VIII

JAQUE MATE

Querido Diario:

¿Qué opinas de los matrimonios entre distintas especies?

¡ES BROMA!

De todos modos, cuando pienso en algunos humanos, tengo que reconocer que Dhurrrkk representaría una gran ventaja. Claro que sería como seducir a un niño… porque no tiene más que diez años de los nuestros. Aunque los simius maduran antes que nosotros, aún es, en proporción, más joven que yo.

Hace dos semanas que nos conocemos y los dos hemos trabajado de firme en las lecciones de lenguaje. Pronto podré acercarme a la Primera Embajadora y decirle en un simiu comprensible:

—Saludos, honorable Rhrrrkkeet. ¿Cómo te encuentras hoy?

¿Acaso no será fantástico? Sobre todo si Dhurrrkk está a mi lado y saluda al tío Raoul en inglés.

El juramento que intercambiamos Dhurrrkk y yo empieza a pesarme. Jerry y Rob sospechan que los simius nos esconden algo, y anoche me preguntaron si yo tenía alguna idea de lo que podía ser. Como es lógico, les contesté que no. Pero sentí remordimientos.

Durante nuestra conversación, Jerry señaló algo que se me había escapado, y es que la tecnología que hemos visto hasta ahora se encuentra al mismo nivel que la nuestra, o un poquitín por debajo. Entonces, ¿cómo han podido avanzar tanto en esas dos áreas: la referente a la velocidad de desplazamiento y la que concierne a las transmisiones? Podría ser coincidencia, pero Jerry no lo cree. Rhrrrkkeet llevó a la tripulación del puente a visitar la estación espacial, y Paul pudo ver por fin el accionamiento de una de sus naves.

Según dijo, algunas partes de aquel accionamiento sólo tienen una semejanza superficial con el resto de la tecnología simiu. Lo definió como encontrar una memoria de cristal criogénico acoplada a un vetusto ordenador de fichas perforadas.

¿Qué ocurre aquí? ¿Y por qué?

Estuve tentada de preguntárselo a Dhurrrkk. Pero él me lo diría bajo juramento de silencio y entonces tendría una cosa más que ocultar. Bastante me cuesta no delatar que entiendo el simiu sin necesidad del traductor electrónico.

Las «horas sociales» siguen siendo un éxito, y ayer el tío Raoul dijo que, a partir de ahora, todos pueden asistir. Joan está enseñando a varios simius a jugar al ajedrez. Les chifla.

De todos modos, el tío Raoul no suprime esa maldita norma que obliga a que un miembro de la tripulación esté armado cuando haya simius a bordo. Yo le hablé de eso. Él me escuchó con mucha amabilidad, y luego se desentendió de mí. El juramento me impidió decirle que sería desastroso que los simius adivinaran que los humanos llevan armas. Quedaríamos deshonrados para siempre a sus ojos.

Últimamente, Rob y yo pasamos mucho tiempo juntos. Está conmigo más que con Yoki. ¿No es una ironía? El muy cerdo sigue gastándome bromas y tratándome como si fuera su hermana pequeña, maldito sea.

Es duro trabajar con él. Tengo que controlar mis reacciones cada vez que me sonríe, que me dice que estoy muy guapa o me dedica cualquier cumplido. Lo peor es cuando me rodea los hombros con el brazo como ha hecho ya un par de veces. Porque, en el momento en que me toca, se me derriten los huesos y me apoyaría en él. Tengo que hacer un esfuerzo para no ponerme rígida y apartarme con brusquedad. Cualquiera de estas reacciones me delataría y sería tan humillante que no quiero ni pensarlo.

Ya estoy otra vez hablando de mis penas, a pesar de que me había propuesto evitarlo, ya que sólo sirve para deprimirme. Probablemente, es el efecto de trabajar tanto en el programa de traducción… O tal vez se deba a cansancio físico por pasar varias horas al día en el túnel con ese aire tan cálido y húmedo y esa gravedad tan acentuada (la de Jolie es ligeramente inferior a la de la Tierra, es decir, algo menos de 1 G, por lo que es posible que yo lo acuse más que los terrestres)… O será quizá que tiene que venirme la regla.

Pero, al menos, dentro de una hora podré ver a Dhurrrkk.

La «hora social» estaba en su apogeo. Por primera vez, se hallaban presentes toda la tripulación franca de servicio de la nave Désirée y unos veinte simius. Las dos especies estaban entremezcladas, charlando a través del electrotraductor, y había mucho ruido y animación. Dhurrrkk y Mahree se encontraban junto a la pared, observando a la primer oficial que daba una lección de ajedrez a un joven simiu llamado Khrekk.

—¡No, no! El alfil se mueve así, en diagonal. ¿Ves?

Joan hizo una demostración. Su contrincante la observaba con grandes ojos violeta. Entonces situó la pieza en una posición más ortodoxa.

—Sí, eso es —aprobó Joan—. Pero este movimiento deja a tu alfil en una mala situación. Mira lo que le pasa cuando yo muevo mi torre.

El alienígena observó con evidente pesar cómo la primer oficial capturaba su alfil descarriado.

—Ahora te toca a ti otra vez —invitó Joan.

Khrekk le lanzó una mirada hosca que ella, que estaba estudiando el tablero, no advirtió. Rápidamente, el simiu agarró una pieza al azar. Su maestra levantó una mano en señal de advertencia.

—Espera, Khrekk. Antes de mover, tienes que decidir si esta pieza es la que te interesa cambiar de posición y prever cuáles serán las consecuencias de ese movimiento para las demás piezas del tablero.

Con ademán lento, el simiu volvió a dejar la pieza donde estaba y examinó el tablero. Era evidente que le resultaba difícil seguir el consejo de Joan. Nervioso, con la cresta caída, manoseaba las hermosas piezas de madera talladas a mano.

—Khrekk no sabe perder —comentó Dhurrrkk a Mahree en un inglés con fuerte acento pero que se entendía muy bien; luego, agregó en su propia lengua—: Su madre es miembro del Gran Consejo y él no ha tenido que sufrir casi ninguna adversidad en su vida.

—Eso se nota —dijo Mahree en voz baja y en simiu—. Está enfadado. Ojalá la tía Joan hubiera elegido hoy a otro alumno.

Con un gruñido, Khrekk dejó caer su reina al suelo y, al agacharse para recogerla, golpeó deliberadamente el tablero con el codo moviendo todas las piezas.

—¡Eh! —protestó Joan—. Ten cuidado. ¡Este juego pertenece a mi familia desde hace doscientos años!

Khrekk irguió el tronco y miró a Joan con gesto de desafío. Ella, con un visible esfuerzo, consiguió mantener la calma y dijo:

—Ya sé que ha sido un accidente, pero te ruego que tengas cuidado. Este juego de ajedrez tiene mucho valor para mí. —Con rápidos movimientos, volvió a situar las piezas en su sitio—. Sigue tocándote a ti.

