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A SOLAS CON LAS ESTRELLAS
¿Hago bien? Podría estar cometiendo el mayor disparate de mi vida. Podría estar traicionando a los míos, incluso condenándolos a muerte.
Tengo un peso en el estómago. Siento náuseas. Si pudiera volverme atrás… Pero hice una promesa a Dhurrrkk. Él arriesga el cuello y, lo que es más, el honor. ¿Voy yo a ser menos?
Por fin he hecho el equipaje y el sistema de seguridad de la cubierta de carga cree que soy Yoki. El indicador de «cámara abierta» del puente no me delatará. Menos mal que ya he pasado el período y no voy a tener que preocuparme… A no ser que estemos de viaje más de un mes. Y podría ser. Vale más ir preparada…
Ya he vuelto.
Dejé un mensaje para el tío Raoul, programado para que le llegue varias horas después de que nos hayamos ido. Le explico lo que me dijo Dhurrrkk sobre las colonias simius y la Confederación. Le prevengo de que no deje adivinar a los simius que él conoce su secreto. Trato de proteger a Dhurrrkk todo lo posible.
Dhurrrkk dejará un mensaje similar para Rhrrrkkeet.
Nuestro punto de destino es una estrella enana blanca, «próxima» (en la escala interestelar) a las dos estrellas binarias que llamamos Mizar. En mi pensamiento, ya he empezado a llamar «mizaris» a sus habitantes. Siento curiosidad por averiguar cómo son y también por ver los otros miembros de la Confederación. ¡¡Once clases de alienígenas diferentes…!!
Encima de la bolsa que me he preparado con víveres, ropa y otras cosas indispensables, he puesto una pistola disruptora. Entré en el camarote del tío Raoul y la saqué del armario. Dudo mucho de ser capaz de utilizarla contra alguien, ni siquiera con la mínima potencia. Pero quizá me sirva para tirarme un farol en una situación desesperada…
Ojalá pudiera estar segura de que hago lo que debo hacer…
Mahree tuvo que reprimir el impulso de andar de puntillas mientras recorría los corredores, con la bolsa en la mano y la pistola en el cinturón de los pantaloncitos cortos, haciendo bulto bajo la camisa.
Le hubiera gustado correr. Pero se obligaba a caminar a paso normal.
La única persona con la que se cruzó al dirigirse a la cubierta de carga fue Ray Drummond. El ayudante del Jefe de Máquinas apenas levantó la mirada de la hoja que tenía en la mano. Mahree, con una profunda sensación de alivio, apenas murmuró un monosílabo en respuesta a su abstraído: «¿Hola, qué hay?»
Los corredores parecían interminables. Pero el reloj le indicaba que sólo habían transcurrido dos minutos desde que salió del camarote. Se detuvo ante la puerta de la cubierta de carga y pulsó el código de acceso que se había preparado. La puerta corredera se abrió.
Tenía un pie en el umbral cuando una agradable voz de barítono gritó a su espalda:
—Eh, pequeña, ¿está Yoki ahí dentro?
La muchacha quedó petrificada. El corazón le latía con tanta fuerza que temió desmayarse. «¡De toda la gente que podía sorprenderme, ha tenido que ser Rob! ¡Mierda!»
Aspiró profundamente, sacó la pistola y se volvió, ocultando el arma a su espalda. «Quizá consiga despistarlo. Ojalá…»
—Hola —dijo, sorprendida de que su voz sonara con naturalidad—. Yoki y yo hemos venido a comprobar la carga; pero ella olvidó no sé qué y me dijo que la esperase aquí. Se fue hace un momento. Aún puedes alcanzarla si te das prisa…
Muy sonriente, Mahree señalaba el corredor de la izquierda que conducía a la escalera.
—Está bien —dijo él, correspondiendo a su sonrisa.
La saludó con un movimiento de cabeza y dio media vuelta.
Mahree suspiró con inmenso alivio.
—Un momento. —Rob se detuvo en seco y se volvió—. Yoki nunca dejaría abierta la… —se interrumpió mirando con ojos muy abiertos el arma que Mahree tenía en la mano.
—No te muevas, Rob. Te aseguro que soy capaz de acertar adonde apunte. No quiero dejarte sin sentido; pero lo haré si tú me obligas.
Él la miraba, atónito. Finalmente, con una débil sonrisa, dijo:
—Bromeas, ¿verdad?
—Te equivocas —respondió ella en tono llano—. No digas nada más. Y no se te ocurra pensar siquiera en gritar. Entra aquí mientras decido lo que hago contigo.
Le señalaba la puerta de la bodega.
Mahree vigilaba a su prisionero mientras lo seguía por la cubierta de carga. El aire olía a lana de la que había en Jolie, y la baja temperatura le ponía la carne de gallina.
