinos, a la espera de que el dios se fije en ellos algún día. Tú vives en su mismo palacio, seguro que le conoces.
—Me temo que Nebmaatra no haya sentido mucho interés por mi persona.
—¿Por qué tipo de prodigio te has convertido en escriba real? —volvió a preguntar Heny sin hacer caso al comentario anterior.
—El divino Shai se apiadó de mi destino.
—¡Ja, ja, ja! Te auguré que lo conseguirías; que algún día llegarías a ser escriba, como deseabas. Pero dime, ¿no fue Amón quien te acogió entre sus brazos?
Neferhor asintió sin cambiar su expresión.
—Aprendí las palabras de Thot en su Casa de la Vida. Pero me temo que mi naturaleza no fuera la apropiada para ser merecedora de su reconocimiento. Mi impiedad resultó ser mayor que mi devoción, y el Oculto me dejó ir con paso presto para mostrarme el camino del embarcadero.
—¡Ja, ja, ja! Mal pecador resultarías si tuvieras que ganarte la vida con ello. Tu alma se encontrará a salvo de la Devoradora ca Dt size="-uando se celebre tu juicio ante Osiris; sobre todo ahora que debes conocer cientos de conjuros con los que librarte de una condena.
—En Karnak no lo vieron así, y tuve que seguir otra senda.
—En mi opinión más provechosa. Ser escriba real es un título por el que cualquier sesh suspira y que pocos consiguen. Has debido de impresionarles a todos. —Neferhor sonrió a su amigo y le dio una palmada cariñosa. Este hizo un gesto de disgusto—. No te será posible encontrar en todo Ipu un anfitrión peor que yo —dijo Heny, al punto—. Ven y acomódate. Que traigan vino y pasteles —ordenó a sus sirvientes—. Hoy nuestro huésped cenará como corresponde. Cuando supe de tu visita apenas pude dar crédito a lo que me decían.
Ambos amigos rieron, y durante un rato hablaron acerca de sus vidas y expectativas.
—El negocio es próspero; la vida me sonríe y disfruto de ella cuanto puedo. ¿Qué más puedo desear? ¡Brindemos por nuestro futuro! ¡Que nos depare todo tipo de venturas! —volvió a exclamar Heny a la vez que alzaba su copa—. Espero que te guste el vino, es el mejor que tengo.
Neferhor apenas se mojó los labios.
—¿Acaso no es de tu agrado? —inquirió su amigo, preocupado.
—Me parece excelente. Es solo que no acostumbro a beber, pues no soporto sus efectos. No querrás ver a un escriba del dios salir en brazos de tu casa, ¿verdad?
—Líbreme Set de semejante apuro —dijo Heny, riendo de nuevo—. Pero dime, ¿te has casado? Seguro que tienes ya hijos.
—No. Me temo que haya dispuesto de poco tiempo para el amor —contestó Neferhor muy serio.
Heny lanzó una carcajada.
—En mi opinión no hay tiempo mejor aprovechado que el que se emplea en el amor. Hathor, su diosa, nos ha reservado en él todo lo bueno de la vida.
Neferhor hizo un gesto con la mano para quitar importancia al asunto. En su fuero interno se sintió incómodo, ya que continuaba siendo célibe.
—¿Y tú? —quiso saber—. ¿Has tomado esposa?
—Hace dos años; aunque todavía no tenemos hijos. Ella es hermosa como pocas. Pronto se nos unirá y la conocerás.
Neferhor le dio la enhorabuena y acto seguido le preguntó por Niut, de la que tantas veces se había acordado.
—Se ha convertido en una mujer bellísima. Dicen que no hay otra como ella en todo el nomo de Min.
—¿Y tú la ves?
—A menudo —dijo Heny, malicioso—. Aunque te aseguro que, en cuanto a su carácter, ha cambiado poco.
Neferhor sintió una cierta ansiedad al hablar de la joven, pero la disimuló bien.