Khrekk agarró airado su reina blanca y la colocó delante del rey negro de Joan. Luego, derribó la pieza de ébano tallado con el gesto tradicional que indica la derrota.

—No… ¡no! —Joan levantó la voz con impaciencia—. ¡No puedes dar mate de ese modo! Y, aunque fuera mate, la que tiene que conceder que he perdido soy yo. Tú no puedes derribar el rey del contrario.

Khrekk respondió con un enfático gruñido que podía traducirse por: «Claro que puedo».

—¡No puedes! ¡Va contra las reglas!

Joan estaba furiosa y ya no trataba de disimularlo.

Mahree, preocupada, intentaba llamar la atención de su tío; pero Raoul se hallaba embebido en una animada charla con la Primera Embajadora. La muchacha frunció el entrecejo, preguntándose si debía intervenir.

Mientras Mahree titubeaba, Khrekk se inclinó hacia delante y agarró el rey de ébano. Luego, con un solo movimiento de sus fuertes dedos, lo partió en dos.

La primer oficial lanzó un grito y se puso en pie de un salto. Se inclinó sobre el tablero y miró a su adversario echando chispas por los ojos.

—¿Cómo te atreves? ¡A eso se llama saber perder! —lanzó una risa áspera—. Dicen que tu pueblo tiene un código del honor. Lo que está claro es que tú no lo tienes.

—¡Tía Joan! —gritó Mahree, tratando de distraer a su tía.

«¡No te rías! ¡No le enseñes los dientes! ¡Y no lo mires fijamente!», le suplicaba en silencio. Dhurrrkk y ella fueron hacia los furiosos jugadores de ajedrez.

Khrekk se irguió hasta que estuvo casi nariz con nariz con Joan. Entonces lanzó un gruñido abriendo mucho la boca y enseñando sus enormes colmillos.

—¿Te atreves a desafiarme? —rugió.

Al ver ante sí aquellos relucientes y marfileños caninos, Joan dio un grito y retrocedió.

¡Mierda! ¡No te me acerques!

—Tía Joan —dijo Mahree asiendo por el codo a la aterrorizada mujer—. Tranquil…

Un pesado cuerpo empujó a Mahree por la espalda haciendo tambalearse a las dos mujeres. La chica dio un traspié y cayó, arrastrada por la fuerte gravedad.

—¡Es Simón! ¡Detenedlo! —oyó que gritaba Rob, frenético.

Viorst tropezó con Mahree al lanzarse sobre Joan buscando en su cadera. La primer oficial forcejeó, tratando de desasirse del enloquecido biólogo.

—¡Basta! ¡Es una orden, Simón!

—¡Van a matarnos a todos! —le gritó Viorst—. ¡Yo soy el único que los ve como son! ¡Tengo que impedirlo!

—¡Cuidado! —gritó Paul Monteleón—. ¡Le ha quitado la pistola!

—¡Detenedlo!

—¡Oh, Dios mío!

Los humanos iban de un lado a otro, presas de pánico. Muchos echaron a correr hacia la compuerta de la nave.

Mahree, jadeaba, tratando de recobrar el ritmo de la respiración. Ray Drummond hizo un intento por agarrar el brazo del biólogo. Pero Simón le lanzó un fuerte golpe con la izquierda que le hizo retroceder tambaleándose. Dhurrrkk fue a acercarse, y Viorts le dio un puntapié en un hombro.

Khrekk, con un gruñido, se precipitó en la mélée. La primer oficial, el biólogo y él cayeron sobre la mesa y la volcaron, así como las sillas. Quedaron revueltos en un amasijo de brazos y piernas cubiertos de tela o de pelo. Mahree oyó un chasquido como de madera al partirse y los gritos de angustia de Joan.

Cuando la joven se levantó, tambaleándose, Simón se apartó del grupo, rodando por el suelo y se puso en pie, empuñando el arma de Joan. Khrekk y Dhurrrkk, que ignoraban para qué servía aquel objeto, siguieron avanzando hacia él.

—¡Os mataré, os lo juro! ¡Conmigo no vais a poder! —jadeó Simón al tiempo que retrocedía. Mahree vio con horror cómo el biólogo soltaba el seguro y subía con el pulgar la palanca que regulaba la intensidad del arma, hasta el tope.

Los gritos de Joan se redujeron a quejidos jadeantes.

—¡Simón, no! —ordenó Raoul y, con una seña, indicó a Jerry y a Paul que retrocedieran—. ¡Basta! ¡Por Dios, que estamos en el túnel! ¡Si disparas y haces un agujero en la pared, moriremos! —miró en derredor a los miembros de su tripulación—. ¡Atrás todos! ¡No se muevan!

Dhurrrkk y Khrekk seguían avanzando a cuatro patas.

Simón caminaba hacia atrás. Chocó con la pared del túnel sin dejar de mover la pistola furiosamente.

—¡Basta! ¡Dispararé, sí! ¡Atrás, Ray! ¡No, Jerry! ¡No puedo consentir que me detengáis! ¡Vosotros no podéis verlos como yo!

Pálido y con los ojos febriles, agitaba el cañón del arma apuntando a los simius o a Drummond, que era el que estaba más cerca. Ray, Jerry y Paul, que se disponían a saltar, vacilaron al escuchar la orden de Raoul.

Mahree detuvo a Dhurrrkk con un ademán y, rodeando una de las sillas volcadas, se acercó a Simón por un lado.

—Simón, soy Mahree —le dijo en tono muy suave, mientras avanzaba despacio; extendió la mano—. Dame el arma. Ellos ni siquiera saben lo que es. ¡Tú no querrás cometer una terrible equivocación!

—Nos matarán —insistió él—. Tengo que impedírselo.

Pero empezaba a vacilar.

—¿Por qué hace eso? —preguntó Dhurrrkk.

Al oír el sonido grave y líquido de las palabras del alienígena, las cuales no podía comprender, Simón gritó:

—¡No! —Su dedo se contrajo inexorable sobre el gatillo.

—¡Simón! —Mahree se lanzó encima del brazo de Viorst y le dio un empujón en el momento en que él disparaba. La descarga de energía ionizada silbó sobre el hombro de Khrekk; luego, hizo un giro brusco junto a Mahree y chocó con la pared. Se oyó un sordo chasquido al perforarse el material del tubo, seguido del alarido penetrante del aire que es absorbido por el vacío.

Cuando la descarga del arma casi rozó la cabeza de Mahree, a la chica le pareció que cada una de las células de su cerebro era aplastada y retorcida. Con un grito ahogado, se desplomó.

