II
LA FRECUENCIA FANTASMA
Querido Diario:
¡Estoy tan emocionada! Jerry y Joan han repasado todos los archivos que llevamos a bordo y la señal extraña que recibimos no ha sido identificada todavía. Sea lo que sea, no procede de la Tierra.
Joan no quiere creer que hayamos captado una transmisión de extraterrestres y se ha empeñado en que tiene que ser radiación electromagnética de alguna extraña erupción solar, de un agujero negro o de algo por el estilo. Es disparatado e impropio de ella. Por regla general, peca de pragmática. No comprendo por qué le parece tan alarmante la idea de que exista un mundo ocupado por gente que no sean terrestres; pero, desde luego, es evidente que eso es lo que piensa.
La reacción en la tripulación parece positiva en un setenta por ciento y negativa en un treinta, respecto a que podamos atribuir la señal a algo artificial. Simón Viorst, por ejemplo, palideció al oír…, quiero decir que estaba asustado. Pero otros destapaban botellas del mejor champaña de Jolie que llevamos de reserva y brindaban.
¡Pensar que es probable que estemos haciendo historia!
El tío Raoul tiene un verdadero problema. No sabe si utilizar nuestra preciosa reserva de combustible para registrar esta zona, con la esperanza de captar otra vez la señal, o limitarse a anotar nuestra posición, mantener el rumbo y entregar las coordenadas a las autoridades de la Tierra.
Yo me alegro de no tener que tomar la decisión.
El tío Raoul ha convocado a toda la tripulación para que se reúna esta noche en el comedor.
Estoy muerta de impaciencia.
El comedor, que no había sido calculado para albergar a todos los tripulantes de la nave al mismo tiempo, estaba abarrotado. Raoul Lamont se mantenía en la puerta y daba palmadas para reclamar atención y acallar el murmullo de las conversaciones.
—Atención, silencio, por favor…
El vocerío fue bajando de tono.
—Ya sabéis por qué nos hemos reunido —empezó—. Sin embargo, para asegurarme de que todos estamos en la misma longitud de onda —risas por el juego de palabras—, os diré mi opinión. Luego discutiremos los pros y los contras.
Hizo una pausa, por si había alguna objeción, pero no fue formulada ninguna.
—Ayer captamos una breve transmisión en una frecuencia estrecha. No concuerda con nada que tengamos registrado. No hay pruebas de que no sea un fenómeno natural aunque desconocido; pero, por otro lado, puede significar que nos hemos tropezado con una transmisión efectuada en un lenguaje o código extraterrestre.
Inclinó la cabeza hacia Jerry Ciervoverde.
—Jerry y Joan han conseguido amplificar el sonido y atenuar las interferencias. Quiero que lo escuchéis.
Jerry pulsó un interruptor y se oyeron unos sonidos cargados de parásitos pero mucho más claros que los que Mahree oyó en el puente. Un agudo parloteo se fundió en unos gruñidos guturales, salpicados de chillidos y silbidos. El sonido no era continuo sino que había cinco o seis pausas breves, una de ellas de casi tres segundos, antes de que se reanudaran los efectos captados. La transmisión se diluyó entre chasquidos parásitos.
Las voces de los reunidos se alzaron en confusa algarabía. Cada uno tenía su opinión.
—¡Suena como un lenguaje!
—… como el foxterrier que tenía cuando era niño…
—Sí; las pausas indican un lenguaje.
—Los pulsars también marcan pausas.
—Con tantos parásitos, ¿quién puede decir algo en concreto?
Y, en tono más alto:
—¡Hace más de cien años que empezaron los viajes interestelares! Si por aquí hubiese alguien, ya lo sabríamos…
—¡Silencio, por favor! —cortó Raoul—. ¡El Universo es muy grande! Puede haber de todo. Lo que hemos de acordar ahora es qué hacemos. En mi calidad de capitán, me corresponde la decisión final, pero cada uno de ustedes tiene una parte de responsabilidad en conseguir que nuestro cargamento llegue a su destino. Por lo tanto, quiero oír su opinión.