—Alto. Vuélvete —ordenó.
Rob, obediente, se detuvo y giró muy despacio sobre sus talones, con expresión de asombro y desconcierto. Entonces, ante los ojos de ella, cambió. Ahora Mahree leía en ellos una mezcla de indignación y resentimiento.
Sostenía el arma con mano firme, pero su mente estaba al borde del pánico. «¿Qué hago con él? No puedo dejarlo aquí abajo. Hace mucho frío».
—Mahree… pequeña… —dijo él en tono apaciguador—. ¿No quieres decirme lo que ocurre? ¿Por qué haces esto? Seguro que entre los dos podremos resolver lo que te preocupa, sea lo que sea, sin explicar a nadie lo ocurrido.
«Piensa que he perdido el seso», pensó Mahree entre furiosa y divertida.
—¿Quieres que hagamos una apuesta? —propuso—. Estoy perfectamente cuerda, Rob. Tengo buenos motivos para hacer lo que hago. Lo que no tengo es tiempo —Lo miró frunciendo el entrecejo con gesto pensativo—. Me parece que te llevaré al corredor de la sala de máquinas y te pondré a dormir. Acabo de ver a Ray Drummond que salía de comprobar los sistemas. Así que, durante un par de horas no pasará nadie por allí. Tiempo suficiente para poder marcharme.
Él la miró sin comprender, como si le estuviera hablando en simiu.
—¿Marchar? —repitió el médico parpadeando—. ¿Marchar? ¿Cómo? ¿A dónde? ¿Por qué?
—El porqué es muy complicado para explicarlo en pocas palabras, pero te diré a dónde me voy. Con Dhurrrkk en la nave de la Primera Embajadora. La situación se ha complicado, Rob. Si no hacemos algo, acabaremos en guerra con los simius… una guerra que ganarían ellos. Pero Dhurrrkk y yo la evitaremos. Traeremos ayuda del exterior.
—¿Ayuda del exterior? —la miró de un modo penetrante—. ¿Qué clase de ayuda?
—¡Ya te he dicho que no tengo tiempo para explicártelo! —Mahree vaciló; luego, irguió los hombros y señaló al corredor con el arma— Vete ahí fuera. Tuerce hacia la derecha. Nadie te molestará hasta que despiertes dentro de una hora, más o menos. —Se mordió los labios mientras lo observaba con ansiedad—. Menos mal que eres joven y robusto. ¿Estás sano, verdad? ¿No tienes el corazón débil ni nada por el estilo? Siendo médico lo sabrías, ¿no?
—¡Un momento! —dijo Rob levantando las manos en ademán de vehemente súplica—. Escucha un segundo. ¿Cómo sabes que no es una trampa? Quizá sea un ardid de los simius para llevarte a su arena sin que lo sepa Raoul. ¿No se te ha ocurrido pensarlo? —Aspiró hondo— Nos tienen prisioneros. Acabamos de descubrir que han cargado sus amarres con un campo magnético.
—¡Han estado cargados desde el primer momento! —respondió ella con aspereza—. Es el sistema de atraque normal. Me lo dijo Dhurrrkk.
—Oye, Mahree. Tú crees que él es amigo tuyo; pero a mí me parece que trata de tenderte una trampa… por orden de Rhrrrkkeet. Quieren que luches en su arena, para satisfacer su código del honor. O retenerte como rehén a fin de asegurarse de que no intentamos escapar.
«Eso parece razonable…», pensó Mahree; pero en seguida apretó los labios.
—No —repuso—. Te equivocas. Dhurrrkk es amigo mío. En primer lugar, yo fui en su busca. Y, en segundo lugar, sé que él no me traicionaría.
—Quizá no —admitió Rob con placidez, y adelantó un poquito un pie—. Pero es muy posible que Rhrrrkkeet se sirva de él para capturarte sin que tu amigo lo sepa. ¿No se te había ocurrido?
Deslizó hacia ella el otro pie.
—Rob, no me gustaría ni pizca dispararte aquí, con lo frío que está esto —dijo Mahree suavemente—. No creo que pudiera sacarte. Y, si te dejo ahí dentro, podría helársete el trasero antes de que despertaras. Conque más te valdrá olvidar toda idea de saltar sobre mí y quitarme la pistola. ¿Entendido?
Él se quedó quieto, mirándola muy atento. Lo que vio en la cara de ella lo puso nervioso y le hizo tragar saliva.
—De acuerdo —aceptó—. Pero dime una sola cosa… ¿Qué clase de ayuda exterior?
