I

A DIECISÉIS SEGUNDOS PARALÁCTICOS DE NINGUNA PARTE…

Querido Diario:

En el espacio nunca pasa nada. Desde luego, el tío Raoul está encantado. Supongo que si Désirée chocara con un trozo de cometa o se metiera en un agujero negro sería malo para el negocio. Ya me previno que los viajes espaciales son aburridos. Pero nunca imaginé que pudieran serlo tanto.

Supongo que maman me dio las cassettes de recuerdos y me aconsejó que escribiera un Diario para distraerme porque debía de acordarse de su viaje de la Tierra a Jolie. Procuraré escribir algo cada día. Quizá sea lo único que pueda evitar que pierda el juicio.

Hasta ayer no me despertaron de la hibernación y ya he explorado la nave cinco veces; salvo las bodegas que me estarán vedadas durante los seis meses que faltan para que lleguemos a la Tierra.

¡Seis meses!

De aquí a entonces estaré para que me encierren. No creo que la Universidad valga esto. La «cuna de la Humanidad» no puede compensarse con tanto tedio. Todo el mundo afirma lo maravillosa que es la Tierra, lo mucho que me va a gustar… Pero, a renglón seguido, dicen que hay tanta gente y tanto ruido que no se arrepienten de haberse hecho colonos. Pero, si quiero estudios superiores, no tengo más remedio que soportar el aburrimiento. Mahree Burroughs, dieciséis años, casi diecisiete, embarcada en un viaje monótono y rutinario, en una nave tediosa y corriente. Puede que sea la primera persona de la Historia que se muere de aburrimiento.

Si, por lo menos, yo fuera de otro modo. Pero soy tan rematadamente vulgar… Pelo castaño, ojos castaños, piel clara, estatura media, complexión normal (salvo el contorno de pecho que es asquerosamente anormal).

Mediana… normal… corriente…

Cuando era pequeña, tenía miedo de desaparecer.

Papá opina que, con los años y la experiencia, ganaré. Dice que yo me parezco mucho a él cuando tenía dieciséis años. Ahora, aunque no sea guapo, es atractivo, distinguido. Lo malo es que él es hombre; y las facciones que están bien en un hombre de mediana edad, lo más probable es que, en mí, cuando tenga sus años, resulten una birria. Pensar esto me parece una deslealtad; pero yo preferiría parecerme a maman, que tiene un pelo precioso color caoba y ojos de zafiro.

Desde luego, mi padre de corriente no tiene nada, ya que es el doctor Stanley Burroughs, médico e investigador, descubridor de la vacuna L-16. Maman tampoco es del montón. Ella diseñó y construyó la mitad de los edificios de Nouvelle Marseille.

¡Seis meses!

Y, para acabar de arreglarlo, en la nave todo el mundo es venerable. Todos tienen más de cuarenta años.

Con una excepción: Robert Gable, el médico de a bordo. Tiene veinticuatro años, apenas siete más que yo. (Mi hermano pequeño consiguió colarse en los archivos de seguridad de este sistema).

El doctor Gable era el ayudante y amigo de mi padre durante la epidemia de fiebre de Lotis; pero, a causa de la cuarentena que impusieron en el Continente Norte, no llegué a conocerlo.

Qué terrible… Cuando se declaró la epidemia, no pude volver a casa. Tuvimos que quedarnos en la escuela. Creían que en las montañas estaríamos a salvo; pero también llegó hasta nosotros. Murieron varios profesores y dos de mis mejores amigos. Yo no había visto morir a nadie…

De todos modos, eché un buen vistazo a Robert Gable cuando me metí en el sistema y puse el vídeo de su entrevista personal. Es francamente atractivo… Y muy inteligente. Incluso en nuestros días de carreras aceleradas y técnicas de enseñanza por hipnosis es una especie de fenómeno. A los trece años terminó el bachillerato y a los veintiuno era médico. ¡Conocerlo a él me ayudaría a aliviar el aburrimiento, desde luego!

Lo malo es… que por el momento está metido en una urna, más tieso que un raíl. No lo despertarán hasta…

¡Uf! Era el tío Raoul que preguntaba por el intercomunicador si ya había terminado mis tareas de hoy. Si me han despertado al cabo de sólo tres meses es porque tengo que estudiar. Las escuelas que tenemos en Jolie son buenas; pero no enseñan todas las asignaturas que se estudian en la Tierra. Así que tengo que ponerme al corriente… sobre todo en Historia de la Tierra.

Quizá después vaya otra vez a mirar las estrellas. Parecería lógico que me hicieran sentirme pequeña y sola; pero, no sé por qué, mirarlas me consuela. Hace tanto tiempo que están ahí… Y ahí seguirán estando cuando todos nos hayamos ido. Pero ni siquiera ellas son eternas…

Basta de rumiar cuestiones filosóficas. Volvamos a la Historia. Francamente, no veo por qué tengo que aprenderme todas esas cosas que pasaron hace cientos de años. ¿Para qué pueden servirme? ¡Y la Segunda Colonia Marciana es tan pesada!

Au revoir diario.

Mahree Burroughs pulsó la tecla de «guardar» en la terminal del ordenador de su pequeño camarote y frunció el entrecejo por la lentitud de reacción del sistema. Luego, pidió su texto de Historia y estuvo contemplándolo muy fija durante varios minutos. Pero sin poder concentrarse. Por fin abandonó y se tendió en la cama. «No puedo —pensó con desolación—. No puedo soportarlo…»

Luego, dio la vuelta y se sentó en la cama. Se recogió el pelo con la mano, buscó el cepillo y se giró hasta quedar de cara a una zona de la pared situada encima del minúsculo lavabo.

—Espejo —ordenó.

