III

UNA AGUJA EN EL PAJAR DEL ESPACIO

Querido Diario:

Cuando me enfado, lloro. Y, mientras tecleo esto, las lágrimas me corren por las mejillas. Nunca había estado tan furiosa.

Anoche me levanté y me fui a hacer compañía a Yoki durante la última parte de su guardia. Y, mientras todos estaban de espaldas, vi que una señal cruzaba la pantalla. ¡Yo sé qué la vi! Pero nadie me cree. Y la tía Joan no llegó a llamarme mentirosa; pero se le notaba que lo estaba pensando. Lo que hizo fue comentar que estar dos noches casi sin dormir nos habían puesto nerviosos a todos y estábamos expuestos a sufrir alucinaciones.

¡Maldita sea, estoy segura de que vi la señal!

No es que no me crea nadie… Rob me cree. Aunque no se puede decir que él sea imparcial, desde luego. Tuve que sorberme las lágrimas en la sala de control cuando el tío Raoul, Jerry, Paul y luego Rob, me miraban con tanto cariño, y con tanta conmiseración…

Por lo menos, el tío Raoul pidió a Jerry que programara un esquema de exploración en torno a las coordenadas que yo anoté (cuando se me ocurrió buscarlas, lo cual sucedió por lo menos uno o dos segundos después de que desapareciera la señal) y, lo que es más importante, ordenó que se prolongara la guardia de larga distancia hasta esta media noche. Se nota que él sí espera encontrar algo. No le ocurre lo que a Joan y a Simón…

—Ya lo tengo —informó Jerry—. Mira eso.

—¿Qué?

Cuantos se hallaban en la sala de control corrieron a la consola de comunicaciones. Rob, que dormitaba en el asiento del copiloto, giró con tanta brusquedad que se dio un golpe en la espinilla con el apoyapiés. Lanzó un juramento y se acercó a los demás cojeando.

En la negrura del osciloscopio se veían las líneas en zigzag color naranja. Jerry conectó el audio y unos leves zumbidos, entremezclados con parásitos y chirridos electrónicos, llenaron el puente.

—¿Tienes lectura de dirección? —preguntó Rob—. ¿Podemos localizar el origen?

Los dedos de Jerry volaron sobre el tablero de mando.

—¿Está conectada la grabadora? ¿Lo recibes todo?

—Puedes apostarte el culo, doctor —replicó Jerry con ardor—. ¡Y esta señal ha durado más de un minuto! Si recibimos lo suficiente para que el ordenador analice las dos grabaciones en busca de sonidos y diagramas similares… no te pares, señal… sigue llegando…

De pronto, Rob se acordó de Mahree. «Debería estar aquí. De no haber sido por ella, Raoul hubiera abandonado la búsqueda…»

Rob pulsó el intercomunicador, tamborileando nervioso con los dedos, mientras contemplaba las pantallas del puente, a proa, popa, babor y estribor. «¿Cuál será? —pensó mirando las estrellas. Unas eran grandes y brillantes, otras diminutas como puntas de alfileres sobre el negro satén del vacío. Siguiendo de nuevo la dirección del brazo de Sagitario hacia el centro de la galaxia, parecían una nube de luciérnagas multicolores—. ¿De cuál de ellas llegas? ¿A quién estamos escuchando?»

—Sí… —dijo una voz soñolienta.

—Ven en seguida, Mahree. Jerry ha recibido otra transmisión.

Un viva de entusiasmo fue la única respuesta. Rob, sonriendo, cerró el circuito y volvió a activarlo.

—¿Yoki?

—¿Sí, Rob? ¿Qué ocurre?

—Estoy en la sala de control. Jerry ha vuelto a captar la señal. Ven volando.

—¡Fantástico! Voy en seguida.

Rob, sin cesar de sonreír, volvió a la consola de comunicaciones y vio que la señal seguía cruzando el centro del osciloscopio.