En los segundos que siguieron, advirtió, de forma vaga, una estampida de seres empavorecidos, que corrían gritando de terror. Mahree también hubiera gritado, de haber tenido fuerzas para ello. Le parecía que iba a estallarle la cabeza, y el dolor le nublaba la vista.

Aturdida y mareada, trató de no perder el conocimiento mientras la fuerza de la atmósfera que se precipitaba hacia el vacío exterior por aquel boquete del tamaño de un puño, empezaba a arrastrar su inerme cuerpo por el suelo. El aire estaba poblado de objetos: hojas de ordenador, el arma de Joan, piezas de ajedrez y almohadones. El agujero se agrandaba a medida que las cosas salían por él. Muy pronto, todo el túnel cedería.

Aquel huracán provocado comprimía los pulmones de Mahree, haciendo dolorosos sus esfuerzos por respirar. Se agarró a una silla. Pero no era lo bastante pesada para impedir que el viento siguiera arrastrándola, así que la soltó.

Vio a Ray Drummond deslizarse por su lado, a gatas, agarrar algo y dejarse arrastrar otra vez. Cuando llegó a la pared, el ayudante del jefe de máquinas, se puso en pie con gran esfuerzo y apoyó el objeto rígido y plano en la pared del tubo. Resistiéndose con todas sus fuerzas a la atracción del vacío, deslizó la forma cuadrada hasta colocarla sobre el agujero, que tenía ya el tamaño de una cabeza. El fuerte silbido cesó de repente y quedó reducido a un sordo siseo.

Mahree parpadeó. Al fin consiguió enfocar la visión. El objeto que cubría el agujero era el preciado tablero de ajedrez de mármol, propiedad de Joan.

Oyó gemir a su tía. Estaba tendida cerca de ella, con el brazo doblado de una manera extraña. Algo húmedo y rojo asomaba de un ángulo que no tenía que estar allí. La sangre formaba un surtidor encarnado.

—¡Que alguien traiga mi equipo de urgencia! —gritó Rob corriendo al lado de la mujer que sangraba—. ¡Yoki, mira si Mahree está herida!

Simón se hallaba sepultado debajo de Yoki, Paul, Raoul, Ray y Azam Quitubi. La sobrecargo, al oír la orden de Rob, empezó a retorcerse para salir del montón, dejando a Viorst vigilado por los hombres. El biólogo hipaba y sollozaba cuando lo sentaron, sujetándole los brazos a la espalda. De pronto, Raoul lo soltó. Se desplomó en el suelo, atontado. Entonces empezó a jurar entre dientes en una mezcla de francés e inglés.

—¿Amiga Mahree? ¿Estás herida? —Unas manos peludas le dieron la vuelta con suavidad, y vio a Dhurrrkk que la miraba preocupado. Al principio, Mahree no le entendía, hasta que se dio cuenta de que, por primera vez, se había dirigido a ella utilizando la fórmula «familiar», reservada a los consanguíneos y a los amigos íntimos.

—¿Estás bien, cariño? —preguntó una voz.

Mahree giró el rostro muy despacio y vio a Yoki arrodillada a su lado. Consiguió mover la cabeza y hacer un gesto afirmativo.

—¡Gracias a Dios, Mahree…! Creí que ese estúpido te había matado.

—Estoy bien —murmuró Mahree, preguntándose si sería verdad. Experimentaba una sensación extraña. Como si la cabeza le pesara una tonelada y, al mismo tiempo, fuera a escapársele de los hombros y a salir volando. Le resultaba doloroso respirar.

Oprimió débilmente el brazo de Dhurrrkk.

—Ve a ver cómo está Khrekk —dijo—. Anda…

El alienígena asintió.

—Así lo haré. Has demostrado gran valor, amiga Mahree. A diferencia de otros de los tuyos. —Lanzó una mirada de furor a Simón—. En este día, te has comportado con gran honor.

Y Dhurrrkk se fue.

—Ha dicho que eres muy valiente, cariño. Y que te has portado con honor —explicó Yoki, sin advertir que la muchacha había entendido al simiu sin necesidad de mirar el monitor.

Mahree asintió mordiéndose los labios para reprimir un gemido. Una voz interior le gritaba que Simón había atacado a Khrekk con un arma, a la vista de una veintena de simius. La voz decía en tono plañidero que todo estaba perdido; pero Mahree se resistía a escuchar; se resistía a dejar brotar las lágrimas que pugnaban por salir. Le parecía que si cedía al dolor, aunque no fuera más que un segundo, no podría detener el llanto nunca más.

Se incorporó. Cerró los ojos cuando el túnel empezó a dar vueltas en un borroso torbellino blanco manchado de rojo.

—¿Y Khrekk? ¿Lo ha matado Simón?

—No lo creo. Le oí gemir, o sea que respira. Ahora le ayudan a levantarse. Puede andar.

Mahree abrió los ojos y, poco a poco, el entorno dejó de girar. Vio que el grupo de simius, apoyando a una figura peluda que se tambaleaba, desaparecía por la compuerta de la estación espacial.

—Dios mío —suspiró—. Esto parece una pesadilla.

—¿Raoul?

Las dos mujeres se volvieron hacia donde Paul Monteleón apartaba con precaución varios muebles volcados. Alguien yacía debajo, casi sepultado por hojas de ordenador, una otomana simiu, una mesa y una silla. El jefe de máquinas palideció.

Mon Dieu!

Lamont se acercó apresuradamente a Monteleón gritando:

—¡Doctor! ¡Doctor!

—Un segundo —pidió Rob apretando los dientes mientras hacía rápidas manipulaciones en su paciente, que se hallaba sin conocimiento y tenía salpicaduras de sangre en la cara, en una siniestra imitación de pecas—. Casi he conseguido reducir el desgarro. —Segundos después gritaba—: ¡Yoki, vigila a Joan!

Asiendo rápidamente su equipo de primeros auxilios, el médico corrió hacia donde estaban Paul y Raoul. Mahree vio que su espalda se ponía rígida.

—Dios mío —murmuró—. Ya es tarde. Ha muerto.

Raoul lo miró con incredulidad.

—¡Tiene usted que hacer algo, doctor! ¡Empiece la reanimación!

—Es inútil, capitán —dijo Rob suavemente—. No hay nada que hacer. —Sacó una placa sensora del maletín y la aplicó—. No existe actividad cerebral, ¿ven? Está muerto… Se ha desnucado.

—¡Por el amor de Dios! ¿Quién es? —gritó Yoki.

Rob tragó saliva.

—Es Jerry.

Raoul se puso las palmas de las manos sobre los ojos y se los frotó con furia. Su voz era un murmullo entrecortado.

