XIII

MUNDO CREPUSCULAR

Lo más probable es que ésta sea mi última anotación. Dhurrrkk nos ha bajado hace quince minutos y, en este momento, Rob y él se hallan en la sala de control, comprobando los indicadores. Estoy esperando el momento de ponerme el traje. Ahí fuera no hay mucho oxígeno. Pero hemos de probar.

Tengo miedo.

Dejaré mi terminal de ordenador y estas cassettes del Diario en la cámara de descompresión, que es lo primero que verá cualquiera que encuentre la Rocinante. Siempre y cuando no sean los seres de pura energía de los que hablaba Jerry, desde luego…

Y siempre y cuando la nave sea encontrada, cosa por la que yo no apostaría. Es posible que Rocinante se desintegre o se corroa dentro de miles de millones de años…

Dejo el relato en su forma original, sin cambiar nada. En estas últimas horas, me he dado cuenta de que del amor nunca tenemos que avergonzarnos.

La única VERDAD UNIVERSAL que he aprendido en diecisiete años es que la Comunicación veraz y exacta es LO MÁS IMPORTANTE del Universo. Yo pensaba que era el Amor, pero se puede amar a una persona y no entenderla. El entendimiento, que no ha de ser siempre la aceptación, es vital cuando tratas con los demás, ya sean humanos, simius, mizaris o seres de pura energía.

Bien, se me acabó el tiempo. A quien encuentre esto, sea cual sea el lenguaje que hable, un afectuoso saludo. ¡Hola!

Y…

Adiós.

Mahree estaba en la puerta de la sala de control, con el traje espacial y el casco bajo el brazo. Escuchaba atenta a Rob y a Dhurrrkk, que terminaban el análisis atmosférico del pequeño mundo helado en el que se había posado la nave Rocinante.

—Todo eso está muy bien —dijo con impaciencia, interrumpiendo su conversación cargada de tecnicismos—. ¿Pero cuál es el límite? ¿Podemos respirar ahí fuera?

Rob, cejijunto, contempló la pantalla de su terminal.

—Resulta dudoso —concluyó—. Pero no más de un minuto. En el aire no hay nada que pueda perjudicarnos; no obstante, el nivel general de oxígeno es similar al de la cumbre de una montaña muy alta de la Tierra. El menor esfuerzo y nos desmayamos sin más.

—¿Podemos respirarlo descansando? Sentarnos sin el casco, para ahorrar el aire de las bolsas.

—Tú, quizá sí, subrayado el quizá. Poco rato. Pero yo no me atrevería, ni se lo aconsejaría a Dhurrrkk.

Mahree se mordió los labios.

—¿Y las plantas? —inquirió.

Rob movió la cabeza con evidente perplejidad.

—Francamente, no sé. Ahí fuera hay cosas que no entiendo. Algunos puntos tienen una concentración de cero dos muy superior a otros, pero no observo correlación entre las concentraciones de oxígeno y las zonas de vegetación que descubrimos durante la órbita baja. Unas veces coinciden y otras no. Estamos cerca de una de esas zonas, de modo que podemos echar un vistazo.

—¿Cómo es posible que el oxígeno se concentre? ¿No se disipa el gas en la atmósfera?

—Desde luego, en parte. Pero este sitio no tiene mareas, ni turbulencias atmosféricas. La temperatura es de cuatro grados, constante, un poco por encima del punto de congelación. Y no varía, porque no hay noche. Es decir, no se levanta viento que mueva la atmósfera. El oxígeno es un gas relativamente pesado, de manera que, emitido en estas circunstancias, permanecerá en el mismo lugar, por lo menos durante algún tiempo. —Miró el reloj—. Será mejor que nos pongamos en marcha. Estamos desperdiciando aire.

Los tres exploradores estuvieron preparados en pocos minutos. El doctor llevaba un sensor para localizar y analizar la vegetación local, en busca de concentraciones de 02.

—La gravedad es baja —advirtió Mahree cuando Dhurrrkk empezaba a pasar el aire de la cámara de descompresión al recipiente de almacenado, para reutilizarlo—. Aproximadamente, medio G. Cuidado.

—¿Lo sabe Dhurrrkk? —preguntó a ella.

Los dos humanos podían hablar; pero no había habido tiempo para ajustar las radios de los trajes a la longitud de onda simiu. Podían comunicarse con su amigo acercando los cascos y gritando, pero esta forma de conversación tenía notables inconvenientes.

—Sí, lo sabe.

Las puertas exteriores se abrieron, Mahree bajó la rampa con cautela, pisando con precaución, porque era empinada y sus pies tenían una alarmante tendencia a resbalar con aquella gravedad tan baja, que ahora parecía el doble de ligera después de vivir durante varios días en una gravedad de un G y medio.

Por fin llegó a suelo firme y pudo mirar en derredor. Apenas podía respirar de la emoción; a pesar de hallarse en una situación desesperada, se emocionaba al saberse en un mundo extraño. «Soy el primer ser humano que pone los pies aquí —pensó—. Un paso de gigante y toda esa historia».

Muy despacio, giró en redondo, buscando ávidamente con la mirada aquellas zonas de vegetación que tanto habían intrigado a Rob.

El panorama era desolador. Frío y bañado en una infernal luz escarlata que despedía la enana roja que brillaba sobre sus cabezas. El suelo era roca de un negro pardo, con una fina y húmeda capa de tierra gris amarronada. Una bruma húmeda y rojiza se pegaba al suelo, borrando las depresiones. Mahree divisaba una gran distancia en cualquier dirección que mirase; porque el suelo, aunque rocoso y agrietado, era relativamente llano.

Levantó la cara hacia el sol. Automáticamente, se activó la acción polarizadora de la máscara, pero la protección no era necesaria. El nivel lumínico era bajo, como un crepúsculo nublado. «Dhurrrkk estará casi ciego», pensó, y se lo comunicó a Rob.

—Tendremos que mantenerlo pegado a nosotros —dijo—. ¿Has visto ese sol?

—Lo estoy viendo —repuso ella, impresionada—. Desde aquí, no parece tan pequeño, ¿verdad?

Arriba, la enana roja dominaba un cielo sin nubes. Su tamaño parecía cinco veces mayor que el del Sol o el de Nekkar (Beta Bootes), el «sol» de Jolie. Brillaba con luz mortecina en un cielo púrpura, y parecía hallarse casi al alcance de la mano. Mahree y Rob podían distinguir con toda claridad protuberancias en el disco.

—Es probable que tenga frecuentes erupciones —dijo Mahree, recordando las conferencias de astronomía del profesor Morrissev—. Ojalá no le dé por eructar una concentración de rayos X mientras estamos aquí.

—Ojalá —respondió Rob en tono fervoroso.

Al cabo de un minuto, Dhurrrkk le tocó el brazo y la joven salió de repente de su abstracción.

—Conviene que empecemos a explorar —dijo—. No debemos desperdiciar más aire aquí plantados.

Echaron los tres a andar por el suelo rocoso. Rob delante, y Dhurrrkk y Mahree pisándole los talones. La muchacha tropezó con uno de los muchos afilados salientes del suelo; pero su caída fue lenta y pudo detenerla con las manos.