—Yo propongo que continuemos adelante —dijo una mujer de cabello gris que trabajaba en la sala de máquinas—. Si tratamos de seguir una señal que unas veces se oye y otras no, gastaremos el combustible y tendremos que quedarnos aquí hasta que se nos terminen las provisiones. Representa un grave peligro. No podemos arriesgarnos.
Simón levantó la mano.
—Estoy de acuerdo en que tenemos que continuar el viaje hacia la Tierra para informar de esto, capitán. Aun en el caso de que ahí fuera hubiese extraterrestres, ¿cómo saber si son amistosos? ¡Podrían atacarnos!
Jerry levantó la mano para llamar la atención.
—Yo digo que sigamos adelante para no ponerlos en peligro a ellos. Tal vez nosotros seamos portadores de gérmenes que pudieran atacarles.
Rob Gable intervino:
—Podríamos tomar precauciones. Ponernos los trajes espaciales. De todos modos, el ordenador tendría que analizar su atmósfera. Quizá ni siquiera respiremos lo mismo. Nosotros no nos quitaríamos el traje y les aconsejaríamos que ellos tampoco se lo quitaran hasta que hubiéramos hecho todas las pruebas.
—Carecemos de cualquier evidencia que demuestre que no estemos hablando por hablar. —Era la voz de Joan Atwood—. Si no recibimos más transmisiones, no hay posibilidad de encontrar nada.
—Será mejor que nos quedemos en esta zona y busquemos por un par de millones de klicks —gritó alguien con impaciencia—. Si encontramos algo, podremos orientarnos mediante una retícula indicadora. Para eso tenemos combustible suficiente.
—Pero… ¿y si no son humanos? —insistió Simón.
Mahree observó que tenía gotitas de sudor en la frente.
—¿Es que no te das cuenta de lo ricos que nos haríamos si, al volver a la Tierra, pudiéramos informar de un primer contacto? ¡Contratos con los medios de comunicación… publicidad… entrevistas…! ¡No tendríamos que volver a trabajar!
El que hablaba era un hombre grueso y calvo a quien Mahree no había visto hasta entonces. Sin duda Raoul habría ordenado que se despertara a los miembros de la tripulación que estaban en hibernación.
—No podemos hacer como si no hubiéramos oído nada —continuó—. Sería tirar por la borda una fortuna incalculable.
Mahree se inclinó hacia Yuriko Masuto, la sobrecargo, sentada a su lado encima de una mesa del comedor.
—¿Quién es, Yoki?
—Ray Drummond —respondió en un susurro la mujer, que era llenita y tenía los ojos almendrados y una melena negra que le llegaba hasta la cintura—, ayudante de Paul Monteleón. Es su primer viaje con nosotros.
—Pero no somos más que la tripulación de una nave mercante —protestaba Paul con su voz serena—. No somos diplomáticos. No nos hallamos en condiciones de encargarnos de esto como si fuésemos embajadores.
—¡Si se deja en manos de los burócratas de la Tierra, seguro que lo estropean! —gritó Rob alzando su voz de barítono sobre el guirigay—. Además, ¿y si no nos creen? Aunque nosotros decidiéramos no continuar el contacto —hacía esfuerzos para que su voz se mantuviera sosegada—, necesitamos más pruebas de que realmente hemos encontrado a alguien.
—¿Quién es ese personaje tan joven, Raoul? —preguntó la mujer del cabello gris.
Mahree supuso que se refería a ella; pero entonces vio que Rob se ponía colorado y tenso de irritación.
—Con todo este jaleo, olvidé presentároslo. Es el doctor Robert Gable, nuestro nuevo médico de a bordo.
Gable, que estaba sentado a otra mesa, movió la cabeza muy serio.
—¿Ese chico es médico? —preguntó Yoki a Mahree en un susurro.