La superficie se hizo azogada y reflectante. Con los ojos bizcos por la concentración, Mahree empezó a trenzar su largo cabello, moviendo los dedos con la agilidad que da la práctica.

«Si, por lo menos, no fuera tan corriente, tan borrosa que casi resulto invisible…»

Cuando terminó, se echó la pesada trenza a la espalda.

—Pared —ordenó.

El espejo desapareció difuminándose en el azul celeste de las paredes de plastiacero, ligeramente acolchadas.

—Y que sea verde, que ya estoy cansada de azul.

Miró en derredor y observó cómo las paredes, el techo y el suelo cambiaban de color. Pero hasta jugar con el control de colores de su pequeño camarote había dejado de divertirla.

En el pasillo sonaron suaves pisadas.

—¿Dos latidos? —preguntó una voz por la que Mahree reconoció a su tío—. ¿Está seguro de que su aparato registra dos latidos?

—Seguro —fue la respuesta—. Esta mañana empecé a administrarle la mezcla de vitamina y estimulante; porque está programado para despertar mañana por la tarde. Y ahora, cuando comprobé su unidad, se recibían dos latidos, capitán; uno normal para un hombre de su tamaño y el otro mucho más débil, que partía del abdomen.

Mahree acercó el oído a la pequeña rendija que había dejado en el sistema de sellado de la puerta.

—¿Qué insinúa? —preguntó Raoul Lamont con sarcasmo—. ¿Que está embarazado?

—¡Claro que no, capitán! Yo sólo…

Las voces se apagaron y las pisadas se alejaron por el corredor.

Muy intrigada, Mahree abrió la puerta y se deslizó sigilosa por el pasillo de acero plástico color arena. Sus pies descalzos no hacían ruido en el pavimento un poco mullido. El interlocutor de su tío era Simón Viorst, biólogo jefe de la Sección hidropónica de la nave Désirée. Los dos hombres, enfrascados en su conversación, caminaban sin mirar atrás, hacia la cámara de hibernación situada delante de la bodega de carga.

—¿Y cómo no se ha dado cuenta hasta ahora? —preguntó el capitán cuando Mahree se aventuró a acercarse lo suficiente para poder oírlos.

El oficial jefe de la hidropónica parecía violento.

—No lo sé, señor. Yo he venido comprobando las lecturas todos los días, según la norma. La segunda no se ha registrado hasta hoy. Ignoro por qué.

—¿Podría despertarlo ahora?

—Desde luego —respondió Viorst con seguridad—. No hay más que suministrarle el resto de la vitamina y el estimulante en una inyección. ¿Es eso lo que desea?

—En cuanto lo examine.

Abrieron la puerta de la cámara de hibernación. Mahree se escondió detrás de un puntal. En cuanto su tío y el biólogo entraron, ella contó hasta veinte y empezó a andar con naturalidad. Al llegar a la puerta abierta, los miró, se detuvo y preguntó:

—Hola, tío Raoul. ¿Qué hacéis aquí abajo?

—Simón está preocupado por unas oscilaciones que ha observado en las lecturas de la unidad que contiene al médico de la nave —dijo Lamont, peinando con los dedos su escaso pelo castaño, lo cual era en él un peculiar ademán de preocupación—. De manera que vamos a despertarlo para comprobar si todo está bien.

Mahree los siguió a la cámara, mirando en derredor con estudiada indiferencia. Las unidades de hibernación eran como ataúdes. Había diez, y cubrían tres lados de la cámara. Cada una tenía en la tapa una batería de indicadores y una pequeña ventana para que se pudiera identificar al ocupante. Los hombres estaban junto a una de las unidades situadas en el centro. Ella se acercó.

—¿Puedo quedarme, tío Raoul? Nunca he visto reanimar a nadie.

—Supongo que no hay inconveniente, a no ser que experimente una reacción adversa cuando abramos la unidad —dijo su tío mientras manejaba los mandos exteriores—. A algunas personas, el Vita-Stim les provoca vómitos. E imagino que podría sentirse violento.

Mahree miró al médico. «El bello durmiente», pensó maliciosa. Y volvió a sentir la misma atracción que cuando solicitó la imagen de Robert Gable en la pantalla de vídeo en relieve.

El oficial médico tenía el cabello oscuro y rizado. También bastante largo debido al período de hibernación; pero Mahree recordó que en el vídeo de la entrevista lo llevaba ya bastante más largo de lo que la moda imponía. Tenía la piel muy clara; pero sin pecas. Sus facciones regulares, casi delicadas, se salvaban de ser demasiado bonitas gracias a la amplitud de la boca y al tamaño de la nariz.

Simón Viorst inyectó un líquido al tubo conectado a la vena. Minutos después, Gable empezó a agitarse ligeramente; luego, parpadeó. El capitán Lamont miró al alto y rubio biólogo.

—Ya reacciona, Simón. Preparado con la máscara de O2.

Mahree oyó sisear los cierres de sellado de la cápsula de hibernación y sintió en los brazos un aire helado que le puso la piel de gallina. La tapa se alzó.

—¿Qué diablos…? —Raoul Lamont miraba la unidad de hibernación con el asombro pintado en su cara colorada y bigotuda—. ¡Si es un condenado…!

—¡Un gato! —exclamó Mahree entusiasmada, y se asomó por debajo del brazo para ver mejor—. ¡Un auténtico gato terrestre!

El animal, pequeño y negro, estaba enroscado encima del hombre que ocupaba la unidad. Mientras Mahree lo miraba, el felino abrió unos ojos de color verde pálido y emitió un leve sonido inquisitivo.

—Yo los he visto en la Tierra —murmuró Raoul como hablando consigo mismo—. ¿De dónde lo habrá sacado? Los ecologistas no levantaron la prohibición de entrada en Jolie hasta el año pasado.

