XI
ESPACIO PARA RESPIRAR
En el espacio jamás pasa nada.
¿Dónde he oído yo esta lamentación? La verdad es que no me había parecido nunca tan cierta.
Llevamos de viaje más de una semana y ya he leído todos los libros, he pasado todos mis vídeos y he visto todas las películas que trajo Rob… Dos veces. Es fantástico la cantidad de cosas que caben en las horas de un día. Además, el día simiu es más largo que el nuestro. Aunque el tiempo es el mismo, la hora parece más larga.
Dhurrrkk, Rob y yo pasamos horas y horas hablando y, a pesar de todo, me paso algunas jornadas contemplando estas cuatro paredes inclinadas hacia dentro, y sin saber qué hacer. Ojalá se me hubiera ocurrido meter en la bolsa las cassettes de las lecciones. Ahora mismo me gustaría repasar la Historia de las Colonias Marcianas.
Rob me ha contado que a la Primera Colonia Marciana, aquel glorioso fracaso, fueron unos antepasados suyos. Le pregunté si había en su familia personas con dotes especiales, y me contestó que una tía abuela materna era telépata, además de cascarrabias… Y luego dirán que la comprensión favorece la serenidad y la amabilidad. Al aburrimiento hay que sumar la incomodidad. Estoy pegajosa a causa del calor, y aquí no hay manera de tomar un baño. Hemos de turnarnos para lavarnos en la fuente de agua fría, a fin de ahorrarla. Hay que reservarla para beber y regar las plantas. El agua del baño se recicla, desde luego, pero siempre se pierde algo.
Los simius no se bañan. Por eso la cantidad de agua que lleva la Rocinante resulta escasa. Dhurrrkk pasa como una hora al día acicalándose, lamiéndose y peinándose con las uñas. Los simius segregan una sustancia por las yemas de los dedos que les deja el pelo suave y reluciente. Esa secreción es la causa de su olor un poco acre, como de almizcle.
A propósito de pelo, el mío empieza a ser una molestia. Ayer me lo solté y me eché una taza de agua por la cabeza y luego me froté el cuero cabelludo con una toalla, lo cual me alivió bastante. Creo que tendré que cortármelo.
La comida es peor de lo que esperaba. Al no estar procesada no se estropea; pero la textura es granulosa y el sabor, horrible. Tanto Rob como yo, hemos adelgazado.
Y, créanme, el que no ha usado una instalación sanitaria simiu no sabe lo que es bueno. La forma que tiene hace que me sienta contorsionista. Vale más que les ahorre los detalles.
Mis conocimientos del idioma aumentan; aunque no puedo considerarme una experta. Para eso tendría que pensar en simiu en lugar de traducir mentalmente al inglés o el francés todo lo que me dice Dhurrrkk, y poner mi respuesta en simiu antes de empezar a hablar.
Podemos estar seguros de que no nos persiguen. Dhurrrkk estuvo atento a la radio de la Rocinante y no oyó alusión alguna a nuestra huida. El Gran Consejo la habrá mantenido en secreto. Pues ello supondría el reconocimiento de que las probabilidades de los simiu de entrar en la Liga de Sistemas Confederados como miembros de pleno derecho han disminuido.
Lo que sí captó Dhurrrkk fue un mensaje dirigido a nosotros. Por lo menos, el final de un código que coincidía con el de la Rocinante. El mensaje era muy vago. Si una nave cualquiera lo interceptara, no podría adivinar su significado. Dhurrrkk creyó reconocer la voz de Rhrrrkkeet; pero no está seguro, a causa de las interferencias. Venía a decir: «Regresa y todo será perdonado».
Pero habíamos llegado muy lejos para regresar ahora, por lo que Dhurrrkk desconectó la radio sin contestar.
Rob y yo hemos tratado de leer y pasar vídeos de los que lleva a bordo la Rocinante. Pero no hemos conseguido que nos entretuvieran. Desde luego, resultan fascinantes como reflejo de la sociedad simiu; pero, como diversión, cero. Es difícil emocionarse con una historia en la que lo único que importa es el afán de encontrar la manera de aumentar capital de honor (que no tiene nada que ver con hacerse rico, como yo creía al principio), o salvar el honor de un hermano o de un amigo. Los finales tristes se prefieren a los felices… siempre y cuando el protagonista tenga una muerte honorable. La mayoría de las historias terminan con un duelo de honor.