—Sí. Sólo tiene veinticuatro años, pero mi padre dice que es estupendo.
—Eso salta a la vista —murmuró Yoki alzando las cejas de modo muy elocuente—. Ojalá me tocara ya la revisión.
—Yo digo que debemos mantener la nariz fuera de lo que no nos atañe. —Era otra vez Evelyn Maitland, la mujer del cabello gris, de la sala de máquinas—. Que se encarguen de ello las autoridades a las que corresponda.
—¡Eh! —gritó otra mujer desde el fondo—. ¿Qué ha sido de vuestro sentido de la aventura? ¿Es que ya no tenéis curiosidad?
Un coro de «Sí la tenemos» y «Adelante» respondió a sus palabras.
Raoul se vio obligado a golpear la mampara para imponer silencio.
—Está bien, he oído opiniones muy interesantes, tanto a favor como en contra. ¿Alguien tiene algo que añadir antes de que yo tome la decisión?
La mano de Mahree se alzó casi sin que ella advirtiera que había decidido hablar. Su tío la señaló.
—Es mi sobrina, Mahree Burroughs. ¿Di, Mahree?
La muchacha se humedeció los labios y se puso de pie encima de la mesa, sosteniendo dos hojas de papel fino.
—Eeee… —empezó un poco ronca; carraspeó tratando de mirar sólo a su tío y eludiendo todos los demás ojos—. Yo quería decir que me parece que tenemos… la responsabilidad de investigar esto. No podemos seguir adelante como si nada. ¿Alguno de ustedes reconoce esto? Lo encontré esta tarde en mis archivos de Historia.
Desenrolló los papeles y los sostuvo en alto, uno en cada mano. Por los murmullos y movimientos de cabeza, era evidente que nadie reconocía lo que eran.
—Esta placa dorada con la imagen del hombre y la mujer desnudos es una reproducción de la que se envió en las misiones espaciales Pioneer 10 y Pioneer 11. Fueron lanzadas en 1970. Esto que parece una explosión de estrellas es un mapa que indica la situación de la Tierra en relación con un grupo de pulsars locales.
Dejó caer la lámina y señaló la otra.
—Esto, el círculo dorado, es un estuche. Dentro hay un disco de los que antes se llamaban de fonógrafo, con música, cuadros, sonidos y saludos desde la Tierra grabados en él. Iba en los Voyager 1 y Voyager 2, que fueron lanzados en 1977. Yoki os leerá uno de los mensajes que está grabado en chino mandarín.
La voz asiática resonó en el silencio, leyendo entrecortadamente unas sílabas cristalinas.
—Aquí dice —tradujo con voz no muy firme—: Esperamos que estéis bien. Nosotros pensamos mucho en todos vosotros. Venid a visitarnos cuando tengáis tiempo.
—En estos momentos, disponemos de una oportunidad que a nadie se le ha presentado hasta ahora —dijo Mahree cuando Yoki se sentó—. Es algo que nuestros antepasados esperaban que les ocurriera; pero no llegó a sucederles. ¿Podemos volver la espalda a esta ocasión única? ¿No sería defraudar a aquellas gentes gracias a cuyo esfuerzo e ilusión fueron posibles los viajes espaciales? De no haber sido por ellos, nosotros no estaríamos donde estamos ahora. Eso es seguro.
Volvió a carraspear.
—Es nuestra oportunidad de convertirnos en exploradores y no limitarnos a ser la tripulación de un carguero. Si no exploramos esta señal, yo sé que pasaré el resto de mi vida preguntándome qué es lo que nos hemos perdido.
Cuando acabó de hablar, se hizo el silencio. Yoki y Rob empezaron a aplaudir con fuerza. Poco a poco, muchos de los otros miembros de la tripulación los imitaron, hasta que los aplausos sonaban en toda la sala. Una vez se acalló el ruido, Raoul asintió.