—Existen otras razas que los simius conocen —explicó Mahree— Por lo menos, diez. Una de ellas, los mizaris, son una especie de… negociadores y guardianes de la paz. Ellos obligarían a los simius a dejarnos marchar en paz. Pensamos ir a su mundo, donde está el cuartel general de la Confederación Interplanetaria.
La expresión de Rob se iluminó a pesar suyo.
—¿Diez especies distintas de alienígenas? ¿Un órgano de gobierno interestelar?
—¡No tengo tiempo! ¡Sal ahora mismo al corredor o disparo, maldita sea!
—Un momento, por favor —pidió Rob apremiante—. Te lo ruego, Mahree, bonita. Sigo pensando que es una trampa; pero, en cualquier caso, no puedo dejarte ir sola. Llévame contigo.
—¡Nunca! —se negó Mahree—. Tratarías de detenerme.
—Te juro por Dios que no.
Ella lo miró con suspicacia.
—Si no crees lo que te he dicho de la Confederación Interplanetaria, ¿por qué quieres venir conmigo?
—Tienes razón —respondió él meneando la cabeza—. Creo que mienten, estoy convencido de que los simius pretenden tenderte una trampa. Pero la Primera Embajadora me aprecia. Si voy contigo, tal vez pueda convencerla de que nos deje marchar.
—¿Y si no es una trampa? ¿Y si Dhurrrkk dice la verdad?
—Entonces Raoul estará más tranquilo sabiendo que a bordo de esa nave simiu te acompaña otro ser humano.
Mahree reflexionó. No estaba segura de poder apretar el gatillo a sangre fría y ver cómo una persona a la que quería se desplomaba en el suela «Eres una idiota por escucharle», se dijo con rabia, pero asintió señalando con la pistola.
—Está bien. Fuera de aquí. Vamos a tu camarote. Necesitarás equipaje. Y recuerda que me has dado tu palabra…
No encontraron a nadie en el trayecto hasta el camarote de Rob; con gran alivio de Mahree, que no se hacía ilusiones acerca del juramento del doctor.
—Deprisa —ordenó cuando llegaron al camarote—. Reúne lo necesario para un viaje largo. Usa una bolsa a prueba de vacío.
Rob asintió en silencio, mientras se movía por el compartimiento recogiendo enseres.
—¿Y víveres? —preguntó.
—Yo llevo.
—¿Serán suficientes para dos?
—Tendrán que serlo. Ahora escribe la nota para que sepan que te has ido conmigo.
Él obedeció con rapidez.
—Pido a Yoki que cuide de Sekhmet —dijo mientras escribía.
Mahree leyó la nota y asintió con un gesto frío.
—Vámonos. Y recuerda que si encontramos a alguien en el corredor y tú suspiras siquiera, disparo contra quien sea y después contra ti.
Ya estaban en la puerta cuando Rob se detuvo de repente.
—¡Un momento!
El dedo de Mahree se tensó sobre el gatillo.
—¿Qué ocurre?
—El equipo médico.
Ella se relajó.
—De acuerdo. ¿Cabrá en la otra bolsa?
—Apretando… un poco… ¡Ya está! Lo conseguí.
—Tenemos que darnos prisa, Rob. No olvides lo que te he dicho.
—Lo recordaré.
Por el camino oyeron voces. Con viva angustia, Mahree reconoció a Paul y a Joan. Tensando los músculos, se acercó a Rob hasta casi pisarle los talones al andar. Incrustó el cañón de la pistola en su costado ocultándolo con el cuerpo y susurró:
—Rob, como abras la boca, te juro que os atonto a los tres. Piensa en lo viejo que es Paul… Podría ser peligroso para él. ¡Por favor, no me obligues!
Ella sentía en los dedos la humedad del mono del joven médico y la tensión de su cuerpo. Él no emitió ningún sonido.
Joan y Paul aparecieron por el extremo del corredor, hablando de las reservas de combustible. Ninguno de los dos prestó atención a la pareja. Mahree contuvo el aliento mientras se cruzaban con el jefe de máquinas y la primer oficial. «Sigue andando —se ordenó a sí misma—. ¡Por Dios, no mires atrás!»
No mirar atrás fue lo más difícil de todo.
Cuando los pasos de la primer oficial y el jefe de máquinas se apagaron, Mahree lanzó un profundo suspiro de alivio.
—Gracias, Rob.
En cuanto llegaron al armario de los trajes, en la cubierta de carga, Mahree lanzó una rápida mirada al reloj y frunció el entrecejo.
—Yo me vestiré primero. Tú échate en el suelo, boca abajo.
—Pero…
—¡Pronto!
