V

EL ROSTRO DE LO DESCONOCIDO

Querido Diario:

Estoy en la sala de control, descansando en el asiento del copiloto y contemplando la pantalla central. Las ocho naves siguen ahí, con un brillo color ámbar sobre la negrura del fondo. Su forma es muy diferente de la Désirée, que se parece vagamente a un globo.

Estas naves son estrechas y aerodinámicas… como si también pudieran navegar por la atmósfera. Rob dijo que le recordaban a un depredador de los océanos de la Tierra llamado tiburón martillo. Tienen a los lados unas protuberancias estrechas y oblicuas que no parecen alas pero que probablemente poseen igual función. Todas son del mismo color naranja dorado, con unas rayas negras muy finas a lo largo del cuerpo.

Hace casi hora y media que se situaron alrededor de la Désirée: pero ésta fue la última maniobra que hicieron. Sólo nos acompañan, a una distancia como de veinte kilómetros. Permanecen a la espera… ¿quién puede saber de qué?

El tío Raoul se encuentra en el comedor, tomando el horrendo café de Simón. Por su expresión, yo diría que empieza a arrepentirse de haberse metido en esta aventura.

Cuando aparecieron las ocho naves, Joan redujo al mínimo la velocidad de la Désirée, y nuestra escolta hizo otro tanto. Lo que importa es saber si se trata de una guardia de honor o si nos han capturado.

Al principio, nos inundaron de transmisiones, a las que, como es natural no pudimos responder, así que pronto cesaron. Seguimos acerándonos al planeta, pero a esta marcha tardaremos medio día en llegar.

En el puente somos cuatro: Jerry, Paul, Joan y yo. Unos cuantos miembros de la tripulación siguen mirando la pantalla del comedor; pero la mayoría han vuelto a su trabajo.

No sé dónde está Rob en este momento. Francamente, es un alivio. Empiezo a sospechar que algo anda mal.

¡Ojalá pudiera dominar lo que siento por él! Sin embargo, por más que me esfuerzo, cada vez que lo veo es como si recibiera una descarga eléctrica. Resulta doloroso, pero al mismo tiempo hace que me sienta tan viva…

Yo me repito que lo que siento no es amor, que soy muy joven para eso. No obstante lo parece. ¿Se puede amar a alguien de verdad cuando se tienen casi diecisiete años?

¿Cómo sabes cuándo es auténtico…?

De repente, Mahree dejó de teclear y abrió mucho sus ojos castaños. Sólo la fuerza de la costumbre le hizo pulsar la tecla de «archivar» antes de decir:

—¡Tía Joan! ¡Una de las naves se acerca!

La primer oficial levantó la mirada en el mismo momento en que pulsaba el intercomunicador.

—Capitán, al puente, deprisa.

Mahree y los demás observaban como hipnotizados la pequeña nave que se aproximaba poco a poco.

—Distancia: setecientos cincuenta metros —informó Jerry al fin—. Voy a examinar mejor esas rayas negras. —Ajustó el factor de aumento en la pantalla de proa enfocando las rayitas oscuras que Mahree había observado.

En realidad, las «rayas» eran líneas de símbolos.

—Ahora podemos estar seguros por lo menos de una cosa —dijo Jerry—. Tienen órganos visuales, o no pondrían marcas externas en sus artefactos.

La pequeña nave se detuvo a unos quinientos metros de la Désirée. Mahree entornó los ojos, tratando de distinguir si tenía portillas. Pero la brillante proa de la nave aparecía totalmente lisa. Oía a su espalda un murmullo de voces excitadas de los miembros de la tripulación que se agolpaban en el puente.

—¡Vuelve a moverse! —exclamó Paul Monteleón al cabo de un momento.

Vieron en la pantalla que la nave alienígena iniciaba un movimiento espiral rodeando a la Désirée de proa a popa. Al iniciar la segunda espiral, de su proa brotó una luz brillante que iluminó a la Désirée, la cual era de mayor tamaño.

Joan jadeó:

—¿Nos apuntan con alguna especie de arma?

Paul miró un indicador y movió la cabeza en gesto negativo.

—No es más que un haz luminoso. Quieren vernos mejor.

En su segunda pasada, la pequeña nave se detuvo cuatro veces. La primera ante la proa de la Désirée, la segunda, frente al comedor, junto a los armarios de los trajes de emergencia; la tercera vez, a la mitad de la nave, delante de la escotilla de los botes salvavidas y, finalmente, debajo del vientre de la mercante, al lado de la escotilla de carga.

—¿Por qué se paran? —preguntó Raoul.

Mahree miró a hurtadillas y lo vio al lado de su tía, abrazándola por los hombros. Mahree no hubiera podido asegurar si ofrecía amparo o lo buscaba.

—Se han parado durante casi cinco segundos frente a cada una de nuestras salidas —murmuró Jerry, pensativo.

—¿Cree que piensan abordarnos?

A Mahree le costó trabajo reconocer la voz de Simón Viorst, atiplada por el miedo. Volvió la cabeza hacia la multitud, pero no vio al jefe de la hidropónica.

—Lo dudo —respondió Raoul con sequedad—. Si fueran hostiles, lo lógico es que hubieran disparado ya contra nosotros.

—Probablemente, querían averiguar la forma y el tamaño de nuestras cámaras de descompresión —opinó Mahree—. Si desean establecer contacto, tendrán que conectar una de sus embarcaciones a nuestras compuertas.

La pequeña nave, idéntica a sus compañeras, volvió a la formación.

—¡La función ha terminado! —gritó Raoul—. Despejen el puente. Si ocurre algo, informaremos por el intercomunicador, ¿de acuerdo?

Mahree sintió hambre. Con tantas emociones, se había saltado el desayuno y olvidado el almuerzo. Ahora notaba un vacío en el estómago y se encontraba débil y desorientada.