Los duelos son muy vistosos. Los rituales recuerdan un ballet, pero me dejan fría y, durante los duelos a sangre, no puedo menos que recordar que simbolizan un hecho auténtico y que hay seres que mueren.
Mahree estaba sentada delante de la pantalla principal, con las piernas cruzadas, mirando un videorrelieve. Incómoda por aquella gravedad superior a la de la Tierra, cambió de postura y, con disimulo, se frotó la rabadilla.
En la pantalla, Arrrkk’u, el héroe simiu, terminó su parlamento de adiós a toda su familia reunida y, pasando por debajo del arco, salió a la Arena del Honor, y se puso a esperar, sentado sobre sus robustos cuartos traseros, alzando la cresta con gallardía y enseñando los dientes con la amenazadora mueca ritual.
Aquello recordaba a Mahree las historias de la antigua Roma y las luchas de gladiadores; salvo en que los simius guardaban silencio, pues era deshonroso, muestra de mala educación, gritar durante un duelo de honor.
Cuando el retador entró en la arena, de cincuenta metros de ancho, Mahree vio cómo la cresta de Dhurrrkk empezaba a descender. Apartó la mirada de la pantalla. Ella ya había tenido ocasión de observar que el simiu se sentía violento al contemplar duelos de honor, y esto le preocupaba. Más de una vez, había querido preguntarle qué le ocurría; pero no deseaba abordar un tema delicado no estando solos. Pero ahora lo estaban, ya que Rob dormía.
—Amigo Dhurrrkk —dijo—, no quiero causarte desagrado ni deshonrarme haciendo preguntas indiscretas. Pero he notado que te sientes molesto al ver en la pantalla uno de esos duelos de honor.
Los anchos hombros de Dhurrrkk se cuadraron y Mahree, por la expresión de sus ojos y el levísimo fruncimiento de su hocico, dedujo que se había enfadado. La chica trató en seguida de encontrar la forma de retirar la pregunta insinuada.
Entonces los ojos violeta de su amigo se suavizaron y él asintió.
—Es cierto, amiga Mahree —reconoció—. No soporto ver los actos que se celebran en la Arena del Honor, aunque formen parte de una historia ficticia. Yo sólo he tenido dos duelos de honor en toda mi vida, muchos menos que la mayoría de los de mi edad, y en los dos yo pedí combate ritual. Mi actuación no fue muy honorable. ¿Cómo le llamáis vosotros? —pulsó el teclado, solicitando traducción—. «Perder por descalificación».
—¿Quieres decir que abandonaste? ¿Que huiste?
Mahree no podía creerlo.
Los ojos de Dhurrrkk brillaron de indignación.
—¡No! Si hubiera hecho eso, ya no sería hijo de mi madre. —Dejó caer los hombros y se le bajó la cresta—. Pero, en ninguno de los dos casos, luché hasta la primera sangre, mía o del contrario. Declaré lucha ritual demasiado pronto, y mi actuación me desprestigió entre mis compañeros.
Mahree miró la pantalla.
—¿Tú has luchado en esa Arena? —susurró—. Oh, Dhurrrkk… ¡Me dijiste que no!
—Yo siempre digo la verdad —insistió su amigo, irritado—. Yo he tenido dos duelos de honor; pero ninguno se libró en la Arena del Honor. No eran cosas tan importantes. Eran lo que vosotros llamaríais peleas de patio de colegio.
—Comprendo —dijo Mahree—. Y sé lo importantes que esos duelos de honor son para vosotros. Pero, desde el punto de vista humano, tengo que decirte que fuiste muy inteligente al no exponerte a que te hirieran, quizá de gravedad.
—Tú no lo entiendes, amiga Mahree. Mis compañeros me consideran un cobarde. Para nosotros el valor es básico, no una cualidad admirable, sino esencial.
—Bien… —murmuró ella, pensativa— ¿y no podrías desafiar a alguien cuando volvamos y aguantar hasta que corra la sangre? ¿Arreglaría eso las cosas?