Tratando de no perder de vista a Rob y manteniendo la pistola al alcance de la mano, Mahree agarró por la manga un traje pequeño y lo descolgó de la percha. Se lo puso con gran rapidez. Rob levantó la cabeza, apoyándose en las palmas de las manos; pero ella agarró la pistola y la disparó sobre su cráneo. El cañón escupió una descarga azul violeta con olor a ozono. El prisionero ahogó una exclamación y se quedó quieto.
—No puedo creer que hagas eso.
La voz del doctor le llegaba amortiguada mientras ella sellaba la parte delantera del traje y cogía un casco.
—Yo tampoco me lo creo —reconoció Mahree.
Al cabo de unos segundos, había cerrado el casco. Se puso entonces los guantes y los selló. Golpeó la escotilla con el arma para llamar la atención de Rob y señaló con gesto brusco los otros trajes.
Él se levantó, un poco agarrotado, eligió un traje y se lo puso con bastante más presteza que Mahree, por la práctica adquirida en los últimos tiempos. Al cerrar el casco, dijo:
—Prueba de radio.
—Te oigo —contestó Mahree—. Y también te oiré si abres un canal con el puente. ¿Entendido?
—Sí.
—Ahora silencio. Tengo que concentrarme.
Sin dejar de apuntarle a la cabeza, la chica pulsó las teclas que abrían la compuerta interior de la cámara de descompresión de la cubierta de carga. Antes de accionar la compuerta exterior se detuvo.
—Tanta prisa y aún me sobran dos minutos —comentó, y miró en derredor, frunciendo el entrecejo—. Podemos necesitar esos trajes cuando encontremos a los mizaris, Rob, ata todas las cápsulas de aire que estén cargadas para llevárnoslas.
Él se apresuró a obedecer. Las cápsulas formaban un voluminoso paquete, que arrastró hacia la cámara.
—¿Qué aspecto tienen los mizaris? —preguntó.
—En realidad, no se llaman así —reconoció Mahree—. El nombre se lo puse yo. Y no tengo ni la más remota idea de su aspecto Dhurrrkk no tuvo tiempo de describírmelo.
Antes de que él pudiera comentar nada, Mahree pulsó la secuencia final de la operación y la compuerta se abrió.
—Adentro —ordenó la muchacha—. Mete las bolsas y luego ven a buscar las cápsulas de aire. No te olvides de que aún tengo la pistola y te vigilo.
—No te inquietes —dijo él con aparente jovialidad—, me has convencido de que eres capaz de disparar. Estoy muy acobardado para realizar heroicidades.
Mahree juró entre dientes y ordenó en tono áspero:
—Vámonos ya.
Entró pisándole los talones a él y señaló la compuerta para iniciar la operación de descompresión.
—Sujétate, Rob. Voy a quitar la gravedad. ¿Cómo te sientes con gravedad cero?
A través del material trasparente del casco, pudo ver cómo el doctor movía la cabeza.
—Lo ignoro —respondió Rob—. Jamás he estado en gravedad cero. ¿Y tú?
—Yo no tendré dificultades. Poseo un estómago de hierro… A no ser, desde luego, que empieces a vomitar. Si es así, tendrás que arreglártelas tú solo.
—De acuerdo —aceptó Rob secamente—. Ya estoy advertido.
Mahree movió muy despacio la palanca que controlaba la gravedad de la cámara de descompresión. Empezó reduciéndola a la mitad y se detuvo.
—¿Bien hasta ahora?
—Sí —respondió Rob en tono alegre—. ¿Has dicho diez razas diferentes de alienígenas?
—Por lo menos. —Ella siguió reduciendo hasta que estuvieron a un sexto de gravedad—. ¿Todavía bien? Ésta es la gravitación lunar.
—Espléndido.
—Bien, bajemos a una décima parte.
Volvió a disminuir la gravedad.
A un sexto aún podía mantener los pies en la cubierta. Pero ahora sus pies mostraban una desagradable tendencia a perder el contacto con el suelo. De haberse dado impulso, habría chocado con el techo. Sin embargo, todavía existía la sensación de que el suelo estaba «abajo» y el techo, «arriba». Mahree sabía que desaparecería tan pronto como suprimiera por completo la gravedad.
—¿Cómo va eso? —preguntó a Rob.
—Se nota algo muy raro —contestó él agarrándose con fuerza al pasamanos que discurría alrededor de la cámara.
—¿Notas vértigo?
—Todavía no —dijo él un tanto nervioso—. Pero la perilinfa y la endolinfa empiezan a chapotearme en el oído interno.
—Muévete despacio. Con calma… con mucha… calma…
Mientras hablaba, Mahree deslizó la palanca hasta la posición final y la gravedad quedó anulada del todo.