Mon Dieu, il est mort… Seigneur… il est mort

A Mahree se le inundaron los ojos de lágrimas. «¡Jerry! ¡Jerry no, Dios mío! ¡Que no sea Jerry!» Acudieron a su memoria recuerdos del jefe de comunicaciones. En las semanas transcurridas desde que recibieron la señal de los simius se habían hecho amigos, y la noticia de su muerte era más dolorosa que la descarga de la pistola disruptora.

—¿Cómo ha sido? —preguntó Yoki alzando la voz—. ¿Alguien ha visto qué ocurrió?

—Yo lo vi un momento —dijo Azam Quitubi—. Fue cuando el tubo se agujereó y todos empezamos a bracear. Él y uno de los simius parecían tratar de sostenerse mutuamente. Pero… —vaciló y agregó de mala gana— también podían estar peleando. Todo era tan rápido que yo…

—No pongamos las cosas peor de lo que están —aconsejó Rob con voz tensa mientras examinaba el cadáver—. Con esta gravedad, una simple caída puede ser desastrosa… Sí, eso es lo que ocurrió. Se golpeó con esta silla que estaba volcada. La muerte fue… instantánea. —Le falló la voz y tuvo que hacer un esfuerzo para serenarla—. Ni se enteró.

El médico se puso en pie con movimientos inseguros y volvió junto a Joan.

—Necesitamos camillas —dijo a varios de los miembros de la tripulación de la Désirée que asomaban por la compuerta de la nave.

Mahree empezó a llorar.

Cherie… —dijo Raoul abrazándola—. ¿Seguro que no estás herida? Desde donde yo estaba me pareció que Viorst tenía que haberte volado la cabeza.

—Estoy bien —contestó la chica con voz apagada, enjugándose los ojos—. Te lo aseguro.

—Raoul —dijo Rob—, lleva a Mahree a la enfermería. Quiero examinarla en cuanto acabe con Joan.

Las palabras de Rob tuvieron el efecto de galvanizar a Raoul, que se puso en pie tambaleándose y se quedó mirando a su esposa.

—Se pondrá bien, Raoul —lo tranquilizó Rob, y acabó de hinchar un vendaje compresivo—. Fractura doble de cubito y radio, pero se curará.

Activó la camilla de emergencia y, entre Raoul y él, pusieron en ella a Joan. Entonces el médico sacó una sábana y cubrió con delicadeza el cadáver de Jerry Ciervoverde. Se arrodilló un momento al lado de su amigo con la cabeza inclinada.

Raoul se volvió de espaldas al médico. Su mirada tropezó con Simón, que seguía sollozando en manos de sus guardianes. La cara del capitán se ensombreció de ira. Agarró al biólogo por el cuello del mono y lo levantó.

Debout, espéce d’enfant de salaud! ¡Mira lo que has hecho! ¡Imbécil! ¡Jerry ha muerto por culpa tuya!

Viorst miró el cadáver envuelto en la sábana y el charco de sangre que se coagulaba en el suelo del túnel, y vomitó.

Mahree volvió la cara, pero no con la suficiente rapidez. El olor llegó hasta ella y las náuseas empezaron a sacudirla mientras lágrimas de desolación, pena y vergüenza le resbalaban por el rostro. Sintió unas manos que le sostenían la cabeza y oyó la voz de Yoki.

—Pobrecilla…

—Lo siento —jadeó entre arcada y arcada—. No puedo… evitarlo.

—Claro que no puedes —dijo Yoki en tono tranquilizador sujetándola durante otro espasmo—. Has sido muy valiente… cariño… una heroína… Si no es por ti, ese simiu estaría muerto.

Finalmente, la muchacha se desplomó en el suelo del túnel. De forma muy vaga, vio que miembros de la tripulación se llevaban la camilla de Joan y el cuerpo de Jerry hacia la nave. Le daba vueltas la cabeza y se sintió desfallecer.

Unos brazos fuertes la levantaron y se sintió acunada contra un pecho ancho. Abrió los ojos y vio la cara de su tío.

—Te llevaré a la enfermería —dijo.

—Puedo andar.

—No puedes —dijo él echando a andar hacia la compuerta—. Descansa, chérie.

—¡Raoul!

Era la voz de Yoki.

Lamont se detuvo y se volvió hacia el otro extremo del túnel. Mahree levantó la cabeza y vio que salían de la estación dos simius cubiertos con traje espacial, uno de los cuales llevaba una plancha para reparar el túnel. Mahree los vio acercarse al lugar en el que Paul Monteleón y Ray Drummond vigilaban el agujero cubierto con el tablero de ajedrez. La atracción del vacío exterior era suficiente para mantener el objeto firmemente adherido a la pared; pero ellos no querían exponerse a ningún riesgo.

—Yo… nosotros…, lo sentimos mucho —dijo Paul con frases entrecortadas cuando se acercaron los alienígenas—. Lamentamos vivamente lo sucedido.

Los simius no respondieron a las disculpas. Haciendo caso omiso de los humanos, trabajaban a su lado como si fueran dos objetos inanimados. Con movimientos precisos y pausados, uno retiró el tablero mientras el otro deslizaba la plancha en su lugar. Luego, el simiu dejó el tablero apoyado en la pared del túnel y Drummond lo recogió.

—¿Cómo está el herido, por favor? —preguntó Ray en tono suplicante—. Estamos consternados por…

El segundo jefe de máquinas se interrumpió al ver que los dos simius le daban la espalda y se ponían a trabajar en el parche.

—Déjelo, Paul —ordenó Raoul en tono triste—. Vengan los dos. Es inútil.

—Vamos, Mahree. —Le dijo Yoki, ayudándole a incorporarse en la mesa de reconocimiento de la enfermería—. Quítate esa ropa sucia, cariño. Rob vendrá en seguida.

Mahree hizo una mueca al levantarse lo suficiente para que la sobrecargo le quitase las prendas manchadas. Yoki la miró con gesto de preocupación.

—¿Aún te duele la cabeza?

—Como si me la golpearan con un martillo —respondió Mahree tendiéndose en la mesa con un suspiro—. Y Simón no contribuye a aliviarme.

Las dos oían al biólogo que estaba confinado bajo vigilancia en la sección de cuarentena de la enfermería. Viorst pasaba de accesos de llanto pidiendo perdón por lo ocurrido, a gritos de histerismo diciendo que lo perseguían los simius.

Yoki apretó su boquita carnosa.

—Si Rob no le da algo para que se calle, yo entro ahí y mato a ese cerdo.

Mahree la miró, sorprendida por tanta vehemencia.

—¡Pero…, Yoki! ¡Él no es dueño de sus actos! —protestó—. Da la impresión de que ha perdido el juicio.