—La gobernadora tiene tres —dijo Mahree—. Yo vi uno en la fiesta que dieron en la mansión cuando concedieron a papá el premio por descubrir la vacuna L-16.

De pronto, el hombre de la unidad aspiró y empezó a agitarse.

—¡Oxígeno! —exclamó Raoul.

Agarró el gato y, con un brusco movimiento, se lo puso a Mahree en los brazos, mientras Viorst colocaba la máscara al médico. Los sonidos de aspiración se trocaron en arcadas.

—¡Vaya, está vomitando! ¡Levántele la cabeza!

Raoul y Simón tiraban de los hombros del médico.

Mahree salió rápidamente. En cuanto estuvo en el corredor, se apoyó en la mampara con un suspiro de alivio. Y entonces descubrió que todavía tenía el gato en brazos.

—Hola —saludó contenta.

Con cuidado, puso más cómodo al animalito. Luego, le acarició el suave lomo. Al cabo de un momento, el gato se acurrucaba en sus brazos, confiado.

Todavía estaba acariciándolo cuando reaparecieron Raoul y Simón.

Cada uno sostenía por un brazo a Robert Gable, quien acababa de ser reanimado. El médico se hallaba pálido y tenía los párpados hinchados; pero llevaba un mono limpio y sus rizos estaban húmedos de la ducha. Por el vídeo de la entrevista, Mahree no había podido hacerse una idea de su estatura. Descubrió ahora que era delgado y atlético. También era bajo. Tanto Raoul como Simón eran más altos que él.

La expresión del médico se animó cuando vio levantarse a Mahree con el gato en brazos.

—¿Está bien? —preguntó con la voz ronca por falta de uso.

—Perfectamente —lo tranquilizó la chica—. ¡Qué precioso y qué simpático es! Nunca había visto un gato hasta ahora.

—Es gata y se llama Sekhmet —dijo Gable andando ya por su propio pie.

Extendió la mano y pasó el dorso de los dedos por debajo del hocico del animal. A los pocos momentos, la gata empezó a hacer un monótono ruido.

—¿Problemas respiratorios? —preguntó Mahree mirándola con ansiedad.

—Nada de eso —repuso Gable riendo—. Está ronroneando. Todos los gatos hacen eso cuando se hallan contentos.

—Le presento a mi sobrina Mahree Burroughs —dijo Raoul Lamont—. Mahree, el doctor Gable.

La muchacha movió la cabeza y su naturalidad se desvaneció por efecto de la ceremoniosa presentación.

—Hola. —La sonrisa de Gable era todavía un poco forzada; le tendió la mano en un gesto—. La hija de Sam Burroughs. He oído hablar mucho de ti.

Mahree se puso colorada, mientras trataba de liberar una mano y luego la otra. Estuvo a punto de dejar caer a la gata, la cual dejó de repente de ronronear y los miró ofendida.

Con una risa aguda, la joven le estrechó la mano de forma fugaz.

—Trae. Vale más que la sostenga yo. No quiero que te arañe.

Apesadumbrada, Mahree le dio la gata. Raoul Lamont carraspeó ruidosamente.

—Bien, doctor —dijo con voz severa—. Nos debe una explicación.

Gable asintió con expresión triste.

—Desde luego. ¿Pero podrían darme antes una taza de café?

—Y algo de alimento —respondió Simón Viorst—. Le hemos sacado de la hibernación antes de tiempo y con rapidez. Tendrá resaca durante un par de horas.

El joven hizo una mueca.

—Eso no tiene que jurármelo.

A los pocos minutos los dos oficiales de la nave y el médico estaban en el comedor, sentados ante sendas tazas de café y una fuente de bollos. Mahree comía un bocadillo en una mesa de la pared, con el texto de historia en el monitor de la mesa. No olvidaba ir pulsando la tecla de avanzar páginas; pero lo que hacía era aguzar el oído para no perder ni una palabra de lo que decían los hombres.

Robert Gable tomó un sorbo de café de la taza humeante que Raoul Lamont le tendía e hizo un gesto extraño.

—Me encuentro tan mareado que no sé si está bueno o malo. Por lo menos, está fuerte.

Viorst tomó un sorbo y frunció el entrecejo.

—Está malo. Sus pupilas deben de encontrarse dormidas todavía.

—Bien, Gable, a ver esa explicación —dijo secamente Raoul Lamont—. ¿De dónde sacó el gato y qué pretendía subiéndolo de contrabando a mi nave?

—Está bien —respondió el médico con un suspiro—. Sekhmet es un regalo de la gobernadora Tumali. Me dijo: «Un premio extraoficial por sus servicios a Jolie durante la epidemia». Me llamaron a la mansión de la gobernadora para que visitara a su hija pequeña, que se había caído de un árbol. Cuando, por casualidad, dije que me gustaban los gatos, la gobernadora me regaló a Sekhmet. Yo no sabía qué hacer. ¿Cómo se rechaza un regalo de la gobernadora sin resultar grosero?

—Diciendo: «Siento no poder aceptarlo. De todos modos, muchas gracias, señora» —contestó Lamont con tono suave.

—Hummm…, sí —carraspeó el doctor—. De todos modos, usted me dijo aquella misma tarde que su médico había decidido casarse y quedarse en Jolie y me ofreció la oportunidad de volver a casa meses antes de lo que yo pensaba… Siempre y cuando pudiera partir inmediatamente. Yo sabía que no tenía tiempo para conseguir una licencia para embarcar a Sekhmet; pero la oportunidad de marchar inmediatamente era muy buena y no quise desperdiciarla. A causa de la epidemia, llevaba ya en Jolie un año más de lo previsto. —Extendió las manos con las palmas hacia arriba, sonriendo con malicia—. De manera que preparé mi cápsula y la subí conmigo. La mitad de mi equipaje consiste en comida y otras cosas para ella. Es muy limpia y no causará molestias, capitán.