Al principio era como bajar en un veloz ascensor. Luego, al mirar en derredor, Mahree advirtió que los términos de «arriba» y «abajo» habían perdido todo significado. Ella podía pensar que la cubierta estaba «abajo»; pero no era más que un simple ejercicio intelectual, porque sus sentidos le decían que todo estaba «abajo» o todo, «arriba». O, sencillamente, fuera.
—¿Estás bien? —preguntó a Rob.
—Por ahora sí —respondió él, un poco preocupado.
—Piensa que vas a ver más alienígenas de los que has podido soñar —le animó ella—. Ponte en ese rincón, lejos de los mandos, y quédate quieto. Voy a abrir la escotilla. No trates de saltar sobre mí, pues saldríamos los dos dando tumbos al espacio sin sujeción, ¿entendido?
—No te apures —la tranquilizó Rob con tono triste, al tiempo que arrastraba sus suelas magnéticas por la cubierta asido al pasamanos—. Los movimientos bruscos son lo último que me apetece en este momento.
Mahree consultó el crono digital del traje mientras tomaba impulso hacia el panel de control. «¡Rayos, setenta segundos de retraso! ¿Seguirá ahí?»
Con la sensación de estar moviéndose bajo el agua, Mahree accionó la secuencia de apertura de la compuerta exterior. Al cabo de un minuto, los paneles se deslizaron hacia los lados. La muchacha podía sentir la vibración en la mano; pero no podía oír más sonido que el de la respiración de Rob, y la suya, a través de la radio del traje.
Mahree se agarró a la barandilla con una mano, oprimió las suelas magnetizadas de sus botas contra la cubierta, y se asomó al espacio.
La compuerta de la cubierta de carga estaba en una zona de sombra, así que pudo ver las estrellas. Parecían minúsculas tachuelas con un brillo fijo Se aferró al pasamanos porque durante un instante creyó caer al negro pozo que la rodeaba. Dondequiera que miraba era «abajo».
Al cabo de un rato, consiguió orientarse y mirar «arriba» a un lugar frente a la Désirée. Nada le impedía la visión de las estrellas, no había ninguna nave a la vista.
«No ha venido —pensó, sintiendo una opresión en el pecho—. O he llegado tarde o no ha podido conseguir la nave…»
Mientras miraba a un lado y a otro, una forma color ámbar se acercó a ella, iluminada por las luces de la estación, y se situó en paralelo a la Désirée tapando las estrellas. Era una de las naves en forma de pez martillo, no mucho mayor que las que dieron escolta al carguero hasta llegar a la estación.
Mahree se echó a reír con una sensación de alivio que le hizo balancearse sobre las puntas de los pies. A causa del movimiento, las suelas magnéticas de sus botas se desprendieron de la cubierta, y tuvo que agarrarse con fuerza al pasamanos.
—¡Ha venido! —gritó tratando de recobrar el equilibrio y volviéndose hacia Rob con precaución—. ¡Ha traído la nave!
La escotilla central de la nave alienígena se abrió, y un simiu vestido con traje espacial agitó el brazo y les hizo señas de que embarcaran.
—¡Estaba segura de que vendría! —exclamó Mahree en tono triunfante.
—Sí, pero… ¿cómo puedes estar segura de que ése es tu amigo y de que no vamos a caer en una trampa?
—No caeremos —aseguró Mahree, abstraída, asomándose otra vez—. Vamos a saltar.
—¡A saltar! ¿Casi la distancia de un campo de fútbol? ¡Debe de haber por lo menos veinticinco metros!
Mahree calculó la distancia que separaba las dos naves.
—Por lo menos. Pero no habrá dificultad.
Empezó a programar el cable del carguero para la secuencia de lanzamiento e hizo una seña al simiu indicándole que se refugiara en su cámara de descompresión. Dhurrrkk desapareció de la vista.
Tras una maniobra de Mahree, el cable plateado salió lanzado al espacio. La trayectoria fue impecable. El extremo magnético del cable se adhirió con un golpe seco a la mampara de la nave simiu. La chica dio un tirón de prueba y descubrió que estaba anclado con firmeza.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Rob inquieto al ver que ella retiraba de sus soportes varios «garfios espaciales».
—Fijaremos estos garfios de carga a nuestros trajes y saldremos al espacio —respondió—. No tenemos más que deslizamos por el cable. Es el sistema que se emplea para el transbordo de mercancías en el espacio. Tú sólo tienes que procurar no darte demasiado impulso ni hacer movimientos bruscos. Podrías empezar a dar vueltas y sería peligroso. Recuerda lo que estudiaste sobre las leyes de la inercia.
—Sí… ya… —murmuró Rob dubitativo al asomarse y mirar al vacío de «abajo» y contemplar luego el fino cable que se elevaba hacia la otra nave—. Ese alambre no parece muy fuerte. Es un simple hilo.