—¿Qué fue de su hermano? —quiso saber, para cambiar de conversación.
—¿De Anu? Se lo comió un cocodrilo —dijo Heny como si fuera la cosa más natural del mundo. Neferhor se quedó con uno de los pastelillos a mitad de camino de su boca; perplejo por el tono que empleaba su amigo—. Ya sabes cómo era —se disculpó Heny—. No hacía más que caerse al río y cometer diabluras. Con los años se convirtió en un pequeño cabrón, y un mal día sirvió de merienda a Sobek. Hubo un gran pesar, no te vayas a creer, aunque en el fondo a nadie le extrañara.
Neferhor observó a su amigo esbozar una sonrisa, como si el hecho no tuviese importancia, y acto seguido se llevó el pastelillo a los labios de forma mecánica. Entonces se escucharon unos pasos y una suerte de diosa entró en la sala. Heny se levantó para recibirla.
—Al fin mi bella esposa condesciende a acompañarnos —dijo sin dejar de sonreír.
Neferhor vio cómo aquella mujer avanzaba hacia él con paso grácil. Él pensó que si Hathor se reencarnara, lo haría en un cuerpo como aquel. Llevaba una peluca muy elaborada, con una cinta decorada con hermosos motivos florales sobre la frente, muy al gusto de la sofisticada moda que imperaba en Egipto. Vestía una túnica larga, de lino de la mejor calidad, y muy vaporoso, con un solo tirante que dejaba uno de los pechos casi al descubierto. El vestido iba sujeto a la cintura por un elaborado pasador de cuentas de oro y lapislázuli, y sus pies calzaban unas delicadas sandalias de fina piel con adornos de cornalina. Un collar de malaquita y un primoroso brazalete de oro y marfil hacían juego con unos pendientes dorados con incrustaciones también de malaquita, que daban a la señora un aspecto en verdad suntuoso, tan en boga entre la alta sociedad de aquel tiempo.
Neferhor la observó aproximarse como si fuera una aparición, mas cuando su rostro se hizo reconocible, el escriba estuvo a punto de perder la compostura y soltar un juramento; era Niut.
—Niut… —balbuceó, sorprendido—. No puede ser… Eres Niut.
La joven se sonrió complacida del efecto que causaba en su invitado, y Neferhor la estudió con atención. No se había equivocado en su juicio. Con el paso de los años, Niut se había convertido en la hermosa mujer que ya se intuía sería cuando era niña.
—¿Me tienes por una aparición surgida del Amenti? —quiso saber ella mientras se le aproximaba—. ¿Tanto he cambiado?
Neferhor miró con cara de bobo a su amigo y este lanzó una carcajada.
—Ya te adelanté que algún día la haría mi esposa —señaló Heny, ufanándose de sus palabras—. ¿Acaso lo has olvidado?
El escriba fue incapaz de responder. Recordaba perfectamente las bravatas de su amigo, y también sus vaticinios mientras jugaban en el río. Él mismo participaba de ellas; sobre todo en lo referente a Niut, de la que siempre había estado prendado. De hecho, la joven había sido durante los años pasados en el templo un nexo de unión con su vida anterior. Una luz que le permitía escrutar un pasado en el que su imagen había permanecido viva. Formaba parte de su fantasía sexual y había pensado en ella tantas veces, que al final la joven había terminado por convertirse en poco más que una quimera, como él mismo llegó a convencerse un día. Era absurdo creer que la niña que dejara en Ipu, siete años atrás, pudiera estar esperándole, pues él mismo formaba parte del espejismo con el que se consoló tantas noches. Niut se había casado con Heny, tal y como este había predicho, y Neferhor tuvo que hacer ímprobos esfuerzos para no demostrar la decepción que sentía.
—¿Me reconoces, Neferhor? —le preguntó ella a la vez que extendía ambas manos hacia su amigo—. ¿Tanto he cambiado? —volvió a repetirle.
