IV
LA TEMPESTAD
Querido Diario:
Le odio. La odio. ¡¡¡No quiero hablar de esto!!!
—Pi, desde luego —dijo Jerry categóricamente.
El jefe de comunicaciones y Mahree estaban sentados a una mesa del comedor con el terminal conectado y casi cubierto de hojas impresas.
—Eso es bastante fácil para el ordenador, con un esquema holográfico —continuó—. Podemos aplicarlo en quince o veinte sitios, a fin de que lo usen para comprobar su traducción de nuestros números.
—Desde luego, Pi fue mi primera conclusión —manifestó Mahree—. Pero también se me ocurrieron otras. «Estrella», «planeta», «Luna»… Podemos comprobarlos todos presentando un esquema de su propio sistema solar.
—Pues claro. —Las anchas facciones de Jerry se dilataron en una sonrisa—. Y también «asteroide», «cometa» y hasta «anillo».
—Exacto. Y eso nos llevará a «órbita» y «año». Son términos más abstractos; pero el ordenador podrá ilustrarlos utilizando una secuencia de imágenes.
—Otra constante es la velocidad de la luz. Aunque antes tendremos que calcular sus unidades de medida.
Mahree asintió.
—Esto nos lleva otra vez a los números. Pero podemos ilustrarlos al lado del numeral dos… y así sucesivamente.
—Ya lo había pensado —dijo Jerry revolviendo en las láminas mostrando un esquema—. ¿Es a esto a lo que te refieres?
—Sí, y por ahí podemos seguir hasta las anotaciones científicas.
—Siempre y cuando su sistema tenga métodos de exploración visual.
—Si el nuestro los tiene, ¿por qué no había de tenerlos el suyo?
—No olvides, Mahree, que lo único que hemos recibido de ellos hasta ahora son ondas de radio. En la Tierra se producían ondas de radio partiendo de las emisiones de televisión que se escapaban al espacio mucho antes de que tuvieran ordenadores que fueran más allá del nivel de las fichas perforadas.
—No se me había ocurrido. —Mahree se golpeó los dientes con el mango de la pluma—. Podemos representar el paso de lo muy grande a lo muy pequeño. Mostrar una estrella y luego enfocar sectores cada vez más chicos hasta llegar al átomo de hidrógeno, y luego mostrar cómo la estrella lo convierte en helio.
—Es posible. Veré lo que me da el ordenador como representación gráfica. Pero quizás antes tendríamos que probar la tabla periódica.
—Podríamos hacer «sistema solar» y «galaxia» —propuso Mahree minutos después—. Desde luego, según lo avanzadas que estén sus ciencias astronómicas.
—Tal vez sepan más que nosotros acerca del Universo. Tendríamos que pensar también en nuestras leyes químicas como PV = nRT…, la ecuación de la ley del gas perfecto.
—¿Qué es eso? —preguntó Rob Gable, que había entrado sin hacer ruido—. ¿Lo que resulta de comer ración doble de las judías fritas de Ramón?
Mahree sintió que le ardían las mejillas y trató de mantener la compostura.
—Muy gracioso, Rob.
Jerry resopló con aire severo.
—Aquí estamos tratando de trabajar en serio. Si no quieres ayudar, más vale que mantengas la boca cerrada. ¿Ya no te acuerdas de tu química básica? La ley del gas perfecto es la ecuación del estado de un gas ideal. Combina la ley de Boyle, la ley de Charles y el principio de Avogadro. ¿O es que vosotros, las eminencias médicas ya no estudiáis eso?
Rob, sin hacer caso del sarcasmo, se inclinó a mirar la lista que habían confeccionado.
—¿Son éstas vuestras constantes?
—Hasta el momento —respondió Jerry—. ¿Tienes alguna idea?