—¿Y por qué no preguntó? —inquirió Lamont.

Gable estaba cortado como un muchacho sorprendido una trastada.

—Me dio miedo que dijera que no —reconoció—. Perdón, señor.

—Tendrá que pasar la cuarentena cuando lleguemos a la Tierra —le advirtió Viorst.

—Lo sé. Pero seis semanas no es mucho tiempo. Sekhmet es joven y se acostumbrará. De todos modos, me dejarán visitarla.

—Bueno… ¡Qué se le va a hacer! —se resignó Raoul. Se sirvió otra taza de café y cerró la humeante jarra con su tapón de resorte—. Pero he de multarle por desobediencia, doctor.

—Me lo figuraba. —Con sumisa aceptación, acarició la gata, que dormía enroscada sobre sus rodillas.

Raoul gruñó y alzó la taza de café.

—Simón, tenemos trabajo —dijo al tiempo que se levantaba y miraba de soslayo a Gable con expresión sardónica—. Doctor, tiene usted libre hasta mañana en que debe empezar el servicio. Bienvenido a bordo del Désirée.

—Gracias, señor.

Con un seco movimiento de cabeza, Lamont salió seguido de Viorst.

Mahree oyó al médico lanzar un suspiro de alivio y decir a la gata en voz baja:

—Podía haber sido peor, pequeña. Al menos, no nos han lanzado por la escotilla.

Mahree se volvió con disimulo y vio que Gable la contemplaba con curiosidad. Enrojeció y se volvió otra vez hacia el texto de Historia.

—¿Una taza de café? —ofreció él—. Queda media cafetera de este brebaje.

—De acuerdo —aceptó la chica sorprendida.

Se acercó a tomar la taza que le tendía el doctor.

—Siéntate. —Señaló la silla situada delante de la suya—. Anda. Sekhmet —pasó la gata a Mahree—, da las gracias a Miss Burroughs por haberte salvado. —Movió la cabeza y le dirigió una sonrisa franca y juvenil que revelaba unos dientes blancos e iguales—. Si no hubieras demostrado tanta alegría al ver la gata, es posible que tu tío se hubiera empeñado en ponerla otra vez en hibernación.

Mahree sonrió con timidez al coger la gata, y empezó a acariciarle la barbilla. El animal le respondió con otro ronroneo.

—No lo creo. El tío Raoul es muy blando de corazón. Más de lo conveniente. Lo más probable es que se «olvide» de cobrar la multa, a no ser que usted se lo recuerde. Usa ese tono severo porque teme que la gente no lo respete si se da cuenta de lo buena persona que es.

Gable bebió un sorbo de café.

—Me alegro de oír eso. En el viaje de ida el capitán era un hueso. Saludo, uniforme y toda la historia. —La miró en silencio mientras ella tomaba el café—. ¿Cuántos años tienes? ¿Dieciséis? ¿Diecisiete? Stan me lo dijo; pero se me ha olvidado. Siempre estaba hablando de ti.

—Tengo casi diecisiete años —respondió Mahree.

—La edad de mi hermana Linda. Es la pequeña.

—¿Tiene hermanos?

Él movió negativamente la cabeza.

—Yo soy el único varón. Tres hermanas, todas menores que yo. Tú tienes un hermano menor, ¿verdad?

—Stephen. Tiene doce años.

La miró con una amplia sonrisa.

—Si la memoria no me confunde, los chicos de doce años son un verdadero suplicio.

—Steve tiene ratos —dijo Mahree—; pero no es malo. No ha tenido muchas oportunidades de hacerme rabiar, porque yo estuve dos años fuera de casa. Estudiaba en una escuela del Continente Sur.

—Durante la epidemia…

—Sí. Lo primero que hicieron fue imponer una cuarentena en el Continente Norte. Pero, de todos modos, se extendió al Sur en la segunda oleada.

—La cuarentena no se levantó hasta hace un par de meses. No has estado mucho tiempo en casa.

—Sólo seis semanas antes de embarcar en la Désirée. Muy poco.

A él no se le escapó el leve temblor de su voz.

—¿Tienes nostalgia? Yo también. Ésta es la verdadera razón por la que no pude dejar a Sekhmet. Me recuerda mucho a Nefertiti, la gata que tenía cuando salí de la Tierra. La vi como una especie de lazo.

—¿Qué ha sido de ella?

—Mi madre la cuida. Espero que se encuentre bien. He estado fuera mucho más tiempo del que pensaba.

Mahree notó la tristeza que había en su voz y recordó que él había ido de la Tierra a Jolie para hacer su período de interno en la Sanidad colonial. Llegó durante la primera fase de la primera oleada de la epidemia, cuando los médicos todavía no acababan de comprender que la fiebre de Lotis era una amenaza de alcance planetario y que ya había dejado de ser aquel virus gripal que sólo resultaba peligroso para los muy viejos y los muy jóvenes.

Entonces ella se dio cuenta de que ya no se sentía cohibida… Le parecía que había hablado ya muchas veces con Robert Gable.

—Bueno, si la gobernadora me hubiera regalado a Sekhmet yo tampoco habría podido resistirme —dijo suavemente—. Es una preciosidad, doctor Gable.

Él hizo una mueca y meneó la cabeza.

—¡Llámame Rob, por favor! «Doctor Gable» me produce la impresión de que te estás dirigiendo a mis padres y no a mí.

—¿También son médicos?

—Sí. Mi padre es cirujano; y mi madre especialista del aparato digestivo. Se conocieron en una resección de urgencia. ¿No te parece romántico?

