VII
LAZOS DE HONOR
Querido Diario:
Llevamos una semana de mucho ajetreo, desde que los simius hicieron su primera visita a la Désirée. Estamos aprendiendo muchísimo.
En general, su tecnología y la nuestra están a un mismo nivel, pero ellos nos llevan ventaja en dos cosas MUY IMPORTANTES: la primera es la velocidad a que pueden desplazarse, que es el doble de la nuestra; y la otra, que disponen de un sistema de transmisiones más rápido que la luz.
El programa de traducción funciona mejor de lo que esperábamos, aunque dista de ser perfecto, en particular a lo que se refiere a palabras técnicas.
Todos parecen resignados a la idea de que nunca podremos hablar directamente con los simius, y se conforman con el traductor electrónico. Pero tener que leer en esa pantallita lo que están diciendo me pone enferma. A mí me gusta ver la cara de las personas cuando me hablan. De manera que repaso una vez y otra las grabaciones hechas para tratar de entender lo que dicen; aunque no pueda pronunciarlo. Es un trabajo muy pesado, pero el esfuerzo empieza a dar frutos.
Las facciones de los simius son muy móviles, aunque de un modo distinto al de las nuestras. Ellos nunca sonríen, y cuando el tío Raoul les dirigió una gran sonrisa, noté que les desagradaba, como si hubiera cometido una incorrección. Pero no les molesta que sonriamos con la boca cerrada, sin enseñar los dientes. Comuniqué al tío Raoul lo que había observado y él advirtió a todo el mundo.
Procuramos no ofenderlos; aunque resulta inevitable. No hacemos más que tropezar con tabúes. Por ejemplo, Jerry les preguntó hasta dónde habían llegado en su exploración del Brazo de Orion y ellos respondieron con corteses evasivas. Muestran una benévola tolerancia con nuestras involuntarias transgresiones, y nosotros tratamos de evitarlas.
He hablado varias veces con la Primera Embajadora. Hemos intercambiado corteses saludos y unas cuantas preguntas cautas acerca de nuestras respectivas sociedades. La última vez, ella, que se llama Rhrrrkkeet (su nombre es como un resoplido áspero terminado con un gritito y un chasquido), me preguntó mi edad. Me gustaría saber por qué.
El túnel de unión entre la Désirée y la estación espacial simiu ya no era un espacio blanco y vacío; se habían instalado en él mesas y sillas plegables de los humanos y los asientos bajos en forma de otomana que usaban los simius. Había sido reducida la intensidad de la luz, para que no resultara molesta a los ojos de los terrestres. Mahree, sentada en una de las sillas, observaba a siete humanos mezclados entre una veintena de simius.
Vio a su tía y a Paul Monteleón absortos en una partida de ajedrez. Seis simius estaban sentados alrededor de ellos siguiendo las jugadas con evidente fascinación. Mahree sonrió al pensar en la tranquilidad con que su tía aceptaba la proximidad de los alienígenas. Su mirada tropezó entonces con un objeto brillante de metal gris azulado que asomaba por el bolsillo de herramientas del mono de su tía, y su sonrisa se borró, dando paso a un suspiro. «Ojalá Joan dejara de llevar esa maldita pistola».
Mahree había hablado varias veces del tema con Raoul; pero su tío se mostraba inflexible: siempre que terrestres y extraterrestres estuvieran en contacto, uno de los miembros de la tripulación debía estar armado.
La muchacha volvió la cabeza al oír su nombre.
—¡Mahree, acércate! —la llamó Raoul—. La Primera Embajadora quiere hablar contigo.
La chica corrió hacia donde estaba la simiu.
—Saludos, honorable Primera Embajadora —dijo, haciendo automáticamente el ademán de saludo a la jefa simiu.
Rhrrrkkeet le correspondió.
—Saludos, honorable Mahree. Tu tío me ha explicado que viajas con él a la Tierra para estudiar en un famoso centro de sabiduría.
—Cierto, honorable Rhrrrkkeet —respondió Mahree, tratando de mirar a su interlocutora al tiempo que leía en el monitor. Comprobó con satisfacción que había entendido varias palabras directamente.
—¿Por qué tienes que hacer tan largo viaje para aprender?
—Mi mundo tiene escuelas para los humanos que están en la niñez, pero no para los mayores —respondió Mahree, eligiendo con cuidado las palabras—. Por lo tanto, para aprender lo que debe saber un adulto, tengo que viajar a la cuna de nuestra especie.
—Entiendo —dijo Rhrrrkkeet—. Nuestro pueblo no tiene que viajar para aprender.
—Honorable Rhrrrkkeet —se aventuró la muchacha—, ¿cuántos sois vosotros?
Los humanos no tenían idea de la población de los simius, y ella pensó que había llegado la ocasión de averiguarlo.