—Es lo bastante fuerte, Rob —dijo Mahree impacientándose—. No hay gravitación, ¿recuerdas? No tiene que sostener tu peso sino sólo guiar la trayectoria del salto. Ve despacio. Avanzarás a la velocidad a que arranques. Mira.
Con movimientos pausados en la gravedad cero, Mahree recogió el montón de cápsulas de aire, las sujetó con un garfio y fijó el otro extremo de éste al cable. Dio al paquete un ligero empujón, procurando imprimir la misma fuerza a ambos lados.
El fardo se alejó deslizándose lentamente por el espacio que separaba ambas naves. A pesar del cuidado de Mahree, empezó a dar vueltas. Pero llegó a su destino sin ningún percance. El simiu lo recogió y lo desprendió.
Mahree miró a Rob.
—Ahora tú —dijo señalando el cable con la pistola.
A él se le oyó tragar saliva.
—Mahree… no sé si podré…
Ella le miró a través de la escafandra echando chispas por los ojos.
—Entonces engancha el garfio al pasamanos para que no salgas flotando cuando te dispare. ¡Contigo o sin ti, yo me voy!
Rob aspiró hondo, sujetó el garfio al cable… y se lanzó al espacio.
Mahree advirtió en seguida que se había dado demasiado impulso. Empezó a girar de forma incontrolada y luego a forcejear, lo cual empeoró las cosas. Por la radio le llegaron jadeos de miedo mezclados con juramentos.
—¡Rob! —le gritó—. ¡Deja de bracear! ¡Podrías soltarte!
Mahree lo siguió ansiosa con la mirada mientras él se acercaba a la nave simiu haciendo molinetes. De no ser por la rápida actuación del alienígena que se hallaba esperando en la compuerta, pudo haber chocado contra el borde con fuerza suficiente para romperse un hueso.
—¡Rob! —lo llamó Mahree—. ¿Estás bien?
—Sí —respondió él, después de tragar saliva—. Tratando de no vomitar.
Con suma rapidez, Mahree arrojó la pistola a la cámara y agarró su propio garfio. Agarró las asas de las dos bolsas con la mano derecha, se puso en equilibrio en el borde de la compuerta, con las piernas dobladas y, procurando moverse con suavidad, enderezó las rodillas y se dio impulso.
Había dejado la Désirée… y ascendía sin esfuerzo hacia el simiu que la esperaba. Miró las estrellas con un estremecimiento al advertir que, por primera vez, no había prácticamente nada que la separara de ellas, sólo el traje espacial y una fina capa de aire.
Volvió a sentir un amago de pánico cuando la invadió de nuevo la sensación de que dondequiera que mirara era «abajo». Cerró los ojos con decisión hasta que sintió que unas manos la sujetaban. Sus suelas magnéticas se adhirieron a una superficie, y entonces se vio en la cámara de descompresión de la nave simiu… A salvo.
Dhurrrkk soltó el garfio y ella buscó el asidero más próximo mientras su amigo extraterrestre desprendía el cable de carga, apartándolo de la nave. Después, cerró la compuerta. Al cabo de un momento, se restauró la gravedad.
Tras pulsar los mandos del aire y la presión, el simiu abrió su casco y ella oyó su voz débilmente.
—Es el honorable sanador Gable, ¿verdad? ¿Por qué ha venido?
Mahree se quitó el casco y asintió.
—Sí. Me tropecé con él cuando me iba de mi nave y me vi obligada a traerlo conmigo. Pero estoy segura de que, ahora que se ha convencido de la importancia de nuestra misión, no nos creará dificultades.
Rob también se había quitado el casco y la miraba sin pestañear, con los ojos muy abiertos.
—¡Tú… tú hablas con él! —estalló—. ¿Tú hablas su lengua?
—Un poco —asintió Mahree—. Tengo un acento horrible.
Rob dijo al simiu en inglés:
—Honorable Dhurrrkk, te agradezco que me hayas salvado. Considero un honor que se me permita acompañarte en una misión tan noble y vital.
—Honorable sanador Gable —dijo Dhurrrkk gravemente, también en inglés—, tu presencia honra esta nave —Mahree no habría podido decir si había o no cierta ironía en las palabras del simiu—. Amiga Mahree, tenemos que marcharnos —prosiguió en su propia lengua—. En cualquier momento pueden echar de menos esta nave y empezar a buscarnos.
Mahree asintió y el simiu se fue.
Ella se levantó y empezó a quitarse el traje espacial, respirando con fruición el aire puro, aunque caliente y húmedo, de la nave. Al cabo de unos momentos, notó una leve vibración. Había empezado el viaje.