—¿Qué haces ahora? —preguntó a Ciervoverde.

El jefe de comunicaciones movió la cabeza, absorto.

—Trata de triangular desde las tres posiciones registradas —dijo Raoul al médico—. Es como trazar líneas en el espacio. El punto de intersección es nuestro objetivo.

—Al menos en teoría —murmuró Jerry—. Pero la gravedad puede acentuar las ondas en el espacio. Si tenemos una estrella entre nosotros y su sistema…

El sonido de pasos precipitados hizo volver la cabeza a Rob. Mahree se encontraba detrás de él.

—Lo conseguimos —dijo dándole un rápido y fuerte abrazo— Jerry está tratando de localizarlos.

Cuando volvió a dejarla en el suelo, ella tenía los ojos brillantes y las mejillas muy coloradas.

—¡Oh, Rob, esto es fantástico!

La transmisión duró casi veinte minutos y cuando terminó todos los miembros de la tripulación habían tenido oportunidad de verla. Hasta Joan se vio obligada a reconocer que tenía que ser artificial, aunque insistió en que debía de tratarse de una especie de radiobaliza robot.

—Me parece que no veías visiones, Mahree —reconoció la mujer—. Siento haberte hecho pasar tan mal rato.

—Yo misma estaba empezando a dudar —repuso Mahree con una sonrisa mientras le oprimía el brazo a su tía con gesto cariñoso—. Lo que importa es decidir qué hacemos ahora.

—Haremos un análisis comparativo de estas ondas con el ordenador, para ver si partiendo de las tres posiciones podemos localizar…

Se interrumpió porque en aquel momento una serie de coordenadas empezó a desfilar por la pantalla del ordenador.

—Ya lo he encontrado.

—¿Dónde? —preguntaron todos.

Jerry estaba introduciendo órdenes y no respondió. Ante sus ojos apareció una vista tridimensional de su zona del espacio, con la situación de la Désirée indicada por un punto rojo destellante. En la pantalla, cerca de ellos, se había marcado un sistema.

—Ahí están, a unos cinco segundos de paralaje. —Las palabras de Jerry eran escuetas y concisas, pero no podía disimular la emoción—. ¡Y se encuentran prácticamente en nuestra trayectoria, capitán! Ni siquiera vamos a tener que desviarnos.

Todos se volvieron hacia Raoul que contemplaba perplejo la carta celeste.

—Que me ahorquen si creí que íbamos a llegar a encontrarlo.

—Bien, no sé a qué planeta corresponde —dijo Jerry tratando de aparentar modestia—; esto habrá que averiguarlo cuando lleguemos.

—Raoul —dijo Paul Monteleón con vehemencia—, nosotros vamos para allá, ¿verdad?

—¿Qué efecto tendrá en nuestras reservas de combustible una parada en esa zona? —preguntó el capitán.

La voz suave del larguirucho jefe de máquinas era incolora.

—Tendré que consultar el ordenador, desde luego. Pero supongo que no habrá inconveniente. No se aparta mucho de nuestro rumbo. Jerry tiene razón en eso.

—Si hemos llegado hasta aquí, me parece que sería una estupidez retroceder ahora —opinó Raoul.

Rob miró a Mahree y a Yoki y levantó el pulgar. Ellas le sonrieron muy contentas.

—¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar al sistema? —preguntó Simón Viorst manteniendo sus ojos verdes con una total carencia de expresión.

«Tengo que hablar con él —pensó Rob observando al jefe de la hidropónica. Las hermosas facciones de Viorst estaban muy pálidas bajo su pelo canoso—. Trata de disimular, pero está asustado».

—Unos diez días y medio —contestó Joan—. A máxima velocidad interestelar, desde luego.

—Si viajáramos a velocidad interestelar normal —explicó Paul—, ahorraríamos combustible y sólo perderíamos dos días.