La Primera Embajadora reflexionó durante casi un minuto. «Oh, no… —pensó Mahree—. ¿Otro tema tabú?»
—Somos muchos —dijo al fin la Primera Embajadora—. Pero ignoro el número exacto.
Mahree asintió.
—Perdona. No quería ofender.
—No me has ofendido, niña.
Rhrrrkkeet miró en derredor a la multitud de simius y emitió un gruñido sibilante. Uno de ellos, un macho de manto alazán levantó la cabeza y se apresuró a acercarse.
Cuando lo tuvo a su lado, la Primera Embajadora dijo en tono grave:
—Mi… —varios símbolos simius cruzaron el monitor de Mahree— vosotros diríais hijo-de-mi-primo, me ha acompañado a vuestra magnífica nave con la esperanza de que le hicieras el honor de permitir que te fuera presentado. Tiene casi tu misma edad, honorable Mahree. ¿Puedo presentártelo?
Mahree se volvió hacia el joven simiu que llevaba el collar codificador y el típico clip en la oreja.
—Será un honor conocerlo —respondió.
—¡Excelente! —la Primera Embajadora lanzó un gritito de entusiasmo y miró al joven simiu— Dhurrrkk, te presento a la honorable Mahree Burroughs, también estudiante. Hace un largo viaje para aprender en un lugar de la Tierra en el que enseñan a los adultos. Honorable Mahree Borroughs, te presento a —otra vez los símbolos— Dhurrrkk, hijo de mi primo.
Mahree repitió el ademán de saludo y contestó:
—Es un placer y un honor conocerte, honorable Dhurrrkk.
Los humanos sabían ya que los simius no calificaban las cosas de buenas o malas, morales o inmorales, sino de honorables o deshonrosas. El honor del individuo, del clan, del planeta… hasta sus fórmulas de conversación giraban en torno al honor.
—El honor es mío —respondió el joven alienígena, después del ademán de saludo. Lanzaba miradas a la cara de Mahree con mal disimulada curiosidad.
Raoul puso una mano en el hombro de su sobrina.
—Cherie, ¿por qué no llevas a Dhurrrkk a visitar la Désirée?
La chica asintió.
—Con mucho gusto —saludó al recién llegado con un movimiento de cabeza—. Honorable Dhurrrkk, ¿quieres visitar la nave? Será para mí un honor servirte de guía.
Dhurrrkk aceptó y Mahree le hizo seña indicándole que la siguiera.
Una vez en el interior de la Désirée, acompañó al simiu por toda la nave y le mostró las distintas secciones. Él contemplaba con ávida curiosidad, cuanto había alrededor suyo; aunque Mahree observó que rara vez la miraba a ella a los ojos. Se dijo que debía de ser por cortesía y no por timidez. Las zancadas que daba Dhurrrkk no denotaban cortedad, desde luego.
—¿Te gusta la escuela, honorable Dhurrrkk? —preguntó sentándose en su cama mientras él se instalaba en el centro del camarote y observaba lo que le rodeaba con ojos brillantes.
El simiu asintió.
—Sí; me gusta el estudio.
—La honorable Rhrrrkkeet dijo que somos de la misma edad. Yo pronto cumpliré diecisiete años. ¿Puedo preguntar cuántos años tienes tú?
—Yo tengo nueve años de mi planeta —repuso Dhurrrkk—. Un año más y tendré edad de aparearme, si alguien me honra con su elección. Entonces trabajaré todos los días en lugar de estudiar.
«Eso es —recordó Mahree—. Las simius sólo tienen relaciones sexuales temporales». La unidad familiar básica consistía en varias hembras emparentadas entre sí que vivían con sus hijos (de todas las edades, incluso adultos) y «amigos» que podían o no ser padres de alguno de sus hijos.
El proceso del cortejo era desconocido. La hembra elegía al macho y a continuación se producía la cópula, la cual duraba sólo un minuto o dos. Al parecer, los alienígenas no daban más importancia al hecho de aparearse en público que los humanos al de compartir un helado. En sus películas documentales se veía alguna que otra pareja en el acto sexual.
Mahree hizo una seña y Dhurrrkk la siguió al corredor.
—¿Qué estudias? —le preguntó mientras caminaban.
—¿Perdón? —se disculpó él, siempre cortés como un buen simiu.
Ella probó de nuevo.
—Cuando dejes de ir a la escuela, ¿qué trabajo harás?
—Todavía no he hecho mi última elección. Mis estudios están dirigidos a permitirme trabajar en el espacio. —Reflexionó un momento—. Quizá sea piloto. Lo hago bien.
—Entonces te gustará ver el puente.
Dhurrrkk se mostró fascinado por el pupitre de navegación de Joan. Mahree describió los controles lo mejor que supo.