—De acuerdo, chicos. Nos mantendremos a velocidad infralumínica y rastrearemos la zona, a ver si captamos otras transmisiones. —Se elevaron murmullos de excitación y él alzó la mano para pedir silencio antes de proseguir—. Pero sólo durante treinta y seis horas. Esto nos mantendrá dentro de nuestros límites de reserva de combustible. Si al cabo de este tiempo no hemos encontrado nada, volveremos a nuestro rumbo e informaremos del incidente cuando lleguemos a la Tierra.
El capitán los miró de manera inquisitiva.
—Jerry, por favor, haz una lista de voluntarios para cubrir los turnos de guardia de las comunicaciones. Joan, te necesitaré para la navegación.
Raoul dio media vuelta y salió de la sala de control. Cuando Joan Atwood se abrió paso entre los presentes para seguirle volvió a elevarse el vocerío.
—¡Bravo! —Rob Gable, subido en su mesa, miró a Mahree con una sonrisa—. ¡A eso le llamo yo elocuencia! Tu discurso ha hecho cambiar las cosas.
Mahree se puso colorada.
—¡Si podemos captar algún fragmento de esa transmisión antes de treinta y seis horas…! —Rob saltó de la mesa tan entusiasmado que Mahree se echó a reír.
—Calma, Rob, o empezarás a flotar en el aire aunque esté conectada la gravedad.
—Tengo la impresión de que no me costaría ningún esfuerzo —admitió él riendo y alzándose sobre la punta de los pies. Sus ojos tropezaron entonces con Yoki y dijo a Mahree con una mirada muy elocuente—: No me has presentado a tu amiga.
—Oh, siempre se me olvida que embarcaste cuando muchos de nosotros ya estábamos en hibernación. La sobrecargo Yuriko Masuto. El doctor Robert Gable.
Yoki extendió la mano.
—Mucho gusto, doctor.
—Llámame Rob. Y el gusto es mío.
Mahree miró a los miembros de la tripulación que todavía llenaban el comedor y que hablaban reunidos en pequeños grupos.
—¿Y ahora qué? —planteó—. No puedo acostarme después de esto. ¿Alguien quiere jugar a las cartas?
—Tengo una idea mejor —declaró Rob con ojos brillantes. Se puso de pie encima de la mesa y, encogiendo el cuello para no dar con la cabeza en el techo, movió los brazos para reclamar atención—. Eh, camaradas exploradores… Si aquí hay alguien que esté muy nervioso para irse a la cama, os invito al cine. Tengo muchas películas.
—¿Películas? —preguntó Yoki mirándolo con los ojos muy abiertos—. ¿Quieres decir películas antiguas? ¿Y se puede saber de dónde las has sacado?
—Las colecciono —explicó Gable con una amplia sonrisa—. Tengo algunas muy buenas. Todos los clásicos de Astaire y Rogers, Bogart, Errol Flynn… Pero esta noche, en honor a nuestra exploración, os pondré películas del espacio.
—Cuenta conmigo —dijo Yoki—. No podría dormir a no ser que me dieras una cápsula de hibernación y una buena dosis de gas.
A los pocos minutos, Rob, Yoki y Mahree habían alineado las sillas para improvisar un cine. El médico activó la pantalla que cubría toda una pared. Después, le conectó una pequeña máquina e introdujo una cassette. Cuando empezó a sonar la música, bajó las luces.
—Es lo mejor de mi colección… Una auténtica joya.
Mahree se echó a reír al ver el título.
—Los invasores de Marte. No me digas que de verdad creían que había vida indígena en Marte.
—Habéis tenido suerte —sonrió Rob—. No os pondré la segunda versión sino la original. Creedme, no podréis volver a pisar una duna sin acordaros de esta película.
Yoki movió la cabeza.
—No olvides que eso debió ser filmado cuando ni siquiera tenían ordenadores. Por lo menos, cien años antes de la Primera Colonia de Marte.