—Sí, y de ese modo tendremos más tiempo para estudiar los análisis de estas transmisiones —dijo Jerry—. Así podremos hacernos una idea de qué es lo que hemos captado.

—¿Pero cómo va a procesarlo el ordenador? —preguntó Mahree.

Mientras tanto, Joan daba instrucciones para que la Désirée modificara el rumbo y la velocidad.

—No puede —respondió Jerry—. Pero sí puede analizar las señales y generar otras similares. El primer paso… es tratar de aislarlas y saber cuántas señales individuales hay y con qué frecuencia se repiten. Si se trata de un lenguaje y no de una especie de código, lo probable es que la distribución sea muy casual. Quiero decir que no hay más que recordar el viejo código Morse. En aquel código todo se reducía a puntos y rayas. En comparación, el lenguaje hablado tiene una variedad increíble.

—¿Y si es un verdadero lenguaje? —preguntó Yoki.

—Entonces podemos tratar de traducirlo. Al fin y al cabo, los arqueólogos pudieron descifrar lenguas muertas, como los jeroglíficos egipcios y los símbolos mayas.

—¿Existe alguna posibilidad de que lo que vemos tenga un componente visual —preguntó Mahree—, algo así como los videorrelieves?

—Desde luego, es posible —dijo Jerry—. Pero sin poseer una idea de cuáles son las imágenes visuales que pueden corresponder a esas transmisiones, estaremos a oscuras.

—Ya —reconoció Rob—. Quizá sea preferible tratar de analizar las transmisiones limitándonos a si representan un lenguaje hablado, si están generadas por una máquina o si son un código.

—Creo que dentro de tres días habremos adelantado algo en ese sentido —vaticinó Jerry.

—En aquellas películas parecía todo tan fácil… —suspiró Mahree.

—¿Tiene un momento, Simón? —preguntó Rob Gable en voz baja al hombre que estaba sentado en el comedor de la Désirée.

Simón titubeó.

—¿Es importante?

—Creo que sí. Pero si ahora está ocupado, lo dejamos para luego.

—¿Esta noche? —preguntó Viorst.

—No sé —dijo Rob—. Tengo una cita para la hora de la cena. Pero si ahora lo reclama su trabajo…

Sabía muy bien que el jefe de la hidropónica estaba franco de servicio; pero con tal de hablar con él se hallaba dispuesto a llamar a Yoki y anular la cita. Era importante lograr que Simón hablara con él. La chica lo comprendería.

—En fin, después de todo, supongo que lo mismo dará ahora que en otro momento —dijo el hombre al tiempo que hacía una mueca—. ¿Quiere que conversemos aquí?

—Bajemos al laboratorio de hidropónica. Deseo ver cómo están unas semillas que puse a germinar.

Viorst asintió secamente y los dos hombres salieron del comedor. Anduvieron en silencio por los corredores recubiertos de plastiacero (aquella semana estaban de color rosa pálido) hasta que llegaron a la escalerilla de la bodega donde se encontraban el sistema hidropónico y la zona de carga. En la escalerilla, la gravedad artificial estaba regulada a una sexta parte de lo normal; los dos hombres bajaron sin esfuerzo usando sólo las manos.

Cuando llegaron al laboratorio hidropónico, Rob se acercó a sus semillas. Después de ajustar el nivel de humedad en la germinadora, sacó un taburete e invitó al encargado de la hidropónica a sentarse en otro.

—Siéntese, Simón.

Viorst lo hizo con evidente nerviosismo.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué quería verme?

—Sólo deseo que hablemos un momento —dijo Rob con el tono de voz neutro y tranquilo que utilizaba en la Facultad en las sesiones de terapia—. Han pasado tantas cosas en estos dos últimos días que todos necesitaremos algún tiempo para acostumbrarnos. La gente dice que no puede dormir. En realidad, yo tampoco. De manera que estoy tratando de hacer una revisión general de la tripulación. ¿Usted cómo se encuentra? ¿Padece insomnio últimamente?