—Déjame una durante diez minutos. Utilizando el osciloscopio de la enfermería podría daros alguna orientación. ADN, ARN quizás, aminoácidos… —Meditó un momento—. Si tienen cuerpos físicos parecidos a los nuestros, aunque sea remotamente, podemos utilizar estas similitudes. «Ojos» o «piernas», por ejemplo.
—Espero que tengan cuerpos físicos —gruñó Jerry—. ¿Cómo descubrir un marco de referencia común con seres que sean pura energía?
—Buen planteamiento —reconoció Rob.
—¿Cuánto falta? —preguntó Mahree.
No necesitaba aclarar a qué se refería.
—Deberíamos entrar en el sistema X dentro de treinta y seis horas. Más vale que nos apresuremos con esto —dijo Jerry, mirando la lista con el entrecejo fruncido; contempló las cifras y esquemas durante casi un minuto, juró entre dientes y se restregó los párpados—. Maldita sea, ni siquiera puedo coordinar ideas. Si pudiera tener ocho horas de descanso en la cama… Estoy seguro de que mi cerebro volvería a funcionar.
—Yo, sin ánimo de ofender, Jerry, detecto inconfundibles señales de fatiga y estrés en tu conducta —dijo Rob con sequedad—. Y lo último que necesitamos cuando nos encontremos con esa gente es un jefe de comunicaciones majareta. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —admitió Jerry de mala gana—. ¿Me recetas una dosis de sueño?
—Categóricamente. —Rob observó cómo se levantaba el jefe de comunicaciones y le empujó suavemente hacia la puerta—. Joan dice que tardaremos por lo menos cuarenta y ocho horas en saber hacia qué clase de mundo nos dirigimos. Descansa.
—Hasta luego, Jerry —contestó Mahree—. Mientras tanto, trataré de hallar conceptos y luego me pondré con la programación básica.
—Gracias, niña —dijo Jerry—. Si sigues matándote a trabajar de ese modo, tendremos que decir a Raoul que te dé un nombramiento oficial.
Mahree no levantó la mirada cuando Rob se sentó delante de ella. Sekhmet, que había seguido a su amo hasta el comedor, lanzó un maullido quejumbroso y la muchacha se agachó para cogerla.
—¿Cómo te encuentras hoy, pequeña? —preguntó Rob mirándola con gesto de preocupación.
—Muy bien —respondió ella esperando que él no se diera cuenta de lo irritados que tenía los ojos.
—¿Qué tal has dormido?
—De maravilla —mintió.
—¿Seguro? Me parece que no.
—Estoy perfectamente, te lo juro. Sólo un poco nerviosa porque casi hemos llegado, imagino.
Hizo un esfuerzo para mirarle a los ojos. Cuando vio la sincera preocupación que había en su cara, tuvo que luchar con el impulso de dar rienda suelta a sus sentimientos. En su fuero interno, se reprendió con severidad.
—¿Siguen recibiéndose muchas transmisiones? —preguntó.
—No —repuso él—. Al parecer, anoche alcanzaron el máximo nivel. Ahora son menos frecuentes. Dice Joan que durante la última hora sólo hubo dos. —Frunció el entrecejo—. Espero que no se hayan ido cuando lleguemos. La primera señal la recibimos a mucha distancia… Han tenido décadas para destruirse o ser barridos por una plaga a escala planetaria.
—Jerry lo predijo —apuntó Mahree—. Al menos, mencionó que podía ocurrir, si su desarrollo tecnológico había seguido una trayectoria similar al de la Tierra.
—¿Cómo?
—Bien, las primeras ondas de radio lo bastante potentes como para escapar de la Tierra y salir al espacio fueron generadas a mediados de mil novecientos. Hace trescientos años que viajan.
—Sí. Y eso significa que ahora están a cien segundos de paralaje, es decir a unos trescientos años luz del sistema solar de la Tierra. Te entiendo.