—Quizás —admitió Dhurrrkk con voz triste y la cresta pegada por completo a la nuca—. Aunque, para eso, tendría que buscar a un contrincante más joven y más débil, porque ninguno de mis compañeros me consideraría un oponente digno. Y no me gusta la idea de aprovecharme de mi edad y mi tamaño contra otro menos hábil en la lucha.
—¿Sabes luchar, entonces?
—Después de mi segundo fracaso, Rhrrrkkeet hizo que me entrenara uno de los campeones más importantes de sus tiempos, el honorable K’t’eerrr. Pero, amiga Mahree, y esto es algo que tampoco he dicho a nadie… mi deseo de lucha es débil. Es vergonzoso. No me gustaría escandalizarte al admitirlo.
—No, Dhurrrkk, amigo —dijo Mahree suavemente—. No me escandalizas. Y estoy convencida de que, en tu empeño por impedir una guerra, has demostrado mucho valor. Más del que se necesita para librar un duelo de honor.
Dhurrrkk la miró aliviado.
—Yo, en mi interior, lo consideraba así —le confió—. Pero da gusto oírselo decir a otro.
Mahree señaló la pantalla.
—¿Por qué no quitas eso? No quiero ver morir a Arrrkk’u.
Su amigo asintió.
—Está bien —miró la pantalla—. A mí tampoco me gusta verlo, porque mi maestro, el honorable K’t’eerrr hace el papel de Arrrkk’u
—¿De verdad? Espera un momento. ¿Ése es K’t’eerrr?
—Sí.
En la pantalla, otro simiu había entrado en la arena, un gladiador de gran melena y manto castaño con manchas salmón.
—¿Por qué te entristece ver a tu antiguo maestro?
—Porque, en este desafío, el rival de Arrrkk’u es Hekkk’eesh, el campeón que, un año después de grabarse el vídeo, arrancó de un mordisco la mano izquierda de K’t’eerrr cuando fueron seleccionados para representar a clanes diferentes en un duelo a sangre por una disputa fronteriza. K’t’eerrr había hecho un buen combate; pero es mucho más viejo que Hekkk’eesh. En el momento clave, fue lento.
Dhurrrkk apagó la pantalla con gesto de tristeza.
—¡Qué horror! —exclamó Mahree—. Dijiste que casi nunca se producían lesiones permanentes ni muerte.
—Es verdad. Pero había enemistad entre los dos campeones, y Hekkk’eesh se aprovechó.
—¿No se consideró deshonroso su acto?
—Sí… Desde entonces, Hekkk’eesh ha tratado de redimirse, sin conseguirlo. Ya no se le selecciona para los desafíos más honorables, sino sólo para aquellos que los otros depositarios de honor consideran denigrantes.
Mahree frunció el entrecejo.
—¿Qué desafíos son ésos?
Dhurrrkk suspiró. Fue un suspiro muy humano.
—Desafíos ilícitos o sin fundamento, contra oponentes que se encuentran en inferioridad de condiciones o no quieren pelear —explicó—. Son poco más que muertes por beneficio… —solicitó traducción y agregó—: «asesinatos» o «ejecuciones» le llamaríais vosotros.
—¿Y ocurren con frecuencia?
—No con tanta frecuencia como las guerras, los asesinatos y otros crímenes en la sociedad humana.
Ella movió la cabeza y se apresuró a decir:
—Los vídeos que has visto son tan exagerados y efectistas como los vuestros, amigo Dhurrrkk. Los crímenes son frecuentes en la sociedad humana, sí; pero no tanto como podría parecer por los vídeos. También en tus programas casi todos los duelos de honor son duelos de sangre y acaban con la muerte de uno de los combatientes, y me has dicho que eso no ocurre en la realidad.
—Comprendo. Debí imaginarlo.
El simiu se deslizó de su otomana con un movimiento ágil y fluido.
—Tengo que comprobar el rumbo. ¿Me perdonas?
—Voy contigo —dijo Mahree—. Quiero trabajar en ese programa que estoy tratando de desarrollar para traducir mizari al simiu y después a mi idioma.