—Me parece que estoy bien —repuso Viorst encogiéndose de hombros.

—¿Pesadillas?

Los ojos verdes del jefe de la hidropónica se movieron inquietos.

—No; nada de eso.

—Bueno… La verdad es que no me sorprendería que las tuviera. La posibilidad de un primer contacto es muy impresionante, ¿sabe? Encontrarse con personas completamente distintas a nosotros…

—Querrá decir extraterrestres, no personas —le rectificó Viorst—. Lo que sean no tendrán aspecto humano.

—Es casi seguro que físicamente no se parecerán a nosotros; pero puede que, en el aspecto mental y emotivo, sean «personas».

Las bien dibujadas facciones de Viorst se contrajeron.

—Tal vez sí, tal vez no.

—Para usted, ¿cuál es la peor característica que podría tener un extraterrestre?

El jefe de la hidropónica reflexionó un momento.

—La invisibilidad, supongo. Que tuvieran la posibilidad de estar a tu lado y tú no te enteraras siquiera.

Rob parpadeó.

—Pero es posible que, incluso seres invisibles no sean hostiles, ¿verdad?

—Lo es —admitió Simón a regañadientes; dudó un momento y luego estalló—: ¿Eso es lo que usted piensa, verdad, doctor? Que se alegrarán de vernos, que todo será perfecto, ¿no? Pero supongamos que no es así.

—No sé —reconoció Rob—. Pero eso no lo sabremos hasta que nos hayamos presentado, ¿no cree? Y, si fueran realmente personas a las que prefiramos no volver a ver en la vida, siempre podremos advertir a la Tierra y a las colonias para que se mantengan apartadas.

—Eso en el caso de que vivamos para advertirles.

—Podría ser una buena idea lanzar una radiobaliza con una copia del cuaderno de bitácora antes de entrar en su sistema —sugirió Rob, pensativo—. Serviría de aviso a cualquier otra nave terrestre, si no vuelve a saberse de nosotros.

—Yo creo que lo mejor que podemos hacer es ir directamente a la Tierra y enviar a una fuerza expedicionaria bien entrenada, acompañada de una patrulla de soldados. —Los ojos del jefe de la hidropónica tenían una mirada dura—. Presentarnos así de improviso es ir en busca del peligro.

—Reconozco que sus argumentos son buenos —aceptó Rob—. Pero, en lugar de concentrarnos en que todo ha de ir mal, ¿por qué no dedicar la mitad del tiempo a pensar en la posibilidad de que esta experiencia sea positiva, que podamos encontrar a criaturas que tienen muchas cosas que enseñarnos?

—Me gustaría creerlo así. —Viorst parecía sincero—. No obstante considero que, si por fuera son diferentes, por dentro también lo serán.

—En eso estoy de acuerdo —dijo Rob estudiando los ojos de Viorst, su cara y sus manos, pero procurando que su mirada fuera natural—. Lo que ocurre es que diferentes no tiene por qué querer decir peores. Quién sabe, podrían ser más guapos que nosotros.

Viorst reflexionó.

—Es posible —admitió de mala gana.

Rob sonrió con aire tranquilizador.

—Quizás esté usted un poco preocupado por eso, Simón, lo cual no tiene nada de sorprendente… Sin embargo, preocuparse por algo que no ha pasado y que tal vez no llegue a pasar no es muy productivo.

Viorst lo miró furioso.

—No quiera darme lecciones, doctor. Bastante duro es tener que dejarse examinar por alguien que parece que todavía no se afeita.

Rob aspiró lenta y profundamente recordándose a sí mismo que no debía dejar que Viorst le ofendiera. El hombre estaba asustado, y eso lo convertía en irritable. «Ya tendría que estar acostumbrado a estos comentarios», pensó con amargura.

—Perdone si di la impresión de hablar con condescendencia —dijo con voz neutra—. Fue sin darme cuenta. ¿Me promete una cosa?