Neferhor disimuló su zozobra con la habitual máscara que tan bien manejaba, pero su semblante se iluminó al mirarla de nuevo.
—Solo eres más hermosa que cuando nos despedimos aquella tarde en el río —dijo él—. Tu marido me advirtió que eras bella, pero no me imaginé cuánto.
Ella rio complacida.
—Era una sorpresa que te teníamos preparada. Cuando supimos que nos visitarías sentimos una gran alegría. No hemos sabido nada de ti durante todos estos años —señaló Heny.
Neferhor hizo un gesto ambiguo.
—A veces las circunstancias nos empujan hacia lugares distantes —dijo.
—Bueno, lo importante es que hoy has regresado, y que lo celebraremos contigo —apuntó Heny—. Prueba este vino, a ver qué te parece.
Un criado sirvió un líquido dorado en la copa del escriba y este lo paladeó con deleite.
—¡Humm! —exclamó Neferhor, aunque no entendiera en absoluto de vinos—. Es delicioso.
—Procede de unos viñedos próximos a Buto. No se trata de un simple irep, vino, ni de un irep nefer, buen vino, es un irep nefer nefer, un vino excelente, al que se rendiría nuestro dios con toda seguridad —afirmó Heny, convencido—; creo que es un gran entendido en vinos.
—Seguro que Nebmaatra sabría apreciar su calidad mejor que yo, que soy abstemio —apuntó Neferhor.
—Quizá tú podrías obsequiarle una de mis ánforas —sugirió Heny, ladino—. Sería una buena oportunidad para que conociera mis caldos.
—Me temo que el faraón solo esté interesado en mis servicios como escriba. Pero si me das un ánfora prometo entregársela al gran Amenhotep.
—¿Te refieres a Amenhotep, hijo de Hapu? —preguntó Niut, interesada.
—Al mismo. Sabio entre los sabios. Sin duda él será capaz de valorar este vino como corresponde.
—¿Tienes relación con él? —quiso saber Heny.
—En efecto. Él es quien me ha enviado al norte en una misión de particular importancia.
Heny se removió en su pequeña butaca y esbozó una de sus características sonrisas.
—Escucha —dijo, bajando el tono de su voz—. Si este vino llegara a Malkata, me haría inmensamente rico. Solo necesito a alguien que pueda introducirlo en la corte. Si me ayudas, te prometo que nadarás en la abundancia.
Neferhor asintió mientras lo miraba fijamente.
—No será necesario —señaló, imperturbable—. Entregaré tu ánfora al gran Amenhotep.
—Espléndido, espléndido —gritó Heny, alborozado—. ¿Has oído, Niut? No hay nada comparable a una verdadera amistad. Brindaremos mil veces por ella. ¡Que sirvan más vino! —ordenó—. Hoy cenarás con arreglo a tu rango. Mi cocinero ha preparado para ti pichones asados. Recuerdo que era tu plato favorito.
A Neferhor se le iluminó el rostro, pues era cierto, mas al ver el banquete que le tenían preparado arrugó el entrecejo.
—Te advierto que me he convertido en una persona frugal. Si como cuanto pretendéis acabaré en la necrópolis.
Heny rio complacido, al tiempo que miraba de soslayo a su esposa, quien observaba disimuladamente a su viejo amigo.
—Hablemos de ti —se interesó Niut—. Supongo que te habrás casado con alguna dama tebana, y tendrás hijos.
—Está tan soltero como cuando nos despedimos de él la última vez —intervino Heny, divertido—. Sin duda es un hombre sabio que sabe disfrutar de la vida.
Niut obvió aquel comentario y se fijó con más atención en su invitado. Este había cambiado, pues su aspecto distaba mucho de parecerse al del pobre campesino que fue en su niñez. Neferhor no era un hombre guapo, y las orejas de soplillo que ella recordaba bien no le ayudaban en absoluto en este sentido. Mas poseía unos labios sensuales y carnosos, y unos ojos fascinantes que parecían capaces de dominar a través de su profunda mirada.