—Despacio —aconsejó Rob, levantándola con una sola mano en aquella leve gravedad—. Uno de esos cantos volcánicos podría desgarrarte el traje. ¿Estás bien?

—Muy bien —contestó ella, tratando de no pensar en el desastre que había estado a punto de ocurrir—. Cualquiera diría que andar con una gravedad tan baja tiene que ser fácil, pero no lo es con un suelo accidentado como éste.

Los recién llegados se detuvieron en la orilla de un pequeño lago que habían descubierto durante la órbita de reconocimiento. Una bruma granate empañaba su superficie que reflejaba la luz del sol rojo.

—¿Qué profundidad tiene? ¿Hay vegetación ahí abajo? —le preguntó Mahree a Rob pisando con cuidado las oscuras rocas de la «ribera».

Él contempló el sensor.

—No es muy profundo. Unos dos metros en el centro. Y sí, hay vida vegetal.

—¿Despide oxígeno?

—Sí, pero no podemos utilizar estas plantas porque el laboratorio hidropónico simiu, a diferencia del que lleva la Désirée, está preparado para vegetación que crece en tierra. Los tanques son poco profundos. Y, por otra parte, no veo la manera de transportar a bordo una cantidad suficiente de agua para alimentar una cantidad considerable de vida vegetal. Aunque la gravedad sea de medio G, el agua pesa.

Siguieron andando. Tenían que desviarse a menudo para sortear nubes de bruma que les impedían ver dónde ponían los pies, y para evitar algún que otro pedrusco negro del tamaño de una cabeza.

Llegaron por fin a una zona bastante grande cubierta de vegetación. Las plantas alienígenas llenaban una «cuenca» no muy profunda de la superficie rocosa, y estaban tan juntas que parecían un espeso musgo. Cada planta sólo sobresalía un par de centímetros del suelo que nutría sus raíces. El «musgo» tenía un color verde oscuro y apagado, y unas «hojas» pequeñas y carnosas.

Rob, con las botas metidas en la niebla, se agachó para examinar las plantas con suma atención. Al cabo de un momento, movió negativamente la cabeza.

—¿Nada de cero dos? —preguntó Mahree, entumecida.

—Un poco. Pero no el suficiente. Estas plantas fotosintetizan; pero… —Se interrumpió y luego explotó—: No pueden ser el origen de los índices de cero dos que hemos leído.

—¿Cuántas plantas de ésas necesitaríamos para sobrevivir?

—Por lo menos, dos mil metros cuadrados —dijo Rob con desánimo—. Olvídate de ello.

Dhurrrkk tiró de la manga a Mahree y ella se inclinó hasta que sus cascos se tocaron. Después de darle la mala noticia, se irguió.

—Está bien. ¿Dónde queda esa concentración de cero dos que antes detectaste, Rob?

Él consultó el instrumento y extendió el brazo.

—Por ahí.

—Vamos.

Avanzaron lentamente hacia la zona indicada. Mahree miró la retícula de orientación que tenía en el interior del casco a la altura de los ojos y descubrió que estaban a un kilómetro de la Rocinante. La línea del horizonte estaba muy próxima, lo cual dificultaba el cálculo de las distancias a simple vista. Lanzó una rápida y ansiosa mirada al indicador de la cápsula de aire. Poco más de dos horas. «El avance es tan difícil que estoy gastando más aire del que imaginaba».

Este pensamiento le hizo sentir el impulso de andar más deprisa; pero se impuso moverse con sosiego, al tiempo que luchaba contra la sensación de que una mano helada se cerraba poco a poco alrededor de su garganta. «El miedo consume oxígeno —se dijo con severidad—. Cálmate».

Al poco rato, Rob, como si le hubiera leído el pensamiento, le preguntó:

—¿Cuánto aire te queda?

—Ciento dieciséis minutos. ¿Y a ti?

—Ciento ocho —contestó él—. Como imaginaba, yo consumo más oxígeno que tú.

—Eso significa que a Dhurrrkk le queda para poco más de noventa minutos —calculó Mahree y sintió que se le secaba la boca—. Las cápsulas de aire de los simiu tienen menos capacidad que las nuestras, y los pulmones de ellos necesitan más oxígeno que los de los humanos. No podemos compartir con él nuestro aire, porque nuestras cápsulas no encajan en su traje.

—Ya lo sé —repuso Rob en tono lúgubre—. Ha gastado casi la mitad del aire. Deberíamos decirle que vuelva a la nave y nos espere allí mientras nosotros seguimos buscando.

—No querrá —vaticinó Mahree moviendo la cabeza—. Será perder tiempo y aire tratar de convencerle. Consideraría una cobardía y un deshonor dejarnos aquí. No tengo ni que preguntárselo.

—Entonces hemos de reservar el aire suficiente para que todos podamos volver a la Rocinante.

Ella se pasó la lengua por los labios, tratando de humedecérselos; pero su intento resultó infructuoso.

—¿Para qué, Rob? —resistiendo el impulso de golpear la roca más cercana con su puño enguantado, consiguió mantener la voz serena— ¿De qué serviría, Rob? Sólo sería retrasar lo inevitable unas horas. Considero preferible pasar nuestros últimos minutos aquí, intentando algo, que tendida en la nave dejando transcurrir los últimos segundos. Me parece que no tendría valor para eso. ¿Y tú?

Rob no contestó.

Minutos después, el médico se detuvo de pronto y le comunicó:

—Delante de nosotros están las coordenadas cero dos que detectamos antes.

Los dos echaron a correr y luego Mahree profirió un gemido de decepción. No se veía nada.

Nada.

Tan sólo fragmentos de roca negruzca, peñascos desprendidos, guijarros casi enterrados en una capa relativamente profunda de tierra, y unos cuantos macizos de aquellas plantas bajas de hojas carnosas. La ubicua niebla se abría y ondulaba a su paso para volver a cerrarse después.

Mahree oyó en el interior de su casco la voz de Rob, ronca de decepción.

—¡Pero… si éstas son las coordenadas! ¡Juraría que no me he equivocado! ¡Esto es increíble! ¡Son las mismas plantas de antes, pero no son suficientes para producir la concentración de cero dos que medí hace dos horas!

—¿Es aquí más alto el nivel de oxígeno?

Él volvió a consultar el instrumento.

—El nivel de oxígeno es un poco más alto, pero ha descendido bastante del que registré antes. No lo entiendo.

Mahree sintió un vahído de frustración. Se agachó y miró el suelo fijamente.

—Estas plantas tienen algo raro —observó al cabo de un momento—. Son más relucientes que las que vimos antes, aunque parecen de la misma variedad.

—Tienes razón —reconoció él—. Es extraño.

La muchacha dio una vuelta, muy despacio, alrededor de las planas de la zona, examinándolas una a una.

—Son todas iguales —manifestó—. ¿Y no podría existir un proceso natural que haga que, al pasar de mate a brillante, desprendan oxígeno?

Rob movió la cabeza dudoso.

—Quizás. Eso parece tan lógico como cualquiera de las cosas que ocurren en este planeta loco. Pero no veo un agente que pueda causar ese cambio. Ni más vegetación, nada. También es posible que estas plantas representen una variedad diferente de la especie básica. Algo así como las rosas de tallo largo o corto, una variedad es brillante y la otra mate.