—¿Cuál?

—Pensar en lo que le he dicho. ¿De acuerdo? Otro día volveremos a hablar. Y quiero que, si esta noche no puede dormir, Simón, me lo diga. Yo le daré un sedante suave para que lo tome mañana por la noche. ¿Conforme?

—Conforme, doctor.

Rob saltó del taburete.

—Gracias por hablar conmigo.

Mahree se frotó los ojos con un leve gemido.

—Si miro una sola curva naranja más, me quedaré ciega. Llevamos horas aquí y no estamos más cerca de una respuesta que cuando todo esto empezó.

—Tienes razón. —Yoki se desperezó y su columna vertebral crujió— Mierda, quizá Joan tenga razón. Tal vez hayamos recibido señales de agujeros negros inteligentes.

—No hemos perdido el tiempo —dijo Jerry—. Algunos de los programas que hemos adaptado servirán después, cuando lleguemos allí. Tienes aptitudes para este trabajo, Mahree. ¿Por qué no me ayudas mañana a hacer un inventario de las constantes universales?

—Pues claro que te ayudaré —respondió Mahree, halagada, pues Jerry no era persona que prodigara los elogios—. Espero, sin embargo, que adelantemos un poco más que con estas transmisiones.

—Algo se ha adelantado —comentó Rob—. Estamos casi seguros de que cada una de las transmisiones fue hecha por una voz diferente. Y el ordenador ha registrado casi quinientas concordancias perfectas. Algunas de ellas representan secuencias que se repiten muchas veces en cada transmisión.

—¿Y qué? —Yoki alzó las cejas—. Me gustaría que me explicaras de qué nos va a servir a nosotros poder identificar el equivalente alienígena de «y», «lo», «pero» y «para». Hay que afrontarlo, Rob, esta gente seguirá siendo una incógnita hasta que lleguemos a su mundo y entablemos contacto personal.

—Al menos estamos seguros de que se trata de un lenguaje y no de un mensaje o un código generado de forma mecánica —suspiró Rob, frotándose los ojos a su vez—. Demasiadas repeticiones y demasiada diversidad para que sea otra cosa.

—Desde luego, si lo comparas con las constantes humanas —le recordó Jerry sombríamente—, no hay manera de saber lo avanzadas que son sus máquinas. Sólo podemos juzgarlas en relación con las nuestras.

—Comparadas con esto, la Historia y la Física son muy emocionantes —dijo Mahree—. Voy a tener que ir a estudiar un rato para despertarme. —Trató de ahogar un bostezo; y luego se echó a reír cuando los otros, por simpatía bostezaron a su vez—. Sekhmet ha tenido una buena idea —agregó acariciando a la gata que dormía echada sobre las láminas.

El animal empezó a ronronear. «Ojalá yo pudiera estar tan relajada —pensó Mahree confundida, sintiendo de pronto que iban a saltársele las lágrimas. Parpadeó furiosa—. ¿Qué me pasa? Hace un momento no podía contener la risa y ahora casi me echo a llorar».

—Todos necesitamos dormir —dijo Rob—. La tensión nos afecta a cuantos estamos aquí. Evelyn Maitland fue a verme ayer para pedirme que la pusiera otra vez en hibernación. Dijo que, si algo salía mal, no quería que pudieran echarle la culpa.

—Anoche tuve un sueño —dijo Mahree titubeando sin levantar la mirada, mientras acariciaba la barbilla de Sekhmet; el ronroneo se hizo más fuerte y seco—. Soñé que llegábamos allí pero habíamos cometido un grave error y registrado la transmisión «al revés». Por eso no los habíamos reconocido. Era todo un error y estábamos en la Tierra. Pero ya no había nadie, estaba desierta…, sin vida.

Nadie dijo nada durante casi un minuto. Mahree levantó la mirada y vio que todos la observaban. Entonces, cuantos estaban allí, salvo Rob, rehuyeron su mirada. Se le encogió el estómago y se mordió los labios, colorada.