Durante la velada, los amigos rieron y disfrutaron del banquete a la vez que recordaron los buenos momentos pasados en su niñez. Luego los anfitriones se interesaron por aspectos de la vida de su invitado, y por cómo era Per Hai, la ciudad de la que tanto habían oído. Neferhor les habló de todo ello, de lo que había sido su vida, aunque evitara hacer referencia a la desgraciada muerte de su familia, y también de la importante celebración que se avecinaba. La pareja se quedó boquiabierta al conocer las riquezas que albergaba la Calbeia a lsa del Regocijo, así como el lujo y la opulencia en la que vivían los cortesanos.
El escriba contestó las más divertidas cuestiones en tanto hacía esfuerzos por no mirar a Niut más de lo que dictaba el decoro. En realidad, aquella velada supuso para él una verdadera prueba en la que tuvo que hacer frente a emociones que no estaba seguro de dominar. Desde el mismo instante en que vio a Niut sintió un irrefrenable deseo hacia ella. Era una sensación desconocida para él, y que en nada se podía comparar con los pensamientos lujuriosos que había tenido muchas noches en Karnak. La fantasía se había desvanecido para dar paso a una realidad bien distinta, y a la vez demoledora, contra la que no había conjuro alguno que resultara efectivo. Los milenarios textos que él tantas veces había estudiado no hablaban de aquello, y Neferhor no tuvo otra alternativa que enfundarse en su habitual máscara, que para todo valía, y no atisbar en el interior de su corazón.
La cena siguió su curso, y el vino se escanció generoso entre brindis y más brindis. Neferhor se controló en la medida de lo posible, en tanto Heny trasegaba las ánforas con una facilidad pasmosa. Incluso Niut pareció alegrarse más de la cuenta. Esta escuchaba las consabidas historias de su marido mientras observaba a Neferhor. Su visita había supuesto una verdadera sorpresa para ella, ya que no había vuelto a acordarse de él en todos aquellos años. En realidad el joven nunca había llamado su atención, más allá de los juegos que compartieron en la infancia. Ella siempre lo había considerado un meret; un pobre labriego atado a la tierra que trabajaba sin ningún porvenir. Desde pequeña había estado convencida de que su destino se encontraba muy lejos de Ipu. Ella había nacido para desposarse con un príncipe, y por algún motivo había ido a caer en aquel nomo insignificante en el que los príncipes no existían. Mil veces había maldecido a la diosa Mesjenet por haberse ocupado de ella dentro de un vientre que no la correspondía. Mesjenet había determinado su destino y elaborado su ka de forma inapropiada.
No había tardado mucho en darse cuenta de cuál era la realidad del mundo que la rodeaba. Ella era hija de un capataz, y sus expectativas no podían ser satisfechas con facilidad. Su belleza era su baza, y debía hacer uso de ella antes de que comenzara a marchitarse, algo que, por desgracia, solía ocurrir pronto en Kemet. Heny significaba una buena oportunidad para ella. Niut le conocía desde la infancia, y sabía la pasión que siempre le había demostrado. Llevaba pidiéndola en matrimonio toda la vida, y ella decidió considerar la posibilidad. La familia del pretendiente se había enriquecido durante los últimos años, y su viejo amigo podría mantenerla apropiadamente y costear la vida lujosa que ella deseaba llevar. Más tarde vendrían los hijos, y ellos se convertirían en parte fundamental de sus anhelos. Serían educados como correspondía, y tendrían la posibilidad de acceder allí donde la joven hubiera querido.