—Y ésta es la consola de comunicaciones —dijo poniendo la mano en un panel de instrumentos—. Aquí recibimos las primeras ondas de radio de vuestro mundo. —Se sentó en el sillón de Jerry y preguntó—: ¿Tu pueblo ha explorado otros planetas, honorable Dhurrrkk?
El simiu desvió la mirada mientras el pelo de la cresta se le aplastaba entre las orejas. Mahree comprendió que había tocado otro tema tabú.
Antes de que ella pudiera pedir disculpas, él dijo:
—Yo no… yo no puedo… eso es algo que yo…
Mahree le interrumpió.
—Lo siento, honorable Dhurrrkk. Perdona, no quise ofenderte.
—No estoy ofendido —contestó él.
No obstante, cuando salieron de la sala de control guardaba silencio.
Mahree observó absoluta discreción durante el resto de la visita, limitándose a describir lo que veían. No quería arriesgarse a disgustar al primer simiu con el que tenía oportunidad de conversar.
Cuando llegaron al laboratorio médico, Dhurrrkk se quedó petrificado delante de una figura negra enroscada en el sillón de Rob.
—¿Qué es eso? —inquirió señalando con tanta rapidez que Mahree casi no pudo seguir con la mirada su mano de dos pulgares—. Di, por favor, ¿qué es? ¿Animal?
—Sí, animal —respondió ella—. Es un animal doméstico.
—¿Doméstico? —toda su formalidad se había esfumado—. ¿Qué quiere decir doméstico?
«La gata le interesa de verdad», pensó Mahree y comprendió que aquélla podía ser la oportunidad de hacerse perdonar el resbalón que había tenido en la sala de control.
—Doméstico… —tecleó la palabra en su ordenador para que él pudiera ver la traducción al simiu—. Los animales domésticos viven con los humanos. Son amigos nuestros. «Amigos» —repitió articulando muy despacio la palabra al ver la atención con que él le miraba los labios—. Esta especie en concreto es un «gato».
—Nosotros también tenemos animales domésticos —contestó Dhurrrkk—. Si la honorable… —pasaron rápidamente por el monitor varios símbolos— Rhrrrkkeet permite que vuelva, traeré imagen del mío. Nosotros aprendemos de los animales… a vivir en familia, a ser considerados, amables… a tratar con honor a los que son más débiles y vulnerables.
Sekhmet se despertó en ese momento. Miró a Mahree con ojos plácidos; pero, al ver al extraterrestre, agachó las orejas y empezó a bufar.
—¡Tranquila, chiquitina! —la calmó Mahree.
Pero la gata no se tranquilizaba.
—La asusto —observó Dhurrrkk, cuya cresta decaía a ojos vistas—. Mejor me marcho.
—No —le pidió ella—; espera un momento. Es una gata joven y todavía puede acostumbrarse. Tú procura encogerte y no te muevas mientras yo hablo con ella.
El simiu se agachó con lentitud.
Mahree arrulló a la gata hasta que, al fin, Sekhmet dejó de bufar y alzó un poco las orejas. La muchacha empezó a acariciarla con precaución. Al cabo de un buen rato, el animal se relajó y restregó la cabeza contra la mano de la chica.
—Muy bien, Sekhmet, muy bien —la animó Mahree—. Es Derrk —lanzó al simiu una rápida mirada de contrición por su forma de asesinar su nombre, pero él no parecía ofendido—. Quiere ser amigo tuyo.
Sekhmet miraba al extraño con desconfianza.
—Dame la mano —dijo Mahree tendiendo la suya. Al momento, unos dedos fuertes y duros, con el dorso cubierto de pelo suave, se deslizaron por la palma de su mano y se cerraron sobre los de ella. Fue un trauma sentir su calor. Mahree se dio cuenta de que era la primera persona que tocaba a un extraterrestre. Hizo un esfuerzo para que su voz se mantuviera firme y serena.
—Vamos, Sekhmet, tranquila —dijo, sosteniendo con fuerza los dedos del simiu, para que la gata pudiera percibir sus olores mezclados. Sekhmet bufaba; pero, poco a poco, por obra de las caricias de Mahree, se calmó lo suficiente para olfatear la mano de Dhurrrkk.
—¡Buena, chica, Sekhmet!
Mahree soltó la mano del alienígena y se sentó sobre los talones, recordando en el último momento que no debía sonreír enseñando los dientes. Dhurrrkk parecía complacido. Tenía el pelo de la cresta enhiesto. Saludó a la gata con un sonido grave.
—Muchas gracias, honorable Mahree —dijo—. Tu animal doméstico es una criatura de mucha belleza.
—Se llama Sekhmet —tecleó el nombre—. Sekhmet —repitió.
—Zzzzzikkmit —dijo Dhurrrkk, que ceceaba de un modo espantoso.
—No. Tienes que juntar los dientes —le corrigió Mahree—. Así: sss.