—¿Cómo va?
—Despacio; —Mahree hizo una mueca—. Por si no fuera bastante difícil programar traducciones entre nuestros dos idiomas, agrégale ahora otro. Y las bases de datos y vocabularios que hay a bordo son muy limitados.
—Me gustaría hablar tu lengua mejor. Así podría ayudarte…, aunque dicen que las lenguas simius tienen una estructura demasiado simple para producir las sibilantes palabras de la lengua mizari. Quizá las lenguas humanas se adapten mejor.
Ella sonrió con tristeza, cuidando de no mostrar los dientes.
—No estés muy seguro, amigo. Esta mañana, durante la lección, estuve escupiendo encima de toda la consola de navegación. Aunque consiga reproducir esos sonidos, tendré que mantener la boca cerrada. No estaría bien rociar de saliva a los miembros fundadores de tan importante organización.
Dhurrrkk asintió con una chispa en sus ojos violeta.
—Tienes buen criterio y sentido diplomático, amiga Mahree. Tu prudencia te honra.
—¿Has tenido… una… infancia… feliz? —jadeó Rob cuando, a la mañana siguiente, hacían ejercicio en el camarote, dando saltos siempre en el mismo sitio.
—¿Por… qué… lo preguntas? —repuso Mahree, tratando de no perder el ritmo.
Miró el reloj. «Faltan sesenta segundos…»
Rob no respondió hasta que se dejaron caer en el suelo acolchado y empezaron a recobrar el aliento. Se sentó despacio.
—Me hago viejo —gruñó, resoplando todavía—. Esta gravedad hace que me sienta como si tuviera noventa años.
Mahree, que se había criado en Jolie, donde la fuerza de gravedad era un poquito inferior a uno, sólo pudo mover la cabeza.
—Te lo pregunto porque quiero saberlo —dijo Rob un minuto después, en respuesta a la pregunta de ella—. A veces tus ojos tienen una expresión… en fin, parece que hace mucho tiempo que no eres feliz.
Mahree se puso rígida, y casi no se atrevía a respirar.
Rob se secó el sudor de la frente con una toalla y la miró de soslayo.
—Puedes mandarme a paseo y decir que me meta en mis propios asuntos si quieres. Me lo tendré merecido.
—No; nada de eso. —Mahree no lo miraba—. Pero la respuesta tiene que ser ambigua… Sí y no. Nunca fui lo que se dice una chica popular, ésa que parece que tiene que ser feliz a la fuerza. La muchacha con la que están deseando salir los chicos más guapos, la que siempre va estupendamente vestida, la que saca las mejores notas. La que es elegida presidenta de la clase, la portavoz, la que gana el concurso de escritura creativa y el premio Westing-Dupont de investigación, la joven que no tiene más problema que elegir las dos carreras que más les gusten entre seis estupendas posibilidades. Ya sabes la chica a la que me refiero. Hay una en cada clase.
Él hizo un gesto afirmativo.
—Pero he tenido amigos… no estaba siempre sola. Además, tuve unos padres maravillosos… que me querían aunque no fuera bonita ni popular. Y eso es muy importante. —Se frotaba las pantorrillas, con la mirada baja—. Y también tuve otros amigos que estaban siempre ahí, al alcance de la mano…
—¿Qué amigos?
—Tú los conoces… Tarzán de los Monos, Jirel de Joiry, Kim, Jo March, el Rey Arturo, Cirocco Jones, Taz de Padseniro… D’Artagnan… Asían el León, el Cruzado de Crystal… y Frodo, y Jane Eyre. Y muchos más. Sidney Cartón… Pimpinela Escarlata. Hasta Drácula y la pobre criatura incomprendida del doctor Frankenstein.
Rob asintió sonriendo.
—Sí; conozco a muchos de ellos. Yo tenía una colección de novelas de aventuras que llenaba todo un archivo de cassettes. La mayoría no eran lo que se dice clásicos; pero sí muy divertidos. ¿Has leído El prisionero de Zenda?
—No; ésa no.
—Te la prestaré. Es fantástica. Primos idénticos, suplantación de un rey, espadachines y nobles sacrificios. Puro melodrama. Pero de lo más entretenido. También la tengo en película.