—¿Sí? —dijo la sobrecargo escurriendo una toalla que había sumergido en agua fría y pasándola con delicadeza por la cara de su paciente—. ¿Que ha perdido la chaveta? ¿Y qué? Él tiene la culpa de que Jerry esté muerto y él nos ha metido en un buen lío. Que pague. Es muy cómodo eso de volverse loco para librarse de responsabilidades. ¡El muy jodido!

Mahree no sabía qué decir. Aquélla era una Yoki desconocida, dura e implacable.

—Anda, cariño, ponte esto.

La sobrecargo sostenía ante ella una bata de paciente.

A los pocos minutos, los aullidos de Simón cesaron de repente.

Cuando Rob Gable entró por fin en la habitación, tenía en la cara la expresión del hombre que acaba de ver destruida su mayor ilusión; pero apenas se acercó a Mahree esbozó una sonrisa de aliento.

—Eh… —dijo con dulzura—. ¿Cómo estás, heroína?

Le cogió una mano y deslizó los dedos hasta la muñeca, buscando el pulso.

—Estoy bien —respondió Mahree tratando de retirar la mano—. Lo único que necesito es un poco de descanso, Rob. No hace falta que te…

—Deja que eso lo decida yo, ¿de acuerdo? —dijo él abstraído, mirándola fijamente; le palpó la cabeza, introduciendo los dedos entre el pelo—. Hummmmmm.

—¡Estoy bien! —protestó Mahree mientras él empezaba a pasarle un bioscanner portátil por la cabeza y el torso.

La chica enrojeció cuando la mano de él le rozó un pecho; pero el médico no se dio cuenta, absorto como estaba proyectándole una luz en los ojos para comprobar la reacción de la pupila.

—Cuando veas dos dedos, avisa —dijo levantando el índice y acercándoselo a la nariz.

—Ya —dijo Mahree—. Estoy perfectamente. Acabo de decírtelo.

—Tonterías. Ves doble —le rectificó con naturalidad—. ¿Te zumban los oídos?

—No. Bueno… un poco. De verdad, estoy bien.

—Respira —le ordenó él como si no la oyera, mientras pasaba despacio el scanner por el pecho y la espalda—. Respira hondo.

Mahree hizo una profunda inspiración y empezó a toser. Las sacudidas que los espasmos le producían en la cabeza le hicieron gemir a pesar suyo.

—Hummmmmm… —Volvió a examinarle el fondo del ojo—. Eres una chica con suerte. Lo lógico es que te hubiera estallado el cerebro, pero no tienes más que una ligera conmoción. —La miró fijamente— Pero la cabeza te duele como si fuera a estallarte, ¿verdad?

—Sí.

—Quiero que te quedes descansando un par de días en la enfermería, donde pueda vigilarte. —Se volvió para buscar algo en su maletín—. Toma, esto te aliviará.

Mahree tragó dócilmente el medicamento y bebió el agua que Yoki le acercaba en una taza. El acto de tragar le provocó otro acceso convulsivo.

—Esa tos es por la descompresión —explicó Rob.

—Un poco más de agua, por favor. —Bebió con complacencia— Gracias. ¿Cómo está mi tía?

—Descansa. Raoul se encuentra con ella. Estará en perfectas condiciones dentro de unas semanas, con un par de horas al día en la unidad de regeneración.

—¿Y Simón? —preguntó Mahree.

Rob movió la cabeza con gesto sombrío.

—Le di un sedante. Raoul me ordenó que lo congelara lo antes posible. Está totalmente perturbado. Sufre paranoia y alucinaciones.

—El muy imbécil lo ha estropeado todo —se lamentó Yoki, furiosa—. Lástima que no se haya suicidado. Pasaremos a la Historia como la tripulación que se cargó el Primer Contacto, y todo por culpa de Viorst. Maldito sea una y mil veces.

La voz de Yoki era fría y cortante. Mahree comprendió que lo maldecía de todo corazón.

El médico se sentó en el borde de la cama de reconocimiento, abatido.

—Calma, Yoki. Simón no es responsable de sus actos. —Se paso la mano por el pelo y se mordió los labios—. ¡Mierda! En realidad, la culpa es mía. Debí advertir a Raoul que pusiera a Simón en hibernación antes de entrar en este sistema.

Mahree lo miró, compasiva.

—Tú no podías saber que iba a reaccionar.

—No debí arriesgarme —insistió el médico, furioso y apretó los puños— Pero habría jurado que estaba mejor. Que se adaptaba. ¡Que fuera capaz de eso, ni soñarlo!

—Lo hecho, hecho está —cortó Yoki—. No conseguirás nada dándote golpes en el pecho. Domínate.

Mahree miró a la mujer, impresionada por la brusquedad de su voz. «¿Cómo puede hablarle en ese tono si lo quiere?» De pronto, comprendió que Yoki no estaba enamorada de Rob Gable, ni lo había estado nunca.

—Nadie podía prever esto, Rob —dijo oprimiéndole el brazo como expresión de afecto.

Él agitó la cabeza con vehemencia, sin mirarla.

—Eso no es lo que importa, Mahree. El caso es que yo sabía que Simón era xenófobo y propenso a la paranoia, y nunca debí dejar que se acercara a los simius. Todo es culpa mía, incluso la muerte de Jerry.

Yoki suspiró e hizo un esfuerzo por mostrarse conciliadora. Puso la mano en el hombro de su amante y se lo sacudió un poco.

—Vamos, eres muy severo contigo mismo, cariño. Me dijiste que no tenías más experiencia psiquiátrica que la de la escuela. Eres muy joven. Te equivocaste. A todos nos ha ocurrido alguna vez.

Rob alzó la cabeza como si hubiera recibido una bofetada.

—¿Qué diablos tiene que ver la edad? —preguntó irritado.

Yoki dio un paso atrás apretando los labios.

—Lo siento, no quise decir eso.

—Me parece que sí. —La voz de Rob era extrañamente opaca—. Y, ¡maldita sea!, probablemente tienes razón. Pero no debiste decirlo.

La sobrecargo movió la cabeza, sin mirarle a los ojos.

—Bueno…, mira, todos estamos nerviosos. Ya hablaremos después, ¿de acuerdo?

Rob no dijo nada mientras Yoki salía. «Lo que hubiera entre los dos ha terminado», pensó Mahree. Le parecía que tenía que sentir una egoísta satisfacción, pero no era así. Estaba entumecida.

Al cabo de unos segundos, el médico aspiró de forma profunda y entrecortada y levantó la cabeza.

—Perdona —murmuró—. Tengo… Voy a ver a Joan.

Mahree lo sujetó por el brazo.

—¿Estás bien?