—Zzzz —probó él otra vez—. Tsss.
—¡Ya está mucho mejor!
—Ssseekkmeet.
—¡Fantástico!
—Es lamentable que ninguno de los dos pueda formar los sonidos de la lengua del otro —observó Dhurrrkk—. Sería mucho mejor poder hablar sin el ordenador. No me gusta comunicarme de forma indirecta.
—A mí me ocurre lo mismo —confesó Mahree—. Si practicáramos, yo creo que podríamos llegar a hablarnos.
—Es posible.
—Para empezar, me gustaría poder decir bien tu nombre. ¿Me ayudarás a intentarlo?
—Me sentiré muy honrado.
—Dherrk —dijo Mahree muy despacio, tratando de imprimir un tono grave a su voz. Era difícil. Ni la boca ni las cuerdas vocales de los humanos estaban configuradas para producir aquel gruñido gutural. ¡Ni el clic final!
—¡Mucho mejor! —la animó él.
Con gran dificultad, ella probó varias veces más, hasta que, al fin, consiguió reproducir el gruñido sibilante del principio, pero el clic que seguía a las «kk» se le resistía. A pesar de todo, Dhurrrkk alabó el esfuerzo.
—¿Cómo se llama tu mundo?
Dhurrrkk dejó oír una serie de gruñidos y jadeos. Mahree miró la traducción y vio que el nombre quería decir literalmente: «tierra-aire-agua».
Ella trató de atiplar la voz en el pecho.
—Hhurrr-ee-haah.
—¡Correcto!
—¿Y el nombre de vuestra estación espacial?
Dhurrrkk frunció los labios de forma exagerada para hacerle una demostración.
—Tchh’oookk. Quiere decir Estación Uno —explicó.
Mahree trató de imitarle, sin gran éxito.
—Tengo que practicar —concluyó—. ¿Por qué se llama Estación Uno? ¿Tenéis más de una?
La cresta de Dhurrrkk se abatió.
—Yo… yo explico mal —dijo—. Perdona por desorientar.
«Ay, ay, otro tabú», pensó Mahree.
—¿Te gustaría ver nuestra estación? —preguntó de pronto nurrrkk—. Sería un honor acompañarte.
—¿Que si me gustaría? Pues claro. Sí, sí quiero decir. ¡Gracias! ¡Será un honor!
—Vamos a pedir permiso para que me acompañes.
Mahree se apresuró a coger una videocámara, después de preguntar si se le permitiría grabar la visita para sus compañeros. Dhurrrkk asintió y se pusieron en camino. Se detuvieron en el túnel para pedir permiso a Rhrrrkkeet y a Raoul. El capitán, como era lógico, se mostró encantado de que alguien de la Désirée pudiera visitar la estación de sus anfitriones.
«Estación Uno» resultó ser un fascinante conglomerado de cámaras piramidales de tres y de cuatro lados, de brillantes colores, con rampas y escalas en celosía en lugar de ascensores y montacargas. Dhurrrkk la llevó por varios «hilos» del ábaco, señalando despachos y tiendas. Mahree observó con interés que, en una tienda que vendía frutas y verduras, se utilizaban monedas en forma de pequeños discos verdes.
«Qué raro, —pensó—. Creí que gestionaban sus transacciones financieras mediante “deudas de honor”». Ella sabía que la economía simiu se asentaba en una complicada forma de trueque que utilizaba las «deudas de honor» a modo de crédito. Intrigada, señaló la moneda.
—¿Qué son esas cosas, honorable Dhurrrkk?
Su acompañante se quedó muy quieto, con la cresta caída.
—Yo… —vaciló con evidente turbación—. No puedo hablar de ello, honorable Mahree. No me está permitido.
«¡Otro tabú!»
—Siento haberlo preguntado, honorable Dhurrrkk. Te pido perdón.
—No hay nada que perdonar —respondió Dhurrrkk con generosidad; sin embargo, todavía parecía violento—. Ya hemos visto bastantes tiendas —dijo—. ¿Te gustaría conocer los muelles de atraque de nuestras naves?
—Me gustaría mucho.
Por suerte, Mahree no sufría de vértigo, por lo que pudo seguir a su acompañante por los muros de celosía que rodeaban el más grande de los muelles de atraque de los simius.
Mientras enfocaba con la videocámara las naves simius de proa, en forma de martillo, unas en muelles de atraque y otras en muelles taller, rodeadas de técnicos de mantenimiento, Mahree trataba de conseguir cuantos primeros planos podía de los grupos que se hallaban en acción. «Paul se volverá loco con esta cinta —pensó—. Está rabiando por descubrir cómo consiguen llegar a esa velocidad superrápida».