Ahogando la risa, Mahree se dispuso a gozar del espectáculo. Las tensiones del día hacían de la ficción un refugio, y el público, ávido, se dejó absorber por la acción, silbando a los malos, ovacionando a los buenos y celebrando ruidosamente las escenas divertidas. Las películas estaban cargadas, además, de una comicidad complementaria, no intencionada, a causa de los anacronismos y errores científicos.
—¡No puedo creer que fueran tan tontos! —exclamó Mahree con los músculos del estómago doloridos de tanto reír—. ¿Ni siquiera sabían que el sonido no se transmite en el vacío? Y pensaban que, en combate, una nave espacial se pilota con timón manual. Y que las armas se disparan apuntando con visor…
Se ahogaba de risa.
—Bueno, sé comprensiva. Cuando estas películas fueron filmadas, la gente aún no había salido al espacio. Pásame las palomitas, por favor.
—Claro que sí —replicó Ray Drummond—. Esta película se hizo por lo menos cien años después de la guerra civil de Vieja Norte Am. Por lo tanto, ya se habían realizado los primeros vuelos orbitales. ¿En que año llegó Armstrong a la Luna?
—¿En 1970? —apuntó Yoki, dudosa.
—El 20 de julio de 1969 —precisó Mahree.
—Chissst —ordenó Rob en tono de reproche—. Ahora viene la escena en la que nuestros héroes reciben su merecido.
—Ha estado muy bien —aprobó Yoki minutos después—. Aunque la primera escena resulta un poco boba. El que me ha gustado ha sido el grandullón peludo.
—Si crees que esa escena es boba, tendrías que ver la última de la tercera película —dijo Rob.
Yoki se levantó y se desperezó.
—Bueno. Todavía estoy despierta. ¿Más películas, Rob?
—Claro —repuso él revolviendo entre las cassettes.
—Haced más palomitas mientras busco algo, ¿queréis? Pero, en defensa de mis mejores piezas, tengo que decir que sois muy exigentes. En aquella época, la gente que había estudiado sabía que el sonido no se propaga en el vacío; pero los que hacían las películas incluían los «efectos sonoros» porque les parecía que así la escena tenía más dramatismo. Hay que ser justos, chicos. ¿Acaso en los programas del vídeo en relieve no se sacrifica también muchas veces el rigor científico a la conveniencia o al efecto? ¡Se hace con suma frecuencia!
—Por lo menos, nuestras naves parecen naves —insistió Ray.
—Eso es porque cuando los productores de vídeo quieren mostrar una nave espacial no tienen que construirla a partir de cero, sino que pueden grabar una nave auténtica que haga lo que ellos quieren que vea el público —dijo Rob—. Aquellos primeros cineastas tenían que diseñar las naves, y construirlas; o por lo menos hacer unas maquetas. Y no eran ingenieros aeronáuticos.
Al cabo de un momento, lanzó una exclamación de triunfo y sacó del archivo una cassette.
—¡Ajá! Ya veréis lo que le pasa a la tripulación de esta nave. A que no os reís entonces.
Bajó las luces y aparecieron los títulos de presentación.
Mahree se sentía clavada al asiento, sin reparar en el silbido que supuestamente hacía la nave al avanzar. Tenía los músculos tensos y se estremecía y, de modo inconsciente, trataba de ayudar a la infortunada tripulación atrapada a bordo de la nave condenada. La adrenalina le recorría las venas, mientras contemplaba cómo la chica se lanzaba por los pasadizos oscuros y lóbregos.
—No… —gimió alguien unos asientos más allá—. Deja al maldito gato y sal de ahí de una vez.
Mahree acarició nerviosa a Sekhmet, que ronroneaba en su regazo. No fue la única que tiró las palomitas durante la escena culminante de la película.
—Eh, Simón —dijo Ray Drummond cuando por fin Rob encendió las luces—. No me haría ninguna gracia encontrarme a una de esas criaturas en la bodega. ¿Y a ti?