—Voy a buscar un bocadillo —anunció—. ¿Alguien quiere algo?

Poco después, hacía una lista.

En el comedor, Mahree se puso a programar la máquina dispensadora. «Vamos a ver: dos de jamón y queso con pan de centeno, una ensalada de pollo al curry, una crema de atún en tartina, rosbif con cheddar y para mí… un emparedado de pavo. Lástima que todavía no tengamos tomates y lechugas de verdad…»

Los alimentos que suministraba la máquina eran sucedáneos con la forma, el aroma, el aspecto y el sabor de lo auténtico. La Désirée era una nave mercante y carecía de las exquisiteces de las enormes y lujosas naves de pasajeros.

Mahree devoró su bocadillo mientras esperaba que la máquina dispensadora entregara los otros. Como seguía con hambre, pidió una fuente de barritas de queso.

—¿Me das una? —preguntó una voz junto a su oído en el momento en que las barritas salían de la máquina.

Mahree se volvió y vio que detrás de ella estaba Yoki.

—Pues claro, las que quieras. ¿Cómo va todo?

—Bien. He estado en la bodega de carga a ver si teníamos algo que pudiera resultar atractivo para individuos de otra especie.

Yoki tomó una de las pequeñas barras de queso, la sumergió en salsa caliente y se la metió en la boca. Luego, hizo una mueca.

—¿Demasiado caliente?

—La salsa, no —respondió Yoki con voz ahogada—. Está caliente el queso…

Mahree tomó una a su vez y siguió interesándose por los acontecimientos.

—¿Y encontraste algo?

Yoki negó con la cabeza.

—Imposible asegurarlo a ciencia cierta…, pero lo dudo.

Mahree colocaba los bocadillos en una bandeja.

—Tiene gracia cómo te acostumbras a las cosas —comentó Yoki—. Hace un par de días todos andábamos como locos por la posibilidad de haber interceptado un mensaje de extraterrestres y ahora nos tienes aquí, con ocho naves alienígenas alrededor y pensando en comida.

—Yo creo que, a partir de un punto, se agota la capacidad de asombro de las personas —dijo Mahree mientras servía café.

—¿Necesitas que te ayude a llevar todo esto?

—Gracias —contestó Mahree cogiendo la fuente de los bocadillos.

Yoki la miró con fijeza.

—¿Y tú cómo estás, guapa? Rob dijo anoche que parecías un poco nerviosa.

—No. Estoy bien —repuso Mahree.

«Maldita sea, me cae bien Yoki. ¡No hay derecho! ¿Por qué las cosas no pueden ser o blancas o negras, en lugar de tener tantos tonos de gris?»

La sobrecargo suspiró y Mahree, no sin cierta desazón, se preguntó si la otra muchacha le habría leído el pensamiento.

—¿Ocurre algo? —inquirió.

—Ojalá no metamos la pata —dijo Yoki pasando la bandeja por la puerta—. De repente, he tenido un mal presentimiento.

—Bien, Simón —comenzó diciendo Rob Gable mientras medía con sumo cuidado una solución de nutriente en un bocal—; hace varias horas que nos escoltan y aún no ha pasado nada malo. Si fueran hostiles, a estas alturas ya habrían revelado sus intenciones.

El jefe de la sección hidropónica movió la cabeza con expresión de terquedad mientras aseguraba una hebra de una mata de judías.

—Serían unos estúpidos si nos atacaran en los confines de su territorio, mientras pudiéramos escapar. Lo mejor para ellos es llevarnos adonde más les convenga y entonces pasar a la acción.

—Simón —dijo Rob con un suspiro—, si usted se empeña, es capaz de dar una interpretación negativa al acto más inocente.

Apretó los labios y se advirtió severamente que no podía permitirse perder los estribos con Viorst. El jefe de la hidropónica era terco y atrabiliario, desde luego; pero estaba muy asustado. Enfadarse con él no le ayudaría a vencer el miedo. O, por lo menos, resistirlo.

—No nos han dado motivo para pensar que no vayamos a poder dar media vuelta y marcharnos por donde hemos venido —dijo Rob después de unos momentos de reflexión—. Esas naves son tan pequeñas que no podrían apresarnos.

—¿Y cómo lo sabe? —preguntó Viorst—. Ahora hace usted lo mismo de lo que siempre me acusa a mí, doctor: generalizar a partir de lo que hacen los humanos. Unas naves de ese tamaño que hubiéramos construido nosotros no tendrían velocidad ultralumínica ni mucho armamento; pero… ¿quién puede asegurarnos que no tengan un reactor que quepa en esa caja? ¿O armas del tamaño de ese bocal capaces de desintegrarnos?

Rob parpadeó, sorprendido. Finalmente, asintió.

—Tiene razón, Simón; estaba generalizando. Pero tan improcedente es esa manera de pensar como la de dar a todo una interpretación negativa, ¿no lo comprende?

—Quizá. —Viorst volvió a adoptar su tono hosco—. Por lo menos, eso es lo que usted me repite a todas horas.

Rob midió el espesor de las algas que había en un recipiente y rectificó un poco la iluminación.

—Lo único que le pido es que no saque conclusiones precipitadas. Trate de adoptar una actitud más ecuánime y sosegada, ¿de acuerdo?

Simón meditó y suspiró.

—Está bien, doctor —convino.

No obstante, seguía preocupado.

—Recibo una señal —informó Jerry tenso—. Es fuerte y viene de delante.

—¿De alguna de esas lunas pequeñas? —preguntó Joan.

—No; es artificial.

—¡Una estación espacial! —exclamó Mahree, con voz insegura y un poco chillona. Se puso colorada. «¿Por qué he de hablar siempre como si tuviera doce años?»