Al cabo de media hora de andar y escalar con aquella fuerza gravitatoria superior, Mahree estaba cansada y las imágenes, sonidos y olores de aquel mundo extraño empezaban a marearla. La arquitectura simiu, con sus extraños ángulos y parábolas, le resultaba agobiante, acostumbrada como estaba a las líneas rectas de las construcciones humanas. Y aquel color violeta que tanto parecía agradar a los alienígenas, le hacía llorar si lo miraba directamente.
Cuando Dhurrrkk le dijo que era hora de regresar al túnel, ella no puso objeción.
—Ha sido maravilloso poder ver vuestra estación, honorable Dhurrrkk. Ahora sólo deseo poder visitar tu planeta —dijo mientras se dirigían a la compuerta.
—A mí me gustaría enseñarte mi mundo, mi hogar —respondió Dhurrrkk—; pero nuestras gobernantes han ordenado esperar hasta que los científicos terminen los análisis, a fin de comprobar que vuestros microbios no pueden dañarnos.
—Comprendo —dijo ella—. Nosotros haríamos lo mismo si nos hallásemos en vuestro lugar, estoy segura. —Titubeó—. Perdona mi curiosidad, pero es que sabemos tan poco de vuestra estructura social… ¿Se puede preguntar cómo funciona vuestro gobierno?
—Cada uno de los clanes nombra a una jefa que nos representa en el Consejo que gobierna cada provincia. Las consejeras que… —vaciló— han demostrado ser las más capaces pasan al Gran Consejo, el cual toma las decisiones a escala planetaria.
—¿Consejeras? —se sorprendió Mahree—. ¿Los Consejos se hallan compuestos por hembras?
—Naturalmente —dijo Dhurrrkk—. Las hembras gobiernan los clanes; ellas poseen la tierra. ¿Quién, si no ellas, han de gobernar?
«O sea que su cultura es matriarcal —pensó Mahree—. Muy interesante».
—Pero casi todos los miembros de tu pueblo que hemos visto hasta ahora son del sexo masculino.
—Es lógico —asintió Dhurrrkk—. Nosotros, los machos, somos los que tenemos tiempo de explorar y de arriesgarnos a viajar por el espacio. Las hembras han de enseñar a los jóvenes, que es tarea que exige gran sabiduría. También administran nuestra sociedad y gobiernan a nuestro pueblo. ¿Se hace así en vuestro mundo?
—No; en nuestros mundos, tanto machos como hembras trabajan en el espacio, administran la propiedad y trabajan en el Gobierno.
Él la miró de soslayo con sus ojos violeta, y Mahree advirtió que, incluso cuando más se concentraba en la conversación, Dhurrrkk evitaba mirarla a los ojos. «He de acordarme de decírselo al tío Raoul —pensó—. Que avise a todos que no miren a los extraterrestres de forma directa».
—Es muy interesante, honorable Mahree —dijo el simiu—. En nuestro mundo, los machos trabajan en el espacio. Las hembras sólo viajan por el espacio cuando su tarea lo exige o, como en el caso de Rhrrrkkeet, cuando tienen que establecer contacto con… —se interrumpió en seco.
«¿Con quién?», se preguntó Mahree; pero comprendió que había tropezado con otro tabú, por lo que no formuló la pregunta en voz alta. Habían llegado ya a la compuerta de la cámara de descompresión. Dhurrrkk accionó los controles, y no volvió a hablar hasta que salieron al túnel en el que ya no había nadie.
—Hemos estado ausentes mucho tiempo —comentó él.
Mahree miró el reloj.
—¡Si han pasado casi dos horas! Estarán esperándonos.
—Sí. Cada uno de nosotros tiene que volver con los suyos —dijo él, pesaroso—. Ha sido muy interesante. Supongo que es mucho pedir que vuelvas a honrarme otra vez, pero me gustaría.
—Por supuesto que volveremos a vernos —dijo ella—. Y no te sientas obligado a ser tan solemne. Al fin y al cabo, somos amigos, ¿no?
La expresión de él era formal, pero sus ojos violeta bailaban.
—Amigos, sí, es un honor —luego, hizo un esfuerzo evidente—, Mmmigggz —dijo.
—Ahrrekk’ssh —respondió ella en simiu—. Amigos.
Así fue. Dhurrrkk volvió al día siguiente, y al otro. Sus visitas eran el mejor momento del día para Mahree. Cada una de ellas empezaba con una lección del idioma, y su nuevo amigo resultó un maestro competente y paciente. Cuando la muchacha pudo decir: «Saludos, Dhurrrkk, me siento muy honrada al volver a verte», Sekhmet ya se había habituado a la presencia del joven simiu, hasta el punto de dejarse acariciar por él.