Mahree miró al jefe de la hidropónica. Viorst tenía los ojos vidriosos y no respondió a la broma. Se limitó a humedecerse los labios.
La gente empezó a levantarse y a salir en silencio.
—Eh, un momento, chicos —gritó Rob—. Tenemos que dedicar el mismo tiempo a los extraterrestres buenos. Aquí tengo Los constructores de estrellas, una de mis favoritas… y El día en que la Tierra se detuvo. Quizá la mejor película espacial que se ha hecho, aunque pueda discutirse. Y aquí tengo esta otra de un alienígena monísimo, pequeñito y de ojos azules que…
—Otra día, Rob —le atajó Yoki con suavidad—. Me parece que todos están cansados.
A la mañana siguiente, Mahree hacía guardia en la consola de comunicaciones. Durante dos horas, estuvo observando el osciloscopio, buscando con la mirada las ondas naranja, mientras aguzaba el oído a la caza de parloteos extraños.
Joan y Paul habían conectado un amplificador al equipo de comunicaciones y la nave Désirée recorría lentamente las coordenadas espaciales en las que la primera señal había disparado la radiobaliza E.
Al principio, Mahree se hallaba tensa, ardiendo en deseos de que la señal cruzara el osciloscopio, preparada para avisar a Joan y a Jerry, que serían los encargados de localizarla.
Pero transcurrían las horas y no ocurría nada. Al final de la guardia, se alegró de ceder el asiento a Rob Gable.
—¿Has localizado algo, Mahree?
—Ni un susurro, ni un hipo electrónico. Mientras estaba aquí sentada, se me ha ocurrido que a lo mejor lo habíamos soñado.
—No. Fue real y muy real.
La sonrisa de Mahree era triste.
—Ya me lo dirás después de dos horas de mirar esa pantalla. La frontera entre la realidad y la fantasía se borra con facilidad.
—Los psicólogos se especializan en distinguir entre una cosa y otra.
—Los psicólogos que yo conozco bastante trabajo tienen con mantenerse a flote. —Lo miró por el rabillo del ojo—. Y no me parece que les vaya mucho mejor que a los demás.
Él hizo como si se enjugara la sangre.
—¡Uf! ¿Cuál es esa palabra francesa? ¿Touché?
—Oui —sonrió Mahree.
—De acuerdo. Lo tengo merecido por repelente.
—No te preocupes. Todos estamos un poco nerviosos.
—Al menos yo lo estoy. Lo sé muy bien. —Bostezó mientras se peinaba los rizos con los dedos—. Tal vez debí dormir un poco anoche en lugar de hacer de presentador de un festival cinematográfico.
—Fue divertido. Me gustaría ver las otras películas.
Él, con expresión seria, giró en el sillón para ponerse de cara a la pantalla.
—¿Crees tú que ahí fuera hay alguien?
—No sé —repuso ella lentamente, sin apartar los ojos del osciloscopio de la antena exploradora—. Me gustaría suponer que sí.
—A mí también. ¿Cuánto queda para que se cumpla el plazo que marcó tu tío?
—Sólo veinte horas —dijo Mahree con aire triste.
Rob le lanzó una mirada elocuente.
—Ésta podría ser nuestra oportunidad, ¿sabes?
Mahree lo miró desconcertada.
—¿Te acuerdas de lo que hablamos antes? —le recordó él—. De la posibilidad de hacer algo que fuera diferente, especial, notable… Esto podría serlo, para nosotros.
—¿Nosotros? —Mahree bajó la mirada sintiendo que la cara le ardía. «No seas estúpida, no ha querido decir eso».
—Al fin y al cabo —prosiguió él—, nuestra situación aquí es prácticamente única.
Mahree le dirigió una breve sonrisa.
—Tendrá que ser todavía «más única» antes de que podamos escribir alguna página de los textos de Historia. A no ser que captemos más señales, ni siquiera tendremos derecho a una nota a pie de página.
Rob hizo una mueca.