Rob se quitó el traje y se sentó en la cubierta suspirando.
—¡Pensar que hablas simiu…! ¿Por eso te enteraste de la existencia de las otras razas?
—En cierto modo. Es largo de contar.
El médico golpeó la cubierta con la mano.
—En estos momentos, guapa, el tiempo nos sobra. Conque empieza por el principio.
Mahree aspiró hondo el aire húmedo de la nave, y empezó a contarle toda la historia.
Cuando terminó, tenía la boca seca. Rob la miraba con una expresión extraña, mezcla de irritación y respeto. Hizo unos lentos movimientos de cabeza.
—No es de extrañar que tuvieras tanta prisa por ponerte en contacto con esos mizari. Pero pudiste haber confiado en mí. Yo te habría ayudado con la mejor voluntad.
—Después de oírte decir que la Désirée debía romper amarras, temí que no me creyeras. Todos los que estabais en la reunión parecíais tan… hostiles.
—¿Cuánto tiempo invertiremos en el viaje?
—No lo sé muy bien —reconoció ella—. Dhurrrkk dijo que programaría el rumbo de manera que no pudieran interceptarnos antes de desarrollar Velocidad Interestelar. Varias semanas, imagino.
Rob se enjugó la frente con la mano, apartando el pelo húmedo y encrespado.
—¿Varias semanas? —suspiró—. ¿Con este calor? En fin, por lo menos tendré la oportunidad de aprender la lengua. ¿Cómo hiciste para…?
Se interrumpió al oír ruido en la puerta. Se volvieron y vieron a Dhurrrkk. El simiu llevaba su terminal de ordenador y el traductor electrónico. Los humanos se apresuraron a buscar los suyos en las bolsas.
—Ya vamos de camino —informó el alienígena—. Creo que, con el rumbo que he fijado, pensarán que nos dirigimos a una de nuestras colonias.
—¿Cuánto tardaremos en desarrollar Velocidad Interestelar? —preguntó Mahree.
—Varias horas. Pero estoy convencido de que nuestra marcha no ha sido detectada, por lo que tendrán dificultades para localizarnos.
—¿Cómo conseguiste la nave? —preguntó Mahree.
La cresta de Dhurrrkk se aplastó y sus ojos violeta se entornaron.
—Falté a la verdad —dijo—. Un acto muy reprobable. Muy deshonroso.
—¿Qué les dijiste?
—Les dije que Rhrrrkkeet me había pedido que trasladara esta nave al otro lado de la estación, a fin de tenerla preparada para que la transportara a la próxima reunión del Consejo.
Rob miró a Mahree con escepticismo. Ella asintió.
—Su sociedad no es tan suspicaz como la nuestra —explicó ella—. Los simiu suponen que dices la verdad hasta que se demuestra que mientes. La falsedad es muy rara.
—Pues a nosotros bien supieron engañarnos —se lamentó Rob.
—Honorable sanador Gable, en un principio se acordó que, en nuestras relaciones con vosotros, sería lícito fingir, porque erais extranjeros y, por lo tanto, no había que consideraros dignos de confianza hasta que se hubiese demostrado vuestra honorabilidad —explicó Dhurrrkk, y Mahree creyó percibir cierta turbación en su manera de hablar—. Tal decisión no fue muy honorable, lo reconozco; pero mi pueblo tranquilizó su conciencia con el propósito de revelaros la verdad tan pronto como se demostrara que se podía confiar en vosotros.
—Al fin y al cabo —razonó Mahree—, nosotros sólo arriesgábamos una nave. Ellos, si resultábamos ser la vanguardia de una fuerza invasora, arriesgaban siete mundos.
—Comprendo —admitió Rob pensativo.
Dhurrrkk colgó sus trajes espaciales y luego tomó las dos bolsas.
—Permitid que os enseñe la nave —dijo.
—¿Tiene nombre? —preguntó Rob.
Mahree negó con la cabeza.
—Ellos no ponen nombre a las cosas. Sólo tiene una contraseña.
Rob miró en derredor mientras seguían al alienígena por el corredor.
—Pues se lo pondremos nosotros. Un nombre adecuado a la ocasión…
—Bienvenido —sonrió Mahree cuando se agachaban para pasar por debajo de un puntal en forma de arco.
Rob guardaba silencio mientras seguían a Dhurrrkk por el corredor, brillantemente iluminado. Al final, chasqueó los dedos.
—Ya lo tengo.
—¿Qué?
Mahree, absorta en la contemplación de la zona hidropónica, donde crecía una densa vegetación color esmeralda, aceituna y aguamarina, había perdido el hilo de la conversación.
—El nombre. ¿Qué te parece Rocinante?