—No se parece a nada que yo conozca; pero no me sorprendería que fuera una estación espacial —respondió Jerry.

—¿Cuándo estaremos lo bastante cerca para establecer contacto visual? —preguntó Yoki, después de tragarse muy deprisa la última barrita de queso.

—Dentro de unos cinco minutos. Está en el lado de día del planeta, por lo cual se verá bastante bien —explicó Jerry.

Raoul dirigió una comunicación a toda la nave, advirtiendo que dentro de pocos minutos aparecería en la pantalla del comedor algo digno de verse.

—¿Crees que ése pueda ser nuestro punto de destino? —preguntó Paul Monteleón a Jerry.

—No me sorprendería —contestó el jefe de comunicaciones—. De sus observaciones de la Désirée, habrán deducido probablemente que no podemos posarnos en la superficie de un planeta; también es probable que quieran mantenernos relativamente aislados.

Mahree, que no apartaba la mirada de la pantalla y que, debido al esfuerzo por no parpadear, tenía los ojos casi bizcos, jadeó de pronto:

—He visto un destello en la posición diez.

—Ahí está —confirmó Jerry.

Mahree y los demás miraban desorbitados el objeto que crecía en la pantalla. Era vagamente rectangular, con los ángulos redondeados. Les pareció pequeño hasta que vieron a una de las naves color ámbar pasar por su lado y pudieron hacerse una idea de la escala.

—Ese armatoste tiene casi diez kilómetros de ancho por catorce de alto —susurró Jerry, impresionado.

—Su forma me recuerda algo —dijo Mahree.

—Un ábaco —apuntó Yoki—. Un marco rectangular azul plata y negro, con esas hileras de esferas semejantes a cuentas.

—Cuentas de colores diferentes —observó Jerry—. Otra señal de que tienen ojos. Los distintos colores pueden indicar funciones diversas. Naranja para servicio técnico, verde para comunicaciones, amarillo para alojamientos… o algo por el estilo.

—Ese violeta hace llorar —se lamentó Joan.

—A lo mejor a ellos les encanta —comentó Yoki—. Sus ojos tal vez no captan los colores con la misma intensidad que los nuestros.

—Pero sí de un modo muy similar —dedujo Jerry, con la voz tensa—. Muy similar. Amigos, no creo que tengamos que habérnoslas con entes de pura energía.

Ya estaban lo bastante cerca del planeta para distinguir grandes zonas de vegetación de un verde intenso entre el ocre de los desiertos.

—Respecto a mares, no parece que haya mucho que ver —informó Paul mientras contemplaba un monitor—. Sólo el que ya hemos observado. Muchos lagos; algunos del tamaño del Superior o mayores. Varias cordilleras muy altas. La temperatura media es un par de grados más alta que la de la Tierra.

—¿Selvas tropicales? —preguntó Joan.

—Sí; y mucha sabana.

—¿Hay indicios de que existan ciudades?

—Estamos todavía muy lejos para divisarlas.

Haciendo un esfuerzo, Mahree apartó la mirada del planeta y observó que la Désirée se acercaba muy deprisa a la estación espacial.

—Atención visor izquierdo —dijo.

Inmediatamente, Jerry proyectó en la pantalla principal la gigantesca estructura.

Vieron cómo se aproximaba la estación, en cuyo marco ya se distinguían aberturas circulares que, al parecer, eran puntos de atraque para naves de diferente tamaño. Una tras otra, las ocho naves que los escoltaba fueron retirándose.

—¿Encajaremos en alguno de esos alvéolos, Paul? —preguntó Raoul a su jefe de máquinas.

—No. Todos los que tenemos a la vista están preparados para esas proas cónicas, capitán —respondió Monteleón.

—Bueno…, ¿qué hacemos ahora? —planteó Raoul—. Si no podemos atracar, ¿cómo vamos a reunimos con ellos?

—Yo sugiero aminorar la velocidad para no incrustarnos en su estación —dijo Jerry con suavidad.

En efecto, el ingenio parecía venírseles encima a una velocidad alarmante.

Joan lanzó un juramento por lo bajo y se apresuró a accionar los propulsores de maniobra avante. La Désirée redujo la marcha todavía más hasta quedar estática.

—Esa estación es lo bastante grande como para ejercer una fuerza gravitatoria que nos atraiga —dijo—. Daré al ordenador el mandato de comprobar la posición y rectificarla si es necesario.

—¿Y ahora qué? —preguntó Raoul.

Mahree y los demás lo miraban. Nadie se aventuró a responder al capitán.

—Encallados —dijo Rob mirando la pantalla del comedor—. ¿Cuánto tiempo llevamos así?

—¿Casi doce horas? —respondió Mahree—. Quizás esperen a que nosotros tomemos la iniciativa.

—Maldita sea.

Rob apuró la jarra de cerveza que tenía en la mano y pulsó el botón de la máquina dispensadora para pedir otra, la quinta. Mahree no recordaba haberle visto beber más que una de cuando en cuando. Le pareció alarmante. «¿Por qué? —le preguntó una vocecita sarcástica en su interior—. ¿Porque beber más de la cuenta en los momentos de tensión denota debilidad de carácter, y tu amado no puede tener debilidades?»

La chica torció la boca y pidió a su vez una cerveza a la máquina.

—Eh —protestó Rob—. Tú no.

—¿Quién dice que no? —protestó ella bebiendo un sorbo con lentitud.

—Eres muy joven.

—No; no lo soy. —Lo miró irritada—. Jolie no es la Tierra, tenlo presente. Desde que cumplí dieciséis años se me considera mayor de edad. —Sonrió con malicia—. Nosotros, los colonos, maduramos más deprisa que vosotros, las lombrices de tierra.

Rob hizo una exagerada mueca de dolor; pero la sonrisa con que respondió era un poco forzada.