Mahree sonrió a su vez.
—¿Y has leído tú Principe y mendigo, de Mark Twain?
—Desde luego. ¿Y Cyrano de Bergerac? Hablando de espadachines…
—Mais oui, en français, naturellement.
—Pedante.
—Envidia —rió ella.
—Es verdad —dijo él muy serio.
Mahree lo miró sorprendida.
—¡Era broma! ¿Por qué iba a tenerme envidia una persona como tú?
Los ojos oscuros de Rob sostuvieron su mirada.
—Tú puedes hablar con los simius. Yo, por más que me esfuerce, nunca podré ponerme a tu altura.
Mahree desvió la mirada, con las mejillas rojas.
—Es sólo porque yo practico todos los días.
—Y yo también. Mira que lo intento. Y no creas que las lenguas no se me dan bien. Hablo español y ruso, y entiendo el alemán y el latín. Pero tú posees un don.
—Yo sólo hablo inglés y francés —protestó ella—. Y un poco de simiu. A ti te parecerá que lo hablo bien; pero, en realidad, si Dhurrrkk y yo nos entendemos, es porque estamos acostumbrados a nuestra mala pronunciación.
—Pero tú eres bilingüe, tú te has criado hablando dos lenguas, ¿no?
—Sí.
—El cerebro de las personas bilingües está configurado de otra manera.
Mahree le miró con escepticismo.
—Es verdad —insistió él.
—En Jolie, todo el mundo es bilingüe. El tío Raoul, y Paul…
—Pero ellos no son jóvenes. Cuanto mayor eres cuando empiezas a aprender una lengua, menos llegas a dominarla. El cerebro pierde ductilidad a medida que envejecemos. —Asintió con aire pensativo—. Quizá por eso, de todos nosotros, sólo tú eres capaz de expresarte en simiu.
Durante casi un minuto, ella guardó silencio, y luego lo miró con aire dubitativo.
—¿Quieres decir que, al menos en este aspecto, no soy corriente?
Rob se peinó con los dedos, en un gesto nervioso.
—¡Nada de «al menos», Mahree! Tú eres una persona extraordinaria, y ya es hora de que lo sepas. Eres inteligente. Jerry decía que tienes más talento para programar que muchas personas que se ganan la vida con ello. Y la facultad de hablar simiu… —Levantó las manos con las palmas hacia arriba y se encogió de hombros—. ¿Se puede saber de dónde diablos has sacado la idea de que eres vulgar?
—Hasta que empezó este asunto, lo era.
Él la miró muy fijo hasta hacerla enrojecer.
Guardaron silencio un momento, mientras Mahree trataba de hallar algo que decir. Sentía el peso de la mirada de él. Por fin, preguntó con excesiva rapidez:
—¿Y tú? ¿Tuviste una niñez feliz?
—No estuvo mal —respondió él encogiéndose de hombros.
—Yo te di una respuesta completa —le reprochó ella con una mirada de irritación.
Rob apretó los labios y esquivó su mirada.
—Está bien, es la hora de la verdad. Yo no tuve niñez…, por lo menos que recuerde. No es que fuera desgraciado entonces… Fue después, a medida que mis hermanas iban creciendo, cuando me di cuenta de lo diferente que yo había sido, y me dolió. Eché la culpa a mis padres por permitirlo, aunque ahora comprendo que ellos no habrían podido cambiar las cosas. Yo era un chico muy testarudo y voluntarioso.
—¿Qué pasó?
—Antes de los cuatro años, ya sabía leer. ¿Sabes con qué me entretenía?
—Con El prisionero de Zenda.
Él rió entre dientes con ironía.
—No; eso vino después, cuando remitió un poco mi primera afición.
—¿Con qué te entretenías?
—Con la edición cuarenta y tres de Anatomía Quirúrgica de Callander. Me la aprendí de memoria imagen a imagen, y cuando cumplí los ocho años me dejaron asistir a una operación. Imagina a un renacuajo encaramado a un asiento del anfiteatro mirando la pantalla gigante entre estudiantes de medicina y de enfermería. Mi padre hacía un trasplante de corazón y pulmones. Yo creía que me había muerto y estaba en el cielo.