Durante las clases, Mahree se acostumbró a formular cada pregunta sobre un nuevo tópico con extrema cautela. Como los humanos habían descubierto, muchos temas estaban prohibidos; pero no existía congruencia en lo que los simius rehuían discutir. Por ejemplo, Dhurrrkk no había tenido inconveniente en revelar a Mahree que los jefes eran hembras; pero a la pregunta de cómo eran elegidas las gobernantes respondió con una cortés evasiva.
Lo mismo ocurría con cualquier referencia a su sistema judicial, Mahree se convirtió pronto en una experta de la rápida desviación cada vez que encontraba un tema delicado.
—Ahora yo —dijo Dhurrrkk al cabo de varias lecciones—. Yo también deseo hablar tu lengua. Por favor, me gustaría poder decir tu nombre. —Frunció el hocico con evidente dificultad—. Hhhahhhrree
—Mah… ree —le ayudó ella, exagerando el sonido inicial.
—Hhmmahhree.
—¡Bien! —aprobó con entusiasmo—. Tienes que cerrar la boca para conseguir que te salga «m».
Le hizo una demostración.
—Mahree —dijo Dhurrrkk.
—¡Lo conseguiste!
—Mi animal doméstico —enunció Dhurrrkk minutos después, acariciando suavemente a Sekhmet.
Mahree observó su minimonitor, en el que se había formado una imagen. Era la de Dhurrrkk (resultaba asombroso lo pronto que había aprendido a identificar sus facciones incluso entre un grupo numeroso de simius) con un animal en el hombro que se sujetaba a su melena con diminutas garras. Tenía el pelo corto y reluciente y una cola anillada en blanco. Unos bigotes largos y espesos bajo un antifaz blanco daban una expresión de picardía a su cara achatada. A Mahree le pareció algo así como un cruce entre un lémur y una foca.
—¡Oh, es adorable! —exclamó.
—Se llama Kkarr’oo.
Mahree sonrió con los labios apretados.
—Parece un payaso, sí —dijo, divertida.
—¿Qué es «payaso», por favor?
—Una persona que hace reír… —explicó Mahree con aire pensativo—. Amiga de chistes…
—¿Chistes?
Ella suspiró.
—Es difícil explicar lo que es un chiste. Lo intentaré. Pero si digo algo que no deba, tú me interrumpes, ¿prometido?
Él asintió con aire solemne.
«Bien —pensó ella—. Así no me liaré con tus tabúes. Allá voy».
—Honorable Dhurrrkk, ¿qué sientes cuando ves que algo que ha de ir de una manera va de otra manera? De una manera rara, pero sin causar daño.
—¿Te refieres a cuando yo hago una cosa bien pero sale mal y yo me siento torpe? Depende de quién esté delante y de si se halla en juego mi honor.
—Cuando eso le ocurre a otro, ¿te divierte?
—¿Divierte?
Mahree agitó las manos con impaciencia.
—Verás.
Despertó a Sekhmet que dormitaba y cogió el ratón de juguete de la gata. Lo sostuvo por el cordel y lo agitó. Dhurrrkk vio a la gata agitar la patita con ademán soñoliento; luego, a medida que Sekhmet se iba animando, Mahree empezó a hacer oscilar el ratón. La gata daba unos saltos frenéticos hasta que se puso panza arriba y agarró el juguete con expresión feroz, lo mordió, lo «destripó» con las patas traseras y, cuando lo tuvo bien «muerto», se alejó ufana con el rabo levantado.
Mahree lanzó una rápida mirada a Dhurrrkk.
—¿Qué has sentido?
—Algo bueno —respondió él—. He sentido un calor aquí dentro. Sekhmet es tonta de mostrar tanto orgullo siendo tan pequeña. Quiere hacernos creer que hubiera podido vencer con toda facilidad a un enemigo mucho más fuerte.
—Pues eso —dijo Mahree— es «divertido». Lo que hizo Sekhmet te divirtió. Te pareció gracioso. Y un chiste es una historia que se cuenta para divertir a la gente.
Dhurrrkk meditó durante más de un minuto.
—Me parece que ya entiendo —dijo al fin—. ¿Vosotros tenéis muchos chistes?
—Muchos —respondió ella.
—Dime uno, por favor.
Mahree movió la cabeza.
—A ti no te parecería gracioso… divertido.
—Comprendo que se trata de algo sobre todo cultural. Pero tengo curiosidad.
Ella arrugó la frente, pensativa.
—Es inútil —le dijo al fin—. No se me ocurre ninguno que se pueda contar. Y el tío Raoul nunca me perdonaría que te contara un chiste sucio.
—¿Sucio? —Desconcertado, tecleó la palabra en su terminal—. Mi traductor indica que esa palabra se refiere a la higiene personal y al entorno de la persona, por lo que respecta a materias tales como polvo, tierra, grasa y el conjunto de efluvios individuales resultantes de la falta de higiene. ¿Qué tienen que ver estas cosas con los chistes?
Mahree se tapaba la boca con la mano, para ahogar la risa.