—Sí. Yo… siento mucho que hayas tenido que presenciar esta escena. Yoki y yo… en fin… —Se encogió de hombros—. Lo peor de todo es que tiene razón. Soy muy joven y en este caso me faltó experiencia para hacer un dictamen. Debí reconocerlo ante mí mismo y ante Raoul e insistir en que se pusiera a Simón en hibernación, por lo que pudiera ocurrir. —Al terminar la frase, tenía los ojos brillantes de lágrimas—. Y ahora, por mi causa, Jerry ha muerto. Y el proyecto de los simius ha fracasado. Nunca me lo perdonaré. —Tragó saliva, parpadeando y una lágrima le resbaló por la mejilla; la enjugó, violento y enojado—. Perdona.

—Rob —dijo Mahree suavemente, también entre lágrimas—, tienes que perdonarte a ti mismo. Cometiste un error, sí. Pero lo de Jerry fue un accidente. Yoki tal vez no se expresara con mucho tacto; pero tiene razón. Debes aceptar lo que ocurrió, tienes que admitirlo, o no nos servirás de nada. Y vamos a necesitarte. Vamos a necesitarte muchísimo. ¿Entiendes?

Él asintió. El movimiento hizo que le saltara otra lágrima.

Mahree le cogió una mano. Los crispados dedos se fueron relajando, y luego se cerraron con fuerza en torno a los de ella.

—Yo me creía tan listo —murmuró con amargura—. Creí que iba a poder curar a Simón; pero no pude, como tampoco pude curar a todos los que se perdieron durante la epidemia. —Lanzó una carcajada breve y áspera—. Se acabó el joven prodigio. Hablando de ruinas… —Se enjugó los ojos con la manga, asiéndose a la mano de Mahree como a un salvavidas.

Permanecieron un rato en silencio y Rob se volvió a mirarla.

—Lo que hiciste hoy es el acto más valeroso que he visto en mi vida —dijo.

Ella le sonrió con labios temblorosos mientras se secaba las lágrimas de un manotazo.

—Lo hice sin pensar —contestó—. Sólo es valiente el que hace las cosas después de pensarlas.

Él miró sus manos enlazadas.

—Tonterías. Ese simiu te debe la vida. Y yo también te debo algo. Si no hubieras estado aquí ahora mismo, yo… —agitó la cabeza aspirando con fuerza—, no sé lo que hubiera hecho.

Mahree le apretó la mano.

—Tonterías —dijo a su vez remedando el tono de él—. No me debes nada. Somos amigos. Y los amigos están para eso, ¿no?

Rob asintió y la atrajo hacia sí. Mahree apoyó la cabeza en su hombro, cerrando los ojos con un suspiro.

Al cabo de un momento, él se agitó y la soltó.

—Tengo que ir a ver a Joan y a preparar a Simón para hibernación. Estaré ahí al lado. Si me necesitas, toca el timbre, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —asintió ella.

—Hace más de una semana —dijo Raoul Lamont con énfasis—, y todavía no hablan con nosotros. Empiezo a pensar si no deberíamos soltar amarras y salir de aquí.

Rob suspiró. Él había llegado a pensar lo mismo durante aquellos largos días. «Maldita sea, algo tiene que poder hacerse. Alguna forma debe de haber para conseguir que nos escuchen».

Miró las caras crispadas de Joan, Paul y Mahree, sentados alrededor de la mesa más grande del comedor.

—Quizá Paul y yo deberíamos intentar otra vez entablar diálogo con los guardianes de su compuerta —apuntó el médico—. Si pudiéramos hablar con Rhrrrkkeet.

—Lo he intentado dos veces, Rob —dijo Joan Atwood—. Esos guardianes no llevan el dispositivo de traducción, por lo que no se les puede preguntar por nadie. —La primer oficial llevaba el brazo en un aparato compresor, y su cara mostraba huellas de sufrimiento y tensión—. Han cortado con nosotros, tenemos que reconocerlo. Deberíamos marcharnos mientras podamos.

Rob suspiró y relajó el tronco mostrando las palmas de las manos en ademán de abandono.

—No estoy de acuerdo, pero la verdad es que no se me ocurre ninguna alternativa.

—Yo creo que deberíamos esperar unos días —sugirió Paul Monteleón—. Tendrán que volver a hablar con nosotros, aunque no sea más que para pedir que nos larguemos.

La luz del techo acentuaba las arrugas de su cara y hacía que su cabello rojo pareciera más pobre todavía. El zafiro de la estrella que llevaba en el lóbulo de la oreja izquierda emitía leves fulgores.

—Además —prosiguió—, Mahree está preparando un mensaje para el centro de comunicaciones de la estación que pronto se hallará terminado.

—¿Qué dice el mensaje? —preguntó Joan.

Paul se encogió de hombros.

—Pregunte a Mahree.

Todos los ojos se volvieron hacia la muchacha, la cual se retorcía las manos en el regazo con evidente malestar.

—Ya, pues… es complicado —dijo hablando con mucha lentitud—. Es muy delicado encontrar las palabras adecuadas. Es… es una mezcla de explicación y disculpa. Pero no quiero hablar de ello hasta que esté concluido.

—¿Crees que podremos transmitirlo mañana? —preguntó Raoul.

Ella movió la cabeza como si se sintiera atrapada.

—Yo… bueno, por varias razones, no podré enviarlo si antes no hablo con mi amigo Dhurrrkk. Quizás a mí me dejarán entrar.

Lamont movió negativamente la cabeza.

—No; no me parece prudente. Creo que debemos esperar a que ellos den el primer paso. —Entornó los ojos escrutando la cara ojerosa y afilada de su sobrina—. ¿Te encuentras bien, chérie? —Miró a Rob—. ¿Seguro que está bien?

El médico asintió.

—Por lo menos, físicamente. La di de alta anteayer para que pudiera asistir al funeral de Jerry. Tiene órdenes de no cansarse —agregó paseando la mirada por sus compañeros—. La verdad es que ninguno de nosotros parece rebosante de salud.

Raoul se encogió de hombros.

—Cierto. En fin, me parece que deberíamos…

—¡Capitán! —Azam Quitubi le llamaba desde la entrada del comedor—. La Primera Embajadora está en la compuerta, y solicita hablar con usted.

Las pobladas cejas de Raoul se alzaron en su ancha frente.

—¿Está? Bien, hágala pasar en seguida.

Momentos después, la enviada simiu llegaba acompañada por dos de sus congéneres a los que Rob creyó reconocer. Raoul se arrodilló para situarse cara a cara con la Primera Embajadora e hizo el ademán de saludo, siendo imitado por todos los humanos presentes.

—Honorable Rhrrrkkeet —dijo el capitán, y se detuvo, evidentemente desconcertado.

Como de mala gana, según le pareció a Rob, los simius devolvieron el saludo. Al cabo de unos instantes, Rhrrrkkeet empezó a hablar.