—Nunca he visto una rosa, salvo en los vídeos —le recordó Mahree…

«Y, por las trazas, me parece que ya no la veré». Desechó ese pensamiento y dijo:

—Rob, tenemos que encontrar un macizo que todavía esté emitiendo el cero dos, para averiguar de dónde salen las lecturas de oxigeno. Creo que deberíamos registrar toda esta zona. ¿No estarían un poco desajustadas tus coordenadas?

—Imposible —respondió él muy desalentado—. Comprobé las lecturas cuatro veces y luego las supervisó Dhurrrkk. Pero podemos hacer lo que tú dices. Lo único a nuestro alcance es probar.

Mahree se inclinó hasta que su casco rozó el del extraterrestre. Le explicó lo ocurrido. El simiu asintió en silencio.

—Yo iré delante ahora. Tú vigila el sensor, Rob —dijo indicándoles que la siguieran.

Buscando los lugares más despejados, ella apretó el paso hasta moverse con toda la rapidez posible en el accidentado terreno.

Los tres exploradores describían círculos en la zona indicada por las coordenadas de Rob, buscando señales de las misteriosas bolsas de oxígeno. Dhurrrkk seguía gallardamente a los dos humanos. Pero Mahree sabía que su amigo simiu estaba casi ciego con aquella luz tan tenue y de poca ayuda podía servir.

«Noventa minutos de aire», observó en su indicador. Tuvo que apretar los dientes para combatir el pánico.

Siguieron caminando durante varios minutos. Mahree delante, eligiendo el camino más despejado, Rob detrás, sin apartar la mirada del sensor, y Dhurrrkk cerrando la marcha.

Ochenta y dos minutos.

Mahree tenía que hacer un esfuerzo para no estar mirando constantemente el sensor. Avanzar entre las rocas evitando obstáculos, exigía toda su capacidad de concentración. No obstante, a veces tenía que mirar.

Setenta y un minutos.

La respiración de Rob sonaba con fuerza en sus oídos. Mahree pensó lo que sería tener que oír cómo aquel sonido se espaciaba, vacilaba y cesaba, sin poder hacer nada para remediarlo. Resistió la tentación de preguntarle cuánto aire le quedaba. «Mejor ignorarlo —pensó—, concéntrate en lo que tienes que hacer».

Cincuenta y cuatro minutos.

Ya no había que pensar en volver a la Rocinante en busca de las pocas horas de aire que quedaban a bordo de la nave. «Rob me ha tomado la palabra —pensó con gran tristeza—. Seguiremos andando hasta que caigamos».

Tragó saliva al pensar que a Dhurrrkk le quedaba poco más de media hora de aire. «¿Cuántos minutos exactamente?», se preguntó, tratando de hacer el cálculo. Estaba reduciendo ese tiempo a causa del creciente nerviosismo. Procuraba combatir el miedo; pero éste era como una criatura viva retorciéndose dentro de ella, royéndole el cerebro hasta hacerle sentir deseos de gritar y salir corriendo.

«Calma, calma… ¡Tienes que conservar la serenidad! Tal vez la vida de Dhurrrkk dependa de que te mantengas tranquila. Respira despacio… despacio. El aire entra… sale… entra… sale…» Poco a poco, el miedo remitió y ella pudo controlar la respiración.

Segundos después, Mahree dejó atrás una roca que tapaba la vista y se detuvo bruscamente haciendo que Rob tropezara con ella.

—¡Mira! ¿Qué son esas cosas?

—Maldito si lo sé —respondió él mirando atento lo que ella le señalaba.

El terreno estaba cubierto de musgo; pero, entre las plantas, cubriéndolas en algunos sectores, había cinco formas grandes, gruesas y fosforescentes. Despedían una luz malva en la penumbra roja y eran vagamente rectangulares.

Cada forma fosforescente venía a tener un metro de largo por unos setenta y cinco centímetros de ancho. Eran completamente lisas. Al verlas, Mahree recordó una suave mantita blanca que su hermano Steven llevaba a todas partes hasta que se hizo pedazos. Aquellas cosas tenían el mismo tamaño y la misma forma que la manta de seguridad de Steven. Y los bordes igual de raídos.

Se volvió con rapidez para mirar a Rob, que exploraba la zona con el sensor.

—¿Hemos encontrado los emisores de cero dos? —preguntó.

Él movió negativamente la cabeza y, a pesar del traje espacial, ella pudo ver que dejaba caer los hombros.

—No —respondió con una voz que denotaba que también él había vislumbrado una chispa de esperanza—. El nivel de oxígeno es un poco más alto, sí, como en el sitio de las plantas brillantes; pero estas cosas no emiten nada. No detecto capacidad de fotosíntesis; y es natural. Fíjate en su color.

Mahree se adentró entre el musgo, mientras jirones de niebla roja se arremolinaban alrededor de sus botas. Pisaba con cuidado, procurando no aplastar aquellas extrañas formas.

—¿Son plantas?

—Más bien hongos. —Rob consultó otra vez sus lecturas—. En realidad, son de la familia de los líquenes. Deben de nutrirse del musgo a medida que se va descomponiendo.

Mahree consultó el indicador de aire y cuadró los hombros. «Cuarenta y nueve minutos».

—Vale más que sigamos —dijo.

Rob levantó una mano para detenerla.

—Espera. Quiero que Dhurrrkk se quede aquí. Tú y yo podemos dar una vuelta y volver dentro de quince o veinte minutos. Dile que se tienda en el suelo y ahorre aire. Eso le proporcionará cinco minutos extra. De lo contrario, no tiene posibilidad de sobrevivir.

—Él no querrá, Rob.

—¡Tú prueba! —insistió—. Dile que, si se empeña en acompañarnos hasta caer al suelo, nosotros acabaremos gastando nuestro aire para transportarlo en brazos.

—Es una buena razón —reconoció ella. Se arrodilló al lado del simiu y arrimando el casco al de él repitió la proposición de Rob.

El extraterrestre dudaba. Luego, muy despacio, asintió y se tendió entre las plantas, cuidando también de no tocar las placas fosforescentes.

Sorprendida, porque no esperaba que cediera con tanta facilidad, Mahree miró al interior del casco de Dhurrrkk, tratando de distinguir sus facciones a aquella pobre luz. «Está raro —pensó, intranquila—. Abstraído, con los ojos vidriosos. ¿Será la hipoxia? ¿O estará rezando quizás?»

Acercó de nuevo el casco.

—¿Estás bien, Dhurrrkk?

—Muy bien, amiga Mahree —dijo el alienígena distraído, como si le prestara su atención sólo a medias—. Prometo que os esperaré aquí.

Robert Gable, mientras se alejaba en pos de Mahree, no pudo resistir la tentación de mirar por última vez al simiu que permanecía tendido en el suelo. «Le quedan unos veinticinco minutos, poco más o menos. Y a mí, veintiocho minutos cuarenta segundos».

—¿Cómo estás de aire? —preguntó a Mahree.

—Cuarenta y cinco minutos y treinta segundos. ¿Y tú?

—Muy bien. Treinta y nueve minutos.

La voz de ella sonaba por la radio con una nota de perplejidad y desconfianza.

—Pues antes tenías ocho minutos menos que yo —dijo—. ¿Estás recuperando minutos?