—¡Cómo te explicaría yo lo que es un chiste sucio! Si encuentro la manera, te lo diré, te lo prometo, pero ahora no se me ocurre. Imposible.
—¿Imposible? ¿De verdad?
Los ojos violeta del simiu reflejaban decepción.
—De verdad. Puedes confiar en mí.
—¿Confiar? —De pronto, volvió a mostrarse solemne—. Eso es un lazo de honor. La mayoría dirían que hace todavía muy poco tiempo que nos conocemos para eso… Pero tú me pareces una amiga que puede merecerse hasta un compromiso de honor.
—¿Qué es un compromiso de honor? —preguntó ella con súbito interés.
Algo le decía que Dhurrrkk acababa de revelarle una de las claves de la estructura de la sociedad simiu.
El extraterrestre vacilaba y al fin explicó:
—Entre los míos, un compromiso de honor representa la unión más fuerte que puede existir entre dos seres que no son familia. Cuando dos individuos contraen compromiso de honor juran defender el nombre y el honor del otro…, incluso en la arena del honor.
—¿Quieres decir luchando?
Mahree contuvo el aliento. En las películas que habían proyectado los simius no existía ni asomo de violencia y, en su información, no se aludía a la «arena del honor».
La cresta de Dhurrrkk se desplomó y a Mahree se le cayó el alma a los pies. «¡Otro tabú no!» Pero, al poco, su nuevo amigo dijo muy despacio:
—Yo no debería hablar de estas cosas. Olvidé que no eres de los nuestros. Es tan bonito, poder hablar sin reservas.
—Me siento muy honrada de que creas que puedes hablar conmigo —respondió Mahree; hizo una pausa y prosiguió—: Honorable Dhurrrkk… yo te prometo que no hablaré de esto con los míos, a no ser que tú me autorices. ¿Te parece bien?
—Te doy las gracias —dijo Dhurrrkk con evidente alivio. Titubeó de nuevo—: Mi pueblo ignora cómo reaccionaréis vosotros, los humanos, al saber que nosotros luchamos por nuestro honor. No a escala de raza, ¿comprendes? Pero si dos individuos o dos clanes se desafían, sus diferencias se resuelven en la arena del honor. Cuando elegimos a nuestras jefes, cada una de ellas tiene que ser juzgada por el pueblo tanto por su comportamiento en la Arena como por sus dotes de gobierno. El Consejo pensó que os desagradaría saber que a veces podemos ser violentos.
Mahree se hallaba boquiabierta. De pronto, tuvo que reprimir una carcajada histérica. Se tapó la boca con ambas manos, para que no se le vieran los dientes. Observó que la cresta de Dhurrrkk caía bruscamente.
—¡No, no! —dijo serenándose al instante—. ¡No me río de ti! Me río de nuestros dos pueblos. Cada uno de ellos tratando de evitar que el otro se entere de que es capaz de ser violento.
Él la miró con extrañeza.
—¿Tu pueblo también pelea?
—No de la misma manera. Ya no hay desafíos ni duelos. Pero hace doscientos años tu pueblo hubiera tenido dificultades para encontrar una raza más propensa a la violencia que la humana. Y todavía somos capaces de hacernos cosas terribles los unos a los otros. Ahora soy yo la que te revela algo que mi pueblo no desea que se sepa. Por tanto te pido, a mi vez, silencio.
Dhurrrkk emitió un sonido que era como un leve gorjeo burbujeante, el equivalente simiu de reír entre dientes.
—Entiendo —respondió—. Eso es un buen chiste a costa de los tuyos y los míos, ¿no?
—Desde luego —convino ella—. Y esas peleas… ¿son a muerte?
—Casi nunca. La mayoría son sólo rituales. Los contendientes no tratan de herir ni hacer sangre. Cuando dan el mordisco ritual no desgarran la piel. Esos encuentros son como… —hizo una pausa, pulsó el monitor y escuchó atentamente la traducción— lucha cuerpo a cuerpo.
—O sea, sin armas: objetos afilados o romos con los que se golpea, sin cosas como cuchillos, porras, ni pistolas.
—Yo he visto los «cuchillos» que usáis para comer. ¿Qué son las «porras» y las «pistolas»?
Ella suspiró.
—Una porra es un objeto pesado y alargado que se usa para golpear al adversario. Una pistola es un instrumento que proyecta un rayo que deja inconsciente a la gente, o destruye las células vivas, o modifica la estructura molecular de la materia de modo que se evapora al instante.
—Oh, no —estaba escandalizado, y Mahree lo advertía con toda claridad—. ¿Tu pueblo usa realmente esas «armas»?
—Sí —confesó ella, sintiéndose incómoda—. Pero los usamos casi siempre para protegernos. ¿Tu pueblo no usa armas?
Dhurrrkk irguió el tronco.