Mahree se rió y luego preguntó muy seria:

—¿Por eso estudiaste medicina? —Bajó la mirada hasta la mesa porque no quería delatar que ya estaba enterada—. Pareces muy joven para ser médico.

—Tengo veinticuatro años —respondió él encogiéndose de hombros—. Me crié entre médicos. Así que no es tan extraordinario como puede parecer.

«¡Eso es lo que tú crees! —pensó Mahree—. Mi padre estaba impresionado y no es persona que prodigue palabras como prodigio y brillante».

—Éste es mi primer viaje a la Tierra —dijo ella.

Él asintió.

—Lo sé. Tu padre me habló de ti y de tu hermano. Hablaba mucho de la familia. De no haberme hallado tan mareado por la hibernación, te hubiera reconocido por las fotografías que él tenía sobre su mesa. Tu padre me leía trozos de tus cartas. Me gustó sobre todo el plan que organizaste para cambiar los menús, de manera que los profesores acabaron con la comida de los alumnos; y los chicos, con la asignación de vino de los profesores.

—Eso me trajo muchos problemas —declaró Mahree bajando la cabeza, confusa—. Fue una chiquillada. A papá no le pareció divertido.

—Quizá delante de ti no lo reconociera —dijo Rob—; pero andaba por el laboratorio riendo entre dientes cada vez que se acordaba. La vida era muy dura allí y tus cartas eran lo único que le animaba. Por lo menos… hasta que la epidemia llegó a tu escuela. Entonces las cosas se pusieron feas, estoy enterado.

—Yo lo pasé mejor que otros —dijo la chica sin mirarle a la cara—. Por lo menos, yo no enfermé.

—No sé —comentó él con tono triste—. A veces es peor ser de los que resisten. Recuerdo que, al final de la epidemia, decías en una carta que hacías guardias junto con los maestros y las enfermeras.

Mahree asintió. Quiso cambiar de tema:

—Papá me hablaba de ti en sus cartas. Decía que, sin tu ayuda, no habría podido terminar sus estudios sobre la L-16.

—Bah, tonterías, él la habría descubierto igualmente. Tu padre es un gran investigador además de un médico excelente.

—Y un gran padre. Incluso durante lo peor de la primera oleada, encontraba tiempo para llamarme por teléfono una vez a la semana; por lo general desde el laboratorio.

—¿Y ahora vas a la Tierra a estudiar en la Universidad? —preguntó Rob—. ¿En cuál?

—En la Sorbona.

Él lanzó un silbido de admiración.

—Muy bien. ¿En qué piensas especializarte?

Mahree frunció el entrecejo mientras acariciaba la gata.

—No lo sé. No parece que tenga muchas aptitudes para las cosas que me interesan; y las cosas que hago bien no me gustan. Incluso había pensado en la medicina; pero… —Se encogió de hombros.

—Tienes que estar segura antes de dedicar cuatro o cinco años a un tema —le advirtió Rob—. No merece la pena elegir algo sólo por los padres, para que ellos estén orgullosos de ti, o por el prestigio y el dinero. —Alargó el brazo para acariciar a Sekhmet, y Mahree vio que tenía unas bonitas manos de dedos largos y fuertes—. Yo sé lo que digo. —Y su voz adquirió un acento de amargura.

—¿Tú? —Mahree le miró con asombro—. Pero tú eres médico. Papá dice que eres muy bueno. ¿No te gusta?

—Sí y no —respondió él—. De pequeño, era lo único que me parecía posible hacer… Mis padres estaban tan contentos cuando me aceptaron en la Universidad «John Hopkins»… Ellos habían estudiado allí… —Tomó un sorbo de café e hizo una mueca—. Suele proporcionar satisfacciones. Sin embargo, no sé por qué nunca he conseguido sentirme plenamente satisfecho. También me gradué en Psicología y a veces me parece que eso me va más. Pero… —Se encogió de hombros—. No sé. Siempre he querido hacer algo que dejara huella, algo que fuera único: que, al contemplarlo al final de mi vida, me hiciera sentirme satisfecho. Como tu padre, cuando descubrió la vacuna L-16.

—Sé a qué te refieres —dijo Mahree vivamente—. Yo también deseo hacer algo especial. —Bajó los ojos—. Pero… no sé lo que puede ser ese «algo».

Rob asintió con una sonrisa triste.

—Yo creía que la medicina iba a ser mi «algo» especial. Imaginé que, como médico, podría hacer algo grande.

—¡Y lo has hecho! Durante la epidemia, tú y los demás salvasteis muchas vidas.

—Y perdimos casi otras tantas. Cientos…, miles de personas murieron y nosotros no fuimos capaces de evitarlo. —Por un instante, los ojos oscuros de aquel rostro joven y terso parecieron muy viejos y llenos de tristeza—. Supongo que algo ayudé; pero… Cada vez que pienso en las personas a las que salvamos me acuerdo de todas las que perdimos, y no me parece justo. No sé si lo entiendes. —Suspiró con amargura—. A mí me parecía un fracaso —movió la cabeza con evidente frustración—. Suena como si tuviera sed de gloria pero no es eso.

Mahree lo miró ladeando la cabeza y, al pensar en las palabras de él, olvidó su propia timidez.

—Te comprendo. Lo mismo que yo, tú quieres un desafío, algo grande. Pero, al mismo tiempo, tienes miedo de que, si se presenta la ocasión, no puedas estar a la altura necesaria.

Los ojos de él se quedaron prendidos en los de ella durante largo rato. Luego le dirigió una intensa sonrisa.

—¿No te parece que estamos demasiado sombríos? Tenemos toda la vida por delante. Además, yo estoy aquí para vigilar la salud mental de todos los que se hallan a bordo; y la verdad es que no se puede decir que esté hablando como un buen terapeuta. Yo debería levantarte la moral, no aplastártela.