—¡Sí, maldita sea! —Señaló el osciloscopio con el índice—. Enciéndete, yo te lo mando.
La pantalla se obstinaba en permanecer oscura.
Aquella «noche» Mahree se acostó triste, sabiendo que a primera hora de la «mañana», mientras ella aún durmiera, se suprimiría la guardia y la Désirée pasaría otra vez al metaespacio. «Si, por lo menos, pudiéramos encontrar algo antes de que se acabe el tiempo…» Echada en la cama, deseaba poder alargar la mano y palpar físicamente aquellas extrañas frecuencias para situarlas en el campo en que podrían ser detectadas por los receptores de la Désirée.
Finalmente, el cansancio le hizo sumirse en un sueño profundo.
Varias horas después, despertó sobresaltada, pensando que alguien la llamaba.
—¿Sí? —preguntó en la oscuridad.
Pero su pequeña cabina a oscuras y el intercomunicador permanecía mudo. Mahree consultó el crono y volvió a echarse. Daba vueltas, con los ojos muy abiertos a pesar del cansancio. Hasta que, al fin decidió levantarse, ir a la sala de control y hacer compañía al que tuviera la última guardia.
Raoul no estaba en la sala, pero sí Joan Atwood. Yoki Masuto era la encargada de la guardia de las comunicaciones.
—Hola —saludó Mahree sentándose al lado de la sobrecargo—. Como no podía dormir, vengo a hacerte compañía.
Yoki bostezó, enseñando unos dientes pequeños y muy blancos, y se apartó el oscuro flequillo de la frente.
—Gracias, guapa. Después de dos noches sin apenas dormir, se me cierran los ojos haga lo que haga. Pero como tome una sola taza de café más, tendré que salir nadando hacia el servicio.
Llevaban cuarenta y cinco minutos la una al lado de la otra, intercambiando alguna que otra frase, cuando se acercó Joan Atwood.
—¿Cuánto falta para que termine el plazo que fijó el tío Raoul? —preguntó Mahree con ansiedad.
—Cinco minutos —dijo Joan—. Ya tengo ganas de dejar atrás esta locura y volver a nuestro rumbo.
—¿No estás desilusionada? —preguntó la muchacha, incapaz de imaginar cómo su tía podía permanecer tan indiferente.
—La verdad es que no. Todo este asunto me ha parecido un disparate desde el principio y así se lo dije a Raoul. Habremos captado el último estertor de una estrella o algo así. —Se agachó para desconectar el dispositivo automático de grabación—. Será mejor que empecemos a desconectar las antenas de exploración de largo alcance.
—Pero si aún no ha terminado el plazo —protestó Mahree, aunque sabía que era una tontería.
«¿Qué pueden suponer cinco minutos?» Pero no soportaba la idea de que su tía ordenara abandonar la búsqueda ni un segundo antes de que se cumpliera el plazo. Era su última oportunidad de hacer algo especial. Probablemente, la única de su vida; y se le escapaba entre los dedos. Se le hizo un nudo en la garganta.
—Por favor, tía Joan, espera.
—No seas tontita, ¿qué pueden representar cuatro minutos más o menos? Vamos, cariño.
Desconectó el receptor aural y la grabadora.
—En fin… —Yoki se levantó—. Si vas a desconectar, haré una escapada al servicio. Tengo los riñones flotando.
—Adelante —respondió Joan, volviendo a su puesto para recoger la caja de herramientas—. ¿Puedes traerme una taza de…?
—¡Mirad! —gritó Mahree dando un brinco y señalando la pantalla—. ¡La onda naranja!
Las dos mujeres corrieron a la consola.
—¿Dónde? —preguntaron al unísono.
—Esta vez apareció sólo un par de segundos. ¡Pero os juro que era la misma! —Mahree miró a su tía, cuya expresión le hizo protestar, en tono casi histérico—. Estaba ahí. Tienes que creerme. La he visto. Ahora no podemos dejar de buscarla.