—Eso sería la mayor deshonra. Incluso en un duelo a muerte, éstas nos bastan. —Flexionó sus fuertes manos de gruesas uñas—. Y éstos. Te pido perdón, honorable Mahree, lo hago sólo para mostrar.
Y abrió la boca con los labios contraídos.
Mahree retrocedió, asustada. Sólo había entrevisto en los simius unos incisivos cortos y cuadrados. Los colmillos de Dhurrrkk brillaban como el marfil. Eran robustos, curvos, afilados y tan largos que encajaban en unas estrías del maxilar inferior.
Ahora comprendía por qué el acto de enseñar los dientes era una amenaza para un simiu.
—Ya veo que no necesitáis pistolas para matar —comentó Mahree en tono débil.
—Oh, es muy raro que se mate a alguien, ni siquiera en un desafío a muerte —dijo él con naturalidad—. Por lo general, el ganador se da por satisfecho con la humillación y la deshonra del vencido y no le causa la muerte. Pero, a veces, la muerte tiene lugar cuando el vencido demuestra su total deshonor quitándose la vida. —Meneó la cabeza—. Eso está mal. Entonces el vencido deshonra a todo el clan.
—Comprendo —contestó Mahree—. Dime, honorable Dhurrrkk, ¿tu tienes compromiso de honor con alguien?
—No. —El simiu estaba violento, con la cresta caída—. A mí se me considera un individuo al que le gusta pensar por sí mismo, ir por su camino. Por eso nadie muestra deseos de conocerme bien. Ésa es la razón de que Rhrrrkkeet me trajera aquí. Pienso… que ella quería mejorar la idea que los demás tienen de mí. Se gana mucho honor y mucha categoría al ser elegido para mantener relación con vosotros, los humanos.
—Lo mismo pensaba yo el otro día respecto a mí —le comunicó Mahree sonriendo—. Espero, por tu bien y por el mío, que así sea.
—Bueno —dijo el joven simiu, tras una larga pausa—. Hemos confiado el uno en el otro para no revelar a nuestros superiores algo que tendría graves consecuencias, ¿verdad?
—Sí —admitió Mahree—, al menos por el momento, hasta que nuestros pueblos se conozcan mejor y decidamos de común acuerdo revelarles lo que sabemos.
—Sí —reconoció él—. De este modo además de llamarnos amigos, hemos atado un lazo de honor.
—¿Eso quiere decir que tenemos que pelear para defendernos mutuamente? —preguntó Mahree con inquietud.
—No; nosotros no tenemos un compromiso de honor. Eso queda para las personas que tienen muchos lazos de honor. No; pero tenemos que estar preparados para hacer cualquier cosa antes que traicionar la confianza del otro. ¿Estás de acuerdo?
—Sí, lo estoy —repuso ella, tras un momento de reflexión—. Pero creo que muy pronto tendrá que existir la completa sinceridad entre nuestros pueblos.
—Yo también lo creo. Y sé que Rhrrrkkeet lo desea. Pide al Consejo que lo apruebe.
—¿Confías en que lo conseguirá?
—Al final, sí. Tardan en decidirse porque tienen que contemplar todas las situaciones que pueden resultar de sus actos. Puede ser duro esperar la decisión.
Mahree asintió suspirando.
—Sé muy bien lo que quieres decir.
—¿Los gobernantes humanos también son así?
—Oh, sí. Tu pueblo y el mío se parecen mucho más de lo que nunca hubiera imaginado.
Dhurrrkk la miraba perplejo.
—Somos diferentes. Mira —le cogió la mano y la apoyó contra la suya, con los dedos abiertos—. ¿Ves?
Ella le lanzó una mirada, procurando que fuera rápida, y sonrió. Mantener los labios juntos era ya una costumbre y lo hacía de forma automática.
—¿Seguro, Dhurrrkk? Tú eres muy inteligente para pensar sólo en la apariencia. Sé que lo eres.
Él reflexionó y Mahree adivinó que estaba divertido.
—Tienes razón. ¿Cómo podríamos haber establecido un lazo de honor si fuéramos tan diferentes como hace pensar nuestra apariencia? Es extraño, pero empiezo a darme cuenta que me siento más amigo tuyo que de mis compañeros de estudios.
Ella asintió y dijo en simiu:
—Yo también, honorable Dhurrrkk, amigo.
Los ojos violeta se agrandaron.
—¡Has practicado! ¡Lo has dicho casi a la perfección!
Mahree sonrió.
—Has dado en el clavo.
—¿En el clavo? Por favor, ¿qué quieres decir?
Ella se levantó.
—Te lo explicaré por el camino. Quiero que preguntes a Rhrrrkkeet si puedes volver a enseñarme la estación, ¿de acuerdo?
Él asintió con energía.
—Mu… y… bbbien.