Por fin, Yoki rompió el silencio.

—Guapa, ¿por qué no te vas a dormir? Todos estamos nerviosos y es natural, dadas las circunstancias, ¿no, Rob?

—Desde luego —convino él extendiendo los brazos y poniéndose a Sekhmet sobre un hombro—. Te acompañaré al camarote.

Cuando estuvieron en la relativa intimidad del corredor, Mahree estalló:

—¡Maldita sea! No debí decir eso. Ahora pensarán que no puedo resistir la tensión, que pierdo el control.

Rob rodeó los rígidos hombros de la muchacha con el brazo libre.

—No; no pensarán eso. Has resistido mejor que ninguno de nosotros —rió entre dientes—. Esta mañana olvidé que tenía el espejo conectado y me llevé un buen susto al verme a mí mismo cuando salí del aseo. Durante un segundo, me pareció que se me salía el corazón del pecho y luego me sentí como un imbécil.

Mahree sonrió débilmente.

—Lo dices para animarme; pero, de todos modos, muchas gracias.

—No, es cierto. Anoche, era probable que yo también hubiera tenido pesadillas; pero me tomé un sedante y dormí como un leño. No es de extrañar que hoy ande medio atontado. Más de la mitad de la tripulación me lo ha pedido también por lo menos una vez.

—¿En serio?

Mahree empezaba a sentirse mejor. De pronto, notó en los hombros el calor del brazo de Rob y la proximidad de su cuerpo. Sintió que volvía a enrojecer.

—Ya hemos llegado —dijo él parándose delante del pequeño camarote—. Ahora quiero que te vayas a la cama en seguida. Nada de estudiar, ¿entendido?

La miraba con burlona severidad.

—Sí, doctor —dijo la chica en tono dócil.

Él le levantó la barbilla con dos dedos y sus ojos oscuros la miraron intensamente. Mahree contuvo el aliento cuando sus ojos se encontraron. «Va a darme un beso», pensó con un momentáneo vértigo. Luego, el sentido común se impuso, haciéndole el efecto de un jarro de agua helada.

—No tienes buen color —dictaminó el joven médico—. Y no me gustan esas ojeras. En serio, necesitas algo para dormir.

La muchacha tragó saliva.

—No; estoy bien.

Incluso después de que él retirara la mano, Mahree seguía sin poder apartar la mirada de la cara de Rob, como si quisiera aprenderse de memoria todos los detalles. La sombra que empezaba a oscurecer sus mejillas, las pequeñas líneas que habían aparecido junto a los ojos y la boca. Los oscuros rizos que él peinaba con los dedos… De pronto, sintió un deseo casi irresistible de levantar la mano y arreglarle el pelo.

«¡Basta ya!», se ordenó a si misma. Y se volvió bruscamente, temiendo que él se hubiera dado cuenta. Pero la voz de Rob no había cambiado.

—De acuerdo —dijo—. Si estás segura… Buenas noches, Mahree.

—Buenas noches —contestó ella cerrando la puerta a su espalda.

Se apoyó en la pared, hasta que el corazón se le apaciguó y se le calmó el estómago. Entonces hizo una profunda aspiración y se sintió vacía.

«Las judías verdes —pensó de pronto—. Olvidé decirle que mañana hay que poner los tutores». Se apresuró a salir de su camarote y se dirigió al del doctor. Sus pies se movían de forma mecánica. Estaba a medio camino cuando oyó el sonido gutural de una voz de mujer y la voz de Rob. Mahree se detuvo con un pie en el aire. Luego, con mucho sigilo, se acercó a la intersección y miró hacia el corredor de la izquierda. Pudo ver a Yoki que abría la puerta de su camarote y desaparecía en su interior. Rob iba a medio paso detrás de ella.

La puerta se cerró. Mahree oyó el leve chasquido del cerrojo.