—No es de extrañar que terminaras la carrera tan joven.
—Tuve que subirme a un cajón para hacer mi primera disección de un cadáver. No se podía bajar la mesa lo suficiente. Por fortuna, a los dieciséis había crecido bastante, por lo que, cuando ayudé en una operación de verdad, ya no necesité el cajón.
Ella lo miró, pensativa.
—Te molestaba ser bajo, ¿verdad?
—Y me molesta —sonrió él con tristeza—. Aunque ahora ya me río de los chistes de bajos. Autodefensa.
—Pero…, ¿no jugabas? ¿No te metías en líos como los niños corrientes?
—No. Hasta que participé en deportes organizados. Era muy bajo para el rugby y el baloncesto; pero era bueno en el fútbol. Entonces ya estaba en la Facultad.
—¿Cuántos años tenías cuando empezaste a ir a la Universidad?
—Catorce.
—¡Eso sí que debió de ser duro! —exclamó Mahree.
—Fuera de las clases, sí. Durante los dos primeros años, mi vida social fue inexistente.
—¿Y eso te hacía sufrir? —preguntó Mahree recordando su propia adolescencia.
—Al principio, el estudio me absorbía de tal modo que no me importaba. Pero después, sí.
«Entonces te pusiste a suplir esa carencia, y lo conseguiste de forma admirable, como todo lo que hacías, imagino —pensó con malicia—. ¿Cuántas amantes has tenido? ¿Has querido a alguien como yo te quiero a ti?»
En voz alta dijo:
—Pero después te desquitaste, desde luego. A ti nadie te consideraría poco sociable.
—Durante el último año ya no me sentí tan bicho raro —manifestó el doctor riendo entre dientes—. Y es que algunos de primero eran más jóvenes que yo. Mi promedio bajó hasta rozar noventa, porque incluso faltaba a las clases. Por las noches, en lugar de quedarme a estudiar, me iba de juerga.
—A pesar de todo, el estudio todavía te resultaba fácil, ¿no? —aventuró Mahree.
—Sí —contestó con el ceño fruncido—. Demasiado. Por eso me afectó tanto lo de Simón. Y lo que pasó en Jolie. Por fin he tocado techo y ahora hay muchas cosas que no me parecen fáciles ni mucho menos. Al que siempre ha destacado sin esfuerzo, cuando tiene un fracaso, a pesar de hacer todo lo que puede, se hunde.
—¡En Jolie no fracasaste Rob! ¡Salvar a todos los enfermos de la peor epidemia que ha conocido la raza humana en dos siglos era imposible!
Rob movió la cabeza, muy triste.
—De acuerdo, quizás en Jolie no fracasara, pero fallé miserablemente con Simón.
—Todos fallamos alguna vez. Tienes que aprender a aceptarlo si no quieres quedarte paralizado, sin atreverte a hacer nada por miedo a cometer un error.
—Es verdad. Lo malo es que yo nunca fui como la mayoría de la gente. Habré de acostumbrarme, porque tengo la impresión de que, en adelante, estos casos se van a dar con mucha frecuencia —dijo con un leve acento de tristeza, una tristeza más dolorosa de observar que sus angustiadas recriminaciones por la muerte de Jerry.
Mahree se mordió los labios e hizo varias flexiones sin atreverse a mirarlo.
—Es decir, que yo empiezo a descubrir que no soy del todo corriente y tú te enteras de que no eres tan extraordinario —murmuró enderezándose.
—Más o menos —convino él.
—Es justo —decidió—. Pero, Rob, tu rendimiento siempre estará por encima del de la mayoría de la gente.
—Y el tuyo, Mahree.
Ella levantó la mirada y descubrió que él volvía a contemplarla fijamente. Entonces el médico carraspeó y volvió la cara con brusquedad.
—Rob, ¿qué tiene de ma…?
La voz de Dhurrrkk sonó en la puerta y la interrumpió.
—¡Amiga Mahree! ¡Sanador Gable! ¡Tenemos que hablar!
—¿Qué diablos…? —inquirió Rob.
Rápidamente, cogieron los traductores electrónicos y se dirigieron hacia la puerta.