—Hay que hacer más esfuerzo para ir delante que para seguir —dijo él en su tono de voz más razonable—. Tú quemas oxígeno más deprisa que yo porque vas delante.

Ella fue a replicar; pero Rob la atajó con sequedad.

—¡Cuidado! ¡Ibas a tropezar con esa roca!

—¡No es verdad! —Mahree apretó el paso y Rob trató de seguirla sin dar traspiés—. Espero que Dhurrrkk esté bien —murmuró—. Lo encontré raro.

—Si no está bien, poco podemos hacer nosotros para ayudarle —comentó Rob—. Nuestra única salvación es localizar la fuente que emite el oxígeno… Pero pronto.

—¿Y entonces?

—Entonces podrás quitarte el casco, tumbarte en el suelo y esperar mientras yo gasto el aire que quede en nuestras dos cápsulas para llevar a Dhurrrkk a la nave, para que despegue y traiga la Rocinante cerca de la fuente emisora de oxígeno. Yo volveré a buscarte y entre los dos recogeremos las plantas.

—¿Por qué tengo que ser yo quien se quede mientras tú vas a buscar a Dhurrrkk? ¿Por qué no lo hacemos al revés? —preguntó Mahree, irritada.

—Porque tú necesitas menos oxígeno para respirar y porque yo soy más fuerte que tú —respondió Rob con calma, obligándose a no mirar el indicador de aire—. Y Dhurrrkk no es una pluma, ni con medio G de gravedad.

—¿Y cómo piensas volver a buscarme si usas todo el oxígeno para llevar a Dhurrrkk a la nave?

—Tengo oxígeno para dos horas en un cartucho que llevo en mi maletín. Puedo utilizarlo para recargar dos cápsulas. El oxígeno puro durará más que la mezcla de aire corriente. Más de una hora de aire cada uno.

—¡Oh! —exclamó Mahree y, al cabo de un momento, preguntó, titubeando—: Rob, ¿tú crees que este plan funcionará?

—No —dijo el médico apretando los dientes—. No creo que tenga ni la más remota posibilidad de salir bien. Pero, si se te ocurre algo mejor, soy todo oídos.

Mahree no supo qué responder. Rob se alegró, porque sus dotes de imaginación empezaban a agotarse. Miró el indicador. Veintiún minutos.

Antes de salir de la Rocinante, el médico, sabiendo que su única esperanza residía en hacer que ella siguiera adelante el mayor tiempo posible, y que él consumiría su reserva de aire antes que Mahree, había dejado fuera de servicio, con disimulo, el avisador de averías de su traje. De lo contrario, cuando se agotara la cápsula de aire, ella se daría cuenta de su situación. «Preocupándose por mí consumiría su propia reserva más deprisa —pensó, reprimiendo una punzada de remordimiento—. Pero si, por un milagro, los dos sobrevivimos se va a mosquear…»

Esforzándose por seguir el paso rápido de Mahree y sin dejar de observar el aparato sensor, Rob apenas tenía tiempo para reparar en lo que le rodeaba. Por la cuadrícula de orientación de su casco, tenía conocimiento de que Mahree describía un gran círculo que les acercaba, poco a poco, al punto en el que esperaba Dhurrrkk.

De pronto, en el interior del casco del médico sonó una voz neutra, generada por ordenador.

—Aviso al ocupante de este traje. Le queda aire para quince minutos. Quince minutos.

«Quince minutos de vida. Me siento como “Dorita” cuando la bruja da la vuelta al gran reloj de arena. Quince minutos…»

Rob, sin darse cuenta, se puso a pensar en cómo había llegado a este momento. En su mente empezaron a parpadear los recuerdos de sus padres y de sus hermanos, de la Facultad, de la epidemia de Lotis, como las imágenes planas y difusas de sus viejas películas en blanco y negro. Sonrió con tristeza detrás de Mahree, sin dejar de mirar el sensor cada dos o tres segundos. «Así que es verdad lo que dicen de que recuerdas toda tu vida en unos segundos…»

—Aviso al ocupante de este traje. Le queda aire para diez minutos. Diez minutos. Debe cambiar la cápsula de aire antes de cinco minutos.

A través de la radio, Rob escuchaba la respiración de Mahree, y recordaba el día en que se conocieron y aquella afinidad casi instantánea que experimentaron. Sólo ella, de todos los que iban a bordo de la Désirée compartía su ilusión por establecer el Primer Contacto, no porque ello fuera a hacerles ricos o famosos, sino porque también ella tenía la convicción de que el contacto con seres extraterrestres sería positivo para la raza humana.

Y luego su fe flaqueó y casi se extinguió…, con la de Raoul y el resto de la tripulación… A juzgar por lo que decía Dhurrrkk, los simius también habían perdido la confianza. Sólo Mahree y Dhurrrkk lograron seguir creyendo en la buena voluntad del otro. ¿Sería porque eran tan jóvenes todavía y no habían tenido ocasión de ver sus ilusiones truncadas?

—Rob, ¿cuánto aire te queda?

El médico lanzó una mirada al indicador. Siete minutos.

—Diecisiete minutos —mintió con naturalidad.

«Ella nada puede hacer —se dijo para acallar el remordimiento que le causaba la mentira—, y la preocupación sólo servirá para que acelere su consumo de aire. Nuestra única oportunidad es que Mahree siga en pie y localice esas concentraciones de oxígeno».

—¿Y a ti? —preguntó.

—Veintisiete minutos —respondió—. ¿Nos encontramos muy lejos de Dhurrrkk? Ya debe hallarse casi sin aire.

—Estamos cerca —respondió Rob mirando la cuadrícula de orientación—. Toma, llévalo tú.

«Para que no lo rompa cuando me caiga…»

Ella cogió el aparato sin discutir y siguieron adelante. Rob la veía andar a grandes pasos, obligándose a seguir adelante, y sabía que debía de estar por lo menos tan cansada como él. «Ni una queja —pensó—. Ni un asomo de gemido. Me gustaría saber si estaría dispuesta a admitir que esto es valor…»

El médico sintió una súbita oleada de afecto hacia Mahree. Habían llegado a conocerse tanto durante su extraña odisea… Camaradas, amigos… en cierto modo, Mahree era una de las personas con las que le unía una más estrecha amistad. «Lástima que no pueda verla hecha mujer. Sería extraordinaria, desde luego».

—Aviso al ocupante de este traje. Queda aire para cinco minutos. Cinco minutos. Si no se cambia la cápsula antes de cuatro minutos, se iniciará la hipoxia.

«Vamos, cállate —pensó, furioso—. No hay puñetera cosa que pueda hacer». En un impulso súbito, giró la cabeza y, con movimientos lentos, cerró los dos controles manuales de los indicadores. Los dígitos de la bolsa de aire y la cuadrícula de navegación se borraron. «Así está mejor».

Rob, sin darse cuenta, empezó a pensar en sus relaciones con las mujeres. Las había tenido desde su época de estudiante, y le enorgullecía que, terminada la aventura, todas ellas hubieran seguido siendo amigas suyas. Pero no se había enamorado nunca.