—Honorable capitán Lamont. Lamento mucho que ahora tengamos que conversar sobre temas desagradables, pero es inevitable.

—Comprendo —admitió Raoul—. Quiero que sepas que lamentamos muchísimo lo ocurrido.

La enviada simiu asintió.

—Nosotros también lo lamentamos. Pero «lamentar» es inútil cuando no mueve a la reparación y recuperación del honor. Nuestros dos pueblos han sido deshonrados por los actos irreflexivos de nuestros subordinados.

—Hum…, sí —convino Raoul—. ¿Cómo se encuentra el honorable Khrekk?

La Primera Embajadora estaba violenta.

—No se puede asociar honor al nombre de Khrekk hasta que se decidan y apliquen las debidas reparaciones.

—¿Dices que Khrekk está deshonrado? —preguntó Raoul—. Eso significa que sigue vivo.

—Naturalmente que está deshonrado —Rhrrrkkeet asintió— La adopción de actitudes violentas y los daños a la propiedad infligidos por Khrekk están absolutamente prohibidos. Son afrentosos. Físicamente se halla recuperado de los efectos de vuestra… —desvió la mirada como si sintiera una irreprimible náusea— vuestra arma.

Raoul miró a Rob que estaba a su lado. Desconectó el traductor.

—¿Y ahora? —susurró.

—No hable más de Khrekk. El tema les duele, eso se nota. Tenemos que averiguar cuáles son esas «reparaciones» de las que ella habla.

—¿Cómo se lo pregunto?

El médico reflexionó un momento.

—Diga que espera que nuestros dos pueblos puedan recobrar el honor, a fin de reforzar nuestra mutua amistad.

Raoul volvió a conectar el traductor y expresó los sentimientos apuntados. Mientras el capitán hablaba, Rob creyó apreciar un brillo de satisfacción en los ojos de la Primera Embajadora. La jefa simiu asintió entusiasmada.

—Entonces, ¿estáis dispuestos a trabajar con nosotros para reparar el honor?

—Sí —dijo Raoul sin titubear.

La cresta de Rhrrrkkeet se irguió.

—¡Sabía que podía contar con vuestro honor! ¿Prefieres elegir a los contendientes o lucharán aquellos cuyo honor debe lavarse? Debo decir que Khrekk aspira a restaurar por sí mismo el honor de su clan y su estirpe, así como el suyo, por lo que me ha pedido que procure evitar la designación de representantes o depositarios del honor.

Raoul parpadeó mientras el torrente de palabras cruzaba veloz su monitor.

—Oh, oh… ¿Le parece que habla de lo que a mí me parece que habla? ¿Un combate singular o algo por el estilo?

—Desde luego, ésa es la impresión —contestó Rob, desolado.

—Te ruego que me expliques la forma en que propones que se realice esta reparación del honor, honorable Rhrrrkkeet.

La simiu dijo despacio:

—A pesar de la gravedad de la ofensa, a pesar de que se usó… un arma… no creo conveniente un enfrentamiento a muerte. Considero que bastará una prueba de fuerza a primera sangre. Dispondremos una arena del honor aquí, a bordo de la estación, ya que la cuarentena que nuestras autoridades sanitarias han decretado para vuestro pueblo aún no ha terminado.

Lamont lanzó al doctor una mirada sombría.

—Si no entiendo mal, has dicho que un miembro de tu pueblo, Khrekk, al que hirió Simón Viorst, desea librar un combate físico con un miembro de mi pueblo, para recuperar su honor, ¿no es así?

—Sí, así es. Khrekk desea enfrentarse con Simón Viorst para recuperar el honor.

—Bien, en primer lugar, nosotros no resolvemos los problemas por medio de combates, honorable Rhrrrkkeet —informó Raoul—. Y, en segundo lugar, Simón Viorst está enfermo. Aquel día no era responsable de sus actos.

La cresta de la Primera Embajadora se desplomó.

—¡No tenía daño, yo lo vi y no había marca alguna en él! —Las aletas de la nariz le temblaban de indignación—. ¿Cómo puedes decir que no era responsable? ¿No empuñó el instrumento del deshonor? ¿No lo descargó contra mi pueblo?

Raoul desconectó el traductor.

—Está mosqueada —murmuró—. Al parecer, hemos violado uno de sus tabúes más sagrados por el simple hecho de portar armas.

«Se lo advertí», pensó Rob; pero no dijo nada, recordando que Raoul no le había hecho ni el menor reproche por no haber sabido evaluar del modo adecuado el estado mental de Simón.

—Honorable Rhrrrkkeet, ¿puedo hablar? —pidió.

Ella inclinó la cabeza con gesto benévolo.

—Adelante, honorable sanador Gable.

—Antes que nada, deseo explicar que la enfermedad de Simón Viorst no es del cuerpo sino de la mente. Estas enfermedades hacen que la víctima no sea responsable de sus actos. E incapacitan tanto como una herida o una enfermedad física.

Rhrrrkkeet reflexionó.

—Nosotros hemos visto casos de esta irracionalidad en nuestro propio pueblo —dijo al fin—; pero sólo cuando el centro del pensamiento ha sufrido un daño físico. Yo nunca he oído nada de esa enfermedad invisible de la que me habla. Debe de ser peculiar de vuestro pueblo —hizo una pausa—. ¿Está causada por agente microbiano?

—Todavía no sabemos todo lo que se refiere a las causas de la enfermedad mental —explicó Rob—. Pero si lo que le preocupa es que se trate de algo contagioso que pudiera infectar a su pueblo, puedo asegurarle que no es así.

—Entiendo. Bien, en tal caso, habrá que elegir a un depositario del honor para el combate.

—Eso de ninguna manera —protestó Raoul—. Mi pueblo no resuelve los problemas de ese modo.

Los ojos de la enviada brillaron de cólera.

—¿Cómo los resuelven entonces, honorable capitán Lamont?

—Pidiendo perdón. Decimos que lo lamentamos. Simón es incapaz de hablar por sí mismo y nosotros hablamos por él.

—¡Palabras! —exclamó ella frunciendo los labios con desdén—. ¿Sólo palabras? ¿Qué reparación pueden dar las palabras?

—Uno de mis hombres ha muerto —dijo Raoul con voz tensa— ¡No pienso arriesgar a otro sólo para satisfacer vuestro concepto del honor! ¡No se os oculta que físicamente no podemos medirnos con vosotros, a no ser que estemos armados!

Ella irguió el tórax.

—¿Te refieres a esa… arma? ¿A la cosa que hirió a Khrekk? —Y agregó sin esperar la respuesta de Lamont—: Quizás en vuestro mundo el honor se repare de otra manera. ¡Pero nosotros no podemos consentir el empleo de armas! ¡Esta transgresión mancillaría nuestra arena para siempre!