—No tienes que ponerte antipática.

—Perdona —dijo ella, tomando otro sorbo de cerveza—. Es sólo que esta espera me excita los nervios. Me gustaría saber hasta cuándo va a tenernos inmovilizados el tío Raoul.

El médico terminó su cerveza y miró a Mahree con ojos inexpresivos.

—Bueno, lo único que veo claro es que estoy cansadísimo. En este momento, me importa un rábano lo que esos individuos —señaló la pantalla con el mentón— decidan hacer o dejar de hacer. Que los zurzan. Yo me voy a la cama.

Depositó la jarra sobre la mesa y salió del comedor andando con encomiable seguridad. Mahree suspiró. «Esta situación nos está sacando de quicio a todos. Quizá fue un error venir».

Luego, a falta de algo mejor que hacer, terminó su cerveza y se fue también a la cama.

Varias horas después, Mahree despertó sobresaltada al sonar el intercomunicador.

—¡Mahree! ¿Estás despierta? ¡Responde!

—¿Hummm?

Dormía tan profundamente y estaba todavía tan cansada que, durante unos segundos, se sintió desorientada.

—¡Mahree Burroughs, despierta! ¿Está despierta?

Hizo un esfuerzo y se sentó en la cama. Las cosas se situaron en su perspectiva normal.

—Ahora sí, Jerry. Y espero que no me hayas despertado para pedirme bocadillos.

La voz concisa del jefe de comunicaciones sonó más áspera que nunca.

—Ven al puente, niña. Quiero que veas esto.

La comunicación se cortó.

Mahree se puso un pantalón y una blusa sin mangas. Mientras corría por los pasillos, se recogía el pelo en una trenza floja.

—¿Qué sucede?

—Tú observa. Tengo nuestra proa en la pantalla principal.

Mahree se agarró al brazo del sillón del piloto conteniendo la respiración. Désirée y el planeta que tenía debajo habían girado (la estación estaba en órbita síncrona). «Abajo» era de noche; pero la estación espacial aparecía brillantemente iluminada. Mahree vio que una de las pequeñas naves alienígenas se hallaba frente a ellos, a unos quinientos metros. Mientras la contemplaba, de la proa de la pequeña nave partió un destello azulado. Luego otro… Y después un tercero.

La chica esperó contando los segundos y, cuando llegó a doce, la secuencia se repitió. Entonces, la pequeña nave giró muy despacio, aceleró y se alejó varios kilómetros.

—Ahora retrocederá y repetirá toda la operación. —La voz de Jerry la sacó de su abstracción—. Es la cuarta vez.

—¡Quieren que los sigamos! —susurró Mahree—. ¡Estoy segura!

—Lo mismo pienso yo. De acuerdo. Llamaré a Raoul.

Minutos después, Raoul Joan y Paul se les habían unido en el puente. Esta vez, cuando la pequeña nave lanzó la señal y se alejó, Joan hizo que la Désirée marchara detrás.

El ingenio los condujo al otro lado del «ábaco» gigante y se detuvo. Joan inmovilizó su nave.

—¿Y ahora qué?

Delante de ellos parpadeó otra luz azul, dentro de un amarre tentacular que sobresalía de una de las negras aberturas.

—¡Nos han construido un atraque! —exclamó el jefe de máquinas—. ¡Por eso examinaban tanto el casco!

—Ahora veremos si yo puedo meterme ahí —dijo Joan—. El espacio no sobra, desde luego.

La Désirée avanzaba lentamente, conducida por Joan, que pulsaba con suavidad los mandos de los cohetes de dirección. Los ojos de la primer oficial no se apartaban de los instrumentos ni del esquema del puesto de amarre que aparecía en el monitor de su pupitre de control. Poco a poco, con mucha suavidad, la gran nave introdujo la proa en el improvisado atraque.

—Ya estoy dentro —informó Joan—. Ahora, si los amarres actúan… —Los accionó y se relajó—. ¡Ya estamos, chicos!

Se miraban unos a otros, sonriendo. De pronto, el puente se llenó de gritos de alegría. Mahree se abrazó a su tía y le dio un beso.

—¡Lo conseguiste, tía Joan! ¡Somos la primera nave que atraca en puerto alienígena!

Su tía la abrazó a su vez.

—¿Significa eso que soy famosa?

—¡Lo somos todos!

La algazara atrajo a los tripulantes del turno de noche. Al poco, llegaron también los del turno de día, que se habían levantado y preguntaban qué estaba ocurriendo. Jerry puso el vídeo de toda la operación. Empezó la fiesta. La mayoría de los miembros de la tripulación estaban en el puente y en el corredor que conducía al comedor, donde las máquinas dispensadoras no paraban.

Mahree, después de muchos brindis y felicitaciones y de tener que referir una y otra vez cómo ella y Jerry habían «visto la luz» se encontraba en la parte exterior de un grupo de personas. Azam Quitubi la cogió en brazos y comenzó a dar vueltas vertiginosas. Cuando la puso en el suelo, la chica se tambaleó hacia atrás riendo; tropezó con alguien y estuvo a punto de caer. Al volverse se encontró con Rob, que tenía los ojos hundidos y el pelo revuelto. La sujetó por los hombros y ella se desasió bruscamente.

—¡Rob!

El joven médico levantó una mano con ademán implorante.

—¿Por qué gritáis todos tanto? ¿Qué diablos pasa?

Mahree plegó un poco las comisuras de los labios.

—Olvidaste tomar algo contra la resaca antes de acostarte, ¿eh? Lo que necesitas es comer. ¿Quieres que te traiga un sucedáneo de huevos revueltos?

Rob tragó saliva.

—Sádica. Anda, di qué pasa.

Mahree se lo explicó.