—Pues charlemos de otra cosa —propuso Mahree—. La Désirée es una nave muy pequeña para precisar los servicios de un médico y un psicólogo a jornada completa. Debes de tener otras funciones, ¿no? ¿En qué consisten?

—Cuando Viorst entre en hibernación la semana que viene, yo me encargaré de la hidropónica —respondió Rob—. Controlaré el huerto y los tanques de algas, para asegurar el suministro de oxígeno.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó Mahree—. En Jolie tenía un huerto.

—Desde luego —le sonrió y agregó en tono confidencial—: Nada más ver a Simón Viorst adiviné cuáles eran las variedades que cultivaba. Estaba claro. Cepas de algas oficialmente aprobadas y algún que otro nuevo tipo de soja.

—¡Jo!

—Exacto. De manera que, antes de salir de Jolie, me aprovisioné de semillas. Cuando Viorst despierte, tendremos cosas que harán que los ojos se le salgan de las órbitas. Flores para las mesas del comedor, verdura fresca…

Mahree lo miraba y sonreía.

—Tomates, rabanitos…

Él rió entre dientes.

—Desde luego, nada más fácil.

—Y, si no nos comemos todos los rabanitos —Mahree contenía la risa—, siempre podemos implantarles transmisores y utilizarlos de balizas espaciales.

El médico movió la cabeza con gesto triste.

—¿No es curioso que, por pocos que plantes, tienes excedentes?

Sekhmet maulló, arqueó el lomo y apretó la cabeza contra el brazo de Rob. Después de estirarse hasta alcanzar una extensión increíble, la gata saltó al suelo y empezó a explorar el comedor con cautela. Mahree miró a su compañero.

—¿De qué parte de la Tierra eres?

—De la Vieja Norte Am, de una ciudad del Medio Oeste que se llama Terre Haute.

—¿Tierra Alta? —tradujo Mahree, sorprendida—. Eso es francés.

—¿Hablas francés?

—Es la lengua de mi madre. Muchos de los colonos de Jolie proceden de Francia. Pero háblame de la Tierra. Dime, ¿cómo es?

—Verás, cuando salí de allí, hace tres años, estaba más o menos igual que en los últimos doscientos. Abarrotada. Ni las colonias de Nueva Am, Jolie y Novaya Rusaya han podido mitigar el problema de la superpoblación, porque la mayoría de la gente no está dispuesta a recorrer ni cincuenta klicks para ir a trabajar. Y no digamos cincuenta segundos paralácticos para conseguir una vida mejor. Tuviste suerte de poder criarte en una colonia.

—¿Y todo son ciudades?

Mahree pensó con tristeza en sus largos paseos por los campos de Jolie, en las excursiones y las acampadas que hacía en las montañas. ¿Cómo iba a poder prescindir de ello durante años?

—No. En Vieja Norte Am, no. El Gobierno poseía muchas tierras y las conservó hasta el final. De manera que todavía hay numerosos parques naturales y también zonas que pertenecen al Consejo de las Tribus Nativas Americanas. Les llaman museos vivientes.

—¿Y se pueden visitar esos lugares?

—Bueno, seleccionan mucho a los visitantes; pero estoy seguro de que, con un pase de estudiante, tú podrías entrar.

—¿Te gustan las excursiones?

—Mucho.

—Un día, puedes tomar la lanzadera de por la mañana y te acompañaré a ver las montañas de Blue Ridge o las Rocosas de Colorado. Nos llevaremos el almuerzo.

—Sería fantástico. Pero no quiero… —Mahree se interrumpió.

—¿Molestar? —preguntó él—. Yo recuerdo muy bien lo que es ser forastero en un mundo nuevo. Tus padres hicieron que me sintiese como de la familia. Será un placer aunque sólo sea empezar a devolver el favor. Y me gustaría volver a pasear.

Ella sonrió.

—Lástima que no podamos ponernos trajes espaciales y salir a dar una vuelta. Estaremos encerrados durante…

Atención —interrumpió el intercomunicador de la nave—, primer oficial Joan Atwood, vaya inmediatamente a la central de comunicaciones.

—¿Comunicaciones? —preguntó Rob con el ceño contraído—. Estamos en el espacio exterior, ¿verdad? Muy lejos de Jolie para recibir mensajes.

—Sí, lo sé. —Mahree estaba excitada—. Era el tío Raoul y sonaba muy extraño. Algo debe ocurrir. A lo mejor, nos hemos cruzado con otra nave.

Rob negó con la cabeza.

—Apuesto a que estamos…

—Vamos, vamos.

La chica fue hacia la puerta agitando una mano con impaciencia para invitar a Rob a seguirla.

Por fortuna, el comedor estaba situado en una zona anterior a las de trabajo y de descanso de la tripulación. Cuando Mahree ya corría hacia el puente, oyó a sus espaldas las voces excitadas del personal de a bordo. Rob y ella marchaban delante de una marea humana que se dirigía hacia la sala de control.

Todos los miembros de la tripulación que se hallaban de servicio, además del capitán y el jefe de máquinas, estaban agrupados alrededor de la consola de comunicaciones situada a la izquierda del puente. Mahree lanzó una rápida ojeada a las pantallas y vio estrellas normales en lugar de las ondas violeta que indican el vuelo por el metaespacio.

«Qué raro. No teníamos que cambiar de velocidad —pensó recordando que aquella mañana, a la hora del desayuno, se lo había preguntado a su tío—. ¿Ocurrirá algo malo?»

Pero la consola de navegación y el panel de control del piloto aparecían normales, sin luces rojas de alarma.