—¿Y eso qué cosa es?
—No es una cosa. Rocinante era el caballo que llevaba a don Quijote en sus absurdas aventuras —dijo Rob con una sonrisa—. Aventuras casi tan absurdas como ésta, como cuando acometía con la lanza contra molinos de viento que él confundía con gigantes.
Mahree se rió.
Dhurrrkk les enseñó toda la nave, de proa a popa. La chica quedó fascinada por la cabina de control, y el simiu le prometió enseñarle a conectar su terminal al ordenador principal, para que pudiera relevarlo en las guardias, aunque ella tendría que hacerlas sentada en el suelo, pues los «asientos» simius no se adaptaban a la anatomía humana.
La nave Rocinante se hallaba muy bien equipada; pero era pequeña. Sólo tenía dos reducidos camarotes y una minúscula celda en la zona de carga. Dhurrrkk los condujo a la puerta de uno de los camarotes y la abrió con ademán ufano.
Muy satisfecho de sí mismo, invitó a los humanos a entrar. Mahree y Rob penetraron en un diminuto habitáculo cuyas paredes eran de un naranja y un azul intensos. En el centro, había un montón de esterillas y almohadones. No contenía más que unos armarios y cajones.
—¿Notáis la diferencia? —preguntó Dhurrrkk.
Los humanos percibían con toda claridad su excitación.
Mahree miró en derredor, mordiéndose el labio y preguntándose cuál podía ser la diferencia. Pero Rob, que vestía su mono de manga larga, la descubrió en seguida.
—¡Esto se halla más fresco!
Dhurrrkk asintió entusiasmado.
—He ordenado al sistema de ambientación que mantenga vuestro alojamiento a esta temperatura. ¿Os gusta? ¿Lo encontráis cómodo?
—¿Nuestro alojamiento? —repitió Mahree desconcertada—. Es que nosotros no podemos…
Se interrumpió al recibir un codazo de Rob.
—Eres muy amable, honorable Dhurrrkk. Has tenido una gran idea. —El doctor asentía aprobador—. Este camarote es muy cómodo.
—Mucho —corroboró Mahree tratando de imprimir entusiasmo en su voz.
Dhurrrkk demostraba ser muy considerado al recordar que el ambiente al que ellos estaban habituados era por lo menos diez grados más frío que el de él. La habitación era también mucho menos húmeda. Ella procuraba no mirar al único lecho.
—Te estamos muy agradecidos —dijo.
El simiu mostraba una alegría conmovedora.
—Estoy contento de que os guste. —Se volvió hacia la entrada—. Recordad que debéis mantener las puertas cerradas, para que no se disipe la atmósfera más fresca. Ahora tengo que comprobar el rumbo. Vosotros, honorables amigos, descansad. Habéis tenido un día muy agitado.
Bajó las luces y se fue, dejando cerradas las puertas correderas. Mahree miró a Rob:
—Gracias por impedir que metiera la pata —dijo.
Rob le sonrió al tiempo que extendía la mano.
—Saludos, compañera de cuarto. Será divertido, como salir de acampada.
Ella le estrechó la mano devolviéndole la sonrisa con timidez.
—Eso, como una acampada.
—No te apures. Yo sólo ronco cuando estoy borracho. Al menos eso dicen. No te impediré dormir.
—En este momento, no me impediría dormir ni un cañón que me apuntara a la cabeza —declaró Mahree bostezando—. Podemos dividir esas esterillas en dos montones… Hay muchas.
Su bostezo fue contagioso, y Mahree rió al ver que a Rob se le abría también la boca.
—No sé —dijo él con una mirada irónica mientras se repartían las esterillas y se hacían las camas en rincones opuestos del pequeño camarote—. Eso de que te apunten con una pistola te produce una tremenda descarga de adrenalina. —Se sentó y descorrió el cierre de las botas—. Por lo menos a mí vaya si me despertó.
Mahree, cohibidísima, se quitó los zapatos y se tendió.
—Bue… nas… noches… —susurró mientras el agotamiento la envolvía como una ola cálida.
—Buenas noches… —murmuró él; pero, al cabo de un momento, volvió a oírse su voz—. Oye, chiquitína… ¿De verdad habrías disparado?
Mahree se volvió y se quedó mirando el techo, bajo e inclinado, del pequeño camarote. Guardó silencio durante un rato y luego respondió:
—Sí; me hubiera dolido mucho, pero habría disparado.
—Eso me pareció —dijo él suavemente—. Duerme, pequeña.
Mahree estuvo escuchando su respiración plácida y acompasada mientras él se quedaba dormido. Sintió ganas de llorar; pero se durmió antes de que las lágrimas acudieran a sus ojos.