—Bien. Lo que hay que recordar sin embargo es que, si estuviéramos en una nave dirigida a la Tierra y ajustáramos nuestras frecuencias para captar esas viejas transmisiones, el mayor número lo recibiríamos cuando nos encontráramos a unos doscientos cincuenta años luz de la Tierra. Luego, cuanto más nos acercáramos al planeta, menos señales recibiríamos.
—Eso no tiene sentido —dijo Rob con el ceño fruncido.
—Según lo explica Jerry, sí lo tiene. Se debe a que la tecnología de la Tierra se hacía cada vez más evolucionada. Antes del milenio, la Tierra era la fuente de radio más «sucia» del sistema solar. Emitía más ondas de radio que el Sol y que Júpiter. Pero, a medida que la tecnología humana fue perfeccionándose, se fue haciendo más «limpia», a pesar de que todavía escapan bastantes señales.
—¿A qué te refieres al decir que fue perfeccionándose?
—A que su enfoque hacia los satélites se hizo más preciso y empezaron a utilizar medios como cables subterráneos. Cuando llegaron a ese nivel, dejaron de «perder» tantas ondas de radio lanzadas a la ionosfera. De forma involuntaria, desde luego.
—Comprendo. —Rob estaba impresionado—. Es decir, que la reducción de transmisiones que observamos podría significar que la tecnología del «Sistema X» tiene algo en común con la nuestra.
—Es posible. Cuanto más nos acercamos, más «limpio» aparece el planeta en cuanto a fuente de radio. Me parece que es muy probable que sea debido a recientes avances tecnológicos.
El médico se pasó una mano por el pelo y lo revolvió.
—Un momento. La primera señal que recibimos estaba a cincuenta y siete años luz del Sistema X. Si las suposiciones de Jerry son ciertas, es que su tecnología ha adelantado mucho más deprisa que la nuestra, en términos relativos.
—Quizás ellos sean más inteligentes que nosotros.
Rob hizo una mueca.
—«Tal vez», «quizá», «probablemente»… ¡Maldita sea, quiero saberlo con seguridad!
—No tardaremos en averiguarlo —dijo Mahree mirando a Sekhmet, que, con el hocico apoyado en su brazo, gruñía reclamando atención.
—Sí, y la impaciencia no hará que las horas pasen más deprisa. Mientras ellos sigan ahí, imagino que podré esperar —concedió Rob—. Pero sería terrible descubrir que hemos llegado cincuenta años tarde.
—¿Has hablado con el tío Raoul acerca de cómo vamos a actuar? Me refiero a si llegamos a encontrar a alguien.
—Él pidió mi consejo; pero no sé si lo seguirá.
—¿Qué le dijiste?
—Le propuse lanzar una radiobaliza E con una copia del cuaderno de bitácora de la Désirée justo antes de entrar en el sistema. Al fin y al cabo, tenemos que salir del metaespacio antes de entrar en el campo de gravedad del planeta.
—Me parece razonable. ¿Qué más?
—También le sugerí que tuviéramos una de sus transmisiones preparada para retransmitirla, a fin de que supieran qué fue lo que nos trajo hasta aquí.
—No me parece una buena idea —objetó Mahree—. ¿Y si esa transmisión fuera una declaración de guerra, pongamos por caso? Retransmitir lo que ellos emitieron sin entenderlo podría ser peligroso.
—Lo mismo dijo Raoul. Por eso retiré la propuesta.
—¿Y qué más?
—Le dije que, si veíamos señales suyas, lo mejor sería quedarnos a la expectativa, cediéndoles la iniciativa. Y que, si entrábamos en contacto físico con ellos, fuéramos sin armas.
—¿Qué respondió a esa proposición?
—Estaba claro que le costaba aceptarla.
Mahree suspiró.
—No me sorprende, aunque estoy de acuerdo contigo. Tal vez no importe que vayamos armados o no, ya que es posible que ni siquiera reconozcan nuestras armas.