—¿Vosotros no tenéis armas de ninguna clase? —preguntó Rob incapaz de imaginar esa posibilidad.

La cresta de Rhrrrkkeet se alzó orgullosa.

—Nosotros, los… —el símbolo del nombre con el que los simius designaban a los individuos de su especie cruzó la pantalla—, lo único que utilizamos, y muy rara vez, son los rayos tranquilizantes para controlar a las muchedumbres en caso de catástrofe natural. Nosotros vamos provistos de armas naturales, las únicas que se necesitan o se permiten en la arena del honor.

Rob pensó en los colmillos de los machos y en la fuerza de las manos y pies de los alienígenas, armados de duras uñas, y comprendió que un humano sin armas no resistiría frente a un simiu adulto más que unos segundos.

Sintió el impulso de levantarse y marcharse de allí. «No hay manera de salir de este embrollo que no hace más que liarse cada vez más… ¿Qué diablos vamos a hacer?»

Al parecer, la Primera Embajadora también había reflexionado, porque dijo:

—Dices verdad cuando hablas de la desigualdad física de nuestras especies. Quizá podamos convencer a Khrekk de que su honor puede repararse por medio de un encuentro ritual.

—¿Qué es un encuentro ritual? —preguntó Raoul.

—Haré aparecer las imágenes en vuestras pantallas.

Mahree tiró de la manga a su tío.

—¡Creo que debes aceptar, tío Raoul! —susurró; pero él le lanzó una mirada que la redujo al silencio.

Todos los presentes se volvieron hacia la gran pantalla del comedor.

Aparecieron las imágenes de dos simius grandes y fuertes que iban al encuentro el uno del otro en un ruedo al aire libre. Los contendientes se sentaron con la cresta rígida, enseñando los dientes con la mueca ritual. A continuación, cada uno de ellos dirigió un discurso a la concurrencia que contemplaba el encuentro desde un graderío. La ceremonia hizo pensar a Rob en Espartaco, una de sus películas históricas favoritas.

De pronto, los simius, con una rapidez que hacía imposible seguir sus movimientos, saltaron el uno sobre el otro y rodaron una y otra vez, gruñendo en lo que parecía una mezcla de lucha humana y riña de gatos. De pronto, como obedeciendo a una señal, las poderosas fauces de los contendientes se abrieron y los dientes se hundieron en el grueso pelo del cuello…

—Es suficiente —dijo Raoul con voz helada—. Ya basta, por favor.

La Primera Embajadora detuvo la grabación.

—Éste es un encuentro ritual —dijo—. Como habéis podido ver, no hay peligro para los participantes.

—¡Yo no he podido ver nada de eso! —gruñó Raoul—. ¡Nunca consentiré que uno de los nuestros entre en vuestra arena para un acto semejante!

—¡Tío Raoul, por favor! —Mahree se puso en pie e hizo un rápido saludo a la Primera Embajadora—. Dile que sí, por favor. Yo me ofrezco a ser depositaría del honor. Dhurrrkk puede ser mi contrincante. Él nunca me haría daño… ¿No os dais cuenta? Todo es simbólico, como… como un combate en un ballet.

Raoul se volvió hacia su sobrina. Rob no podía ver su expresión, pero lo que Mahree apreció en la cara del capitán le hizo encogerse sobre sí misma.

—No —dijo Lamont con suavidad—. Rob, acompáñala a su camarote, por favor.

—Vamos, Mahree —dijo el médico cogiendo del brazo a la muchacha y tirando de ella hacia la puerta.

Cuando llegaron a ésta, él oyó que la Primera Embajadora volvía a hablar y observó la traducción en su monitor.

—Honorable capitán Lamont, a causa de la dependencia de las armas para la lucha, vuestro pueblo ha perdido honor a los ojos del mío. Esta negativa hará que acaben de perder el respeto a los humanos. ¿No quieres pensarlo?

Rob vio a Raoul mover la cabeza negativamente, con expresión grave e implacable.

—No quiero pensarlo.

Rhrrrkkeet se sentó con el cuerpo erguido, adoptando la más formal de las posturas simius.

—En tal caso, capitán Lamont —Rob observó que suprimía el «honorable»—, no hay más que hablar.

Rob empezó a avanzar por el corredor, remolcando a Mahree que se resistía. La asía con fuerza y sabía que le hacía daño.

—¡Déjame, Rob! —suplicó ella—. Yo puedo arreglar esto, lo sé. ¡No estaré en peligro, te lo aseguro!

Al llegar a la puerta del camarote, él se volvió a mirarla. Estaba tan furioso que tuvo que hacer un esfuerzo para no zarandearla.

—¿Quieres callar, idiota? ¿Te has creído que yo iba a dejarte hacer eso aunque Raoul no se opusiera? ¡Por Dios, Mahree, se muerden en la garganta! ¿No lo has visto?

—¡Sí! —gritó ella a su vez—. Pero yo podría ponerme una defensa en el cuello para que Dhurrrkk pudiera seguir el ritual sin dañarme. —¡Ni siquiera se arañan la piel!

—Eso crees tú —dijo Rob secamente—. Mahree, antes de consentir que entraras en esa maldita arena, entraría yo. Tiene razón Raoul, la sola idea es una salvajada.

—Ellos piensan que los salvajes somos nosotros —gritó ella con vehemencia mientras se le llenaban los ojos de lágrimas de frustración—. Porque nosotros usamos armas. ¿Es que no te das cuenta? Nadie tiene razón y nadie está equivocado; sólo somos diferentes. No tenemos derecho a juzgar.

—Mira, si lo único que ha de satisfacer a los simius es despedazar a uno de nosotros para solaz suyo y escarmiento de la raza humana, me parece que tenemos pleno derecho a negarnos. Nos hemos mostrado conciliadores y hemos presentado disculpas a pesar de haber perdido a uno de los nuestros.

—Es que tú no entiendes —susurró ella, y una lágrima le resbaló por la mejilla—. A su modo de ver, son ellos los que se muestran conciliadores.

—Tienes razón —admitió él con sequedad—. No lo entiendo. Y es que yo no soy un maldito bárbaro. ¡Y si para entenderlo tengo que empezar a pensar como uno de ellos, olvídalo! —Se interrumpió, con la respiración jadeante; pero, al verla llorar, su expresión se suavizó—. Mahree… pequeña, perdona, no quería gritarte. ¿Por qué no descansas un poco? Te traeré algo para que te tranquilices. ¡Estás muy nerviosa!

—¡Y tú, Rob Gable —le apostrofó, furiosa, sin poder impedir que le temblara la voz—, eres un imbécil! ¡Vete a la mierda!

Mahree entró airada en el camarote. Rob, inmóvil en el corredor, oyó el chasquido inapelable del cerrojo.