Cuando acabó de hablar, Rob juró entre dientes:

—Y yo, como un imbécil, me lo he perdido. ¡Maldita sea! —Meneó la cabeza. Fue un error, porque, tras el movimiento, se oprimió las sienes gimiendo. Sekhmet, que estaba sentada a sus pies, maulló en tono quejumbroso.

—Ven conmigo —dijo Mahree agarrándole del brazo. Lo llevó por el corredor hasta su camarote, amortiguó las luces y le hizo tenderse en la cama. La gata se situó a su lado, como una figura de ébano, con la cola enroscada alrededor de sus diminutas patas.

Rob hizo un esfuerzo por incorporarse pero se dejó caer en la cama con otro gemido.

—¡Qué imbécil! —repitió.

—De acuerdo. Estate quieto —le ordenó Mahree yendo en busca de una compresa fría para ponérsela en la frente—. ¿Dónde está el medicamento contra la resaca? ¿En tu despacho? ¿En la enfermería?

Le aplicó la toalla húmeda alisándola con los dedos.

—En la enfermería; pero se encuentra bajo llave, desde luego —murmuró relajándose con un suspiro de resignación—. Bastará una aspirina.

Mahree le dio dos y, al cabo de un minuto, le acercó una taza.

—Toma; es zumo de naranja. Potasio, ¿verdad?

—Sí. —Se tomó los comprimidos y apoyó la cabeza en la almohada—. Pronto estaré mejor. Gracias, niña.

A los pocos momentos, Mahree oyó un ronquido. Lo miró fijamente en la penumbra con el corazón alborotado. Tímidamente, se inclinó y le acarició la mano.

—Vigilalo, Sekhmet —dijo a la gata.

Cuando Mahree llegó a la sala de control estaba cansada pero completamente tranquila… Al menos eso creía ella. Jerry la observó con atención y la atrajo hacia la sección del piloto.

—¿Qué te ocurre, tesoro?

—Nada —respondió—. Que esta noche tampoco he dormido. Sólo eso.

Ciervoverde la miró con fijeza.

—Será como tú dices; pero yo…

Se interrumpió y, por encima del hombro de la muchacha, miró interesado la pantalla de la derecha, en la que aparecía lo que había delante de la nave.

Mahree giró sobre sí misma, siguiendo la dirección de su mirada. La Désirée tenía la proa introducida en el atracadero. La pared azul plata de la estación espacial quedaba a unos diez metros. En ella parpadeaba una luz azul. Uno… uno; dos… uno; dos, tres…

—¡Vuelven a hacernos señales!

Al mirar a Jerry, vio que él ya había accionado las grabadoras. En aquel momento, pasaba la imagen a la pantalla principal. Una brillante luz blanca, como la que habían visto antes, incidió en la pared de la estación espacial, debajo de la señal azul.

—¿Y ahora qué? —murmuró el capitán, y conectó el intercomunicador—. A toda la tripulación… Quizá les interese mirar la pantalla del comedor.

Al cabo de unos minutos, la luz blanca cedió paso a una imagen. Un fondo negro estrellado, con diminutas esferas girando alrededor de otra mayor y muy brillante. Mahree empezó a contar planetas.

—¡Es su sistema solar! —exclamó Paul Monteleón.

La imagen del sistema permaneció fija durante varios minutos.

—Están orientándonos —dijo Jerry.

Mientras hablaba, la cámara empezó a acercarse al sexto planeta. La imagen reprodujo por fin la vista del exterior… La monstruosa estación espacial y el mundo que giraba lentamente «debajo» de ella.

La imagen volvió a permanecer estática durante varios minutos. Luego la cámara empezó a descender por la ionosfera superior hacia el planeta.

—¿Es eso lo que quieren que hagamos? ¿Bajar al suelo? —se preguntó Joan—. ¡Pues no podemos!

—No. Yo diría que ellos ya saben eso —dijo Raoul—. Al fin y al cabo, nos han construido este atraque, ¿no? Sólo nos muestran a dónde nos lleva la cámara.

La atmósfera se hacía más densa a medida que la cámara descendía hacia la superficie del planeta.

—Cielo azul, casi como el de la Tierra —observó Yoki.

—Con un leve tinte turquesa —puntualizó Paul—; pero muy hermoso.

Mahree lo contemplaba todo fascinada. El cielo azul le parecía extraño. El de Jolie era de un suave tono malva.

Atravesaron nubes, descendiendo suavemente. Sobrevolaron uno de los enormes lagos, el cual refulgía con destellos de aguamarina… Cruzaron por encima de una sabana…

—¡Mirad, un rebaño de animales! —gritó Jerry, y todos pudieron distinguir unas motas oscuras que debían de ser animales que pacían.

Luego, una extraña vegetación verde oscuro llenó la pantalla.

—Esos árboles son enormes —comentó Paul impresionado—. Mayores que las secoyas de la Tierra.

La cámara se acercó al suelo y vieron unas forma situadas en el linde de la selva.

—¿Estructuras artificiales? —preguntó Joan.

—Lo parecen —murmuró Raoul.

Las estructuras, en forma de pirámide truncada, se elevaban hasta doscientos o trescientos metros del suelo; unas eran de un blanco resplandeciente; otras del mismo azul metálico de la estación espacial… Las había rosa, verde pálido, amarillas… Y todas tenían el tejado negro.

—¿Pilas solares? —preguntó Jerry.

—Apostaría a que sí —contestó Paul.

Cada una de las cuatro caras de los edificios piramidales estaba cubierta por una celosía de líneas curvas entrelazadas.

—¿Creéis que esa especie de cortinas son adornos? —inquirió Yoki.

—Pueden ser cualquier cosa —admitió Paul.

—Ahí abajo hay senderos —dijo Mahree excitada—. Pero no veo carreteras.