«Si algo lamento —pensó Rob siguiendo a Mahree con tesón y advirtiendo desolado que empezaba a jadear, y no de cansancio— es no haber sentido nunca…»

—¡Ahí está! —gritó Mahree cuando divisaron la hondonada de las plantas de musgo y las sustancias fosforescentes. Dhurrrkk se hallaba tendido entre ellas, agarrándose el casco con las manos.

—¿Respira? —preguntó Rob deteniéndose al borde de la hondonada. Su voz le sonó extraña, metálica y lejana. «Pero si no estoy lejos. Si estoy aquí», pensó vagamente. Trató de dar un paso, se tambaleó y se agarró a una roca. Luego, se deslizó hasta quedar sentado en ella. Sentía un peso muy agradable en las extremidades y su cabeza parecía flotar.

«Es como quedarse dormido después de unas cuantas cervezas». Pensó con indiferencia. En algún punto de su cerebro una voz gritaba: ¡Hipoxia! Pero la palabra no tenía ningún significado. Daba cabezadas y entornaba los ojos.

—¡Aún vive! —llegó hasta él la voz de Mahree, y Rob tuvo que hacer un esfuerzo para recordar de quién le hablaba—. ¡Pero casi no respira!

Trató de abrir los ojos y vio a Mahree agachada al lado de Dhurrrkk. «Tendría que levantarme —pensó—, ir a ayudarle».

Pero su cuerpo no le obedecía. Unos puntos negros le bailaban delante de los ojos y apretó los párpados para dominar el vértigo.

—¡Rob! —gritó una voz en su radio.

El médico volvió a abrir los ojos al sentir que le daban violentas sacudidas. Vio que Mahree se inclinaba sobre él, con los ojos muy abiertos detrás del cristal del casco.

—Rob, ¿cuánto aire te queda? —preguntó ella—. ¡Y esta vez no me mientas, puñeta!

Él trató de explicarle que había desconectado los indicadores, que estaba bien, que no le dolía nada, pero que tenía la lengua torpe y de su garganta no salían los sonidos. Todos los puntos negros se unieron en una oscuridad que todo lo llenaba y que lo envolvía como una criatura viviente, dejándole sin ánimo para luchar.

Con un suspiro, Rob se rindió y se dejó arrastrar.

—¡Dios mío! —sollozó Mahree, sujetando a su compañero que se desplomaba—. ¡Ayúdame, Dios mío! ¡Socorro! ¡Que alguien me ayude!

«¿Cuánto aire le queda?»

Tendió a Rob en el musgo, al lado de Dhurrrkk, y le dio la vuelta, para leer el indicador externo de la cápsula de aire, situado en su cadera derecha.

Lo primero que vio fueron unas letras rojas que parpadeaban en la penumbra advirtiendo: «Bajo nivel de oxígeno. Estado crítico». En aquel momento daban paso a otra indicación, en letras de tamaño doble.

AGOTADO OXIGENO. APOXIA INMINENTE. CAMBIE INMEDIATAMENTE CÁPSULA DE AIRE.

Entonces Mahree consultó su propio indicador.

Dieciocho minutos.

Dieciocho largos minutos…

«No puedo quedarme aquí sentada dieciocho minutos viéndolos morir —pensó con una calma que iba más allá de la desesperación—. Ni hablar».

Con movimientos rápidos y seguros, como si hubiera ensayado la operación cientos de veces, desmontó la cápsula de aire de Rob y la sustituyó por la suya en pocos segundos. «Perdona, Rob —pensó al oír que se calmaba su jadeo cuando los pulmones, ávidos de oxígeno, absorbían el aire nuevo—. Es una canallada, amor mío; pero no tengo el valor de verte morir primero. Si tenemos suerte, quizá no te despiertes siquiera».

Luego, se sentó entre las dos figuras yacentes, cogió la mano enguantada de Rob y se la puso en el regazo, entre las suyas. «Deben de quedarme unos noventa segundos hasta que agote el aire de dentro del traje —pensó todavía con serenidad—. ¿Cómo los paso?»

La educación religiosa recibida en la niñez la instaba a rezar… Pero la única oración que Mahree podía recordar en aquel momento era la que empezaba: «Si muero antes de despertar».

«Demasiado realista —pensó con humor negro—. No; me parece que rezar queda fuera de…»

Mientras esperaba, Mahree advirtió que estaba tratando de vencer un creciente deseo de quitarse el casco.

«Debe de ser la hipoxia —pensó, atontada—. Eso será. Lo primero que se pierde es la razón».

Seguía dominando en su mente la convicción de que sólo con que se quitara el casco todo se arreglaría. Mahree miró en derredor. La flora fosforescente seguía refulgiendo a la luz roja. «¿Qué me pasa? ¡Es como si mi mente ya no me perteneciera!» Estaba jadeando, se asfixiaba, sus pulmones se esforzaban frenéticos por absorber los últimos vestigios de oxígeno que contenía su traje.

La oscuridad se agazapaba en el límite de su campo visual. Era una negrura infinita que crecía, hambrienta. Pero aquella oscuridad se disiparía sólo con que ella se quitara el casco…

Mahree parpadeaba, aturdida y entonces advirtió que, sin darse cuenta de lo que hacía, había soltado los cierres del casco y ahora lo tenía asido por los costados, disponiéndose a hacerlo girar, para levantarlo y apartarlo de los hombros. El impulso de quitárselo era ya irresistible, una orden que ella ya no tenía fuerzas para combatir.

«¿Qué estoy haciendo?», se preguntaba, angustiada, mientras hacía girar el casco. Estaba en la agonía, los pulmones le ardían y le pinchaban, rebelándose contra el exceso de bióxido de carbono. «¡Oxígeno! —insistía algo en el fondo de su mente—. ¡Tendrás oxígeno! ¡Quítate el casco!»

Con un gemido final y un dolor lacerante en los pulmones, Mahree se quitó el casco, dejándolo caer en la hierba musgosa. Sintió en su cara, bañada en sudor, una atmósfera fría y húmeda, como una bofetada. Cuando la negrura le nublaba la vista, hizo una profunda inhalación.

Lentamente, la negrura empezó a retroceder.

Momentos después, Mahree advirtió que estaba a gatas entre Rob y Dhurrrkk, con la cabeza colgando… Y que respiraba.

«¡Oxígeno! —pensó casi sin poder creer que aquella impresión no fuera fruto de una alucinación agónica—. ¡Aquí hay algo que desprende oxígeno!»

La invadió un profundo sentimiento de convicción, mezclado con intranquilidad. Mahree rápidamente buscó los cierres del casco de Dhurrrkk… Los guantes le impedían asir aquellas formas con las que no estaba familiarizada, y se los arrancó con un sollozo de impaciencia. Palpó el casco del simiu y descubrió con asombro que los cierres ya estaban sueltos. Pero el casco se había atascado y Mahree tuvo que tirar con todas sus fuerzas para hacerlo girar. Por fin cedió.

Segundos después, había tendido de espaldas al extraterrestre. No sabía si respiraba aún, ni si le latía el corazón.

—¡Dhurrrkk! —gritó golpeándole la cara.

Como no respondía, Mahree, moviéndose con presteza, se situó de rodillas a su espalda, lo agarró por la mandíbula y le echó la cabeza hacia atrás. La mandíbula del simiu se abrió y ella miró en su cavidad bucal, para descubrir la posición de su lengua. Era difícil ver con aquella luz, pero creyó adivinar que nada obstruía el paso del aire.