—¿Qué ocurre? —susurró, tirando de la manga al hombre que tenía más cerca. Era de piel oscura y llevaba un mono holgado con la hombrera verde de los técnicos de mantenimiento. En su tarjeta de identificación se leía: Azam Kitubi.

—No sé —respondió él, hablando el inglés tipo con marcado acento—. Yo estaba haciendo un informe al capitán cuando se disparó la señal de emergencia. Jerry dijo que era una fuente de radio pero que no le parecía una radiobaliza frecuencia E. Estaba muy excitado.

—¿Excitado? ¿Jerry?

Azam se encogió de hombros. Mahree estiró el cuello, tratando de ver el panel de comunicaciones, intrigada por descubrir lo que ocurría.

Los viajes entre la Tierra y sus tres colonias exteriores eran todavía raros, cinco o seis naves mercantes y una o dos de pasajeros al año. Aunque podían viajar a velocidades superlumínicas, utilizando el accionamiento interestelar, todavía no se había hallado la forma de hacer transmisiones más rápidas que la luz, de manera que la Désirée y otras naves similares transportaban mensajes y correo además de carga y pasaje.

Aunque las posibilidades de que otra nave pudiera acudir a tiempo para ayudar en caso de emergencia eran prácticamente nulas, todas ellas estaban equipadas con radiobalizas de emergencia, y la ley exigía que mantuvieran sus canales de frecuencia E continuamente abiertos.

Toda la tripulación que no estaba hibernando había acudido a la pequeña cabina. Mahree no oía más que el murmullo de sus voces y apenas podía respirar, apretada entre personas más altas. El sudor le resbalaba por la espalda. Los ventiladores de la nave funcionaban a pleno rendimiento, pero no estaban proyectados para una concentración de tanta gente.

—¡Hagan el favor de dejarme pasar! —oyó gritar a su tía Joan— Raoul, estoy aquí detrás.

—Está bien —rugió de pronto la voz del capitán—. Quiero que toda la tripulación, salvo el jefe de máquinas, el primer oficial y el jefe de comunicaciones salgan de aquí. Yo les diré lo que ocurre tan pronto lo sepamos.

A regañadientes, la gente se retiró al comedor. Entonces apareció por fin Joan Atwood, una mujer alta y huesuda, de cara pálida y facciones severas, con una linea vertical permanente entre las cejas. Joan era una piloto excelente, trabajadora y poco imaginativa por naturaleza e intolerante con la estupidez y la incompetencia. Era más fuerte que la mayoría de los hombres y, en una ocasión, abrió la cabeza a un miembro de la tripulación que intentaba subir droga a bordo de la Désirée. Mahree temía a su tía.

Mientras la gente iba saliendo, la chica se hizo la remolona en la puerta. Vio que Joan Atwood se sentaba delante de la consola de comunicaciones al lado de Jerry Ciervoverde. El jefe de comunicaciones pertenecía a una tribu winnebago de la vieja Norte Am y sus facciones revelaban claramente su ascendencia. Al igual que la mayoría de los miembros de la tripulación que estaban de servicio, vestía el mono gris azul con el emblema de la Désirée y su nombre en el bolsillo del pecho. Pero Ciervoverde le había quitado las mangas al mono y lo llevaba sin abrochar. Sobre su amplio pecho colgaban amuletos de conchas marinas y, en los lóbulos de sus orejas, entre su pelo negro y lacio que le llegaba hasta los hombros, lucían unas turquesas. Todavía en la puerta, Mahree se mordió los labios, titubeando entre obedecer las órdenes de su tío y ceder a la curiosidad. Al fin, se volvió y entró en la sala de control. Puesto que no pertenecía a la tripulación, decidió no marcharse hasta que se lo ordenaran de manera directa. Por fortuna, su tío se había vuelto otra vez de cara al panel de comunicaciones y no reparó en su presencia.

—¿Qué ocurre, Raoul? —preguntó Joan.

—Algo ha activado la frecuencia E —le respondió su marido—. Jerry ignora lo que puede ser. Es la primera vez que oigo funcionar ese chisme. Me he llevado un buen susto.

—¿Se detecta alguna nave en esta zona?

—No. Ha sido una radiobaliza E —contestó Jerry con ojos brillantes de excitación.

—Un SOS es inconfundible. Esto no era más que una onda en la misma frecuencia.

—¿Cuánto tiempo hemos estado recibiéndolo? —preguntó Joan mesando sus cortos rizos color caoba con ademán de impaciencia.

—Noventa segundos —informó Jerry—. Pero era muy débil. Luego, empezó a perderse. Seguramente debido a la vibración interestelar. O a que nuestro receptor no es lo bastante sensible. O, quizás, a que lo que emitía esas ondas dejó de lanzarlas.

—Bien. ¿Y qué cree que era? —preguntó Raoul.

—Eso no hay forma de saberlo.

—Pues escuchémoslo —decidió Joan—. Pon el audio.

Los dedos cortos y gruesos de Jerry se deslizaron ágiles por los controles y, en el indicador holográfico, apareció un espectro irisado y ondulado mientras salían de los altavoces unos silbidos y una especie de graznidos entre parásitos.

—¿Lo veis? —dijo señalando con el dedo—. Es esa onda de color naranja pálido.

—¿Y cómo suena? —preguntó Raoul.

—Tiene un sonido tan débil que resulta imposible distinguirlo.

Raoul señaló el panel.

—¿No hay forma de eliminar todas estas interferencias y amplificar la señal?

—Sí; creo que podré procesarla, y es probable que consiga algo mejor. De todos modos, será muy débil. Quizá, si volvemos a captarla, nos llegue con más fuerza y me sea más fácil aislarla… Lo malo es que, para eso, tendremos que registrar la zona manteniéndonos a una velocidad inferior a la de la luz.