—¿No es un parque eso que está en el centro de aquel grupo de edificios? —preguntó Yoki—. Hay un río que lo atraviesa, con un arco hecho de esos serpentines entrelazados.

—¿Un puente? —sugirió Raoul.

—No es un puente que podamos utilizar nosotros —dijo Joan.

La cámara realizó un lento recorrido por toda la ciudad, el cual les permitió observar sus edificios, rodeados de patios y jardines, así como sus muchos parques.

—Es muy bonita —opinó Yoki—. Me recuerda el Japón.

—Más se parece a Ciudad de México —dijo la voz de Ramón García por el intercomunicador—. Estas pirámides truncadas son como las de la vieja Teotihuacán.

—¿Veis barrios pobres? —preguntó Raoul.

—Si tú hicieras un documental de tu mundo para mostrárselo a los alienígenas, ¿enseñarías las zonas peores? —preguntó Jerry en tono seco.

—A lo mejor, no tienen barrios pobres —dijo Mahree, esperanzada.

La cámara descendió hasta situarse a pocos metros sobre el pavimento rosa pálido del patio contiguo al mayor de los edificios azul plata y se detuvo, dándoles una imagen casi a ras del suelo.

—¿Y ahora qué? —preguntó Joan.

—Nos han enseñado su mundo y sus casas —dijo Jerry—. Supongo que ha llegado el momento de que se muestren ellos.

Mahree y los demás miraban sin atreverse ni a parpadear. Al cabo de uno o dos minutos, apareció un ser viviente.

No tenían modo de calcular su tamaño. Lo mismo podía ser diminuto que gigantesco. Se acercó andando sobre cuatro patas, con un contoneo arrogante. Dos penetrantes ojos violeta los miraban fijamente. No usaba ropas ni las necesitaba, ya que estaba cubierto de un pelo color de fuego. La espesa melena formaba una cresta en lo alto de la cabeza y, cayendo en cascada sobre unos hombros fornidos, llegaba hasta la mitad de la casi plana espalda. Una cola corta, con una especie de borla en la punta, se levantaba al andar.

—¡Un león! —murmuró Paul Monteleón—. Una variedad de león.

—Más bien de mono —susurró Jerry—. Dos ojos, nariz, cuatro extremidades… Por diferente que sea su aspecto, está claro que ha evolucionado por las mismas vías que nosotros. Es un primate.

—Pero fíjate en su manera de andar —indicó Joan—. Parece un perro grande.

Mahree no había visto a ninguno de los animales de los que hablaban, salvo en vídeos tridimensionales. A sus ojos, aquella criatura no se parecía a nada conocido.

La cara, bajo la enhiesta cresta de pelo, tenía un hocico pronunciado y una recia mandíbula. La nariz era ancha y aplastada, y la boca casi sin labios. Las mejillas y la frente estaban cubiertas de pelo corto; pero el hocico, naranja pálido, era de piel fina. Las orejas, pequeñas y triangulares, estaban aplastadas a los lados de la cabeza.

Mientras ellos observaban, la criatura andaba de un lado a otro, mostrándose de frente, de espaldas y de costado. Sus patas estaban provistas de dedos largos y articulados.

—Seis —murmuró Jerry—. He contado seis, tanto en las de delante como en las de atrás.

No había a la vista órganos sexuales; pero la zona situada entre las patas traseras estaba hundida, además de bien cubierta de espeso pelo. El que cubría las nalgas, por el contrario, era tan fino que se trasparentaba la piel color naranja. La criatura tenía manchas color castaño oscuro en las espaldas y las ancas.

Finalmente, el alienígena se sentó sobre los cuartos traseros como se sentaría un ser humano. Con la extremidad delantera derecha hizo un ademán complicado, pero muy elegante, tocándose los párpados, el hocico, el pecho… y extendiendo la mano hacia la cámara con los dedos doblados, al tiempo que inclinaba la cabeza con los ojos bajos.

—¿Qué puede significar eso? —preguntó Raoul.

—«Mis respetos» —especuló Jerry, imitando el movimiento lentamente. Después lo repitió, tratando de ponerle la elegancia del extraterrestre.

Otras criaturas se unieron a la primera. Algunas de ellas eran mucho más pequeñas, sólo dos terceras partes de su tamaño.

—¿Hembras? —preguntó Joan.

—Podría ser si se tratara de perros, leones o monos —dijo Yoki—. Pero también podría tratarse de una raza ligeramente diferente, una especie de pigmeos.

Todas las criaturas miraron a la cámara e hicieron el mismo ademán.

—¡Tiene que tratarse de un saludo! —exclamó Jerry.

La escena cambió bruscamente y apareció la estación espacial. Todos pudieron ver ocho pequeñas naves que escoltaban a otra cuya forma no podía serles más familiar.

—¡La Désirée! —gritó Raoul.

Siguieron la grabación de su maniobra de atraque. De pronto, la imagen fotográfica de la Désirée fue sustituida por un dibujo esquemático de la nave.

—¿A qué viene ese cambio? —preguntó Raoul.

—No sé.

Jerry parecía desconcertado.

Mahree se irguió, excitada. Por una vez, no le importó que su voz tuviera una nota chillona.

—¡Ya lo tengo! Hasta ahora, nos han mostrado cosas del pasado. Lo que vemos ahí es el futuro y por eso no pueden fotografiarlo si no que tienen que dibujarlo.

En la pared de la estación espacial se abrió un oscuro hueco alrededor del cual se movían figuras con trajes espaciales. Muy despacio, se fue formando una construcción rectangular, de aspecto flexible, que iba desde la estación espacial hasta la nave terrestre. Como un tubo con los extremos cuadrados, pensó Mahree.

La imagen siguiente mostraba el dibujo de la cámara de descompresión de la proa. El «tubo» apuntaba hacia ella.