Cerrándole la boca con ambas manos, Mahree inhaló profundamente el aire oxigenado; luego, se inclinó, le aplicó la boca a la nariz y sopló con todas sus fuerzas.

Empezó con cuatro bocanadas rápidas y fuertes, para proporcionarle un choque de oxígeno, y luego trató de seguir un ritmo regular. Creyó percibir una cierta resistencia, lo cual significaba que había abierto un canal para el aire debidamente aislado… Pero no estaba segura.

La oscuridad se cernía otra vez en el límite de su visión, mientras seguía aspirando y soplando con fuerza en la nariz del alienígena yerto.

«¡Vamos, Dhurrrkk! —pensó—. ¡Como tenga que seguir con esto mucho rato, me desmayaré, conque despierta ya!»

Cuando Mahree levantó la cabeza, con un leve vahído, buscando más aire, tuvo un sobresalto y estuvo a punto de retroceder con brusquedad. A un palmo de la cabeza de Dhurrrkk, había una masa que brillaba con una luz espectral y que palpitaba ligeramente.

«¡Dios mío, es la mantita de bebé! ¡Se mueve!»

Perdió el compás de la respiración; pero en seguida volvió a inhalar con decisión y siguió soplando. Notó otra vez el vahído; pero, cuando aspiró una rápida bocanada para sus propios pulmones, se despejó. «Ese hongo debe de despedir el oxígeno —pensó con brusca seguridad—. Y en ese momento está dando más, como si supiera lo mucho que lo necesito. Pero eso significa que…»

Sintió en las yemas de los dedos un ligero estremecimiento del morro de Dhurrrkk.

«¡Bravo! ¡Muy bien!», le animó mentalmente, llenándose otra vez los pulmones de aire bien oxigenado. Volvió a soplar y esta vez, cuando se volvió hacia la manta para aspirar el aire, sintió en la mejilla el leve cosquilleo de una exhalación cálida. Otra inhalación. Esta vez ella vio su aliento en el aire frío y húmedo. Otra exhalación… y otra…

De repente, Dhurrrkk jadeó, tuvo un espasmo y volvió a jadear.

¡Ya respira!

Mahree lo observaba con mucha atención, dispuesta a reanudar la respiración artificial si era necesario. Pero el simiu ya no precisaba su ayuda. Los ojos violeta se abrieron y la miraron.

—No te muevas todavía, amigo Dhurrrkk. Te desmayaste; pero ahora que tenemos aire, pronto estarás bien —consiguió decir Mahree, aunque su fatigada garganta se resistía más de lo habitual a las sílabas simiu—. No te muevas. Voy a ver cómo está Rob.

Se volvió a mirar al médico y consultó el indicador del aire. Catorce minutos. Meneó la cabeza y volvió a mirar. «¿Catorce minutos? ¡No puedo creerlo! ¿Todo esto, en cuatro minutos?»

Con rápidos movimientos, le quitó el casco y desconectó la cápsula de aire, para conservar el que quedaba. Rob no se movió. Mahree le levantó un párpado y le palpó el pulso en la garganta. «Está bien… sólo roque».

Sonrió al ocurrírsele una idea. Después de cerciorarse de que Dhurrrkk no miraba, se inclinó y dio un largo beso en los labios de su inconsciente compañero de viaje.

—Éstos son mis honorarios por salvarte el pellejo, granuja —murmuró recordando cómo le había mentido acerca del aire que le quedaba.

Luego, lo asió por debajo de los brazos y lo arrastró hasta la hierba musgosa, hasta que él estuvo con la cara cerca de la sustancia fosforescente.

—Hazme el favor, Manta —jadeó—, dale oxígeno también a él.

Se sentó, contemplando admirada aquella criatura hongo. Su salvador.

«Cuando Rob las examinó no emitían oxígeno. Pero, cuando estábamos a punto de morir, por lo menos ésta empezó a emitirlo. Y, cuando yo iba a desmayarme, se me acercó y empezó a soltar más oxígeno todavía. Eso tiene que significar que…»

Mahree se secó el sudor frío de la frente y se mordió los labios muy nerviosa. «¡Es imposible! ¡Esto es un hongo, una de las formas de vida más simples que existen! ¡No seas tonta, Mahree!»

Se inclinó a mirar la sustancia fosforescente. No tenía más rasgo característico que varios millones de cilios cortos y filamentosos en la cara superior. Mahree se tendió de lado entre la hierba musgo para mirar la cara inferior del hongo. «Se movió. Ha tenido que moverse. ¿Cómo diablos puede moverse esto?»

La cara inferior de la manta estaba cubierta de minúsculos apéndices casi tan largos como el dedo meñique de la muchacha. Se movían sin cesar, ondulándose sobre la hierba musgo como minúsculos tentáculos.

—Ah, conque así es como vais de un lado a otro —comentó Mahree.

Se puso a gatas y, con suma cautela, se acercó a la criatura fosforescente, hasta que su nariz estuvo a un palmo de ella.

—Hola, Manta —dijo.

Se sintió ridícula. «¿Pues no estoy hablando con un hongo? Debo de estar chalada».

Sin embargo, continuó:

—Me llamo Mahree Burroughs. Quiero darte las gracias por habernos ayudado hace un momento. Necesitábamos ese oxígeno desesperadamente. Espero que no dejéis de emitirlo sin más —movió la cabeza—. No sé por qué hablo. No tenéis oídos, de manera que no podéis oírme ni entenderme, ¿verdad?

Con gran lentitud, el borde del paño fosforescente se elevó en la hierba musgo y se extendió hacia su cara.

Mahree no pudo evitar lanzar un grito y retroceder de un brinco. El corazón le golpeaba el pecho con fuerza. Mordiéndose los labios, trató de tranquilizar su respiración, y se obligó a inhalar y exhalar con sosiego. En la depresión no habría suficiente oxígeno si empezaba a jadear.

«¿No habrá sido un movimiento reflejo involuntario, en respuesta al movimiento?», pensó, observando cómo la mantita de bebé volvía a posarse en la hierba musgo.

Volvió a acercarse muy despacio.

—Manta, si me entiendes, no te muevas. Quédate quieta, ¿de acuerdo?

Mahree se acercó hasta casi rozar la manta con la nariz. Pero la criatura fosforescente no se movió.

—Muy… bien —murmuró—. Si me entiendes, muévete ahora, Manta.

El borde de la criatura se onduló y se levantó hasta quedar a un palmo de la musgosa hierba.

—¡Canastos! —susurró Mahree—. Yo tenía razón. Eres inteligente.

Volvió a percibir una afirmación en su cerebro.

—Y también telepática, ¿no? Tú puedes hacer que lo que piensas y sientes vaya de tu mente, o lo que sea, a la mía.

Afirmación.

Un gemido interrumpió su «conversación». Mahree se volvió y vio a Dhurrrkk sentado, con las manos de Rob entre las suyas. El médico se agitaba.

—Perdona un momento, Manta —dijo—. Tengo que ver cómo está mi amigo. Vuelvo en seguida.

Afirmación.

Mahree se arrastró deprisa, hasta poner una mano en el hombro de Dhurrrkk.