De esta forma Niut se casó con Heny quien, tal y como ella suponía, la agasajó hasta el exceso. Hizo construir para su esposa una villa digna del nomarca y la cubrió de joyas y costosos vestidos para que señoreara como la mujer más hermosa del nomo. Le regaló esclavos y una vida en la que lo único que tenía que hacer era mantenerse bella. Todo cuanto se pudiera desear crecía en aquel vergel erigido para conseguir la eterna felicidad. Sin embargo, las cosas no resultaron ser como ella esperaba.
No fue necesario mucho tiempo para que Niut se diera cuenta de que allí no sería feliz. Heny la abrumaba con sus regalos al tiempo que le demostraba una pasión que parecía no saciarse nunca. La joven comenzó a agobiarse, y surgieron las primeras disputas. Enseguida se convenció de que su marido no tenía los modales apropiados para ella, y que por muchas riquezas que acaparara nunca le procuraría la posición social que Niut había soñado. Sería la más rica del lugar, pero eso no era suficiente.
Las frecuentes ausencias de su esposo hicieron que ella llevara una vida regalada. Pero, aunque estaba segura de que Heny la amaba, empezó a tener dudas respecto a su fidelidad. La joven se había desposado sin estar enamorada, pero cumplió con sus obligaciones conyugales sin reparos, pues era de naturaleza fogosa. Sin embargo, su principal objetivo al hacer el acto era el quedarse embarazada. Quería tener hijos cuanto antes; pero, por motivos que no llegaba a entender, estos no venían. Acudió a algunas hekas para que pusieran remedio al problema, pero las hechiceras no consiguieron sino preocuparla más, y al poco Niut comenzó a pensar que su marido tenía amantes.
Era creencia extendida que en la primera eyaculación del hombre, tras varios días de abstinencia, se encontraba la simiente capaz de dejar encinta a la mujer. Por ello, muchos viajeros, antes de regresar a su hogar, hacían un alto en alguna casa de la cerveza cercana para aliviarse, y así no preñar a su esposa cuando llegaran a su casa. Esta práctica era comúnmente aceptada por las damas que no querían tener más niños, y nadie se extrañaba por ello. Niut creyó que su marido era aficionado a tales prácticas, y se lo imaginó en brazos de alguna de aquellas mujerzuelas que solían frecuentar tales locales. Semejante vulgaridad le pareció insoportable, y por mucho que su marido le jurara por la enéada bendita que aquello era un disparate, Niut no le creyó, y su corazón comenzó a desesperarse.
Heny, que no frecuentaba ninguna casa de la cerveza, se abstuvo de viajar durante un tiempo para demostrar a su mujer que su simiente solo le pertenecía a ella, mas a pesar de las constantes cópulas que celebraban, Niut no se quedó encinta; para gran pesar de su esposo. Este comenzó a decirse que quizá su mujer fuera estéril, y ella pensó exactamente lo mismo de su marido, ya que en su familia las mujeres siempre habían sido fértiles.
Así pasaron dos años, durante los cuales aumentó la desconfianza entre los cónyuges, pues Niut estaba convencida de que si no daba un hijo a su esposo este acabaría por repudiarla, y terminaría en brazos de otra mujer.
Heny, por su parte, se aficionó a beber más de la cuenta, y empezó a ver en su esposa un bellísimo tesoro que nunca sería suyo por completo. Fue entonces cuando comenzó a buscar nuevas amantes.
Aquella noche, mientras Neferhor les hablaba, Niut sintió en su interior algo desconocido. Aquel tono cargado de razonamientos operaba en ella un efecto difícil de explicar. Se sentía embaucada ante aquella voz que les relataba historias de otros lugares, de otras gentes tan diferentes a las que ella estaba acostumbrada a tratar en Ipu. Su viejo amigo tenía la facultad de adormecer su voluntad como si se tratara de uno de aquellos magos que habitaban en los templos, para quienes no existían los secretos. Al observarlo, la joven pensó en los conocimientos que debía de atesorar s derataru invitado y recordó que ya de chiquillo era un niño inteligente. En un acto reflejo se mordió suavemente un labio. Neferhor estaba loco por ella en aquel tiempo, como bien sabía, aunque su natural timidez le hubiera impedido decírselo.