—Esto es lo que nos tenían preparado —dijo Jerry, con una nota de respeto en la voz.

—Sí, pero… ¿con qué objeto? —preguntó Joan con frialdad—. Si estuvieras muriéndote de hambre, te darías buena prisa en agenciarte una colección de conejos frescos y tiernos.

—¡Qué sarcástica! —comentó Raoul en tono superficial; pero en su voz había una nota de advertencia.

Mahree lanzó una rápida mirada a su tía y vio que se sonrojaba y apretaba los labios.

El tubo se prolongó hasta llegar a la compuerta de la cámara de descompresión de la nave, y los obreros lo sellaron. Entonces la acción se trasladó a un corredor con una luz que deslumbraba a los humanos.

Vista del interior del tubo, se dijo Mahree.

En la zona blanca, iluminadísima apareció una figura vestida con un traje azul plata. Andaba sobre tres patas y trasportaba en la cuarta una bolsa o saco color naranja. Llegó a la zona en la que se había dibujado el contorno de la entrada de la cámara de descompresión de la Désirée y luego golpeó. Uno. Uno, dos… uno, dos, tres…

La puerta de la cámara desapareció y entonces se dibujó una pequeña celda. No se parecía nada a una cámara de descompresión construida por los humanos; pero como era natural, el dibujante no tenía ni idea de lo que había en el interior de la Désirée.

La figura entró en la «cámara» y luego sacó varios instrumentos de la bolsa. Los movía hacia un lado y hacia otro y los acercaba al casco como si estuviera estudiándolos. Mientras, aparecía en la pantalla la compuerta exterior de la cámara.

El extraterrestre repitió el «saludo» y la imagen desapareció.

—¿Qué significa eso? —preguntó Joan.

—Creo que quieren que les dejemos entrar en nuestra cámara de descompresión para tomar muestras de nuestro aire —dijo Jerry—. Pretenden averiguar si podemos respirar el mismo aire. Es el primer paso, creo yo.

—Sí; eso dijo también Rob —apuntó Yoki.

«¡Rob! ¡Ay, Dios mío, nunca me perdonará que le haya dejado dormir mientras ocurrían estas cosas!», pensó Mahree con un sobresalto. Por suerte todos estaban tan absortos comentando la proyección de los alienígenas que no se dieron cuenta de la confusión.

Se abrió camino por el pasillo que conducía del puente al comedor y pronto se encontró otra vez sola. Corrió hasta su camarote y pulsó el mecanismo que accionaba la puerta. Al entrar, elevó con una orden oral el nivel de la luz. El médico se incorporó, se apoyó en un codo y parpadeó.

—¿Humm? —gruñó—. ¿Qué haces aquí?

—Estás en mi camarote —explicó ella concisa—. Te di la aspirina y te quedaste dormido. ¿Estás ya mejor?

Él se sentó y se frotó la nuca con cuidado.

—Un poco.

—Pues arriba. Acabamos de ver una grabación que nos han pasado los alienígenas para presentarse.

Rob se levantó de un salto. Sekhmet fue a parar al suelo con maullido de protesta.

—¿Los habéis visto?

—No te preocupes. Jerry lo grabó todo. ¡Vamos!

—Es la cuarta vez que pasa la grabación, doctor —dijo Jerry.

El médico se despertó haciendo crujir las vértebras, al tiempo que se refregaba los ojos con suavidad.

—¿Siguen proyectando la grabación en la estación espacial?

—Sí. Menos mal que pudimos ver la primera sesión. Después la han alterado de manera que pudieran captarla individuos con una visión basada en diferentes puntos del espectro, desde el violeta hasta el infrarrojo.

—Quizás empezaron pasándola en su propio registro visual.

—Parece lo más probable. Su sol y el nuestro no son diferentes.

—No puedo creer que se parezcan tanto a nosotros —Rob movió la cabeza—. Con todas las posibilidades que imaginé, a cuál más fantástica, esto es casi como encontrar seres humanos.

—Tal vez por dentro sean más distintos que por fuera —le advirtió Jerry observando cómo Rob se ponía en pie—. ¿Se va?

—Voy a bajar a mi laboratorio. Había empezado, por mi cuenta, un programa de análisis en la atmósfera. Vale la pena que lo termine. Me parece que no tardaremos mucho en oír esos golpes en la puerta de la cámara de descompresión.

Jerry miró la pantalla de la izquierda.

—Sí. Ya se acercan por ese túnel de conexión que están construyendo.

Al igual que en la «película», figuras con trajes espaciales evolucionaban alrededor del tubo extraído, cuya consistencia parecía flexible.

Rob bostezó hasta que casi se le desencajó la mandíbula.

—Me gustaría saber si podré volver a dormir ocho horas seguidas.

—Cuando emprendamos el viaje de regreso a la tierra podremos dormir durante meses seguidos —dijo Jerry—. Si hay novedad, lo llamaré.

—Gracias. —El médico dio media vuelta y lanzó una mirada al asiento del copiloto en el que Mahree dormía acurrucada—. Pobrecilla, está agotada. ¿La llevo a su camarote?

—No. Se despertaría —objetó Jerry—. Bajaré las luces de ahí delante.

Rob contempló la cara de la muchacha, que quedaba en la sombra. Se hallaba recostada de lado, con la mejilla apoyada en el hueco del brazo. Se había deshecho la trenza y el largo cabello le caía sobre los hombros y colgaba del brazo del sillón. Rob experimentó una súbita oleada de ternura que le sorprendió.

—Es una buena chica —dijo suavemente, recordando la solicitud con que le había dado la aspirina y el zumo de naranja—. Resiste todo esto mejor que la mayoría de nosotros.

—Es una muchacha muy capaz —comentó Jerry con un acento de respeto en la voz—. Parece intuir muchas cosas acerca de esos alienígenas.