—Y viceversa, supongo. —Rob apoyó la cabeza en las manos—. ¡Dios mío, qué cansado estoy! No recuerdo cuándo fue la última vez que dormí bien. Esta espera empieza a agotarnos a todos. Podrías cortar la tensión de la nave con un láser y almacenarla en la bodega. Se palpa.
—Lo sé. Creo que anoche el tío Raoul tuvo una disputa con Joan. Y ellos casi nunca se pelean —comentó Mahree moviendo la cabeza tristemente.
Rob indicó el montón de hojas impresas.
—¿Puedo ayudarte con esto, o quieres que baje a ver cómo están los rabanitos?
Se hallaba tan fatigado y demacrado que Mahree sintió una opresión en el pecho y no se atrevió a mirarle a los ojos.
—Ve tú —dijo—. Prefiero quedarme un rato trabajando. Este asunto requiere una concentración total.
—De acuerdo. —Se puso en pie—. ¿Seguro que estás bien?
La chica hizo un esfuerzo y le dirigió una amplia sonrisa.
—Desde luego. No te preocupes.
—Ahí va nuestra radiobaliza E —dijo uno de los técnicos al percibir una débil sacudida en el Désirée.
«Eso quiere decir que Raoul decidió seguir mi consejo —pensó Rob—. Espero que al final no resulte que esa radiobaliza es lo único que queda de nosotros. —Se interrumpió—. Basta. Esas charlas con Simón empiezan a influir en mí».
Contempló la pantalla desde el asiento que ocupaba junto a la pared del concurrido comedor. Las estrellas tenían un fulgor fijo y brillante, ya que la Désirée había salido al espacio real hacía varios minutos.
Delante de ellos se hallaba el Sistema X. A esa distancia, superior a la existente entre el Sol y Plutón, la estrella central era sólo un poco más brillante y más grande que la profusión de astros que la rodeaba.
—Amarilla blanca. —La voz de Joan Atwood llegó a los que escuchaban desde el comedor—. Más nueva y un poco mayor que el Sol.
—Dieciséis planetas —dijo Paul Monteleón—. Tres gigantes gaseosos, anillados, y cinco de hielo y rocas en la órbita exterior… Apenas mayores que lunas.
—¿Localizas la fuente de las transmisiones? —preguntó Raoul con voz ronca y tensa.
—Todavía no —respondió Jerry, abstraído—. Pero no proceden de ninguno de estos ocho mundos. Viene de un lugar más profundo, como es natural.
Rob, con todos los nervios en tensión, miró a uno de los asteroides helados que aparecía en la pantalla. Unas nieves amoniacadas y lagos de metano reflejaban la luz.
—¿Cuántas horas tardaremos en llegar a mundos más cálidos? —preguntó a Mahree que estaba en la mesa contigua—. Son los puntos más prometedores.
—A esta velocidad, necesitaremos unas tres horas para alcanzar una distancia de dos Unidades Astronómicas —respondió Joan—. Es una distancia un poco mayor que la que existe entre el Sol y Marte.
—Al otro lado de las gigantes de gas —puntualizó Rob—. Para entonces deberíamos poder recoger datos de esos ocho mundos interiores.
Mahree asintió entre dientes.
Rob miró a la muchacha y observó que aún tenía ojeras. Y aquellos ojos… Había en ellos una expresión atormentada, una tristeza que sólo vio en ellos cuando la joven se resistió a hablar de la muerte de sus amigos a causa de la fiebre Lotis. Mahree había madurado en los días transcurridos desde que recibieron la primera señal. Su cara redonda y tersa estaba ahora más afilada y madura. «Algún día será una mujer atractiva», pensó Rob.
Ella se volvió a mirarlo sonrojada, y él se dio cuenta de que había estado contemplándola sin parpadear. Enrojeció a su vez.
—Perdona, pero a veces me olvido de dónde estoy.
—No tiene importancia —respondió ella; pero no lo miró a los ojos.