Durante aquella velada, Niut se percató al instante del efecto que causaba en él. Neferhor no desaprovechaba el momento oportuno para mirarla, con gestos calculados que captaron su interés. El escriba poco tenía que ver con su marido, ni con su fortuna. La riqueza que ambicionaba aquel hombre no era material, y sin embargo señoreaba entre los opulentos pues su mirada parecía ser capaz de desnudar el alma con facilidad.
Sus símbolos reales le daban un aire ciertamente poderoso, ya que portaba el sello del dios, Nebmaatra, para abrir cualquier puerta en el país de Kemet. Muchos de los visires y grandes prohombres de Egipto habían sido escribas reales, y Niut se convenció de que el antiguo meret bien podría convertirse en el futuro en visir o virrey del país de Kush, pues notaba en él una fuerza que no era capaz de explicar y que la hizo fantasear de manera inesperada.
En el transcurso de la cena, Niut estuvo segura de leer en los ojos oscuros del escriba, una y otra vez, el deseo contenido, y ella se estremeció.
Heny empezó a dar cabezadas, como solía ocurrirle a menudo en los banquetes. Hacía un buen rato que se le trababa la lengua, y Niut sabía muy bien cómo terminaría la noche. La cena había resultado espléndida, con manjares propios de la mejor mesa, que su invitado no había perdido ocasión de alabar, aunque se mostrara comedido. Los pichones asados habían supuesto para él toda una bendición, como reconoció en varias ocasiones, pero el vino solo lo había degustado para hacer los honores a sus anfitriones con los repetidos brindis que propusiera Heny.
Neferhor guardó las formas lo mejor que pudo. Su amigo e Iki hacía muchos años que habían quedado atrás, y a medida que avanzó la velada se dio cuenta de que no había demasiados temas de los que hablar. Más allá de la evocación de los viejos tiempos y los chismes de Malkata, la conversación carecía de interés, y el escriba prefirió circunscribirse a lo que le proponían sus viejos amigos. El bueno de Heny apenas sabía leer, aunque Niut hubiera aprendido a hacerlo de forma elemental. Claro que tampoco lo necesitaba, pues había que reconocer que la belleza de esta le desasosegaba sin remedio. Después de siete años sus caminos habían discurrido por lugares que en nada se parecían, aunque de ello nadie fuera culpable.
El escriba se sorprendió de la frialdad que se demostraban sus anfitriones, y no acertó a comprender algunos reproches que se dirigieron; pero él poco sabía del amor, y mucho menos del matrimonio, por lo que supuso que todo se debería a alguna disputa como las que recordaba haber presenciado entre su difunto padre y su hermana, que acostumbraba a reprender al viejo a la menor ocasión. Cuando su amigo empezó a balbucear y a atropellarse con frases inconexas, pensó que el vino ya había hecho su trabajo, y que haría bien en retirarse. Pero enseguida Heny comenzó a dar cabezadas, y al poco los sirvientes acudieron a sacarlo de la sala.
Cuando se lo llevaron, Neferhor hizo ademán de levantarse para despedirse de Niut.
—De ninguna manera —indicó esta muy digna—. Hoy eres el invitado de esta casa y espero que aceptes nuestra hospitalidad tal y como dictan las antiguas tradiciones. Después de tantos años sin saber de ti, deseamos que te quedes a pasar la noche. Además, será un honor alojar a un escriba real —concluyó, lisonjera.
Neferhor no pudo negarse al ofrecimiento, aunque por motivos que desconocía ardía en deseos de abandonar la casa. Era un impulso que le invitaba a hacerlo y que, no obstante, no pudo seguir ante los ruegos de aquella mujer a la que parecía imposible negarle nada. Sin embargo, tuvo el convencimiento de que se equivocaba al quedarse allí, y la sensación de que se arrepentiría.