—Pues usted no lo hace mal —replicó Rob—. ¿Cómo es el saludo?

Jerry le hizo una demostración.

—Espero que lo hayamos interpretado bien.

—Por lo menos, sabemos que pueden ver y que su visión es similar a la nuestra. Eso puede significar que sus ordenadores tienen scanners ópticos como las nuestros.

—Lo cual me recuerda que tengo que terminar la programación y montar un scanner a un terminal portátil —dijo Jerry—. Confío en que nuestros ordenadores puedan acoplarse a los que ellos tengan.

—Eso me parece mucho pedir —opinó Rob.

—Yo no estaría tan seguro. —Jerry se puso el pelo detrás de las orejas, síntoma de que estaba reflexionando—. Si se reduce un ordenador a sus elementos básicos, las posibilidades primarias son «conectado» y «desconectado» ¿no?

Rob asistió, y el jefe de comunicaciones prosiguió;

—Bien, es un concepto tan simple que me parece que los alienígenas podrían utilizarlo también. Y, en tal caso, deberíamos poder realizar un algoritmo que nos permitiera acoplarlos.

—Eso tiene lógica —aprobó Rob—. Bueno; me voy al laboratorio. Hasta luego.

Cuando el joven médico llevaba más de una hora embebido en su tarea, entró Simón y se ofreció a ayudarle. Rob, contento de que el jefe de la hidropónica empezara a adaptarse a la situación, aceptó encantado y, a partir de aquel momento, el ritmo de trabajo se aceleró.

Dos horas después, llegó por el intercomunicador la voz de Raoul.

—Doctor, ¿ha terminado?

—Falta sólo un minuto.

—Pues dese prisa —la voz del capitán vibraba de contenida emoción—. Me parece que están conectando el tubo a la compuerta de la cámara de descompresión.

—¡Miren! —era la voz de Paul que llegaba débilmente a Rob—. ¡Antes parecía flexible como plástico fino o tela; pero se está endureciendo!

—Deben hallarse a punto de terminar la operación —dijo Viorst—. Ya no pueden tardar.

Rob se apresuró a terminar el trabajo y metió los aparatos en una bolsa de fieltro, parecida a la que llevaba el extraterrestre. Miró al biólogo jefe de la hidropónica.

—Gracias por la ayuda, Simón. Sin ella no hubiera acabado a tiempo.

El otro hombre hizo un ademán displicente.

—Ya lo tenía hilvanado cuando llegué. Espero que funcione.

—Sí; ojalá estuviéramos nosotros tan bien preparados como ellos —dijo Rob y agregó—: Parecen muy amistosos.

Viorst se encogió de hombros.

—Lo parecen, en efecto. Quizá todo salga bien.

—Puedes estar seguro —sonrió Rob.

Cuando el médico llegó a la sala de control con el equipo, halló que se encontraban allí, esperándolo, Raoul, Jerry, Joan y Mahree.

—¿Ya lo tiene, doctor? —preguntó el capitán.

—Listo —los miró uno a uno— ¿Quién se encargará de hacer las pruebas? Tendré que enseñarles.

—Las hará usted. Iremos Joan y yo.

Rob notó que la boca se le secaba al tiempo que se le abría en una sonrisa que, de tan amplia, casi era boba.

—¿Yo?

Miró a Jerry y a Mahree, y vio la desilusión en sus ojos. Sintió remordimiento. «Después de lo mucho que ellos han trabajado en la programación, sobre todo Mahree…»

—¿Seguro que quiere que vaya yo? —preguntó.

—Sí; Joan y yo llevaremos el terminal del ordenador, y deseo que se encargue usted personalmente de las pruebas de la atmósfera. Me gustaría poder mostrarles una especie de película.

—¡Tío Raoul! —Mahree tiró de la manga a su tío—. He sacado unas cuantas hojas del ordenador y he hecho con ellas una especie de libro.

Le mostraba lo que a primera vista parecía un álbum de fotos.

—¿Humm?

Mientras Raoul hojeaba el libro, Rob captó un rápido desfile de escenas de la Tierra, unas en color y otras en blanco y negro; y también diagramas del sistema solar.

—Esto es lo que yo quería. ¿De dónde lo has sacado?

—Del texto de la Historia, del mismo en el que encontré las imágenes de los viajes de los programas Pioneer y Voyager. —Trató de sonreír pero le temblaban los labios—. Son las imágenes que enviaron en los discos del Voyager. Están anticuadas, desde luego; pero mejor es eso que nada. Al fin y al cabo, cada una de esas escenas fue cuidadosamente seleccionada por especialistas para que diera la mayor información posible de la Tierra.

Raoul la miró con una sonrisa cariñosa y la atrajo hacia sí con un rápido abrazo.

—Me parece magnífico que por lo menos una parte del mensaje que aquella gente envió al espacio encuentre por fin un destinatario. Cariño, es estupendo.

Ella trató de sonreír; pero esta vez no lo consiguió. Rob se inclinó y le susurro al oído:

—Quédate en el puente. Te llamaré por el canal de emergencia. Será casi como estar allí con nosotros. ¿De acuerdo?

La chica aspiró mordiéndose el labio.

Raoul aspiró profundamente.

—Bien, me parece que eso es todo. Vamos a ponernos los trajes.

—¿A qué tanta prisa? —preguntó Rob.

Por toda respuesta Raoul conectó el intercomunicador y Rob vio que encima de él se había encendido la señal correspondiente a la compuerta de proa.

Sonó un golpe hueco, seguido de dos golpes, una pausa y tres golpes más.

Luego, otra vez. Uno… dos… uno; dos; tres…

—Hace casi cinco minutos que llaman —dijo Raoul—. Me parece de mala educación hacerles esperar.