Mahree sintió una leve presión en el brazo. Se volvió y vio a su lado a Rob Gable con Sekhmet recostada en su hombro.

—Tú no deberías estar aquí —susurró llevándose un dedo a los labios.

Él le sonrió con malicia.

—Ni tú tampoco —respondió acercando la boca a su oído—. ¿Qué es lo que hemos captado?

—Radiación electromagnética —respondió Mahree hablando todavía en un susurro—. Onda larga, radio.

—¿Radio? —Pareció sorprendido—. ¿Quieres decir de la Tierra? Pero si estamos muy lejos…

Mahree movió la cabeza.

—Chissst —le indicó—. No tiene que ser forzosamente de la Tierra. Todas las cosas producen ondas de radio. Donde haya electrones en movimiento las tendrás. Quasars, pulsars, galaxias Seifert… hasta las estrellas corrientes las producen, aunque no son fuentes potentes.

Él la miró con sorpresa y respeto.

—Hice un curso de astronomía en el preuniversitario y no puedo recordar absolutamente nada de eso.

—Yo lo estudié el año pasado. Dos cursos intensivos —explicó ella ruborizándose de satisfacción.

—¿Entonces, por qué se disparó la radiobaliza E?

—Captamos una onda que estaba en la misma frecuencia —respondió Mahree.

Luego, con un ademán le pidió que se callara, para oír lo que decía su tío.

—¿Supones que no era una radiobaliza E? —Raoul Lamont hablaba arrastrando las sílabas—. ¿Qué pudo ser si no?

—Lo ignoro —dijo Jerry que había recobrado su habitual sangre fría—. Me gustaría escucharlo aislado. Y también me gustaría analizar con el ordenador las grabaciones de vídeo y del audio, a fin de averiguar si esas ondas han sido casuales o si contienen un patrón repetitivo de formas o sonidos.

—¿Y eso qué indicaría? —preguntó Raoul.

—Quizá que la radiación no procede de una fuente natural.

Mahree abrió mucho los ojos. Rob le dio un codazo.

—¿Eso quiere decir lo que yo imagino?

—Chissst…

Raoul Lamont miró en silencio a su jefe de comunicaciones durante casi un minuto.

—Jerry…, todavía estamos a más de doscientos años luz de la Tierra. ¿Qué probabilidades hay de que podamos captar viejas ondas de radio que se originasen allí? Televisión, por ejemplo.

—Muy pocas. Las frecuencias no son las mismas. Y, desde luego, eso no sonaba como un lenguaje humano ni como ningún código de los que yo he oído en mi vida. Haré que el ordenador busque los archivos auxiliares, para asegurarnos.

Las anchas facciones de nativo de Vieja Norte Am de Jerry estaban impasibles, pero su voz delataba cierta emoción.

—¿Hay alguna otra fuente natural posible?

—Quizá… De todos modos hemos tropezado con algo desconocido por completo.

—¿Podría tratarse de un pulsar?

Jerry se encogió de hombros.

—Los pulsars, estrellas de neutrones, son las señales de radio más fuertes que, en teoría, tendríamos que recibir. Pero todas tienen unas secuencias muy conocidas. Son tan regulares que incluso llegó a especularse con la posibilidad de utilizarlas para poner en hora los relojes. Y tienen una distribución de frecuencias muy amplia. —Se puso el pelo detrás de las orejas—. Esta cosa de aquí se sitúa en un campo que va de los doscientos a los cuatrocientos megahertzios. Es una franja muy estrecha. Luego, cae bruscamente a uno y otro lado. Los pulsars y los quasars no hacen eso.

—¿Entonces, qué te parece que puede ser?

El oficial de comunicaciones tamborileó con los dedos, pensativo.

—Supongo que pronto descubriremos que esta señal no se ha originado en la Tierra, que no procede de una de nuestras naves ni de una fuente natural.

Ciervoverde hizo un pausa mientras se peinaba con los dedos. Luego, sacó un trozo de tela del bolsillo del mono y se recogió el pelo en la nuca, en una cola. Mahree vio que las manos de Jerry temblaban, desmintiendo su estudiada serenidad.

—¿Y qué…? —apremió Raoul.

—Y, puesto que estamos a dieciséis segundos paralácticos del punto cero, sólo existen dos posibilidades. Una, que se trate de un fenómeno estelar desconocido, lo cual dudo porque nada que sea natural tiene una frecuencia tan estrecha. Y la otra, que haya sido generado por un transmisor artificial no humano.

Por primera vez, Paul Monteleón, el jefe de máquinas de la Désirée, habló.

—Jerry, ¿tú sabes lo que dices, verdad? —Su voz suave y dubitativa armonizaba con su cuerpo largo y desmadejado, su barba castaña canosa y su pelo revuelto—. No hay constancia de que existan otras formas de vida inteligente.

El jefe de comunicaciones se encogió de hombros.

—En todo hay una primera vez, Paul. Quiero comprobarlo, desde luego; pero me parece que en esta ocasión hemos obtenido el bingo.

El silencio envolvió la sala de control como un invisible puño gigante. Nadie se movía.

A Mahree le latía el corazón con tanta fuerza que sentía las pulsaciones en los oídos. Le invadió una extraña mezcla de miedo y alegría; y descubrió que estaba temblando.

Rob le puso una mano en el hombro para tranquilizarla. Ella levantó la cara y vio que el médico se hallaba rojo de alegría.

—No puedo creer que hayamos tenido tanta suerte. Para que luego hablen de desafíos. Esto es fenomenal.

—Una transmisión de extraterrestres —susurró Mahree expresando la idea con toda claridad para comprobar su alcance. Tenía la boca seca y los labios rígidos—. Dios mío.