—¿Qué sucede? —preguntó Mahree.
—Vale más que lo veáis —contestó Dhurrrkk.
La cresta le temblaba de emoción. El simiu empezó a trotar por los pasillos con tanta rapidez que los humanos tenían que correr para mantenerse a su lado. Jadeaban cuando llegaron a la sección hidropónica.
—¿Qué…? —fue a decir Mahree, pero la pregunta se le murió en los labios y se le cortó la respiración.
La vegetación simiu languidecía, sus vividos esmeraldas y cobaltos habían palidecido. Las hojas y los tallos estaban marchitos, virando al amarillo pardo. Sólo escasas especies parecían mantenerse en buen estado.
—¡Se mueren! —exclamó Rob.
Fue a entrar en la sala; pero Dhurrrkk, con la cresta aplastada, le cortó el paso.
—¡No! No entres, sanador Gable. Tu presencia puede perjudicarles más todavía.
—¿Qué?
Mahree y Rob retrocedieron al corredor. Dhurrrkk los siguió y cerró la puerta.
—¿Cómo «más todavía»? ¿Quieres decir que esto lo hemos hecho nosotros? —protestó Mahree.
Su amigo simiu asintió con lentitud.
—Eso temo —dijo, con la cresta todavía temblorosa.
—Pero ¿cómo? ¡Si no hemos entrado ahí! Si no las hemos tocado. —Miró a su compañero—. ¿Has estado tú, Rob?
—No —repuso él—. No he puesto los pies ahí dentro.
—Yo no quise decir que el daño lo hubierais causado los humanos de manera voluntaria —aclaró Dhurrrkk—. Pero estamos en un ambiente pequeño y cerrado. El aire circula por toda la nave y es purificado constantemente por el jardín hidropónico, con el oxígeno que producen las plantas. El agua también es reciclada. Yo he examinado a fondo los cultivos y todo está bien: el agua, las soluciones de nutrientes, el aire, la luz. Sólo un factor ha sido agregado a su medio ambiente: vosotros dos. Y eso debe de ser lo que ahora envenena a casi todas las especies.
El doctor miraba muy fijo a Dhurrrkk, entornando los ojos.
—Es posible —admitió lentamente—. Quizás el residuo de algún elemento que nosotros exhalamos… o un detritus de nuestra piel, esté contaminando el agua… algo nuestro las está matando. Ha tardado algún tiempo, pero ya se manifiesta el efecto. ¡Oh, mierda!
Mahree miró al simiu.
—¡Pero… nosotros necesitamos esas plantas para regenerar el oxígeno! —protestó.
Dhurrrkk asintió en silencio, con sus ojos violeta llenos de desesperación.
—¿A qué distancia estamos de Shassiszss? —preguntó.
—Aunque aumentara la velocidad a tope gastando las reservas de combustible, todavía nos quedan diez días de viaje —respondió.
—Podemos cerrar todas las zonas de la nave que no sean indispensables y utilizar sólo el puente y el comedor —propuso Rob—. Nosotros dos podríamos dormir en el suelo del puente y tú, Dhurrrkk, en el comedor. ¿Cuánto podríamos aguantar en estas condiciones?
—No olvides las bolsas de aire que trajimos —apuntó Mahree—. Son una reserva de oxígeno. Y tú, amigo Dhurrrkk, también tendrás bolsas de aire auxiliares para vuestros trajes espaciales, ¿no?
El simiu asintió.
—Sí. No hay que olvidarlas. ¿Cuántas bolsas de aire habéis traído?
—Me parece que diez. —Mahree dirigió una mirada a Rob en demanda de confirmación—. Y cada una tiene aire para tres horas.
Dhurrrkk asintió y empezó a murmurar datos a su terminal de ordenador. Mahree y Rob esperaban con ansiedad.
Finalmente, el alienígena los miró con la cresta caída y una profunda desolación en sus ojos violeta.
—Los cálculos indican que, incluso con el consumo mínimo, no tendremos suficiente oxígeno —dijo con mucha lentitud—. A lo sumo, tenemos aire para seis días. Creo que, si antes no localizamos otra fuente de oxígeno, moriremos.