Rob se planteó si Mahree estaría preocupada todavía por la pesadilla. Pero él le había preguntado si le ocurría algo y ella le contestó que no. ¿Qué más podía hacer?
Mientras contemplaban la pantalla, llegó Yoki y se sentó al lado de Rob.
—¿Cómo va todo?
—Hasta ahora, no hay nada —informó él, oprimiéndole la mano con disimulo—. Gente que llega corriendo y se queda a la espera.
—Debemos de ser masoquistas —comentó Yoki paseando la mirada por las caras pálidas y tensas que los rodeaban—. En lugar de estar aquí sufriendo, lo que tendríamos que hacer es poner una de tus películas y dejar que los del puente nos avisen si alguien se acerca a saludar.
—Siempre podríamos organizar una proyección privada —dijo Rob en un tono de voz calculado sólo para sus oídos—. Algo romántico, tal vez. Todavía no has visto Casablanca.
Ella sonrió con tristeza.
—Lo más probable es que no pudiera concentrarme… en nada. Ni en una película. ¿Tú podrías?
—No —reconoció él, con sinceridad.
La Désirée seguía penetrando en el sistema solar. Poco a poco la estrella fue adquiriendo las características de un sol, y Joan informó de un cinturón de asteroides, mucho más fino que el existente entre Marte y Júpiter. Pasaron junto a una gigante de gas, un mastodonte anaranjado con un anillo oscuro, un poquito mayor que Saturno.
Rob se quedó dormido, y despertó al cabo de una hora con el cuello rígido, dolor de espalda, la boca seca y sabor a café rancio. Yoki le sacudía por el codo.
—¿Humm?
—Chissst… Escucha, Rob.
La voz de Ciervoverde decía:
—… seguro. Está situado a una distancia de una unidad astronómica y media. Casi el doble del tamaño de la Tierra. Pero la gravedad es de una vez y media… Menos elementos pesados, quizá. Cuatro lunas de pequeño tamaño.
Rob trató de despegar la lengua del paladar.
—¿Lo ha encontrado?
—Sí —respondió Yoki sin apartar los ojos de la pantalla. Sólo se veía el sol, que era casi del tamaño del Sol del sistema terrestre visto desde la Tierra.
—¿Dónde está?
—Es el sexto planeta —dijo Mahree—. Hemos aminorado la velocidad. El tío Raoul no quería irrumpir como si fuéramos los amos del espacio.
—Está bien pensado —reconoció Rob.
Se desperezó, bostezó y fue en busca de algo de beber. Cuando regresó, el planeta era un diminuto disco verde y blanco.
—¿Seguimos recibiendo transmisiones? —preguntó a Mahree.
—No lo sé.
El disco fue aumentando de tamaño. Rob se inclinó hacia delante. Sentía cómo le palpitaba el corazón y notaba la boca otra vez seca. Miró a Mahree y observó que ella se mordía el labio con furia. Yoki era la única que no denotaba emoción. Sus ojos oscuros se encontraban clavados en la pantalla sin parpadear.
—¡Eh! —Era la voz de Jerry—. Recibo algo. Transmisiones. No proceden del planeta.
—¿De dónde entonces?
Nadie contestó. La Désirée siguió aminorando la velocidad. Ante ellos, giraba el planeta, y Rob creyó distinguir el resplandor azul del agua.
—Capitán. —La voz de Jerry era neutra; pero había en ella algo que hizo que a Rob se le erizara el vello de la nuca—. He encontrado la fuente de las transmisiones. Son naves, señor.
—¡Rayos, vaya si lo son! —exclamó Raoul.
Rob estaba de pie, casi sin darse cuenta de que Yoki le asía la mano y le clavaba las uñas en la palma. Petrificado, contemplaba las pequeñas naves que aparecían en el campo visual. Cuatro, cinco… siete… No, ocho.
La Désirée se hallaba rodeada.