—Amigo Dhurrrkk, ¿cómo estás?

El simiu se llevó una mano a la frente.

—Duele aquí —dijo—. Pero por lo demás estoy bien.

—Prométeme que, durante un rato, no vas a hacer esfuerzos. Estabas bastante mal.

—Te lo prometo, amiga Mahree.

Los ojos violeta del simiu estaban llenos de emoción. Con cierta torpeza, sin su gracia habitual, le cogió una mano.

—Tú me diste tu propio aliento, para que viviera —dijo utilizando el idioma de ella—. Siempre te estaré agradecido. Entre tú y yo hay un compromiso de honor. Mientras viva, tu honor y tu vida serán para mí tan importantes como los míos.

—Dhurrrkk…

Mahree no encontró las palabras adecuadas y, en lugar de hablar, tomó la mano del alienígena entre las suyas, mientras movía la cabeza en un gesto afirmativo.

Él señaló a Rob.

—El honorable sanador Gable despierta.

Mahree se volvió presurosa. El médico tenía los ojos abiertos.

—Hola —le dijo con voz suave, inclinándose sobre él—. ¿Cómo estás?

—Respirando —susurró él con una mirada de profundo asombro—. ¿Por qué estoy vivo todavía?

—Porque hemos encontrado la fuente del oxígeno, Rob. Y otras muchas cosas.

—¿Cómo? ¿Localizaste una de las fuentes de cero dos?

—Sí —se limitó a decir ella, pues lo veía todavía débil y desorientado. El resto de la información podía esperar.

Él extendió una mano.

—¿Seguro que estás aquí? —murmuró lleno de dudas—. ¿No eres una alucinación?

En respuesta, Mahree le tomó una mano, le quitó el guante y le oprimió los dedos con fuerza.

—Estoy aquí. ¿No lo notas?

—Lo noto, y es agradable —murmuró él sonriendo—. Aprieta con más fuerza.

Al cabo de un momento, el médico se sentó temblando y miró al simiu.

—Honorable Dhurrrkk —dijo—, me alegro de ver que estás bien.

El alienígena hizo el ademán de saludo de su pueblo.

—Honorable sanador Gable —respondió en inglés, con un alegre parpadeo—, me alegra observar lo mismo de ti.

El doctor movió la cabeza con perplejidad.

—Lo que no entiendo es cómo llegamos hasta aquí, estemos donde estemos. Yo me había quedado sin aire. Debí de desmayarme. —Miró el indicador del costado—. ¡Un momento! Aquí dice que me quedan doce minutos de aire —contempló a Mahree con ojos indignados—. Tú cambiaste las cápsulas, ¿verdad? Me diste todo el aire que te quedaba.

—Era lo menos que podía hacer, después de que tú me mintieras —contestó ella con acritud—. Guarrada por guarrada. —Le devolvió su mirada de indignación, con intereses—. Y, si te atreves a decirme que fue por mi bien, volverás a verte tendido en esa maldita hierba de musgo.

—Sabía que te mosquearías —murmuró él, profundamente conmovido por el cambio de las cápsulas de aire—. Pero creí que no iba a vivir para oír cómo me lo reprochabas. ¿Me perdonas?

Era tan impropio de él aquel tono de humildad, que Mahree no pudo menos que echarse a reír.

—Dejémoslo en empate.

El médico miró en derredor y abrió mucho los ojos al reconocer el lugar.

—¡Éste es el sitio donde dejamos a Dhurrrkk! —Se rascó la cabeza—. A ver si me aclaro. Volvimos aquí en busca de nuestro amigo. Pero ahora había oxígeno en la hondonada. ¿De dónde salió?

—Dales las gracias a ellos —dijo Mahree señalando a las criaturas planas—. Son los que emiten el cero dos.

—¿Ellos? ¿Los hongos? —Rob parpadeó—. Es imposible… Un disparate. Si ni siquiera fotosintetizan.

—Pues aún no sabes lo mejor. Prepárate, Rob. Son inteligentes. Acabamos de hacer un Primer Contacto.

Él la miró durante largo rato sin expresión en la cara.

—Inteligentes —repitió al fin.

—Y tanto —insistió Mahree—. Sabían que necesitábamos oxigeno y me convencieron de que me quitara el casco para respirar. Y cuando me lo quité, ésta —señaló a la más próxima de las criaturas planas— se acercó para que tuviera más oxígeno mientras hacía a Dhurrrkk la respiración artificial.

—Hummmm… Es difícil de creer —respondió él, en tono neutro y cauteloso—. ¿Estás segura?

—Honorable Mahree tiene razón —terció Dhurrrkk en inglés—. Antes de perder el sentido, yo noté que algo establecía contacto con mi cerebro, algo que interrogaba con propósito inteligente. Me ordenaba que me quitara el casco, pero no pude obedecer.

—Lo tenías atascado —le explicó ella.

Rob los miraba. Luego, se volvió hacia la manta.

—¿Queréis decir que esta cosa es inteligente? —preguntó como si no pudiera creer que aquello estuviera ocurriéndole a él—. ¿Esta cosa? —La señalaba—. ¿Este conglomerado de hongos fosforescentes?

—No es una cosa, sino una persona, Rob. A ver si cuidas tus modales —le reconvino Mahree—. Mira, te lo demostraré.

Mahree se volvió hacia «su» manta y repitió la prueba anterior. Por último, dijo a la criatura:

—Éste es mi amigo Robert Gable, llamado Rob. Ésta es su cara. —Miró la cara del médico—. Y éste es mi amigo el honorable Dhurrrkk. —Miró al simiu—. Ahora, Manta, me gustaría que te parases delante de Rob, para que él sepa que me entiendes.

Con una rapidez asombrosa, la criatura reptó sin vacilar hasta Rob, se paró, levantó un extremo y lo agitó.

El médico palideció, se quedó con los ojos muy abiertos y, de repente, dobló el cuerpo hacia delante hasta rozar con la frente la hierba de musgo.

—¡Demonio, Rob! —exclamó Mahree—. No hace falta que le reces. Basta con que le digas «hola».

Él inhaló varias veces.

—No estoy rezando, idiota —dijo él bruscamente con voz ahogada—. Si no bajo la cabeza, me desmayo. Tranquila, paloma. Ha sido un día muy largo.

Al cabo de un minuto, Rob irguió el cuerpo. Tenía ya mejor color.

—Que me ahorquen si… —murmuró mirando el hongo y carraspeó—. ¿Cómo está usted… Manta? Mucho gusto.

Mahree se concentró y recibió una clara impresión interrogativa.

—Es algo telepático —dijo—. Ahora quiere saber quiénes somos. Cómo llegamos hasta aquí.

—A mí me pregunta lo mismo —declaró Dhurrrkk.

Procurando ser lo más clara y concisa posible, Mahree pensó, con la mayor lentitud que pudo, en cómo habían llegado hasta aquel mundo a bordo de la Rocinante, y por qué. Procuró que sus imágenes de la nave fueran lo más vividas posible, intuyendo que aquella criatura no podía tener un concepto de la técnica ni de construcciones artificiales.

Finalmente, se volvió hacia Dhurrrkk.

—¿Se lo has dicho?

—Sí —respondió él—. Y he procurado hacerlo del modo más sencillo. La comunicación con el ser me resulta cada vez más fácil.

Mahree sintió un aguijonazo de envidia.

—Pues a mí aún me cuesta bastante —reconoció.

Rob los miraba.

—Ahora yo también lo percibo —dijo—. Una sensación de pregunta y curiosidad, ¿no? —Ellos asintieron y prosiguió—: Pero no es nada, comparado con lo que hacía la tía abuela Louise. Ella hablaba con palabras; pero silenciosas.

—Quizá Manta también llegue a aprender palabras —auguró Mahree—. Al principio, sólo comunicaba impresiones ligeras. Ahora son cada vez más fuertes.

—Quiere ayudarnos —manifestó Dhurrrkk súbitamente.

—Ya nos ha ayudado —contestó Rob—. Aunque debo reconocer que habría sido preferible que no hubiera interferido cuando nos desmayamos. Pasar el resto de mi vida en esta hondonada, muriendo de sed poco a poco no es una perspectiva muy agradable.

—No —dijo Dhurrrkk—. Ahora da imágenes. Le parece que sabe la manera.

Mahree sintió una absurda sensación de traición al advertir que «su» manta se comunicaba mejor con el simiu. «No seas tonta —se dijo en tono severo—. Resulta evidente que se ha dado cuenta de que le es más fácil llegar a un cerebro simiu».

Rob y ella se quedaron esperando mientras el extraterrestre se mantenía en silencio, abstraído. Hasta que, por fin, los miró con sus ojos violeta.

—Ya sé algo más acerca de estos seres. Son muy viejos, e inteligentes. Casi nunca sienten interés por cosas que no sean sus oscuros razonamientos, sus juegos mentales y sus reflexiones filosóficas. Pero el ser al que Mahree llama «Manta» es diferente. Es más joven, no tiene más que un millón de mis años o cosa así.

Mahree y Rob dieron un respingo.

—¿Un millón de años? —repitió ella y el simiu asintió gravemente.

—Manta está más interesado que sus compañeros por los estímulos y hechos externos. Siente curiosidad por nuestra nave y los viajes espaciales. Le hemos gustado. No quiere que muramos y está dispuesto a ayudarnos a llegar sanos y salvos a nuestro destino. Si lo deseamos, Manta vendrá con nosotros a bordo de la Rocinante, para darnos oxígeno. A cambio, tenemos que prometerle que lo traeremos aquí de nuevo cuando le apetezca regresar a su propio mundo.

—¿Tanto oxígeno puede producir? —preguntó Rob con escepticismo, después de asimilar las palabras del simiu—. ¿No lo necesita para sí?

—No. Los seres manta no precisan más que de un poco de oxígeno. Es un subproducto que generan durante la digestión. No forma parte de su proceso de respiración.

«¿Despiden oxígeno como el que expele una ventosidad?», pensó Mahree; y se echó a reír por lo bajo, sin poder contenerse. Rob le puso una mano en el hombro para que se serenara.

—Tendremos que proveer a Manta de hierba musgo y rocas suficientes para que tenga alimento durante nuestro viaje —dijo Dhurrrkk como final de su información.

—Si nos dice cuánto va a necesitar, lo haremos con mucho gusto —respondió Rob—. Pero hay una cosa que me gustaría saber. Y es cómo diablos vamos a salir de esta hondonada para volver a la Rocinante.

—Manta ha pedido a sus compañeros que nos ayuden, y ellos están de acuerdo. Piensan que él está loco por querer marcharse de este mundo a fin de ayudarnos. —El simiu hizo una pausa y luego continuó al recibir nueva información—: Pero ninguno desea vernos morir. Mientras puedan permanecer aquí, los otros están dispuestos a ayudarnos a llegar a la nave.

—¿Y cómo piensan hacerlo?

—Ya lo veréis. Quedaos quietos, por favor. No os harán daño.

Rob se sobresaltó cuando otras dos criaturas se agitaron y empezaron a moverse hacia ellos por encima de la hierba musgo.

La «Manta» de Mahree empezó a deslizarse hacia la muchacha, la cual sintió una viva satisfacción al observar que había optado por volver junto a ella en lugar de permanecer con Dhurrrkk. Pero entonces la criatura pasó por su lado y desapareció de su campo visual. «¿A dónde irá?»

Mahree tragó saliva al notar que algo rozaba el material de su traje espacial. El escote del traje se le clavó en el cuello cuando algo pesado empezó a subirle por la espalda. Apretó los puños y cerró los ojos, mientras Manta iba subiendo muy despacio. «Va a salvarte la vida —se repetía la chica—. Lo que te sube por el cuerpo no es un hongo, es una persona. Una persona buena y amable. Va a salvarte la vida…»

La criatura se quedó sobre sus hombros, colgando por la espalda como una capellina fosforescente. Por el rabillo del ojo, Mahree advirtió un movimiento, y entonces aparecieron como un par de dedos estrechos y brillantes, que Manta extendió sobre sus mejillas.

Mahree se estremeció, obligándose a permanecer sentada. Cerró los ojos al sentir aquella sustancia fría y viscosa que se le deslizaba por la piel hasta que los dos seudópodos se unieron y anudaron sobre su labio superior.

Mahree abrió los ojos y vio que Rob contemplaba como hipnotizado la masa fosforescente que se movía hacia él. Estaba blanco como el yeso, y copiosas gotas de sudor le resbalaban por la cara. Temblaba con violencia.

—Rob —le gritó ella en tono áspero—. ¡Rob!

Él alzó la mirada, muy despacio.

—No nos hagas un número a lo Simón Viorst, Rob. Van a ayudarnos, no lo olvides.

El médico hizo varias aspiraciones profundas y asintió. Un ligero color le volvió a los labios.

—Está bien. No te preocupes por mí, cariño. Ya pasó.

Permaneció quieto mientras la masa fosforescente le subía lentamente por la espalda.

—Ojalá no hubiera visto tantas veces aquella versión de los años noventa de Los teleñecos —dijo, y en la voz se le notaba el esfuerzo que hacía para dominarse—. Recuerda que te la pase si volvemos a casa —bromeó.

Mahree suspiró con alivio y recogió el casco y los guantes.

—¿Todos preparados? —preguntó poniéndose en pie.

Entonces advirtió que, con la cabeza por encima del nivel de la hondonada, respiraba bien. El nivel de cero dos no era menor que el que encontraba en las montañas de Jolie cuando iba de acampada.

—Preparados —dijo Dhurrrkk.

Entregó el casco a Rob. La criatura manta del simiu le cubría el cuello y la espalda como una segunda y refulgente melena.

—Preparados —dijo Rob—. Que empiece el rock.

—¿Rock? —repitió Dhurrrkk cuando los tres exploradores comenzaron a andar por la hondonada de la hierba musgo—. Tenemos que recoger rocas, sí, y también plantas; pero…, ¿no te parece, amigo Rob, que sería preferible recogerlas cerca de la nave? Las rocas son pesadas y duras.

—Oh, sí —convino Rob guiñando un ojo a Mahree y hablando con cierta dificultad a causa de los seudópodos, que se entrelazaban sobre su labio superior—. Cierto, amigo Dhurrrkk, hay rock muy duro.